Discursos 1980 319


VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX


AL SALIR DE PARÍS


Explanada de la Escuela Militar

Lunes 2 de junio de 1980



Señor Ministro:

Mi viaje toca a su fin, por lo que se refiere a la capital. Estoy muy satisfecho de todos los contactos que podido tener; me voy haciendo a la costumbre de los programas cargados, pero esta vez ¡creo que no se podía hacer mucho más! He apreciado las ocasiones que se me han ofrecido de expresar lo que me dictan mis responsabilidades. También he "registrado" muchos testimonios; lo que he visto y oído será para mí materia de nuevas reflexiones, y sobre todo objeto de oración. ¡Ha sido una experiencia magnífica!

320 Los periodistas son los que han tenido que contar los hechos, describir las cosas, poner de relieve lo esencial, dar testimonio —digamos— del acontecimiento con toda verdad y hacer comprender su verdadero alcance. Eso es lo que han hecho, espero. Y ello constituye el honor de su función y de sus obligaciones, de las que he hablado en muchas ocasiones. Hoy quiero darles las gracias, y dar las gracias también a todos los agentes de las comunicaciones sociales de la prensa, de la radio y de la televisión. En Francia, su competencia y sus equipos les permiten realizaciones técnicamente muy logradas. ¡Su público es exigente! Para ellos, mis mejores deseos y mi vivo agradecimiento.

Debo dar las gracias también de una manera muy especial a todos los miembros de la policía y de la gendarmería nacional, y ruego a los que las representan aquí que hagan llegar a sus colegas mi agradecimiento. Vuestra misión era no sólo cuidar de mí, sino garantizar el orden de la multitud innumerable, presente en toda partes, y soy muy consciente de la sobrecarga de trabajo que ha recaído sobre vosotros en esta ocasión. Os pido disculpas, a vosotros y a vuestras familias. Me ha admirado, efectivamente, y sigue admirándome, todo cuanto ha contribuido al servicio del orden, a lo largo de los recorridos y en los lugares de concentración, ¡y ello, a pesar de los retrasos que mi programa ha sufrido con frecuencia, desde la primera tarde!, lo cual, ciertamente, os ha complicado la tarea. Pero os habéis dedicado a ella con notable competencia y armonía, dignidad y gran dedicación. ¡Sinceramente, muchísimas gracias! Tomasteis a gala el asegurar la mejor hospitalidad al Papa y servir al mismo tiempo al pueblo francés en su deseo de participar en estas reuniones, porque es el pueblo francés quien espontáneamente lo ha querido. Sin embargo, no quiero alargarme, pero desearía que supierais cómo he apreciado vuestro servicio público, tan poco reconocido a veces. Hace unos meses tuve oportunidad de decírselo en Roma a un grupo de policías franceses, peregrinos de "Police et humanisme". Estos son siempre mis sentimientos hacia vuestras personas y vuestra función.

Muchas otras personas han tenido que trabajar intensamente desde hace varias semanas para preparar este viaje, para prever los detalles con precisión francesa. Además del personal de la Nunciatura, a quienes ya he dado las gracias, pienso en el del Secretariado del Episcopado y de todos los servicios que han colaborado con este Secretariado para coordinar el conjunto. No querría olvidar a ninguno de los que, discretamente, han colaborado, más allá del trabajo ordinario, para afrontar la situación. Pido al Señor que os recompense todo que habéis hecho por su siervo y por vuestros hermanos, y bendigo de todo corazón a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

A París, pero más todavía a Francia, yo digo: "¡Hasta la vista!".

VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LAS RELIGIOSAS CONTEMPLATIVAS EN EL CARMELO DE LISIEUX


Lunes 2 de junio de 1980'



Mis queridas hermanas:

1. ¡Paz y gozo en Cristo Jesús! ¡A vosotras, que rodeáis al humilde Sucesor del Apóstol Pedro! ¡Y, a través de vosotras, a todas las monjas que viven en la tierra de Francia!

Ante todo, he de manifestar mi profunda emoción al poder rezar junto a la urna que contiene los restos de Santa Teresa. Ya he expresado largamente mi agradecimiento y mi estima por el "camino espiritual" que ella adoptó y ofreció a toda la Iglesia. Experimento ahora una gran alegría al visitar este Carmelo que fue el marco de su vida y de su muerte, de su santificación entre sus hermanas, y que debe seguir siendo un santuario de oración y de santificación para las carmelitas y para todos los peregrinos. Desde él querría yo confirmaros a todas, cualquiera que sea vuestra familia espiritual, en vuestra vida contemplativa, absolutamente vital para la Iglesia y para la humanidad.

