Discursos 1980 298

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Seminario Issy-les-Moulienaux

Domingo 1 de junio de 1980



1. ¡Alabado sea Dios que nos ha dado ocasión de podernos encontrar algo más detenidamente, en el marco de esta breve visita! A esta reunión le concedo yo una gran importancia. Por razones de "colegialidad". Sabemos que la colegialidad tiene un doble carácter: es "efectiva", pero también es "afectiva". Lo cual resulta profundamente conforme con su origen, pues comenzó alrededor de Cristo en la comunión de los "Doce".

Vivimos, por tanto, un momento importante de nuestra comunión episcopal: los obispos de Francia, en torno al Obispo de Roma, que esta vez es huésped de ellos, mientras que otras veces les ha recibido en diversas ocasiones, como durante las visitas "ad Limina", especialmente en 1977 cuando Pablo VI examinó con vosotros un gran número de cuestiones, con un enfoque que sigue siendo validísimo hoy. Tenemos que dar gracias a Dios por el hecho de que el Vaticano II haya afrontado, confirmado y renovado la doctrina sobre la colegialidad del Episcopado, como la expresión viviente y auténtica del Colegio que, por institución de Cristo, los Apóstoles constituyeron, con Pedro a la cabeza. Y damos gracias también a Dios por poder, siguiendo esa pauta, cumplir mejor nuestra misión: dar testimonio del Evangelio y servir a la Iglesia y también al mundo contemporáneo, al que hemos sido enviados con toda la Iglesia.

Os agradezco vivamente el haberme invitado, el haber puntualizado, con gran esmero, todos los detalles de esta visita pastoral, el haberla preparado tan activamente, el haber sensibilizado al pueblo cristiano sobre el significado de mi venida, el haber manifestado solicitud y apertura, que son dos cualidades tan importantes para nuestra misión de pastores y de doctores de la fe. Rindo especial homenaje al cardenal Marty, que nos recibe en el seminario de su provincia; al cardenal Etchegaray, Presidente de la Conferencia Episcopal; al cardenal Renard, primado de las Galias; al cardenal Gouyon y al cardenal Guyot; y me gustaría nombrar a cada uno de los obispos, lo que resulta imposible. Con no pocos de vosotros he tenido el honor de encontrarme y colaborar en el pasado; por de pronto, en las sesiones del Concilio, ciertamente, pero también en los diversos Sínodos, en el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa, o en otras ocasiones, de las que guardo también un feliz recuerdo. Esto nos permite trabajar juntos con toda llaneza, aunque ahora yo venga ya con una especial responsabilidad.

2. La misión de la Iglesia, que se realiza continuamente en la perspectiva escatológica, es al mismo tiempo plenamente histórica. Esto se enlaza con la obligación de leer los "signos de los tiempos" que fue tan profundamente tenida en cuenta por el Vaticano II. Con gran perspicacia, el Concilio ha definido igualmente lo que es la misión de la Iglesia en la etapa actual de la historia. Nuestra tarea común sigue siendo, por tanto, la aceptación y la realización del Vaticano II, de acuerdo con su contenido auténtico. Al hacer esto, nos guiamos por la fe: ésa es la principal y fundamental razón de nuestra obra. Creemos que Cristo, por el Espíritu Santo, estaba con los padres conciliares; que el Concilio contiene, en su Magisterio, lo que el Espíritu "dijo a la Iglesia", y que se lo dijo al mismo tiempo en plena armonía con la Tradición y según las exigencias propuestas por los "signos de los tiempos". Esta fe está fundada en la promesa de Cristo: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28,20). Sobre esta fe se funda también nuestra convicción de que debemos "realizar el Concilio" tal y como es, y no como algunos quisieran verlo y entenderlo.

Nada tiene de extraño el que, en esta etapa "postconciliar" se hayan desarrollado también, con bastante intensidad, ciertas interpretaciones del Vaticano II que no corresponden a su Magisterio auténtico. Me refiero con ello a las dos tendencias tan conocidas: el "progresismo" y el "integrismo". Unos, están siempre impacientes por adaptar incluso el contenido de la fe, la ética cristiana, la liturgia, la organización eclesial a los cambios de mentalidades, a las exigencias del "mundo", sin tener suficientemente en cuenta, no sólo el sentido común de los fieles que se sienten desorientados, sino lo esencial de la fe ya definida; las raíces de la Iglesia, su experiencia secular, las normas necesarias para su fidelidad, su unidad, su universalidad. Tienen la obsesión de "avanzar", pero, ¿hacia qué "progreso" en definitiva? Otros —haciendo notar determinados abusos que nosotros somos los primeros, evidentemente, en reprobar y corregir—, endurecen su postura deteniéndose en un período determinado de la Iglesia, en un determinado plano de formulación teológica o de expresión litúrgica que consideran como absoluto, sin penetrar suficientemente en su profundo sentido, sin considerar la totalidad de la historia y su desarrollo legítimo, asustándose de las cuestiones nuevas, sin admitir en definitiva que el Espíritu de Dios sigue actuando hoy en la Iglesia, con sus Pastores unidos al Sucesor de Pedro.

Estos hechos no deben extrañar si se piensa en los fenómenos análogos en la historia de la Iglesia. Pero no por ello deja de ser necesario concentrar todas las fuerzas en la interpretación justa, es decir auténtica, del Magisterio conciliar, como fundamento indispensable de la auto-realización ulterior de la Iglesia, para la cual ese Magisterio es la fuente de inspiraciones y orientaciones justas. Las dos tendencias extremas que acabo de señalar traen consigo no sólo una oposición, sino una división descarada y perjudicial, como si se provocaran mutuamente hasta el punto de crear desazón en todos, como un escándalo, y gastar en esta actitud y esta crítica recíproca muchas energías que serían tan útiles para una verdadera renovación. Hay que esperar que los unos y los otros, a quienes no faltan la generosidad ni la fe, aprendan humildemente a superar, juntamente con sus Pastores, esta oposición entre hermanos, para aceptar la interpretación auténtica del Concilio —porque ésta es la cuestión de fondo— y para afrontar juntos la misión de la Iglesia, en la diversidad de su sensibilidad pastoral. Ciertamente, la gran mayoría de los cristianos de vuestro país están dispuestos a manifestar su fidelidad y su disponibilidad para seguir a la Iglesia; no comparten esas posiciones extremas y abusivas, pero no pocos de ellos flotan entre ambas o se sienten turbados, con el consiguiente problema, también, de que corren peligro de hacerse indiferentes y alejarse de la fe. El momento actual os obliga a ser, más que nunca, artífices de la unidad, vigilando a la vez las cuestiones de fondo que están en juego, y las dificultades sicológicas que entorpecen la vida eclesial, en la verdad y en la caridad.

