Discursos 1980 286


VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX


A LAS COMUNIDADES CRISTINAS NO CATÓLICAS


Sede de la Nunciatura en París

Sábado 31 de mayo de 1980



Queridos hermanos en Cristo:

Os doy gracias por este encuentro, que yo deseaba tener con vosotros durante mi primera visita a Francia. Muy cordialmente saludo, ante todo, a nuestros hermanos ortodoxos, que vinieron principalmente de diversas regiones de Oriente a vivir en este país que les acogía, continuando así una larga tradición de la que San Ireneo fue uno de los primeros ejemplos. No olvido tampoco al representante de la Iglesia anglicana. Y me dirijo también a los representantes del protestantismo francés aquí presentes.

Ahora que estamos realizando un esfuerzo común para restaurar entre todos los cristianos la unidad querida por Cristo, conviene efectivamente que tomemos conciencia de lo que el hecho de ser cristiano nos exige hoy en día.

287 Ante todo, dentro de la dinámica del movimiento hacia la unidad, conviene purificar nuestra mente personal y comunitaria del recuerdo de todos los choques, injusticias y odios del pasado. Esta purificación se efectúa mediante el perdón recíproco desde lo más profundo del corazón, necesario para la expansión de una verdadera caridad fraternal, de una caridad que no admita rencores y que lo excuse todo (cf. 1Co 13,5 y 7). Lo digo aquí, porque conozco los crueles acontecimientos que, en el pasado, marcaron en este país las relaciones entre católicos y protestantes. El ser cristiano hoy, nos obliga a olvidar ese pasado, a fin de estar totalmente disponibles para la tarea a la que el Señor nos llama ahora (cf. Flp Ph 3,13). Vosotros habéis afrontado esa tarea y yo me alegro especialmente de la calidad que tiene la colaboración existente entre vosotros, sobre todo por lo que concierne al servicio del hombre, servicio comprendido en toda su dimensión y que requiere, de manera urgente y desde ahora, un testimonio de todos los cristianos según la necesidad sobre la cual he insistido ya en la Encíclica Redemptor hominis.

Pero hoy, quizá más que nunca, el primer servicio que hay que hacer al hombre es el de testimoniar la verdad, toda la verdad, "alithevondes en agapi", "confesando la verdad en el amor" (Ep 4,15). No debemos descansar hasta que no seamos de nuevo capaces de confesar juntos toda la verdad, toda esa verdad a la que el Espíritu nos guía (cf. Jn Jn 16,13). Sé lo sincera que es también vuestra colaboración en este terreno; los cambios de impresiones realizados durante la asamblea del protestantismo francés, en 1975, son un ejemplo de esa sinceridad. Es necesario que lleguemos a confesar juntos toda la verdad para poder realmente dar testimonio común de Jesucristo, único en el cual y por el cual puede el hombre ser salvado (cf. Act Ac 4,12).

He querido expresaros brevemente algunos de los sentimientos que me animan en este instante, pero no quiero extenderme más con el fin de tener más tiempo disponible para los coloquios más personales y para la oración que concluirá este nuestro encuentro.

Antes de rezar la oración del Señor podríamos confiarnos conjuntamente al designio salvífico de Dios, meditando la magnífica confesión del Apóstol Pablo en el exordio de su Carta a los Efesios:

"Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el Amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia, que superabundantemente derramó sobre nosotros toda sabiduría y prudencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito, que se propuso en El, para realizarlo al cumplirse los tiempos, recapitulando todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra; en El, en quien hemos sido declarados herederos, predestinados según el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad, a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria. En El también vosotros, que escucháis la palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, en el que habéis creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra heredad con vistas al rescate de su patrimonio, para alabanza de su gloria" (Ep 1,3-14).