2. Aun amando profundamente nuestra época, hay que reconocer que el pensamiento moderno fácilmente encierra en el subjetivismo todo lo que se refiere a las religiones, a la fe de los creyentes, a los sentimientos religiosos. Y esta visión no hace excepción con la vida monástica. Hasta tal punto, que la opinión pública e incluso a veces desgraciadamente algunos cristianos más sensibles al compromiso concreto, se ven tentados de considerar vuestra vida contemplativa como una evasión de lo real, una actividad anacrónica e incluso inútil. Esta incomprensión puede haceros sufrir y hasta humillaros. Os diré como Cristo: "¡No temáis, pequeño rebaño!" (cf. Lc Lc 12,22). Un cierto florecimiento monástico, que se manifiesta en vuestro país, debe manteneros además en la esperanza.

Pero añado también: Aceptad el desafío del mundo contemporáneo y del mundo de siempre, viviendo más radicalmente que nunca el misterio mismo de vuestra condición absolutamente original, que es locura a los ojos del mundo y sabiduría en el Espíritu Santo: el amor exclusivo al Señor y en El a todos vuestros hermanos los hombres. ¡Ni siquiera intentéis justificaros! Todo amor, desde el momento en que es auténtico, puro y desinteresado, lleva en sí mismo su justificación. Amar gratuitamente es un derecho inalienable de la persona, incluso —habría que decir sobre todo— cuando el Amado es Dios mismo. Tras las huellas de los contemplativos y místicos de todos los tiempos, seguid testimoniando con fuerza y humildad la dimensión transcendente de la persona humana, creada a semejanza de Dios y llamada a una vida de intimidad con El. San Agustín, al término de unas meditaciones hechas tanto con su corazón como con su inteligencia penetrante, nos asegura que la felicidad del hombre reside en esto: ¡en la contemplación amorosa de Dios! Por eso es tan importante la calidad de vuestra amorosa pertenencia al Señor, tanto en el plano personal como en el comunitario. La densidad y la irradiación de vuestra vida "escondida en Dios" deben suscitar interrogantes a los hombres y mujeres de hoy, deben suscitar interrogantes a los jóvenes que tanto buscan el sentido de la vida. Al trataros o al conoceros, todo visitante, huésped o todo el que se retira a vuestros monasterios, tendría que poder decir, o por lo menos sentir, que ha encontrado a Dios, que ha conocido una epifanía del misterio de Dios, que es luz y amor. Los tiempos que vivimos necesitan de los testigos tanto como de los apologetas. ¡Sed, por vuestra parte, esos testigos muy humildes y siempre transparentes!

3. Dejadme aún que os asegure —en nombre de la Tradición constante de la Iglesia— que vuestra vida no sólo puede anunciar el Absoluto de Dios, sino que posee, además, un maravilloso y misterioso poder de fecundidad espiritual (cf. Perfectae caritatis PC 7). ¿Por qué? Porque el mismo Cristo integra vuestra oblación de amor en su obra de redención universal, un poco como las olas que se funden en las profundidades del océano. Y al veros, pienso en la Madre de Cristo, pienso en las santas mujeres del Evangelio, de pie junto a la cruz del Señor, comulgando en su muerte salvadora, pero siendo también mensajeras de su resurrección. Habéis elegido vivir o, más bien, Cristo os ha elegido para que viváis con El su misterio pascual a través del tiempo y del espacio. Todo lo que sois, todo lo que hacéis cada día, sea el Oficio salmodiado o cantado, la celebración de la Eucaristía, los trabajos en la celda o en equipos fraternales, el respeto a la clausura y al silencio, las mortificaciones voluntarias o impuestas por la regla, todo es asumido, santificado, utilizado por Cristo para la redención del mundo. Para que no tengáis ninguna duda a este respecto, la Iglesia —en el nombre mismo de Cristo— tomó posesión un día de toda vuestra capacidad de vivir y de amar. Era vuestra profesión monástica. ¡Renovadla a menudo! Y, a ejemplo de los santos, consagraos, inmolaos cada vez más, sin pretender siquiera saber cómo utiliza Dios vuestra colaboración. Mientras que en la base de toda acción hay siempre un objetivo y, por tanto, una limitación, una finitud, la gratuidad de vuestro amor está en el origen de la fecundidad contemplativa. Me viene al pensamiento una comparación muy moderna: Vosotras abrazáis al mundo con el fuego de la verdad y del amor revelados, un poco como los sabios del átomo encienden los cohetes espaciales: a distancia.