3. Y vengo ahora a otra cuestión fundamental: ¿Por qué, en la etapa actual de la misión de la Iglesia, es necesaria una concentración particular sobre el hombre? Ya he desarrollado esto en la Encíclica Redemptor hominis, tratando de poner de relieve el hecho de que este acento antropológico tiene una raíz cristológica profunda y fuerte.

Las causas de ello son diversas. Hay causas visibles y perceptibles, según las múltiples variaciones de que depende, por ejemplo, del ambiente, del país, de la nación, de la historia, de la cultura. Existe, por tanto, ciertamente, un conjunto específico de causas que son características de la realidad "francesa" de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Vosotros sois los que mejor podéis conocerlas y comprenderlas. Si yo me permito abordar este tema lo hago con la convicción de que el problema —habida cuenta del estado actual de la civilización, por una parte y, por otra, de las amenazas que pesan sobre la humanidad— tiene una dimensión a la vez fundamental y universal. En esta dimensión universal y al mismo tiempo local, la Iglesia debe, consiguientemente, afrontar la problemática común del hombre como una parte integrante de su misión evangélica.

No sólo el mensaje evangélico es dirigido al hombre, sino que es un gran mensaje mesiánico sobre el hombre: es la revelación al hombre de la verdad total sobre él mismo y sobre su vocación en Cristo (cf. Gaudium et spes ).

299 Anunciando este mensaje, estamos en el centro de la realización del Vaticano II. Y, por otra parte, la actuación de este mensaje nos es impuesta por el conjunto de la situación del hombre en el mundo contemporáneo. No quisiera repetir lo que ya está dicho en la Gaudium et spes y en la Redemptor hominis, documentos a los que conviene siempre acudir. Sin embargo, quizá no sea exagerado decir, en este lugar y en este marco, que vivimos una etapa de tentación particular para el hombre.

Conocemos diferentes etapas de esta tentación, comenzando por la primera, en el capítulo tercero del Génesis, hasta las tentaciones tan significativas a que fue sometido el mismo Cristo; son como una síntesis de todas las tentaciones nacidas de la triple concupiscencia. La tentación actual, sin embargo, va más lejos (casi se podría decir que es una "meta-tentación"); va "más allá" de todo cuanto, en el trascurso de la historia, ha constituido el tema de la tentación del hombre, y manifiesta al mismo tiempo, se podría decir, el fondo mismo de toda tentación. El hombre contemporáneo está sometido a la tentación del rechazo de Dios en nombre de su propia humanidad.

Es una tentación especialmente profunda y especialmente amenazadora desde el punto de vista antropológico, si se considera que el mismo hombre no tiene otro sentido que el de imagen y semejanza de Dios.

4. Como Pastores de la Iglesia enviados al hombre de nuestro tiempo, debemos ser muy conscientes de esta tentación, bajo sus múltiples aspectos, no ya para "juzgar al hombre", sino para amar más todavía a ese hombre: "amar" quiere siempre decir, ante todo, "comprender".

Junto a esta actitud, que podríamos denominar pasiva, debemos tener, de manera mucho más profunda, una actitud positiva; quiero decir, ser conscientes de que el hombre histórico está profundamente inscrito en el misterio de Cristo; ser conscientes de la capacidad antropológica de este misterio, de su "anchura, longitud, altura y profundidad", según la expresión de San Pablo (
Ep 3,18).

Debemos, en consecuencia, estar particularmente dispuestos al diálogo. Pero conviene ante todo definir su significación principal y sus condiciones fundamentales.

Según el pensamiento de Pablo VI, y puede decirse también que del Concilio, el "diálogo" significa ciertamente apertura, capacidad de comprender al otro hasta sus mismas raíces: su historia, el camino que ha recorrido, las inspiraciones que le animan. No significa ni indiferentismo ni, en modo alguno, "el arte de confundir los conceptos esenciales"; ahora bien, por desgracia, este arte es muy frecuentemente reconocido como equivalente a la actitud de "diálogo". Y no significa tampoco "ocultar" la verdad de sus condiciones, de su "credo".

Ciertamente el Concilio exige de la Iglesia de nuestro tiempo que tenga una fe abierta al diálogo, en los diversos círculos de interlocutores de los que hablaba Pablo VI; exige, igualmente, que su fe sea capaz de reconocer todos los gérmenes de verdad dondequiera que se encuentre. Pero, por esa misma razón, exige de la Iglesia una fe muy madura, una fe muy consciente de su propia verdad y, al mismo tiempo, profundamente animada por el amor.

Todo esto es importante para nuestra misión de Pastores de la Iglesia y de predicadores del Evangelio.

Hay que tener en cuenta el hecho de que estas formas modernas de la tentación del hombre que toma al hombre como absoluto, afectan también a la comunidad de la Iglesia, convirtiéndose también para ella en formas de tentación, y buscan así separarla de la autorrealización a que está llamada por el Espíritu de Verdad, precisamente a través del Concilio de nuestro siglo.

Por una parte, nos encontramos frente a la amenaza de la ateización "sistemática" y, en cierto modo, "forzada" en nombre del progreso del hombre; pero, por otra parte, hay aquí también una amenaza, en el interior de la Iglesia: consiste en querer, de múltiples maneras, "conformarse al mundo" en su aspecto actual "de evolución".