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén.
* * * *


A su texto escrito el Santo Padre añadió antes de la lectura del pasaje de la Carta a los Efesios, que hizo el decano de la comunidad anglicana en Francia, y el rezo del Padrenuestro lo siguiente:



Antes de rezar esta oración, quiero agradecer vuestras palabras que acusan interrogantes, es verdad, pero también frutos. El intercambio de puntos de vista que se está verificando entre nosotros desde hace algún tiempo, ha dado lugar a interrogantes; y no puede ser de otro modo ni se puede avanzar de otra manera. Hay que tener presente que hemos de volver a recorrer siglos, y esto no se puede hacer en unos años, al menos según criterios humanos. Pero el hecho de que nos reunamos, dialoguemos, planteemos problemas y tratemos de responder a éstos, de escrutar la verdad propia, es ya un fruto; y creo que se debe continuar en esta dirección. Vivo hondamente el aniversario que celebráis este año, el 400 aniversario de la "confessio augustana". Y lo sigo casi de modo incomprensible para mí mismo: alguien la sigue en mí. "Alguno te llevará". Estas palabras que dijo el Señor a Pedro, son quizá las más importantes de todas las palabras que oyó. "Alguno te llevará". He de decir también que mi visita a Constantinopla me dio mucha esperanza. ¡Me he encontrado tan bien en aquella atmósfera, en aquel ambiente que constituye evidentemente una gran realidad espiritual, una realidad complementaria! Pues no se puede respirar como cristianos o, mejor, como católicos, con un solo pulmón; hay que tener dos pulmones, es decir, el oriental y el occidental. Y esto refiriéndome sólo a aquella visita a Constantinopla. Pienso que en este gran camino hacia la unidad estamos atravesando un momento histórico, es cierto; cuando nos interrogamos mutuamente, hay otro que nos interroga todavía más, pues no hay duda de que nos encontramos ante una negación radical de todo lo que somos, creemos, predicamos y testimoniamos. No se puede responder a esta negación radical si no es con el testimonio; testimonio de fe, testimonio de unión, testimonio en Cristo. Pienso que en este sentido podemos decir nosotros que hemos hecho cuanto debíamos. Hemos reconocido los signos de los tiempos, y procuramos responder a todos en nosotros mismos con nuestras fuerzas, fuerzas humanas. Pero como habéis hecho resaltar en vuestro discurso, hay otro elemento que es mucho más importante que nuestros esfuerzos, y es el "tiempo". Esperamos que el Señor nos conceda ver el día en que estemos unidos, y seguramente —podemos estar ciertos— ese día tendremos otra visión de las dificultades que hoy nos parecen tales. La visión de la diversidad de modos de acercarse a la misma fuente, a la misma verdad, al mismo Jesucristo, al mismo Evangelio. Estoy convencido de que el Señor nos prepara a ello, y precisamente para esto ha suscitado el espíritu de nuestros predecesores; me refiero en particular a Juan XXIII, que fue Nuncio aquí y todavía está presente en nuestro espíritu. Por esta intención debemos orar siempre. Estoy convencido de que la función, la tarea fundamental de las comunidades cristianas, de las Iglesias, el deber fundamental de todos los cristianos, sigue siendo la oración. La oración... fue el Señor quien nos enseñó a orar, pero de un modo especial. A orar por nuestra unión, pues El mismo oró por esta unión en un momento de su misión que puede calificarse de eminente. Por este motivo, al daros las gracias por cuanto acabáis de decir, nos sentimos agradecidos al Señor y a vosotros por habernos reunido hoy y haber escuchado de vuestros labios las palabras que hemos oído; porque creemos que esto quiere decir estar unidos. Estar unidos no significa sólo que las personas se digan continuamente: sí, te quiero. Se está unido también incluso cuando las personas discuten, pero lo hacen por un bien común, por un bien superior; y esto va bien. Antes de rezar la plegaria del Señor, podemos situarnos todos juntos ante el designio salvífico de Dios meditando la magnífica confesión del Apóstol Pablo en la Carta a los Efesios.









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PLEGARIA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

EN LA CAPILLA DE LA MEDALLA MILAGROSA


Sábado 31 de mayo de 1980



Dios te salve, María,
288 llena eres de gracia,
el Señor es contigo,
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.

Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Vos.

Esta es la oración que tú inspiraste, oh María, a Santa Catalina Labouré en este mismo lugar hace ciento cincuenta años; y esta invocación, grabada en la medalla, la llevan y pronuncian ahora muchos fieles por el mundo entero.