321 4. Querría añadir, por fin, dos exhortaciones que me parecen oportunas. La primera se refiere a la fidelidad al carisma de vuestras fundadoras o fundadores. La buena hermandad y cooperación que se da, hoy más que antes, entre los monasterios no debe conduciros a una especie de nivelación de los institutos contemplativos. Que cada familia espiritual cuide bien su propia identidad en orden al bien de toda la Iglesia. Lo que se hace en un lugar no tiene por qué ser imitado necesariamente en otro.

Mi segunda exhortación es la siguiente. En una civilización cada vez más móvil, sonora y locuaz, las zonas de silencio y de descanso se convierten en una necesidad vital. Los monasterios —en su estilo original— tienen hoy más que nunca la vocación de ser lugares de paz y de interioridad. No permitáis que presiones internas ni externas deterioren vuestras tradiciones y vuestros medios de recogimiento. Esforzaos, más bien, por educar a vuestros huéspedes, y a quienes se retiran con vosotras, en la virtud del silencio. Ciertamente sabéis que he tenido ocasión de recordar a los participantes en la sesión plenaria de la Congregación para los Religiosos, el pasado 7 de marzo, la observancia rigurosa de la clausura monástica. A este propósito recordé las palabras, muy fuertes, de mi predecesor Pabló VI: "La clausura no aísla a las almas contemplativas de la comunión del Cuerpo místico. Al contrario, las pone en el corazón de la Iglesia". Amad vuestra separación del mundo, comparable en todo al desierto bíblico. Paradójicamente, este desierto no es el vacío. Allí habla el Señor a vuestro corazón y os asocia estrechamente a su obra de salvación.

Estas son las convicciones que quería confiaros con toda sencillez, mis queridas hermanas. Estoy persuadido de que haréis de ellas el mejor uso. Rezad mucho por la fecundidad de mi ministerio. ¡Os lo agradezco vivamente! Sabed que el Papa visita muy a menudo, con el corazón y la plegaria, los monasterios de Francia y del mundo entero. Deseo y pido al Señor, por la intercesión de la Santa carmelita de Lisieux, que vuestras distintas comunidades contemplativas aumenten y se renueven con sólidas y numerosas vocaciones. Os bendigo de todo corazón, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

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A LA PRESIDENCIA DE LOS SUPERIORES MAYORES


Y AL COMITÉ PERMANENTE DE LOS RELIGIOSOS


Lunes 2 de junio de 1980'



Los encuentros que he podido tener, el sábado en París con las religiosas comprometidas en las tareas de evangelización, y hace un momento en este carmelo, con un importante grupo de contemplativas, estaban destinados en mi intención a todos los monjes y monjas, a todos los religiosos y religiosas de Francia, que gastan su vida consagrada a Cristo, en el servicio eclesial de la oración o del apostolado.

A vosotros, queridos hermanos y hermanas, que habéis sido elegidos como responsables de vuestros institutos, quiero dirigiros una exhortación especial e importante.

El Concilio ha recordado muy oportunamente que, en la Iglesia, toda autoridad es un servicio y debe ser vivido con el mismo espíritu del Señor Jesús (cf. Lc Lc 22,27). Esta norma evangélica e imperativa no puede haceros abdicar de vuestras propias responsabilidades. La fórmula "todos responsables" que tanto éxito ha tenido en el último decenio, es válida solamente en un cierto sentido. Sois gravemente responsables en última instancia del espíritu religioso de vuestros súbditos, de su eficacia apostólica, de la fidelidad de vuestros institutos a su ideal específico y de la calidad de su testimonio en la Iglesia y en el mundo de hoy.