300 Bien sabido es que este deseo se distingue radicalmente de lo que enseñó Cristo; baste recordar la comparación evangélica de la levadura y de la sal de la tierra, para poner en guardia a los Apóstoles contra la asimilación al mundo.

No faltan, sin embargo, precursores ni "profetas" de esta orientación de "progreso" en la Iglesia.

5. Hay que insistir en la amplitud de la tarea de los Pastores en materia de "discernimiento" entre lo que constituye una verdadera "renovación" y lo que, subterráneamente, protege la tendencia a la "secularización" contemporánea y a la "laicización", o también la tendencia al "compromiso" con un sistema del que no se conocen quizá todas las premisas.

Hay que insistir también en lo grande que es la tarea de los Pastores en orden a "conservar el depósito", a ser fieles al misterio de Cristo, inserto en el conjunto de la historia del hombre, y ser fieles también a ese maravilloso "sentido sobrenatural de la fe" de todo el Pueblo de Dios, que generalmente no es objeto de publicidad en los mass-media y que se expresa, no obstante, en lo profundo de los corazones y de las conciencias con la lengua auténtica del Espíritu. Nuestro ministerio doctrinal y pastoral debe estar sobre todo al servicio de ese "sensus fidelium", como ha recordado la Constitución Lumen gentium (
Nb 12).

En una época en que tanto se habla de "carisma profético" —sin utilizar siempre ese concepto en su sentido exacto—, conviene que renovemos profundamente y reconstruyamos la conciencia del carisma profético vinculado al ministerio episcopal de maestros de la fe y de "guías del rebaño", que encarnan en la vida, según una adecuada analogía, las palabras de Cristo sobre el "Buen Pastor".

El Buen Pastor se preocupa del pasto, del alimento de las ovejas. Y a este respecto pienso muy especialmente en las publicaciones teológicas, extendidas rápidamente hasta los lugares más lejanos a través de diversos medios y cuyos puntos más esenciales son vulgarizados en las revistas; hay algunas que, por su cualidades, su profundidad, su sentido de Iglesia, educan y hacen más profunda la fe; otras que, por el contrario, la debilitan o la disipan por su parcialidad o sus métodos. Las publicaciones francesas han tenido frecuentemente y siguen teniendo alcance internacional, incluso entre las Iglesias jóvenes. Vuestro carisma profético os obliga a velar especialmente por su fidelidad doctrinal y su cualidad eclesial.

6. La cuestión fundamental que debemos plantearnos los obispos, sobre quienes pesa una especial responsabilidad por lo que respecta a la verdad del Evangelio y a la misión de la Iglesia, es la de credibilidad de esa misión y ele nuestro servicio. En este terreno, a veces somos interrogados y juzgados severamente. ¿No escribía uno de vosotros: "Nuestra época habrá de ser dura respecto a los obispos"? Y, por otra parte, estamos dispuestos a juzgarnos severamente nosotros mismos y a juzgar severamente la situación religiosa del país y los resultados de nuestra pastoral. La Iglesia en Francia no ha estado exenta de estos juicios; baste recordar el célebre libro del abad Godin: "Francia, ¿país de misión?", o también la afirmación bien conocida: "La Iglesia ha perdido la clase obrera".

Esos juicios exigen, sin embargo, que '"se observe una moderación perspicaz. Conviene también pensar a largo plazo, porque eso es algo esencial en nuestra misión. Y no se puede negar que la Iglesia en Francia ha realizado y sigue realizando grandes esfuerzos para "llegar hasta los que están lejos", sobre todo en los ambientes obreros y rurales descristianizados.

Estos esfuerzos deben conservar plenamente un carácter evangélico, apostólico y pastoral. No es posible sucumbir a los "desafíos de la política". No podemos en modo alguno dejar de aceptar numerosas resoluciones que pretenden ser solamente "justas". No podemos dejarnos encerrar en perspectivas de conjunto que son solamente unilaterales. Es cierto que los mecanismos sociales y también su característica política y económica parecen confirmar esos panoramas de conjunto y ciertos hechos dolorosos: "país de misión", "pérdida de la clase obrera". Parece, sin embargo, que debemos estar dispuestos no sólo a la "autocrítica", sino también a la "crítica" de esos mecanismos. La Iglesia debe estar dispuesta a defender los derechos de los hombres del trabajo, en todo sistema económico y político.

Sobre todo, no se puede olvidar la magnífica contribución de la Iglesia y del catolicismo francés en el ámbito misionero de la Iglesia, por ejemplo, o en el ámbito de la cultura cristiana. No se puede aceptar que esos capítulos hayan quedado cerrados. Más aún, no se puede aceptar que, en esos terrenos, la Iglesia en Francia cambie la calidad de su contribución y la orientación que había emprendido y que merece una credibilidad total.

Convendría evidentemente considerar aquí toda una serie de tareas elementales dentro de la Iglesia, en la misma Francia; por ejemplo, la catequesis, la pastoral de la familia, la obra de las vocaciones, los seminarios, la educación católica, la teología. Todo esto en una gran síntesis de esa "credibilidad" que es tan necesaria para la Iglesia en Francia —como en cualquier sitio, por otra parte—, y para el bien común de Iglesia universal.

301 7. Vuestra responsabilidad se extiende efectivamente —como en los otros Episcopados, pero de manera diversa— más allá de "vuestra" Iglesia, más allá de Francia. Debéis aceptar esto y no podéis ya liberaros de ello. Y en ese aspecto todavía, es necesaria una visión verdaderamente universal de la Iglesia y del mundo, especialmente precisa, yo diría "sin error". No podéis actuar solamente en función de circunstancias que se os presentaron hace tiempo y que todavía se os siguen ofreciendo. Debéis tener un "plan de solidaridad" preciso y exacto, con respecto a quienes tienen un derecho especial a contar con vuestra solidaridad y a esperarla de vosotros. Debéis tener los ojos ampliamente abiertos hacia el Occidente y hacia el Oriente, hacia el Norte y hacia el Sur. Debéis dar testimonio de vuestra solidaridad, a los que sufren de hambre y de injusticia, a causa de la herencia del colonialismo o del reparto defectuoso de bienes materiales. Pero debéis también ser sensibles a todos los daños que se han hecho al espíritu humano: a la conciencia, a las convicciones religiosas, etc. No olvidéis que el porvenir del Evangelio y de la Iglesia se elabora quizá de modo especial allí donde los hombres sufrieron a veces, por su fe y por las consecuencias de la fe, sacrificios dignos de los primeros cristianos. No podéis, después de eso, guardar silencio de cara a vuestra sociedad y a vuestra Iglesia. En este aspecto, es necesaria una especial solidaridad de testimonio y de oración común.

