Discursos 1980 354


ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS REPRESENTANTES DE LA ASOCIACIÓN DE PERIODISTAS

CATÓLICOS DE BÉLGICA


Sábado 28 de junio de 1980



Señoras, señores:

Vuestro gesto y los sentimientos que acabáis de expresarme atestiguan al Sucesor de Pedro una adhesión profunda que yo aprecio mucho. Y vuestro amor no se queda sólo en palabras, sino que, aportáis, para las obras de caridad del Soberano Pontífice, una suma importante en la que se concreta esa adhesión y que manifiesta vuestra comprensión de las necesidades que son efectivamente confiadas al Papa y de la misión de caridad que es eminentemente suya.

Obrando así, continuáis la hermosísima tradición de los "donativos para el Papa", que honran a los periodistas católicos de Bélgica que son sus promotores; a vosotros, por tanto, debo expresar ante todo mis felicitaciones y mi gratitud. Esa tradición honra también al pueblo belga.

En efecto; por encima de vuestras personas y de las de los colegas de la prensa a quienes representáis en vuestra Asociación, yo pienso en todos vuestros compatriotas, para los cuales habéis sido a la vez una llamada y un canal de transmisión y que han aprovechado esta oportunidad para manifestar su generosidad hacia la Santa Sede. En este caso, se puede decir que los mass-media han representado francamente bien su papel: el del la "comunicación". Por las suscripciones hechas, habéis puesto a todas esas gentes en comunicación con el Papa y con aquellos a quienes el Papa quiere ayudar. El Libro de oro que me habéis entregado es un signo elocuente que me hace presentes, en cierto modo, a todos esos donadores, con las intenciones que más les interesan. Estoy muy bien impresionado por esa red de caridad que habéis tejido. Quisiera agradecer especialmente a cada persona, a cada familia por su participación espontánea. Quisiera también manifestaros todos mis deseos de paz, de alegría; pido a Dios que les recompense por esa limosna y les afirme en su fe, en su sentido de la Iglesia, en su preocupación por el prójimo. Rogaré por sus intenciones y les envío de todo corazón mi bendición apostólica, con un pensamiento especial para quienes sufren penas.

Vosotros debéis ser ante ellos los intérpretes de mis sentimientos de gratitud. ¡Que Dios os bendiga a vosotros también! ¡Que bendiga a vuestras familias! ¡Que os asista en vuestras tareas de periodistas católicos, al servicio de la verdad y de una civilización del amor!

Doy las gracias a todos los periodistas católicos que han dado su generosa contribución a esta iniciativa. Ojalá tengan siempre la fuerza de servir a la verdad, en la fidelidad a su fe y a los más altos principios morales. Su misión es muy importante, sobre todo hoy. Otorgo de corazón mi bendición apostólica a todos los periodistas y a sus familias.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO ECUMÉNICO

DE CONSTANTINOPLA


Sábado 28 de junio de 1980



Eminencia:

Con alegría cada vez mayor, tengo el placer de volver a encontrarme con la Delegación del Patriarcado Ecuménico que mi hermano Dimitrios I y su Sínodo han enviado a la Iglesia de Roma con ocasión de la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.

355 La alegría es realmente más grande, porque este año la experiencia de los lazos comunes entre nuestras Iglesias ha sido más intensa y porque nuestro compromiso común de vivir juntos la comunión de fe, ya existente entre nosotros, ha sido más explícita. Eso nos permitirá ir cada vez más hacia la plenitud de la unidad en la plenitud de la verdad y de la caridad. La participación recíproca, cada año, en las fiestas patronales de la Iglesia de Roma y de la Iglesia de Constantinopla nos da la oportunidad de encontrarnos nuevamente en la oración para pedir y recibir la ayuda del Señor que nos ilumine sobre el camino que hemos de seguir y nos dé la fuerza para ir adelante según su voluntad. En nuestros encuentros fraternales percibimos cada vez mejor su presencia eficaz: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28,20). Yo quisiera que estos encuentros, según los lugares y las circunstancias pero dentro del mismo espíritu, se realicen allí donde viven católicos y ortodoxos para crear progresivamente las condiciones necesarias para la plena unidad. El diálogo de la caridad debe continuar y extenderse entre todos los miembros de nuestras Iglesias. En la declaración común con el Patriarca Dimitrios I que coronó felizmente mi visita al Patriarcado Ecuménico, hemos afirmado explícitamente: "Este diálogo de la caridad debe continuar intensificándose en la compleja situación que hemos heredado del pasado y que constituye la realidad en la que debe desenvolverse hoy nuestro esfuerzo" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 9 de diciembre, 1979, pág. 16). Todos los cristianos son llamados a la plena unidad.