Me consta, por otra parte, todo el trabajo de búsqueda y de experiencias que han realizado vuestras congregaciones desde el Concilio para acá. El balance ofrece orientaciones positivas. Cuidad de que la vida religiosa sea una "epifanía" de Cristo. El mundo moderno tiene necesidad de signos. Una noche sin estrellas es fuente de angustia. En una palabra, haced saber en vuestras familias religiosas que ha llegado el tiempo de aplicar, calma y perseverantemente, las constituciones revisadas y aprobadas. Queridos hermanos y hermanas, pongo mi confianza en vuestra sabiduría y en vuestro entusiasmo. Pido al Señor las más abundantes bendiciones para vosotros y vuestros institutos.

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CEREMONIA DE DESPEDIDA


Aeropuerto de Deauville

Lunes 2 de junio de 1980'



Señor Primer Ministro:

322 Ha llegado ya el momento de dejar Francia, al final de una visita que me resultará inolvidable, bajo todos los puntos de vista. No sé qué recuerdo será el más sobresaliente. Cada ceremonia y cada encuentro ha tenido su carácter propio y ha estado cargado de intensidad, tanto en los círculos más reducidos como en el calor de las muchedumbres. Quizá sea el sentimiento de haber llegado al alma de Francia y del pueblo francés, lo que llevaré conmigo como bien particularmente valioso.

Ha sido una acogida del todo excepcional, digna de la hospitalidad de Francia. Una vez más quiero manifestar aquí mi gratitud a los hombres y mujeres de este país, a las familias, a los trabajadores, a los jóvenes, a todos sin excepción; y lo hago desde lo profundo del corazón, A título especial doy las gracias a las autoridades civiles que han colaborado con tanto interés en la realización del programa, y en primer lugar al Excmo. Sr. Presidente de la República y al conjunto del Gobierno, así como al ayuntamiento de París y de Lisieux.

A mis hermanos e hijos de la Iglesia católica, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, les dejo al despedirme el don que se nos ha otorgado de una comunión más fuerte, al servicio de nuestra misión de anunciar el Evangelio. Vamos a reanudar esta misión con una energía nueva que esté a la altura de la tarea. ¡Alabado sea Dios que nos concede rendirle testimonio de este modo!

Adiós, querido pueblo de Francia; o más bien, hasta la vista. Te presento mis deseos más fervientes y te bendigo en el nombre del Señor.



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AL REGRESAR A ITALIA


Aeropuerto romano de Fiumicino

Lunes 2 de junio de 1980



1. Le agradezco vivamente, Señor Ministro Adolfo Sarti, las corteses palabras de saludo y homenaje que usted, en nombre del Gobierno italiano, me ha dirigido al pisar la tierra de Italia. Al término de este viaje apostólico, que me ha llevado más allá de los Alpes, a la noble y querida nación francesa que, a través de los siglos, ha adquirido innumerables méritos ante la Iglesia y ante la historia, entre los muchos sentimientos que apremian mi espíritu, siento principalmente el deber de expresar mi agradecimiento más sincero.

Ante todo a Dios, por el don que me ha concedido de realizar esta deseada peregrinación, en espíritu de obediencia a ese mandato de confirmar a los hermanos, que el Señor Jesucristo me ha confiado, al llamarme a la responsabilidad suprema de Pastor de la Iglesia universal, en la Sede de Pedro.

2. También doy las gracias al Señor Presidente Giscard d'Estaing y a las demás autoridades políticas, civiles y militares francesas y, en particular, a los venerados hermanos en el Episcopado, por la afectuosa acogida: junto con ellos expreso mi gratitud a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, trabajadores y Asociaciones católicas, a quienes respectivamente he tenido la satisfacción de dirigir mi palabra de exhortación. Y pienso también en todos esos fieles que en París y en Lisieux me han dado tantas demostraciones espontáneas de devoción y de afecto y, lo que cuenta más, de viva y sentida participación en las celebraciones litúrgicas de la Palabra divina y de la Eucaristía.

No es posible ahora resumir, ni siquiera fugazmente, los momentos más significativos que he tenido la posibilidad de vivir en París, en la gran metrópoli de las antiguas tradiciones cristianas, y en Lisieux, la admirada ciudad de Santa Teresa del Niño Jesús, la pequeña gran Santa, que no cesa de hablar de Dios al corazón de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, tan sediento de los valores espirituales. Ha sido un encuentro muy confortante con el Pueblo de Dios que está en Francia, que ha respondido con un gran acto de fe al paso del Papa.