Hay un modo seguro para reforzar la credibilidad de la Iglesia en vuestro país y no debe ser pasado por alto. Estáis insertos efectivamente en un sistema de vasos comunicantes, aunque en tal sistema vosotros sois sin duda una pieza especialmente venerable, especialmente importante e influyente. ¡Esto os impone muchos deberes! El camino hacia el futuro de la Iglesia en Francia —el camino hacia esa gran conversión, quizá, cuya necesidad sienten los obispos sacerdotes y los fieles— pasa por la aceptación de esos deberes.

Pero, frente a las negaciones que algunos hacen, frente a las desesperanzas que, como consecuencia de numerosas vicisitudes históricas, parecen formar la fisonomía espiritual de la sociedad contemporánea, ¿no os queda siempre la misma potente osamenta del Evangelio y de la santidad, que constituye un patrimonio especial de la Iglesia en Francia?

¿No pertenece el cristianismo de modo inmanente, al "genio de vuestra nación"?

¿No sigue siendo Francia "la hija primogénita de la Iglesia"?

VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX


A LOS SEMINARISTAS


Seminario Issy-les-Moulienaux

Domingo 1 de junio de 1980



Queridos amigos seminaristas:

1. No podía terminar esta primera parte de la tarde sin pasar un momento con vosotros, sin conocer vuestras caras, y sin exhortaros en el nombre del Señor. ¡Qué alegría encontrarme con vosotros, los jóvenes que os formáis en la región parisiense! Me han dicho que se han reunido aquí alumnos del seminario San Sulpicio, del seminario universitario de Carmes y miembros de diferentes grupos de orientación. Está bien. Me siento dichoso de que se pueda contar con vuestra disponibilidad para servir y con vuestra generosidad. Al dedicaros estas breves palabras, permitid que me dirija a la vez a todos vuestros compañeros franceses que, esparcidos por todo el país y también en mi diócesis de Roma, siguen el mismo camino.

Ya sabéis que acabo de tener una larga sesión de trabajo con vuestros obispos. Ha sido un encuentro particularmente importante, en el curso del cual nosotros, que llevamos solidariamente la carga de todas las Iglesias, hemos podido situarnos frente a nuestras responsabilidades para asumirlas según el beneplácito de Dios. Y ahora, parece lo más natural el proseguir de algún modo tal conversación con aquellos que se preparan para ser los colaboradores del orden episcopal, y a estar por tanto asociados, en la persona de Cristo, a la predicación del Evangelio y al pastoreo del Pueblo de Dios. Sois todavía jóvenes, es cierto, pero ya ofrecéis bastantes cosas. Sois conscientes de que vuestra entrega ha de ser total y de que cuanto más avancéis, más descubriréis la necesidad de hacerla —me atrevería a decir— más total aún. Por tanto, al hablar con vosotros me situaré a este nivel, teniendo en cuenta evidentemente el hecho de que un camino como el vuestro requiere tiempo, una larga maduración espiritual, intelectual y pastoral, y que el simple deseo de ser sacerdote no basta por sí mismo para responder a las exigencias del sacerdocio.

2. Una de estas exigencias, la más fundamental, es que estéis profundamente enraizados en Jesucristo. Yo os invito a ello con todo mi corazón. Si fuerais capaces de aprender, a través de la oración y la contemplación, a vivir, orar, amar y sufrir como Cristo, me parece que las líneas principales de vuestra misión se harían más precisas cada vez, y que experimentaríais también una necesidad vital de volver a encontraros con los hombres y de aportarles aquello de lo que verdaderamente tienen necesidad. En un caminar de este estilo se encuentra ya el alma del apostolado, de modo que el "actuar" está unido indisolublemente al "ser", y viceversa, sin que sea útil realizar vanos debates, ni bueno privilegiar uno en detrimento del otro. La Iglesia pretende formaros en una unidad interior completa, en la que la misión requiere la intimidad con Dios, y ésta reclama aquélla.

302 ¿Acaso no queréis vosotros mismos ser "buenos pastores"? El buen Pastor da su vida, y da su vida por sus ovejas. ¡Bien! Pues es necesario descubrir el sentido del propio sacrificio, ligado al sacrificio de Cristo, y ofreceros en favor de los demás que esperan de vosotros este testimonio. Esto podría decirse a todos los fieles, pero con mucha más razón y a título especial a los sacerdotes y a los futuros sacerdotes. ¡Que vuestra participación diaria en la Eucaristía y los esfuerzos que realizáis para hacer crecer en vosotros la devoción eucarística, os ayuden en este camino!

3. Os hablaba hace un instante de unidad en el interior de vosotros mismos. A mi modo de ver, ésta permite adquirir lo que podríamos llamar la sabiduría pastoral. Uno de los frutos del Decreto conciliar del Vaticano II acerca de la formación para el sacerdocio fue, con toda seguridad, el de crear las condiciones de una mejor preparación pastoral de los candidatos. Gracias al equilibrio interior logrado en vosotros, debéis llegar a poseer la capacidad de afinar vuestro juicio acerca de los hombres, las cosas y las situaciones, mirarlas a la luz de Dios y no con los ojos del mundo. Esto os conducirá a una percepción profunda de los problemas, de las múltiples urgencias de la misión, y a la vez os encaminará hacia el objetivo adecuado. De este modo experimentaréis menos la tentación de "celebrar" tan sólo lo que viven nuestros contemporáneos o, por el contrario, de tener acerca de éstos unas ideas pastorales quizás generosas, pero personales y sin la garantía de la Iglesia: no se hacen experimentos con los hombres. Por esta misma razón, tomaos en serio vuestro trabajo intelectual, indispensable ahora y después de la ordenación, para que transmitáis a los demás todo el contenido de la fe en una síntesis exacta, armoniosa y fácil de asimilar.