En este día en que la Iglesia celebra la visita que hiciste a Isabel después que el Hijo de Dios se hizo carne en tu seno, nuestra primera oración será para alabarte y bendecirte. ¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bienaventurada tú que has creído! ¡El Poderoso ha hecho maravillas en ti! ¡La maravilla de tu maternidad divina! Y con vistas a ésta, ¡la maravilla de tu Inmaculada Concepción! ¡La maravilla de tu Fiat! ¡Has sido asociada tan íntimamente a toda la obra de nuestra redención, has sido asociada a la cruz de nuestro Salvador! Tu corazón fue traspasado junto con su Corazón. Y ahora, en la gloria de tu Hijo, no cesas de interceder por nosotros, pobres pecadores. Velas sobre la Iglesia de la que eres Madre. Velas sobre cada uno de tus hijos. Obtienes de Dios para nosotros todas esas gracias que simbolizan los rayos de luz que irradian de tus manos abiertas. Con la única condición de que nos atrevamos a pedírtelas, de que nos acerquemos a ti con la confianza, osadía y sencillez de un niño. Y precisamente así nos encaminas sin cesar a tu Divino Hijo.

289 En este lugar bendito yo también quiero expresarte hoy otra vez la confianza, la cercanía profundísima con que me has favorecido siempre. "Totus tuus". Vengo como peregrino después de cuantos han venido a esta capilla desde hace ciento cincuenta años, y como todo el pueblo cristiano que se apiña aquí cada día para comunicarte su alegría, confianza y súplicas. Vengo como el Beato Maximiliano Kolbe; antes de su viaje a Japón, hace cabalmente cincuenta años, vino aquí a buscar tu apoyo particular para propagar lo que luego llamaría "La Milicia de la Inmaculada" y emprender su prodigiosa obra de renovación espiritual bajo tu patrocinio, antes de dar la vida por sus hermanos. Cristo pide hoy a su Iglesia una gran obra de renovación espiritual. Y yo, humilde Sucesor de Pedro, es ésta la gran obra que vengo a confiarte, como lo he hecho en Jasna Góra, en Nuestra Señora de Guadalupe, en Knoch, en Pompeya y en Éfeso, y como lo haré el próximo año en Lourdes.

Te consagramos nuestras fuerzas y disponibilidad para estar al servicio del designio de salvación actuado por tu Hijo. Te pedimos que por medio del Espíritu Santo la fe se arraigue y consolide en todo el pueblo cristiano, que la comunión supere todos los gérmenes de división, que la esperanza cobre nueva vida en los que están desalentados. Te pedimos en especial por este pueblo de Francia, por la Iglesia que está en Francia, por sus Pastores, por las almas consagradas, por los padres y madres de familia, por los niños y los jóvenes, por los hombres y mujeres de la tercera edad. Te pedimos por los que padecen pruebas particulares, físicas o morales, por los que están tentados de infidelidad, por los que son zarandeados por la duda en un clima de incredulidad, y también por los que padecen persecución a causa de su fe. Te confiamos el apostolado de los laicos, el ministerio de los sacerdotes, el testimonio de las religiosas. Te pedimos que el llamamiento a la vocación sacerdotal y religiosa sea ampliamente escuchado y secundado para gloria de Dios y vitalidad de la Iglesia en este país y en los países que siguen esperando ayuda mutua misionera.

Te encomendamos especialmente a la multitud de Hijas de la Caridad, cuya casa madre está enclavada en este lugar y aquí, siguiendo el espíritu de su fundador San Vicente de Paúl y de Santa Luisa de Marillac, están tan dispuestas a servir a la Iglesia y a los pobres en todos los ambientes y en todos los países. Te pedimos por las que viven en esta casa y, en el corazón de esta ciudad febril, acogen a todos los peregrinos que conocen el precio del silencio y la oración.

Dios te salve, María,
llena eres de gracia,
el Señor es contigo,
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.







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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LAS RELIGIOSAS


290

Sábado 31 de mayo de 1980



Antes de pronunciar el discurso el Papa comentó:

«Como veo que no llevamos retraso, puedo deciros una cosa: cuando he entrado aquí, la primera impresión ha sido positiva, y me he dicho a mí mismo: se presentan bien. La segunda no ha sido impresión, sino asociación de ideas: ¿Cuándo he visto a las religiosas reunidas como hoy? Fue en Kinshasa, cuando se reunieron las religiosas en el Carmelo, y al empezar a hablar cayó una lluvia torrencial. Y he pensado: a lo mejor las religiosas de hoy cambian de método y consiguen que no llueva; tenemos hoy algunos programas pastorales, y para éstos sería más adecuado tener buen tiempo y sol, o al menos sin lluvia. Estas son mis primeras impresiones, y me parecía que podía compartirlas con vosotras. Este es mi primer pensamiento y, si el tiempo lo permite, a lo mejor hay algo más al final.