3. También he tenido ocasión de visitar la sede de la UNESCO, de saludar a los distinguidos representantes de las diversas naciones y de abrirles mi espíritu sobre la varia y amplia temática referente al compromiso por una promoción cultural cada vez más adecuada, deteniéndome sobre todo en el sentido cristiano de la cultura misma. Y estoy sinceramente agradecido al Director General, Señor Amadou Mahtar M'Bow, y a todas las personalidades que allí he podido encontrar, por la cordial acogida.

323 El servicio de la Iglesia y del hombre se dilata cada vez más, y pide al Papa hacerse presente dondequiera lo reclamen las exigencias de la fe y la afirmación de los verdaderos valores humanos. Para confirmar esta fe cristiana y para promover estos valores el Papa se pone en camino por las vías del mundo.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A SU SANTIDAD ELÍAS II, CATHOLICÓS-PATRIARCA

DE LA ANTIGUA IGLESIA APOSTÓLICA DE GEORGIA


Domingo 6 de junio de 1980



Santidad y Beatitud,
queridos hermanos en el Señor:

Hoy es sin duda alguna un día gozoso en la larga historia de nuestras Iglesias, pues es la primera vez que un Patriarca Catholicós de la antigua Iglesia apostólica de Georgia visita esta Sede Apostólica de Roma para darse mutuamente el beso de paz con su Obispo. En los últimos años ha habido un crecimiento constante en las buenas relaciones entre nuestras Iglesias al participar la una en las penas y gozos de la otra, de acuerdo con las palabras del Apóstol: "Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Vivid unánimes entre vosotros" (Rm 12,15-16). El obispo Nikolosi de Sukhumi y Abkhasia, a quien me complazco en encontrar de nuevo, representó a Vuestra Santidad en el funeral de mi predecesor Juan Pablo I y también en la Misa de inauguración de mi pontificado; fue un verdadero gozo para mí constatar la solidaridad de vuestra Iglesia en la petición de bendiciones divinas al comienzo de mi ministerio. Hace tres años hubo un representante de Pablo VI en el funeral de vuestro predecesor, el Catholicós Patriarca David V; y el año pasado, el cardenal Willebrands, Presidente del Secretariado para la Unión de los Cristianos, presidió una delegación que os transmitió mi saludo fraterno. Nos hemos saludado mutuamente ya, pero desde lejos. Ahora Dios nos concede encontrarnos y hablarnos "cara a cara para que sea cumplido nuestro gozo" (2Jn 12).

Nos encontramos como hermanos. La Iglesia de Georgia guarda el tesoro de la predicación de San Andrés; la Iglesia de Roma se asienta en la predicación de San Pedro. Andrés y Pedro fueron hermanos de sangre, pero llegaron a ser hermanos de espíritu por su respuesta al llamamiento de Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29), que tomando en sí la naturaleza de todos los hombres, "no se avergüenza de llamarlos hermanos" (He 2,11).

En cuanto herederos de Andrés y Pedro nos reunimos hoy como hermanos en Cristo.

Con este amor y atención fraternos se ha interesado mucho la Iglesia de Roma por las alegrías y las tristezas de la Iglesia de Georgia. En tiempo de paz y también en tiempos de persecución, vuestra Iglesia ha dado testimonio fidedigno y ejemplar de la fe cristiana y de los sacramentos cristianos, testimonio prestado por muchos hombres santos y mártires desde los días de Santa Nina en adelante.

El interés de Vuestra Santidad por la renovación de la Iglesia, renovación enraizada con firmeza en la tradición apostólica y en las tradiciones particulares de la Iglesia de Georgia, es motivo de alegría especial. Sois bien conscientes de que la renovación de la vida cristiana interesa asimismo a la Iglesia de Roma. Este afán de renovación es lo que nos ha dado aguda conciencia de la necesidad y obligación de restablecer la comunión plena entre nuestras Iglesias. El largo curso de nuestra historia ha conducido a divisiones tristes y hasta amargas a veces, divisiones que nos llevaron a perder de vista nuestra hermandad en Cristo; y el interés por la renovación es uno de los factores que nos ha hecho ver con mayor claridad la necesidad que hay de unión entre todos los que creemos en Cristo. El Concilio Vaticano II dijo: "Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de fidelidad a su vocación; sin duda por esto se explica por qué el movimiento tiende a la unión" (Unitatis redintegratio UR 6). Y continuó recordando a todos los fieles que "cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente aumentará la unión mutua" (ib., 7).