¿Hay que puntualizar, por otro lado, que el sacerdote es uno de entre los demás? No puede ser por sí solo todo en todos. Su ministerio se ejerce en el seno de un presbiterio, en torno a un obispo. Este es ya un poco vuestro caso, en la medida en que se van reforzando vuestros lazos con vuestra diócesis, en la que estáis insertos en equipos pastorales, para desarrollar en vosotros la capacidad de trabajar en Iglesia. Y en el caso de que vuestra orientación personal —o el acento puesto a veces sobre tal o tal otro aspecto de vuestra preparación— os haga más aptos para un tipo de ministerio determinado, junto a un particular tipo de gente, no por eso dejáis de estar enviados fundamentalmente a todos, poseyendo la preocupación pastoral por todos y la voluntad de colaborar con todos, sin ninguna exclusividad de tendencia o de ambiente. Debéis ser capaces también de aceptar cualquier ministerio que os sea confiado, sin subordinar vuestra aceptación a la conformidad con las conveniencias o los proyectos personales. En éste asunto las necesidades de la Iglesia son prioritarias, y a ellas hemos de adaptarnos. Esto les parece absolutamente esencial a vuestros obispos y a mí mismo, considerando el encargo con que la Providencia nos ha investido y al cual vosotros seréis asociados un día.

4. Mis queridos hijos: Ya veis la amplitud de la tarea, las numerosas necesidades. No sois muchos, y sin embargo los esfuerzos realizados hace años comienzan a dar resultados visibles. No os diré que la generosidad de los laicos permitirá paliar la falta de sacerdotes. Se trata de un orden completamente distinto. En los laicos tendréis que desarrollar siempre el sentido de la responsabilidad y tendréis que educarles para que ocupen el lugar que les corresponde en la comunidad. Pero lo que Dios ha puesto en vuestros corazones con su llamada corresponde a una vocación específica. Tratad de dar testimonio de vuestra fe y vuestra alegría lo mejor posible. Vosotros sois los testigos de las vocaciones sacerdotales entre los adolescentes y los jóvenes de vuestra edad. ¡Ah! ¡Si vosotros supierais dar razón de la esperanza que reside en vosotros, y mostrar que la misión no puede esperar, ni en Francia, ni menos aún en otros países más desfavorecidos! Os animo con todas mis fuerzas para que seáis los primeros apóstoles de las vocaciones.

5. Os animo también a dar gracias a vuestros profesores y educadores a todos los niveles: directores del seminario, delegados diocesanos, sacerdotes de las parroquias, capellanes y movimientos que os animan en vuestra formación, y a aquellos que os han ayudado a discernir la llamada del Señor. Les debéis mucho. La Iglesia les debe mucho. En este lugar quisiera rendir homenaje de un modo especial a los sacerdotes de la Compañía de San Sulpicio, que han sabido merecer la estima de todos en su servicio al sacerdocio.

Vuestros educadores tienen una difícil tarea. Es necesario que se sepa en Francia que yo les concedo mi confianza y les doy mi apoyo fraterno. Ellos desean formar sacerdotes de calidad. Que prosigan y desarrollen aún más sus esfuerzos, apoyándose en los textos del Concilio, y en las excelentes "Rationes" que han sido preparadas a petición de la Santa Sede, así como en los documentos recientemente publicados por la Congregación para la Educación Católica que, no me cabe la menor duda, os habrán distribuido y comentado ampliamente.

Muchísimas gracias a todos vosotros, queridos hermanos y queridos hijos. Os cito para dentro de poco en el parque de los Príncipes con los jóvenes de la región, parisiense y os bendigo con profundo afecto.

VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS JÓVENES REUNIDOS EN EL PARQUE DE LOS PRÍNCIPES


Domingo 1 de junio de 1980



(Durante el encuentro con los jóvenes en la noche del 1 de junio el Santo Padre respondió a las preguntas que estos le plantearon y les dejó, como mensaje para la juventud, este discurso que había preparado de antemano para esta ocasión)

¡Gracias, gracias, queridos jóvenes de Francia, por haber venido esta noche a la vigilia con el Papa! ¡Os agradezco vuestra confianza! ¡Gracias también a cuantos me han escrito! El encuentro con la juventud es siempre un momento importante de mis visitas pastorales. ¡Gracias por lo que habéis preparado esta noche para los ojos y para el corazón! Me ofrecéis ahora vuestro testimonio, profesáis vuestra fe. Y yo, seguidamente, os hablaré de vuestra vida de jóvenes, teniendo presente la intención de vuestras preguntas, y profesaré con vosotros toda la fe de la Iglesia.

Queridos jóvenes de Francia:

303 1. ¡Gracias infinitas por haber venido en tan gran número, tan alegres, tan confiados, tan unidos entre vosotros! ¡Gracias a los jóvenes de París y de la región parisiense! ¡Gracias a los jóvenes que han venido con entusiasmo desde todos los rincones de Francia! Me hubiera gustado estrechar la mano a cada uno de vosotros, fijarme en vuestra mirada, dedicaros una palabra personal y amistosa. La imposibilidad material de hacerlo no es obstáculo para la profunda comunión de los espíritus y de los corazones. Vuestro intercambio de testimonios es buena prueba de ello. Vuestra asamblea alegra mis ojos y hace palpitar mi corazón. Esta asamblea de juventud es similar a las multitudes de jóvenes que he encontrado a lo largo de mis viajes apostólicos, primero en México, luego en Polonia, en Irlanda, en Estados Unidos y más recientemente en África. Os lo puedo confiar: Dios me ha dado la gracia —como a muchos otros obispos y sacerdotes— de amar con pasión a los jóvenes, ciertamente diversos de un país a otro, pero muy parecidos en sus entusiasmos y en sus decepciones, en sus aspiraciones y en su generosidad. Quienes entre vosotros han tenido la posibilidad de establecer contacto y amistad con la juventud de otra provincia, de otro país, de otro continente, comprenden quizá mejor y comparten mi fe en la juventud, porque la juventud es en todas partes, hoy como ayer, portadora de grandes esperanzas para el mundo y para la Iglesia. Jóvenes de Francia, cristianos convencidos, o simpatizantes con el cristianismo: Yo quisiera, en esta velada inolvidable, que emprendiéramos todos una ascensión, una verdadera cordada hacia las cumbres, a la vez difíciles y tonificadoras de la vocación del hombre, del hombre cristiano. Quiero realmente compartir con vosotros, como un amigo con sus amigos, mis propias convicciones de hombre y de servidor de la fe y de la unidad del Pueblo de Dios.