El diálogo teológico que se ha abierto oficialmente en la isla de Patmos es un acontecimiento importante y, en las relaciones entre católicos y ortodoxos, es el acontecimiento mayor no sólo de este año sino desde hace siglos hasta hoy. Entramos en una nueva fase de nuestras relaciones porque el diálogo teológico constituye un aspecto esencial de un diálogo más amplio entre nuestras Iglesias. En ese diálogo están empeñadas la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. Hemos encontrado así el marco general y el instrumento eficaz para identificar, en su contexto real, por encima de prejuicios y de reservas previas, las dificultades de toda índole que impiden todavía la plena comunión.

El tema escogido para la primera fase del diálogo es éste: "El misterio de la Iglesia y de la Eucaristía a la luz del misterio de la Santísima Trinidad". Este tema merece la más profunda consideración, porque nos lleva al corazón mismo de la identidad cristiana. El hecho de haber acogido la proposición presentada por las dos comisiones preparatorias, católica y ortodoxa, de comenzar el diálogo teológico por lo que tenemos en común, ofrece a ese diálogo la base más sólida y la perspectiva más prometedora.

El programa de trabajo establecido de común acuerdo por la comisión mixta desde su primera reunión, la distribución de tareas a través de subcomisiones y la coordinación confiada a un comité mixto, asegurarán ciertamente al trabajo teológico una eficacia de desarrollo y una armonía de orientación.

Por todo esto damos gracias a Dios, porque es El quien nos conduce. Cada día continuaremos invocando su ayuda, siempre necesaria para superar las dificultades inevitables que se encontrarán en el camino de la unidad. Por eso nuestra oración se hace más intensa.

Por nuestra parte, atentos a lo que querrá decir el Espíritu, no ahorraremos, estad seguros de ello, esfuerzo alguno en la búsqueda de la plena unidad. La perspectiva última del diálogo teológico, como la de nuestros encuentros por la fiesta de San Andrés en el Patriarcado Ecuménico y de los Santos Pedro y Pablo en Roma, sigue siendo la de la celebración eucarística, después de haber superado las dificultades que hacen que hoy la comunión entre nuestras dos Iglesias no sea todavía plena y perfecta.

Os doy las gracias, queridísimos hermanos en el Señor, por vuestra presencia, por vuestra visita, por los sentimientos que habéis querido expresar.

Os ruego que llevéis mi saludo fraternal y cordial al Patriarca Dimitrios y a su Sínodo y mi agradecimiento caluroso por su mensaje de comunión, de caridad y de empeño en la búsqueda de la plena unidad.

¡Que el Señor esté siempre con nosotros!

SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UNA PEREGRINACIÓN DE NIGERIA

Domingo 29 de junio de 1980



Eminencia,
356 queridos hermanos obispos,
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Os saludo en la paz y gozo de Nuestro Señor Jesucristo. Me da alegría que hayáis venido a Roma y espero que vuestra visita aquí os enriquezca la vida y ahonde la fe.

Al recibiros hoy es como si tuviera ante mí una reproducción en miniatura de la Iglesia de vuestro querido país. Pues forman el grupo obispos, sacerdotes, religiosos y seglares, y habéis venido en esta gran fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, a dar expresión a vuestra unión con el Sucesor de Pedro y de vuestra comunión con la Iglesia universal. Al saludaros a vosotros, deseo extender el saludo a todos los fieles de Nigeria. Haced el favor de decidles que el Papa les ama y les envía su bendición en el amor de Cristo resucitado.

Venís hoy como peregrinos en un viaje que incluye también Tierra Santa y Lourdes. Como peregrinos estáis atentos a todo lo que veis y a las personas con quienes os encontráis. Observáis y tomáis nota cuidadosamente, os detenéis y ponderáis, escucháis el mensaje entrañado en cada persona y lugar. Como peregrinos de fe dedicáis tiempo también a meditar y a orar, a penetrar más plenamente en el misterio de la fe de que son testimonio cada uno de los lugares santos que visitáis. Cuando visitáis un lugar santo o entráis en una iglesia o pasáis tiempo en una ciudad a lo largo del camino, tratáis de descubrir la significación escondida en cada uno de ellos y de penetrar en la óptica de fe que dio origen a cada uno. Abrid el corazón al misterio de que os habla cada lugar, el misterio del Redentor que entró en la historia humana.