Esta tarea de restaurar la comunión plena entre los cristianos separados es hoy en día una prioridad para todo el que cree en Cristo. Es deber nuestro hacia Cristo, cuya túnica inconsútil se ha desgarrado por la desunión. Es deber nuestro hacia nuestros compañeros los hombres, pues sólo con una misma voz podemos proclamar eficazmente una sola fe en la Buena Noticia de la salvación, y de este modo obedecer al mandamiento de Nuestro Señor de proclamar el Evangelio a toda la humanidad. Y es deber de unos con otros entre nosotros, porque somos hermanos y debemos expresar nuestra hermandad. Por esta razón, la Iglesia católica ha estado pidiendo con fuerza en estas últimas semanas la bendición para la primera reunión de la Comisión conjunta de diálogo teológico entre la Iglesia católica y todas las Iglesias ortodoxas. Qué acertado ha sido que la Comisión se reuniera por primera vez en la isla de Patmos, donde Juan tuvo el privilegio de recibir la revelación que lo capacitó para exhortarnos a "oír lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (Ap 2,7). Me alegra saber que dos miembros de vuestra delegación, el obispo Nikolosi y el obispo David, han tomado parte en dicha reunión representando a la Iglesia de Georgia, y ansío ver llegado el momento de hablar con Vos de esto.

Nos unimos en la oración para pedir que dicho diálogo nos lleve con certeza a la plena unidad de fe que ambos deseamos tan ardientemente. Pero nuestro progreso hacia la unidad de fe debe estar hermanado con el crecimiento constante de la comprensión y conocimiento mutuos, y con un amor cada vez más profundo. El año pasado, al volver de mi visita al Patriarca Ecuménico, dije: "La unión sólo puede ser fruto del conocimiento de la verdad en el amor. Y ambos deben actuar juntos; la una separadamente del otro no basta ya, porque la verdad sin el amor no es todavía la verdad plena, como no existe el amor sin la verdad" (Audiencia general, 5 de diciembre de 1979; L'Osservatore Romano. Edición en Lengua Española, 9 de diciembre de 1979, pág. 3, núm. 5).

324 Santidad: Es muy oportuno que vuestra visita a Roma tenga lugar inmediatamente después de comenzar nuestro diálogo teológico, pues nos capacita para constatar la necesidad de que esté fundamentado en el diálogo de amor fraterno que debe caracterizar las relaciones entre las Iglesias de que somos Pastores. Al renovarle mi acogida cordial, recuerdo las palabras de San Pedro, hermano de San Andrés: "Tengan todos un mismo sentir; sean compasivos, fraternales, misericordiosos y humildes" (1P 3,8). Que las tres divinas Personas, cuya unidad es el ejemplo más alto y el origen del misterio de la unidad de la Iglesia (cf. Unitatis redintegratio UR 2), nos conceda esta gracia y bendiga nuestro encuentro de hoy, de modo que contribuya a alcanzar la meta por la que oró Cristo y deseó tan ardientemente.



DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE INDONESIA

EN VISITA «AD LIMINA APSOTOLORUM»


Sábado 7 de junio de 1980



Venerables y queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

1. Os estoy muy agradecido de vuestra visita; agradecido por el saludo que me traéis de vuestras Iglesias locales, agradecido por vuestro amor fraterno y agradecido por la comunión eclesial que celebramos juntos en la unidad católica. Esta comunión eclesial, esta unidad católica, fue el tema de mi alocución a vuestros hermanos obispos de Indonesia que estuvieron aquí hace menos de dos semanas. Es asimismo el fundamento de esta visita ad Limina y de todas las visitas ad Limina a Roma.

2. Precisamente por esta comunión eclesial, yo experimento personalmente como Sucesor de Pedro la fuerte necesidad de hacer toda clase de esfuerzos por entender lo más plenamente posible los problemas de vuestras Iglesias locales y ayudaros a resolver dichos problemas, de acuerdo con la voluntad de Cristo para su Iglesia. Los temas que me habéis presentado conciernen al bien de vuestro pueblo. Algunos plantean cuestiones que tocan la fe católica y la vida católica en general. Todos ellos representan intereses pastorales que son objeto de vuestra responsabilidad y de la mía, si bien de modo diferente, asuntos que han de examinarse con la ayuda del Espíritu Santo y a la luz de los valores perennes de la Palabra de Dios proclamada por el Magisterio de la Iglesia y en el contexto de la comunión eclesial.