2. Vuestros problemas y vuestros sufrimientos de jóvenes me son conocidos, al menos en una panorámica general: cierta inestabilidad inherente a vuestra edad y aumentada por la aceleración de los cambios de la historia; cierta desconfianza respecto a las verdades adquiridas, exacerbada por las enseñanzas recibidas en la escuela y el clima frecuente de crítica sistemática; la inquietud por el futuro y las dificultades de inserción profesional; la excitación y superabundancia de deseos en una sociedad que hace del placer el objetivo de la vida; la sensación penosa de impotencia para dominar las consecuencias equívocas o nefastas del progreso, las tentaciones de revuelta, de evasión o de abandono. Todo esto, como vosotros bien sabéis, ha llegado hasta la saturación. Yo prefiero elevarme, con vosotros, a las alturas. Estoy persuadido de que queréis salir de ésa atmósfera extenuante y ahondar o volver a descubrir el sentido de una existencia verdaderamente humana, porque está abierta a Dios; en una palabra, el sentido de vuestra vocación de hombre, en Cristo.

3. El ser humano es un ser corporal. Esta afirmación tan sencilla está cargada de consecuencias. Por material que sea, el cuerpo no es un objeto como otro cualquiera. Es, ante todo, alguien; en el sentido de que es una manifestación de la persona, un medio de presencia entre los demás, de comunicación, de expresión extremamente variada. El cuerpo es una palabra, un lenguaje. ¡Qué maravilla y qué riesgo al mismo tiempo! ¡Muchachos y muchachas, tened un gran respeto de vuestro cuerpo y del cuerpo de los demás! ¡Que vuestro cuerpo esté al servicio de vuestro "yo" profundo! ¡Que vuestros gestos, vuestras miradas, sean siempre el reflejo de vuestra alma! ¿Adoración del cuerpo? No; jamás. ¿Desprecio del cuerpo? Tampoco. ¿Dominio sobre el cuerpo? ¡Sí! ¿Transfiguración del cuerpo? ¡Mejor todavía! Ello os lleva frecuentemente a admirar esa maravillosa transparencia del alma en muchos hombres y mujeres durante el cumplimiento cotidiano de sus tareas humanas. Pensad en el estudiante o en el deportista que ponen todas sus energías físicas al servicio de su ideal respectivo. Pensad en el padre o en la madre, cuyo rostro inclinado hacia su hijo, respira tan profundamente el gozo de la paternidad y de la maternidad. Pensad en el músico o en el actor identificados con los autores que interpretan. Ved al trapense o al cartujo, a la carmelita o a la clarisa, radicalmente dedicados a la contemplación y haciendo a Dios transparente.

Yo os deseo verdaderamente que aceptéis el desafío de esta época y seáis, todos y todas, campeones del dominio cristiano de vuestro cuerpo. El deporte bien entendido, que renace hoy más allá del círculo del profesionalismo, es una buena ayuda para ello. Ese dominio resulta determinante para la integración de la sexualidad en vuestra vida de jóvenes y de adultos. Es difícil hablar de sexualidad en la época actual, caracterizada por un enloquecimiento que no deja de tener su explicación, pero que se ve, desgraciadamente, favorecido por una verdadera explotación del instinto sexual. Jóvenes de Francia, la unión de los cuerpos ha sido siempre el lenguaje más fuerte con que dos seres pueden comunicarse entre sí. Y por eso mismo, un lenguaje semejante, que afecta al misterio sagrado del hombre y de la mujer, exige que no se realicen jamás los gestos del amor sin que se aseguren las condiciones de una posesión total y definitiva de la pareja, y que la decisión sea tomada públicamente mediante el matrimonio. ¡Jóvenes de Francia, conservad o volved a tener una sana visión de los valores corporales! ¡Contemplad ante todo a Cristo, Redentor del hombre! El es el Verbo hecho carne, que tantos artistas han expresado con realismo para darnos a entender claramente que tomó todo lo de la naturaleza humana, incluida la sexualidad, pero sublimada con la castidad.

4. El espíritu es el don original que distingue fundamentalmente al hombre del mundo animal y que le da un poder de dominio sobre el universo. No puedo dejar de citar aquí a vuestro incomparable escritor francés Pascal: "El hombre no es más que una caña, lo más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No conviene que el universo entero se arme para quebrarla..., pero aun cuando el universo la quebrase, el hombre sería todavía más noble que el que lo mata, porque sabe que muere; y de la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo nada sabe. Toda nuestra dignidad consiste, por tanto, en el pensamiento...; esforcémonos, pues, en pensar bien" (Pensamientos , núm.
Nb 347).