Queridas hermanas: En mis viajes apostólicos experimento un gozo profundo y siempre nuevo al encontrarme con las religiosas, cuya existencia consagrada por los tres votos evangélicos, pertenece indisolublemente a la santidad de la Iglesia. Juntos demos gracias al Señor que nos ha concedido este encuentro, bendigámosle por los frutos que se seguirán en vuestra vida personal y también en la mía, en vuestra congregación y en el Pueblo de Dios».



Mis queridas hermanas:

1. En mis viajes apostólicos experimento una felicidad muy honda y siempre nueva al reunirme con las religiosas, cuya existencia consagrada por los tres votos evangélicos "pertenece de manera indiscutible a la vida y santidad de la Iglesia" (Lumen gentium LG 44). ¡Bendigamos juntos al Señor que ha permitido este encuentro! ¡Bendigámosle por los frutos que van a brotar en vuestra vida personal, en vuestras congregaciones, en el Pueblo de Dios! ¡Gracias por haber venido en tan gran número de todos los barrios de París y de la región parisiense, e incluso de provincias! Me complazco en expresaros, a las que estáis presentes y a todas las religiosas de Francia, mi estima, afecto y aliento.

Esta reunión, casi campestre, me hace pensar en esos momentos de pausa y respiro que Cristo mismo reservaba a sus primeros discípulos a la vuelta de algunas correrías apostólicas. También vosotras, queridas hermanas, venís de vuestros lugares y tareas de evangelización: dispensarios o centros sanitarios, escuelas o colegios, centros de catequesis o capellanías de jóvenes, servicios parroquiales o apostolados en ambientes pobres. Me gusta repetiros las palabras del Señor: "Venid aparte... descansad un poco" (cf. Mc Mc 6,31). Juntos meditaremos sobre el misterio y el tesoro evangélico de vuestra vocación.

2. La vida religiosa no es propiedad vuestra, como no es propiedad de ningún instituto. Es "un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre" (Lumen gentium LG 43). En pocas palabras, la vida religiosa es un legado, una realidad vivida en la Iglesia desde hace siglos por una multitud de hombres y mujeres. La profunda experiencia de la misma, hecha por ellos, trasciende las diferencias socio-culturales que pueden darse de un país a otro, rebasa también las descripciones que nos han dejado y se sitúa más allá de la variedad de realizaciones e intentos de hoy. Importa respetar y amar este rico patrimonio espiritual. Importa escuchar e imitar a aquellos y aquellas que han encarnado mejor el ideal de la perfección evangélica, y santificaron y honraron en tan gran número la tierra de Francia.

Hasta la tarde de vuestra vida seguid maravillándoos y dando gracias por la misteriosa llamada que resonó un día en lo profundo de vuestro corazón: "Sígueme" (cf. Mt Mt 9,9 Jn 1,43), "Vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; y ven y sígueme" (Mt 19,21). Primero guardasteis en secreto este llamamiento, luego lo sometisteis al discernimiento de la Iglesia. Porque ciertamente es un riesgo muy grande dejarlo todo por seguir a Cristo. Pero sentíais ya entonces —y lo habéis experimentado después— que El era capaz de saciar vuestro corazón. La vida religiosa es una amistad, una intimidad de orden místico con Cristo. Vuestro itinerario personal debe ser como una nueva edición original del célebre poema del Cantar de los Cantares. Queridas religiosas: En el corazón a corazón de la oración, absolutamente vital para cada una de vosotras, como en vuestros diversos compromisos apostólicos, escucháis la voz del Señor que os susurra la misma llamada: "Sígueme". La fuerza de vuestra respuesta os mantendrá con la misma lozanía de vuestra oblación primera. ¡Así caminaréis de fidelidad en fidelidad!

3. Seguir a Cristo es algo muy distinto de admirar un modelo, aun en el caso de que tengáis buen conocimiento de las Escrituras y de la teología. Seguir a Cristo es algo existencial. Es querer imitarlo hasta el extremo de dejarse configurar con El, asimilarse a El, hasta el punto de ser "como otra humanidad suya", según las palabras de sor Isabel de la Trinidad. Y ello en su misterio de castidad, pobreza y obediencia. ¡Tal ideal rebasa el entendimiento y extralimita las fuerzas humanas! Sólo es realizable gracias a tiempos fuertes de contemplación silenciosa y ardiente en el Señor Jesús. Las religiosas llamadas "activas", a ciertas horas deben ser "contemplativas" siguiendo el ejemplo de las monjas de clausura a las que hablaré en Lisieux.