3. Algunos de estos temas y también otras cuestiones precisan examen concienzudo que, a su vez, requiere tiempo e intercambio leal de puntos de vista entre los obispos de Indonesia y la Sede Apostólica. En toda deliberación sobre urgencias pastorales se debe dar la primacía a la Palabra de Dios como base de soluciones verdaderamente eficaces. La interpretación auténtica de la Palabra de Dios y sus aplicaciones a la vida, las ha ido realizando la Iglesia a lo largo de siglos; y esta interpretación y aplicaciones forman hoy parte del patrimonio de la vida católica.

En esta generación el Concilio Vaticano II —Concilio Ecuménico eminentemente pastoral— reiteró enseñanzas y estableció normas que seguirán orientando nuestros esfuerzos pastorales y todas nuestras actividades eclesiales.

4. Por mi parte haré cuanto esté en mi poder por acrecentar el bien de vuestro pueblo y de la Iglesia universal. Con la ayuda de Dios espero cumplir mi misión que consiste en confirmaros en vuestro ministerio de predicar "las insondables riquezas de Cristo" (Ep 3,8), proclamar la salvación en Jesucristo como el gran don del amor de Dios y construir la Iglesia día tras día, año tras año. En particular, mi tarea de Sucesor de Pedro está enderezada a afianzar a mis hermanos obispos en la fe católica que profesan y enseñan, y que es el fundamento de todos los afanes pastorales, y de toda la vida cristiana.

5. Con esta visión de fe y de la Palabra de Dios interpretó Juan XXIII "los signos de los tiempos". Antes de que el Concilio Vaticano II entrase en el estudio de los muchos temas que se le presentaban, el Papa Juan quiso insistir en el carácter pastoral del acontecimiento. Pero sabía que para ser auténticamente eficiente y para que reflejara de verdad el amor pastoral del Buen Pastor, un Concilio pastoral debía tener una base doctrinal fuerte. Por esta razón afirmó en el discurso de apertura del Concilio: "Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz" (Discurso del 11 de octubre de 1962). Este custodiar y enseñar la Palabra de Dios debía tener en cuenta el modo de presentar la doctrina y también toda la cuestión de la encarnación de la Palabra de Dios en las culturas locales; pero asimismo tenía que implicar la transmisión de la doctrina pura y completa que ha llegado a ser con su validez perenne a través de los siglos, el patrimonio común de todos.

6. Con este espíritu el mismo Concilio iba a poner de relieve la misión del obispo de anunciar toda la verdad del Evangelio y proclamar "el misterio íntegro de Cristo" (Christus Dominus CD 12). En consecuencia, cuando nos ocupamos de los muchos problemas pastorales que afronta nuestro pueblo cristiano —algunos de ellos están vinculados a su elección bautismal y otros a circunstancias particulares de su vida— se nos urge constantemente a dar testimonio de la plenitud de la fe católica. El Espíritu Santo que nos ayuda en la interpretación de los signos de los tiempos es el mismo Espíritu Santo que descendió sobre los Apóstoles, el mismo Espíritu Santo que ha ayudado al Magisterio a través de los tiempos, ha atendido las necesidades de la Iglesia en cada siglo y ha producido frutos de justicia y santidad abundantemente en el corazón de los fieles.

En cuestiones morales, al igual que en temas doctrinales, debemos seguir proclamando las enseñanzas de la Iglesia "a tiempo y a destiempo" (2Tm 4,2). Por consiguiente urgiremos a nuestro pueblo a aceptar sólo una medida del amor cristiano; el amor de unos con otros como Cristo nos amó (cf. Jn Jn 13,34); les recomendaremos que den testimonio constante de la justicia de Cristo y de su verdad.

325 7. En nuestro ministerio al servicio de la vida estamos llamados a testimoniar la plenitud de la verdad que profesamos, de modo que todos conozcan la postura de la Iglesia católica sobre la inviolabilidad absoluta de la vida humana desde el momento mismo de la concepción. Por tanto proclamamos con convicción plena que toda destrucción premeditada de la vida humana por aborto provocado, sea por la razón que fuere, no está de acuerdo con el mandamiento de Dios; que cae fuera de la competencia de todo individuo o grupo; y que no puede redundar en progreso humano auténtico.