Hablando así del espíritu, me refiero al espíritu capaz de comprender, de querer, de amar. Por eso, precisamente, el hombre es hombre. ¡Salvaguardad a toda costa en vosotros y en torno a vosotros el campo sagrado del espíritu! Sabéis que en el mundo contemporáneo existen todavía, por desgracia, sistemas totalitarios que paralizan el espíritu, atentan gravemente a la integridad y a la identidad del hombre, reduciéndolo a un estado de objeto, de máquina, privándolo de su fuerza de reacción interior, de sus impulsos de libertad y de amor. Sabéis también que existen sistemas económicos que, aun presumiendo de su formidable expansión industrial, acentúan al mismo tiempo la degradación, la descomposición del hombre. Incluso los mass-media, que deberían contribuir al desarrollo integral de los hombres y a su enriquecimiento recíproco en una fraternidad creciente, no dejan de provocar un desgaste e incluso el embotamiento de la inteligencia y de la imaginación que perjudican la salud del espíritu, de la mente y del corazón, deformando en el hombre la capacidad de discernir lo que es sano de lo que es insano. Sí; ¿para qué valen las reformas sociales y políticas, aunque sean muy generosas, si el espíritu, que es también conciencia, pierde su lucidez y vigor? Prácticamente, en este mundo, tal como es y del que no debéis huir, ¡aprended a reflexionar más y más, a pensar! Los estudios que hacéis deben ser un momento privilegiado de aprendizaje para la vida del espíritu. ¡Desenmascarad los eslogans, los falsos valores, los espejismos, los caminos sin salida! Yo os deseo un espíritu de recogimiento, de interioridad. Cada uno de vosotros y cada una de vosotras, debe favorecer, según sus posibilidades, la primacía del espíritu e incluso contribuir a resaltar lo que tiene valor de eternidad más todavía que de futuro. Viviendo así, creyentes y no creyentes, estáis muy cercanos a Dios. ¡Dios es espíritu!

5. Vosotros valéis también lo que vale vuestro corazón. Toda la historia de la humanidad es la historia de la necesidad de amar y de ser amado. Este fin de siglo —sobre todo en las regiones de evolución social acelerada— hace más difícil el brote de una sana afectividad. Por eso, sin duda, muchos jóvenes y muchas jóvenes buscan el ambiente de pequeños grupos, a fin de huir del anonimato y a veces de la angustia, a fin de encontrar su profunda vocación a las relaciones interpersonales. A juzgar por cierto tipo de publicidad, nuestra época parece incluso que es víctima de lo que pudiera llamarse una droga del corazón.

En este terreno, como en los precedentes, conviene ver claro. Cualquiera que sea el uso que de él hacen los humanos, el corazón —símbolo de la amistad y del amor— tiene también sus normas, su ética. Hacer sitio al corazón en la construcción armónica de vuestra personalidad nada tiene que ver con la sensiblería ni aun con el sentimentalismo. El corazón es la apertura de todo el ser a la existencia de los demás, la capacidad de adivinarlos, de comprenderlos. Una sensibilidad así, auténtica y profunda, hace vulnerable. Por eso, algunos se sienten tentados a deshacerse de ella, encerrándose en sí mismos.

Amar es, por tanto, esencialmente entregarse a los demás. Lejos de ser una inclinación instintiva, el amor es una decisión consciente de la voluntad de ir hacia los otros. Para poder amar en verdad, conviene desprenderse de todas las cosas y, sobre todo, de uno mismo, dar gratuitamente, amar hasta el fin. Esta desposesión de sí mismo —acción de largo respiro— es exhaustiva y exaltante, Es fuente de equilibrio. Es el secreto de la felicidad.

Jóvenes de Francia: ¡Alzad más frecuentemente los ojos hacia Jesucristo! El es el Hombre que más ha amado, del modo más consciente, más voluntario, más gratuito. Meditad el testamento de Cristo: "No hay mayor prueba de amor que el dar la vida por aquellos a quienes se ama". ¡Contemplad al Hombre-Dios, al hombre del corazón traspasado! ¡No tengáis miedo! Jesús no vino a condenar el amor, sino a liberar el amor de sus equívocos y de sus falsificaciones. Fue El quien transformó el corazón de Zaqueo, de la Samaritana, y quien realiza, hoy todavía, por todo el mundo, parecidas conversiones. Me imagino que esta noche Cristo murmura a cada uno y a cada una de entre vosotros: "¡Dame tu corazón!... Yo lo purificaré, yo lo fortaleceré, yo lo orientaré hacia cuantos lo necesitan: tu propia familia, tu comunidad escolar o universitaria, tu ambiente social, los despreciados, los extranjeros que viven sobre el suelo de Francia, los habitantes del mundo entero que no tienen de qué vivir o desarrollarse, los más pequeños de entre los hombres. El amor exige ser compartido".

Jóvenes de Francia: Es más que nunca la hora de trabajar con las manos enlazadas por la civilización del amor, según expresión favorita de mi gran predecesor Pablo VI. ¡Qué obra tan gigantesca! ¡Qué tarea tan entusiasmante!

304 A propósito del corazón, del amor, tengo todavía que haceros una confidencia. Creo con todas mis fuerzas que muchos de entre vosotros sois capaces de arriesgar el don total, a Cristo y a vuestros hermanos, de todas vuestras potencias de amor. Comprendéis perfectamente que quiero hablaros de la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa. Vuestras ciudades y vuestros pueblos de Francia esperan ministros de corazón ardiente que anuncien el Evangelio, celebren la Eucaristía, reconcilien a los pecadores con Dios y con sus hermanos. Esperan también mujeres radicalmente consagradas al servicio de las comunidades cristianas y de sus necesidades humanas y espirituales. Vuestra eventual respuesta a ese llamamiento se sitúa totalmente en el eje de la última pregunta de Jesús a Pedro: "¿Me amas?".

6. He hablado de los valores del cuerpo, del espíritu y del corazón. Pero al mismo tiempo he dejado entrever una dimensión esencial, sin la que el hombre cae prisionero de sí mismo o de los demás: es la apertura hacia Dios.Sí; sin Dios el hombre pierde la clave de sí mismo, pierde la clave de su historia. Porque, desde la creación, lleva en sí la semejanza de Dios. Esa semejanza permanece en él en estado de deseo implícito y de necesidad inconsciente, a pesar del pecado. Y el hombre está destinado a vivir con Dios. También aquí Cristo se revela como nuestro camino. Pero este misterio nos exige quizá una atención mayor.