La castidad religiosa, hermanas mías, es querer ser de verdad como Cristo; todas las razones que se pueden argüir se desvanecen ante esta razón esencial: Jesús era casto. Este estado de Cristo no sólo era superación de la sexualidad humana, prefigurando el mundo futuro, sino igualmente una manifestación, una "epifanía" de la universalidad de su oblación redentora. El Evangelio no cesa de indicar cómo vivió Jesús la castidad. En sus relaciones humanas, singularmente ampliadas en comparación con las tradiciones de su ambiente y de su época, llegó perfectamente hasta lo profundo de la personalidad del otro. Su sencillez, respeto y bondad, y su arte de suscitar lo mejor en el corazón de las personas con quienes se encontraba, sobrecogieron a la samaritana, a la mujer adúltera y a tantas otras personas. ¡Ojalá que vuestro voto de virginidad consagrada —profundizado y vivido en el misterio de la castidad de Cristo—, y que transfigura ya vuestras personas, os empuje a llegar de verdad a vuestros hermanos y hermanas en humanidad, en sus situaciones concretas! ¡Hay tantas personas en nuestro mundo que están como extraviadas, abrumadas, desesperadas! Con fidelidad a las reglas de la prudencia, hacedles sentir que las amáis a la manera de Cristo, depositando en su corazón la ternura humana y divina que El les trae.

291 También habéis prometido a Cristo ser pobres con El y como El. No hay duda de que la sociedad de producción y consumo plantea problemas complejos a la práctica de la pobreza evangélica. No es éste el lugar ni el momento de discutir este tema. Me parece que toda congregación debe ver en este fenómeno económico una invitación providencial a dar una respuesta tradicional y al mismo tiempo enteramente nueva, a Cristo pobre. Contemplándole con frecuencia y largamente en su vida radicalmente pobre, y tratando con asiduidad a los humildes y los pobres que son también su rostro, llegaréis a ser capaces de dar cuanto sois y tenéis. La Iglesia necesita ser como arrastrada por vuestro testimonio. Calculad vuestra responsabilidad.

En cuanto a la obediencia de Jesús, ésta ocupa un lugar central en su obra redentora. Habéis meditado muchas veces las páginas en que San Pablo habla de la desobediencia inicial, que fue como la puerta de entrada del pecado y de la muerte en el mundo, y habla del misterio de la obediencia de Cristo que obtiene la vuelta de la humanidad a Dios. El desposeimiento de sí mismo y la humildad son más difíciles para nuestra generación apasionada por la autonomía y hasta por el capricho. Sin embargo, no se puede imaginar una vida religiosa sin obediencia a los superiores, que son los custodios de la fidelidad al ideal del instituto. San Pablo subraya el vínculo de causa a efecto entre la obediencia de Cristo hasta la muerte de cruz (cf. Ef
Ep 2,6-11) y su gloria de Resucitado y de Señor del universo. Del mismo modo, la obediencia de toda religiosa —que es siempre un sacrificio de la voluntad, por amor— produce abundantes frutos de salvación para el mundo entero.

4. Habéis aceptado, pues, seguir a Cristo e imitarlo más de cerca para mostrar su rostro verdadero a los que ya lo conocen y a cuantos no lo conocen. Y ello, a través de esas actividades apostólicas a que he hecho alusión al principio de nuestro encuentro. En este plan de la dedicación, y salvando la espiritualidad particular de vuestros institutos, os exhorto vivamente a integraros en el inmenso engranaje de las tareas pastorales de la Iglesia universal y de las diócesis (cf. Perfectae caritatis PC 20). Sé que algunas congregaciones no pueden responder —por falta de personal— a todas las llamadas que les llegan de los obispos y de sus sacerdotes. Sin embargó, haced lo imposible por garantizar los servicios vitales de las parroquias y las diócesis. Que religiosas debidamente preparadas colaboren en la pastoral de las nuevas realidades, que son muchas. En una palabra, invertid al máximo todos vuestros talentos naturales y sobrenaturales en la evangelización contemporánea. Estad presentes siempre y en todos los sitios en el mundo sin ser del mundo (cf. Jn Jn 17,15-16). No tengáis miedo de dejar reconocer claramente vuestra identidad de mujeres consagradas al Señor. Los cristianos y quienes no lo son tienen derecho de saber quiénes sois. Cristo, Maestro de todos nosotros, ha hecho de su vida una revelación valiente de su identidad (cf. Lc Lc 9,26).