La misma Iglesia es como un peregrino en tierra extraña (cf. Lumen gentium
LG 8). Es una comunidad de hombres y mujeres que caminan hacia el Reino del Padre unidos en Cristo y guiados por el Espíritu Santo. En medio del mundo y nunca plenamente a gusto en él, inmersos en el engranaje de la historia, pero destinados a la vida eterna; acechados por el maligno, pero sostenidos por el consuelo de la misericordia de Dios, esta comunidad de creyentes va adelante día a día confiada en la providencia del Señor.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo: Tenemos el privilegio grande de pertenecer a este pueblo peregrinante que camina a lo largo de la historia hacia una patria celeste. No hemos de olvidar nunca en este viaje que tenemos una misión especial que cumplir. Porque el Evangelio que hemos recibido está destinado a todo hombre, mujer y niño sobre la faz de la tierra. A cada ciudadano de nuestro país, a cada una de las personas de nuestro continente, al mundo entero proclamamos con la palabra y con las obras y especialmente a través de la celebración de la Eucaristía, la muerte del Señor hasta que venga en la gloria (cf. 1Co 11,26).

Vele Dios sobre cada uno de vosotros y os proteja durante esta peregrinación; y bendiga Dios a cada uno de los miembros de la Iglesia que está en Nigeria.

VIAJE APOSTÓLICO DE JUAN PABLO II A BRASIL

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL PUEBLO BRASILEÑO


30 de junio de 1980



Carísimos hermanos y hermanas de Brasil:

Antes, incluso, de pisar tierra brasileña, tengo la alegría de llegar con mi voz a ese país, dirigiéndome a su pueblo, a través de la radio y de la televisión.

357 Mi mensaje, en este momento, es ante todo un cordialísimo saludo al pueblo brasileño en general y a cada brasileño en particular. Saludo a la Iglesia de Brasil en sus Pastores y fieles. Saludo a los gobernantes y responsables para el bien común. Saludo a las familias, con un pensamiento especial para los jóvenes y los niños. Saludo a los que sufren: los enfermos, los afligidos, los abandonados y los que se encuentran solos.

Me gustaría además declarar —¿pero será todavía necesario hacerlo?— que emprendo estas jornadas, sin la menor pompa humana. Sólo llevo una riqueza: un ilimitado afecto hacia la buena gente de Brasil; un profundo deseo de proclamarle la Buena Nueva, capaz de dar la felicidad posible en esta vida, germen de verdadera bienaventuranza; la buena voluntad de contribuir a consolidar la fe en los hijos de la Iglesia católica en ese país.

Desde el primer momento, quise hacer de este viaje una peregrinación a Fortaleza, donde se prepara el X Congreso Eucarístico Nacional. Cada ciudad visitada en esta antigua tierra de Santa Cruz, pasando por el santuario nacional de Nuestra Señora Aparecida, será una etapa en el camino hacia la meta final: el solemne acto de adoración al Santísimo Sacramento, misterio de fe y verdadero alimento para la vida eterna. Todo mi peregrinar por vuestra patria será para llegar, junto con Brasil, al altar de la Eucaristía.

Estoy seguro de encontrar las puertas abiertas a mi mensaje de paz y de esperanza, seguro de la acogida, sobre todo, de tantos y tantas que procuran vivir, a la luz del Evangelio, la bienaventuranza de aquellos "que tienen un corazón de pobre".

Por último, he de hacer una petición a todos cuantos en Brasil profesan la fe católica; pero la extiendo también a mis hermanos los cristianos de otras confesiones, a todos los que creen en Dios y a los que, aun sin el don de la fe, creen en los valores del espíritu. Pido que se unan a mí para confiar a Dios los caminos de estas jornadas, que inicio con la íntima convicción de corresponder a su adorable voluntad. Que pueda el Señor disponer y quiera aceptar, al final del largo itinerario, una abundante cosecha de excelentes frutos.

En la fervorosa espera del encuentro personal, reafirmando mi estima afectuosa a todo el querido Brasil, invoco sobre este país-continente la plenitud de las bendiciones divinas.

El Vaticano, 29 de junio de 1980

VIAJE APOSTÓLICO DE JUAN PABLO II A BRASIL

CEREMONIA DE BIENVENIDA



Aeropuerto de Brasilia

Lunes 30 de junio de 1980



Excelentísimo Señor Presidente de la República,
señores cardenales,
358 señores arzobispos y obispos,
carísimos amigos:

1. Con grande y profunda emoción he besado hace poco el bueno y generoso suelo brasileño. Este gesto, repetido ya tres veces —en otros tantos países que tuve la alegría de visitar como Papa—acabo de realizarlo con el calor y la espontaneidad de algo que se hace por vez primera y, por tanto, con la misma emoción. Ese gesto quería significar un primer y silencioso agradecimiento a la acogida que me dispensa este país, y que, por muchas señales, más o menos perceptibles, siento que está llena de fervor y afecto.

Ahora, agradezco de viva voz esa acogida, cuya calidad se refleja admirablemente en las palabras que Vuestra Excelencia, Señor Presidente, en su propio nombre y en el de todo el noble pueblo brasileño, acaba de dirigirme. Mi agradecimiento se extiende a cuantos aquí representan, con títulos diversos a esta nación y su gente.