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, ha vivido todo lo que constituye el valor de nuestra naturaleza humana, cuerpo, espíritu y corazón, en una relación con los demás plenamente libre, marcada con el sello de la verdad y llena de amor. Toda su vida y en todas sus palabras manifestó esa libertad, esa verdad, ese amor y, especialmente, el don voluntario de su vida por los hombres. Pudo proclamar así el programa de un mundo bienaventurado, sí, bienaventurado, sobre el camino de la pobreza, de la mansedumbre, de la justicia, de la esperanza, de la misericordia, de la pureza, de la paz, de la fidelidad hasta sufrir persecución; y dos mil años más tarde, ese programa sigue inscrito en el centro de nuestra reunión. Pero Cristo no solamente ha dado ejemplo y ha enseñado. También ha liberado efectivamente a hombres y mujeres de lo que tenía prisionero a su cuerpo, a su espíritu y a su corazón. Y desde que murió y resucitó por nosotros, continúa haciéndolo para los hombres y las mujeres de toda condición y de todo país, desde el momento en que le entregan su fe. Es el Salvador del hombre. Es el Redentor del hombre. "Ecce homo" dijo Pilato, sin llegar a comprender el alcance de sus palabras: "he aquí el hombre".

¿Cómo nos atrevemos a decir esto, queridos amigos? La vida terrena de Cristo fue breve, y más breve todavía su actividad pública. Pero su vida es única, su personalidad es única en el mundo. No es para nosotros solamente un hermano, un amigo, un hombre de Dios. Reconocemos en El al Hijo único de Dios, que es una sola cosa con Dios Padre y que el Padre ha dado al mundo. Con el Apóstol Pedro, de quien soy humilde Sucesor, yo profeso: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo". Y precisamente porque Cristo comparte a la vez la naturaleza divina y nuestra naturaleza humana, la ofrenda de su vida, en su muerte y en su resurrección, nos alcanza a nosotros, los hombres de hoy, nos salva, nos purifica, nos libera, nos eleva: "El Hijo de Dios está unido en cierto modo a todo hombre". Y aquí quisiera recordar el deseo expresado en mi primera Encíclica: "Que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella" (Redemptor hominis
RH 13).

Si Cristo libera y eleva nuestra humanidad, es que la introduce en la alianza con Dios, con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo. Hemos festejado esta mañana a la Santísima Trinidad. He ahí la verdadera apertura a Dios a la que aspira todo corazón humano, incluso sin saberlo, y que Cristo ofrece al creyente. Se trata de un Dios personal y no solamente del Dios de los filósofos y de los sabios, sino del Dios revelado en la Biblia, Dios de Abraham, Dios de Jesucristo, que constituye el centro de nuestra historia. Ese es el Dios que puede aferrar todos los recursos de vuestro cuerpo, de vuestro espíritu, de vuestro corazón, para hacer que den fruto; en una palabra, que puede aferrar todo vuestro ser para renovarlo en Cristo, desde ahora y más allá de la muerte.

He aquí mi fe, he aquí la fe de la Iglesia desde los orígenes, la única que está fundada sobre el testimonio de los Apóstoles, la única que resiste a los vaivenes, la única que salva al hombre. Estoy seguro de que muchos de vosotros han experimentado ya esto. Que puedan ellos encontrar en mi venida un estímulo para profundizarlo con todos los medios que la Iglesia pone a su disposición.

Otros, seguramente, están más dudosos para adherirse plenamente a esta fe. Muchos declaran que se hallan en período de búsqueda. Otros se consideran incrédulos, o quizá incapaces de creer, o indiferentes a la fe. Otros aún, rechazan a un Dios cuyo rostro les ha sido mal presentado. Otros, por último, apresados en las redes de supuestas filosofías que presentan la religión como cosa de ilusos o alienados, se ven quizá tentados a construir un humanismo sin Dios. A todos ellos yo les deseo que, con un gesto de honradez, dejen al menos sus ventanas abiertas hacia Dios. De otro modo, corren el peligro de pasar al margen del camino del hombre, que es Cristo, de encerrarse en actitudes de revuelta, de violencia, de contentarse con suspiros de impotencia o de resignación. Un mundo sin Dios se construye, tarde o temprano, contra el hombre. Ciertamente, muchas influencias sociales o culturales, muchos acontecimientos personales pueden obstaculizar vuestro camino hacia la fe, o haceros apartar de él. Pero de hecho, si lo queréis, en medio de esas dificultades que yo comprendo, tenéis todavía muchas posibilidades en un país de libertad religiosa como el vuestro, para despejar ese camino y llegar, con la. gracia de Dios, a la fe. ¡Tenéis los medios para ello! ¿Los utilizáis realmente? En nombre de todo el amor que os tengo, no dudo en invitaros: "Abrid de par en par vuestras puertas a Cristo". ¿Qué teméis? Tened confianza en El. Arriesgaos a seguirlo. Eso exige evidentemente que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra "prudencia", de vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de costumbres no cristianas que habéis quizá adquirido. Sí; esto pide renuncias, una conversión, que primeramente debéis atreveros a desear, pedirla en la oración y comenzar a practicar. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe toda vuestra vida para alcanzar con El todas sus dimensiones, para que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en El o, por decirlo así, sean "cristificados". Yo os deseo que con Cristo reconozcáis a Dios como el principio y fin de vuestra existencia.

He ahí los hombres y las mujeres que necesita el mundo, que necesita Francia. Tenéis personalmente prometida la felicidad en las bienaventuranzas y seréis, con toda humildad y respeto hacia los demás, la levadura de que habla el Evangelio. Construiréis un mundo nuevo; prepararéis un futuro cristiano. Es un camino de cruz, ciertamente, pero es también un camino de alegría porque es un camino de esperanza.

Con toda mi confianza y todo mi afecto, invito a los jóvenes de Francia a levantar la cabeza y caminar juntos por este camino, con la mano en la mano del Señor. "¡Muchacho, levántate! ¡Muchacha, levántate!".



Discursos 1980 298