8. En la cuestión de la enseñanza de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad, estamos llamados a profesar con toda la Iglesia, las enseñanzas exigentes y ennoblecedoras a la vez recordadas en la Encíclica Humanae vitae que publicó mi predecesor Pablo VI "en virtud del mandato que Cristo nos confió" (ib., 6). A este respecto debemos tener conciencia especial del hecho de que la Sabiduría de Dios supera todos los cálculos humanos, y su gracia es potente en la vida de las personas. Es importante para nosotros tener en cuenta la influencia directa de Cristo sobre los miembros de su Cuerpo en todos los campos de las dificultades morales. Con ocasión de la visita ad Limina de otro grupo de obispos me referí a este principio que tiene muchas aplicaciones, y dije: «Jamás temamos que la exigencia sea demasiado fuerte para nuestro pueblo: fue redimido por la preciosa Sangre de Cristo, es su pueblo. A través del Espíritu Santo, el mismo Jesucristo asume la responsabilidad final de la aceptación de su palabra y del crecimiento de su Iglesia. Es El, Jesucristo, quien seguirá dando a nuestro pueblo la gracia de responder a las exigencias de su palabra, no obstante las dificultades y debilidades. A nosotros nos corresponde continuar proclamando el mensaje de salvación íntegro y puro, y proclamarlo con paciencia y misericordia, seguros de que lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios. Nosotros somos sólo una parte de una generación de la historia de la salvación, pero "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (
He 13,8). Tiene poder, claro está, para sostenernos cuando reconocemos la fuerza de su gracia, el poder de su palabra y la eficacia de sus méritos» (A los obispos de Papua Nueva Guinea e Islas Salomón, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 9 de diciembre de 1979, pág. 2 núm. 5).

9: La gracia de Dios no elimina la necesidad de comprensión y compasión y de esfuerzo pastoral creciente de parte nuestra, pero recalca el hecho de que en fin de cuentas todo depende de Cristo. Es la palabra de Cristo la que predícanos; es su Iglesia lo que construimos día tras día de acuerdo con su criterio. Jesucristo edificó su Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles y los profetas (cf. Ef Ep 2,20), y de modo especial sobre Pedro (cf. Mt Mt 16,18). Pero sigue siendo su Iglesia, la Iglesia de Cristo: "... y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Nuestro pueblo es nuestro sólo porque es suyo antes que nada. Jesucristo es el Buen Pastor, el Autor de nuestra fe, la esperanza del mundo.

Para nosotros es importante reflexionar sobre el misterio de que Cristo es la Cabeza de su Iglesia. Por el Espíritu Santo, Jesucristo da gracia y fuerza a su pueblo e invita a todos a seguirle. A veces y comenzando por Pedro, Cristo llama a su pueblo a dejarse conducir adonde no quisiera ir, como él mismo explica (cf. Jn Jn 21,18).

10. Venerables hermanos: Mis recientes visitas pastorales confirman una cosa que todos hemos experimentado. Nuestro pueblo se vuelve continuamente a nosotros con expectación y ansia: proclamadnos la Palabra de Dios, habladnos de Cristo. Su súplica es eco de la petición que cuenta San Juan y que fue hecha, al Apóstol Felipe: "Queremos ver a Jesús (Jn 12,21). Verdaderamente el mundo nos implora que le hablemos de Cristo. Es El quien va a instaurar cielos nuevos y tierra nueva. Es El quien modela y controla con su palabra de verdad los destinos de nuestro pueblo.

Con nuevo amor y celo pastorales proclamemos su palabra salvífica al mundo. Contando con la ayuda de María, Madre del Verbo encarnado, encomendemos nuestro pueblo y nuestro ministerio al único que tiene "palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

Con estos sentimientos saludo a mi vez a todos los miembros de vuestras Iglesias locales y especialmente a las familias cristianas. Ofrezco mi estímulo y gratitud a los sacerdotes y religiosos y a cuantos colaboran con vosotros en la causa del Evangelio. A los enfermos y a los que sufren va mi bendición especial, y a todos la expresión de mi amor en Nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

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