¡Animo y confianza, mis queridas hermanas! Sé que lleváis años reflexionando mucho sobre la vida religiosa y sobre vuestras constituciones. Ha llegado el momento de vivir en la fidelidad al Señor y a vuestras tareas apostólicas. Oro de todo corazón para que el testimonio de vuestras vidas consagradas y el rostro de vuestras congregaciones religiosas despierten en el corazón de muchos jóvenes el proyecto de seguir a Cristo como vosotras. Os bendigo y bendigo a todas las religiosas de Francia que actúan en el suelo de la patria o en otros continentes. Y bendigo a cuantos lleváis en vuestro corazón y en vuestra oración.







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A LA COMUNIDAD POLACA


Sábado 31 de mayo de 1980



1. Me alegra muchísimo poder encontrarme con la numerosa "Polonia" francesa, con mis connacionales, que viven en tierra de Francia o que han venido de los países limítrofes, y se encuentran entre los presentes.

Dios os recompense vuestra presencia en este momento particular. Este encuentro ha sido una necesidad de mi corazón y expresa nuestro común deber hacia la patria. Os saludo calurosa y cordialmente, queridos hermanos y hermanas, y mediante vosotros saludo a todos los hijos e hijas de nuestra patria, a quienes el destino ha dirigido aquí y los ha vinculado con Francia.

Deseo, pues, en este encuentro, dar testimonio de Cristo ante vosotros, deseo dar testimonio de vosotros, queridos hermanos y hermanas, y de todas las generaciones de polacos a quienes les ha tocado vivir, actuar, trabajar, combatir y morir aquí, en tierra francesa. Y también deseo aceptar este testimonio del pasado y vuestro testimonio contemporáneo y de hoy.

He dicho en un discurso que París es un lugar desde el que se ve todo el mundo. Aquí puedo decir que París es también un lugar desde el que se ve, de modo particular, Polonia, su historia, o al menos algunos de sus fragmentos más dramáticos, como los vividos cuando se decidió su destino, su "ser o no ser" en el mapa del mundo: momentos dramáticos que desgarraron el corazón de las generaciones que los vivieron, pero también momentos que han reforzado y quizá también, a veces, han devuelto el sentido de la dignidad; han consolidado y profundizado el sentido de la identidad nacional; fueron el grito ante sus hijos y ante los extranjeros por el derecho de la nación a la existencia en el cuadro de las justas fronteras y en su marco estatal.

2. El pueblo francés, que siempre ha apreciado mucho la propia libertad, supo ser sensible a los otros, cuando se encontraron en una situación difícil. Por esto aquí, en esta tierra, en esta ciudad, se realizó, en medida notable, nuestra gran reflexión nacional, que fue al mismo tiempo la reflexión de la fe. Y aunque estos nobles deseos, estas grandes intenciones y visiones no siempre se han podido realizar, sin embargo aquí, en los diversos momentos de la historia, se renovó nuestra idea nacional, se construyó el plan del nuevo perfil de la patria y de la nación. Aquí encontraron refugio prófugos políticos, patriotas, pensadores, poetas, escritores, artistas. Aquí nacieron muchas de entre las mayores obras maestras de la cultura. Todo esto es comúnmente bien conocido, y no es necesario insistir en ello; pero, ¿cómo no aludir en este momento, y no mencionar con emoción, al menos la gran emigración y los que la crearon y animaron? ¿Cómo no mencionar a Michiewicz, Norwid, Chopin? Perdonad si digo sólo algunos nombres. ¿Cómo no recordar en este momento que aquí, en París, se fundó la congregación de los Padres resurreccionistas para salvar moralmente a la emigración y para construir la Polonia católica, como dice su programa? Todos han entendido su estancia en París como un servicio tributado a la patria y a la nación. Ello ha constituido la finalidad de su actividad creativa, política y religiosa, y el motivo de su existencia. Aquí, en el clima de la libertad, fueron de nuevo acuñados el pasado cristiano de la nación, nuestra tradición cristiana, a medida de las necesidades del momento y de la situación concreta. Aquí, diría, se leyeron de nuevo los signos de los tiempos de entonces, pero se leyeron de nuevo a la luz de la palabra de Cristo: "El Espíritu es el que da la vida" (Jn 6,63). Y precisamente este espíritu que da la vida al hombre, a la nación, a la patria, ellos trataron de reanimarlo sosteniendo, desarrollando y creando las obras maestras de la cultura polaca, de la prosa, de la poesía, de la música, del arte, organizando instituciones, bibliotecas —es conocida la biblioteca polaca en París que, a pesar de las numerosas dificultades que debe afrentar, continúa esta tradición y es un importante centro cultural en Occidente— y luego institutos educativos y religiosos.

Pero los polacos han encontrado el camino hacia Francia y hacia París, no sólo en los momentos difíciles. Los artífices grandes y menos grandes de nuestra cultura siempre vinieron aquí gustosamente y encontraron inspiración en un clima favorable.

292 Aquí la emigración renacía moralmente y profundizaba la conciencia de su misión para servicio de la patria. Así fue entonces, y así debe ser siempre, porque el pensamiento de la emigración, su trabajo creativo, su aportación a la fe, a la cultura, al desarrollo del hombre, de Polonia..., del mundo, constituye un suplemento precioso y necesario. Si faltase esto, si faltase esta aportación, esta voz, faltaría un hilo esencial en el conjunto tan complejo y tan difícil. Y si Polonia vive con una vida propia, si ha conservado la propia cultura, la soberanía y la identidad nacional, la libertad espiritual, si tiene su puesto en el mundo —y también si hoy aquí, en París, capital de Francia, os habla un Papa polaco—, esto es también mérito de todos esos hombres que, con la fe en la fuerza de las palabras de Cristo: "El Espíritu es el que da la vida", supieron defender y desarrollar los valores divinos y humanos, que se encuentran en la base de nuestro. ser nacional y cristiano.

3. Pido excusas de haber citado, por necesidad, solamente algunos hombres y algunos hechos; ha habido y hay muchos otros, no menos importantes. A todos los llevo en el corazón, sin excepción, y a cada uno por lo que le corresponde. Y no sólo a esos grandes. Pienso también en la muchedumbre de vuestros antepasados y padres, hombres sencillos, honestos, valientes, trabajadores, que se vieron obligados a buscar en el extranjero el pan que no les aseguró la patria.

Aquí encontraron ese pan, o en todo caso tuvieron más del que podía darles la propia tierra. Pero también les esperaba aquí una suerte difícil y un trabajo duro. Se hallaron desarraigados en un país desconocido. Con su laboriosidad y honestidad se ganaron la confianza y la estima. Muchos entre los aquí presentes llevan estas experiencias dentro de sí. Están inscritas en vuestras almas y en vuestro cuerpo. Primero se trataba de trabajadores temporeros, que trazaron el camino a los fijos, y ellos dieron comienzo a la emigración con el tipo de las colonias agrícolas. Por lo tanto, el duro trabajo en los campos, en las alquerías, en las plantaciones. (La Sociedad Polaca de los Emigrantes tenía sus sedes en París, Soisson, Nancy).

Y otra gran parte es la emigración obrera: mineros polacos y obreros en las fábricas, que se domiciliaron principalmente al norte de Francia, y allá, en la cuenca carbonífera, no tuvieron miedo de afrontar la dura realidad, y con el pensamiento en la patria, en la familia, en los allegados que permanecieron allí, emprendieron la fatiga del trabajo cotidiano en las minas, en las fábricas, pensando en un mañana mejor.

Especialmente en los departamentos Pas de Calais y Nord, pero también en Seine, Moselle, Meurthe y Moselle, Seine et Oise, Aisne y otros, hasta hoy, son numerosas las colonias de polacos, sois muy numerosos.

Y lo mismo que vuestros padres, constituís un gran potencial creativo de la economía de este país, dais una aportación notable a su desarrollo y progreso, a su potencia económica y espiritual, en conformidad con las palabras del Profeta Jeremías: "Procurad la prosperidad de la ciudad adonde os he deportado y rogad por ella a Yavé, pues su prosperidad será vuestra prosperidad" (29, 7).

Pienso en la generación que se encontró fuera de la patria, a causa de los terribles acontecimientos de la segunda guerra mundial. Generación que no colgó sus cítaras en los sauces de esa tierra en una hora trágica de la historia.

4. Pienso con gratitud en tantos sacerdotes polacos, que en momentos buenos y malos han servido y sirven a la emigración con sacrificio y entrega. Gracias a ellos, la emigración polaca no ha perdido la fe. Precisamente ellos, a pesar de diversas dificultades y obstáculos, han contribuido en gran medida a la conservación de la identidad, de la lengua, del vínculo con la tierra nativa, sacando inspiración y buscando apoyo en la cultura nativa y cristiana de Polonia.

¿Cómo no recordar aquí el seminario mayor en Rué des Irlandais? El cumple un papel importante en el trabajo pastoral, en la preparación de los Pastores polacos de las almas para mantener el espíritu. En esta ocasión deseo expresar mi gratitud a la Iglesia en Irlanda, que ha correspondido con tanta comprensión a las necesidades de la pastoral polaca para la emigración y ha facilitado el edificio en el que se encuentra y trabaja.

Pienso en tantas organizaciones y asociaciones en la emigración, que buscan en la fe en Dios la inspiración para su actividad. Una de ellas, la Asociación Católica de la Juventud Polaca, celebra precisamente el jubileo de su 50 aniversario. Con amor particular, pero también con solicitud —porque conozco vuestras dificultades y peligros— pienso en vosotros, jóvenes. En todos vosotros, muchachos y muchachas, y os diré solamente lo que ya he dicho en muchas ocasiones a tantos jóvenes: vosotros sois la esperanza de la Iglesia y su futuro, sois la esperanza del país en que vivís, del mundo, de la euro-emigración, de la patria de vuestros antepasados, sois mi esperanza. No cedáis a los complejos, no cortéis esa raíz de la que habéis crecido. Esto es, sabed leer lo que hay en vosotros y en torno a vosotros. Sabed leer, discernir, elegir.

La integración es, sin duda, un problema importante y necesario para todos. Hoy nadie puede cerrarse en el propio "gheto". Debéis servir al país en el que vivís, trabajar para él, amarlo y contribuir a su progreso, desarrollando vosotros mismos vuestra humanidad, es decir, lo que hay en vosotros, lo que os forma, sin falsificar y sin borrar esas líneas que desde el pasado, a través de vuestros padres y quizá ya de muchas generaciones, se arraigan en una realidad más modesta, más pobre que esa en la que vivís, pero grande y preciosa. No os dejéis engañar por palabras fáciles, por frases que circulan, por opiniones poco profundas. Leed esta realidad, aprendedla, amadla, transformadla "y dadle una nueva dimensión contemporánea. Conocerla y vivirla cotidianamente ayuda con frecuencia a comprenderse a sí mismo y al otro, ayuda a acercarse a Dios mediante la fe y el amor.

293 El hombre es la medida de las cosas y de las vicisitudes del mundo creado, pero la medida del hombre es Dios. Por esto, el hombre debe retornar siempre a esta fuente, a esta medida única, que es Dios encarnado en Jesucristo, si quiere ser hombre, y si el mundo debe ser humano. Precisamente quiero dar testimonio de esta verdad fundamental y más importante, con esta visita a Francia y en este encuentro de hoy con vosotros, queridos hermanos y hermanas. Volved a esta verdad, meditadla y encontrad en ella a vosotros mismos y a los otros, todas las vicisitudes que se forman en el complejo de la vida humana, de vuestra vida concreta y de vuestras tareas en todos los sentidos. Cristo nos pertenece en tanto en cuanto hacemos nuestra su enseñanza, su mensaje salvífico del amor. Creced y que se multiplique vuestra fe, esperanza y caridad. Esta invocación os la dirijo hoy con fuerza particular.

Y ahora permitid que todos nosotros, vosotros y yo, dirijamos nuestros pensamientos y nuestros corazones hacia Jasna Góra, a la Madre de Cristo y de cada uno de los hombres, a la Madre y Reina de Polonia, y confiémosle a nosotros mismos, a vuestras familias, vuestras madres y padres, maridos y esposas, hijos e hijas, vuestros sacerdotes y parroquias, vuestros allegados, la Iglesia en nuestra patria y en todo el mundo, y Francia, a la que Dios ha ligado vuestra vida.

Desde lo profundo del corazón imparto la bendición apostólica a todos vosotros aquí presentes, a vuestras familias, a todos los que se unen a nosotros con el afecto, con el pensamiento y con la oración.









Discursos 1980 286