2. Esta visita a Brasil, que ahora comienza a realizarse, fue un sueño largamente acariciado. Yo deseaba, por muchos y diferentes motivos, conocer esta tierra. Agradezco a la Divina Providencia el que me permita hacerlo, gracias a la fraterna invitación del Episcopado brasileño y a la invitación cortés del Presidente de la República, calurosamente secundado por el asentimiento de todo el pueblo brasileño, como lo demuestran las innumerables cartas que me han llegado en estos últimos meses. Sea bendito y alabado el Señor de la historia por la alegría que me concede y que deseo sea también vuestra alegría.

3. Aquí me encuentro, en una misión claramente pastoral y religiosa. Misteriosos y amorosos designios de Dios me llevaron a ser Obispo de Roma, Sucesor del Apóstol Pedro y, por tanto. Vicario de Cristo y Jefe visible de su Iglesia. Siento como dirigido a mí el tremendo y consolador mandato de confirmar en su misión a mis hermanos los obispos (cf. Lc
Lc 22,32) y de confirmar, con ellos, a los hijos de la Iglesia católica en una fe intrépida e irradiadora, que los lleve a testimoniar ante el mundo los motivos de su esperanza en Cristo (cf. 1P 3,15) y a comunicar al mundo las insondables riquezas del amor de Cristo (cf. Ef Ep 2,7). A esta finalidad responden las visitas que vengo haciendo a varios países y continentes y que, por eso mismo, pueden ser llamadas visitas pastorales o peregrinaciones misioneras.

4. ¿Y por qué, ahora, Brasil? En sus delicadas palabras, Vuestra Excelencia, Señor Presidente, ya ha aludido a varios motivos. Ante todo, porque vuestro país, surgido a la sombra de la cruz, bautizado con el nombre de Vera y Santa Cruz, y alimentado enseguida por la primera Eucaristía celebrada en Porto Seguro, se convirtió en la nación que cuenta con el mayor número de católicos de toda la tierra. La Iglesia creció aquí y se consolidó hasta el punto de ser hoy motivo de alegría y de esperanza para todo el orbe católico. Mi visita pretende rendir homenaje a esa Iglesia y estimularla para que sea cada vez más sacramento de salvación, cumpliendo su misión en el conjunto de la Iglesia universal. A quien Dios le dio mucho, mucho le será exigido (cf. Lc Lc 12,48).

Vengo, en segundo lugar, porque este país de inmensa mayoría católica, lleva evidentemente en sí una vocación peculiar en el mundo contemporáneo y en el concierto de las naciones. En medio de las ansiedades e incertidumbres y —¿por qué no decirlo?— de los sufrimientos y amarguras de la época presente, podrá formarse un país que el día de mañana ofrezca mucho a la gran solidaridad internacional.

Quiera Dios que esta perspectiva ayude a Brasil a construir una convivencia social y ejemplar, superando desequilibrios y desigualdades en la justicia y en la concordia, con claridad y valentía, sin choques ni rupturas. Ese será ciertamente un eminente servicio a la paz internacional y, por tanto, a la humanidad. No estará demás que lo anime, en este aspecto, incluso con su presencia, quien tiene como importante tarea de su misión la construcción de la paz. Me alegra que una serie de acontecimientos sirvan de marco a esta visita: con vosotros, siento un gran gozo por la gloria de los altares conferida a un adelantado de la evangelización de vuestra gente, el Beato José de Anchieta; con vosotros, adoro a la Santísima Eucaristía en el marco del X Congreso Eucarístico Nacional, que inauguraré en Fortaleza dentro de unos días; con vosotros expreso mi filial devoción a la Madre de Dios en su majestuoso santuario de Aparecida; con vosotros doy gracias por la existencia del Consejo Episcopal Latinoamericano, constituido hace 25 años en Río de Janeiro.

5. Vuestra historia religiosa —y vuestra historia como nación, muchas veces— fue escrita por heroicos, dinámicos y virtuosos misioneros y continuada con el trabajo de decididos servidores de Dios y de los hombres, sus hermanos. Todos dejaron profundos surcos en el alma y en la civilización brasileñas. El Papa quiere, con esta rápida alusión, rendir pleitesía de gratitud, en nombre de la Iglesia, a todos ellos.

Así, tan íntimamente ligada a la historia patria, la historia de la Iglesia en Brasil se presenta marcada sobre todo por la fidelidad a Cristo y a su Iglesia.

359 6. Espero, deseo y pido a Dios que mi visita sirva de estímulo a una consolidación cada vez mayor de la Iglesia, comunidad de salvación en medio de vosotros, en beneficio de todos los brasileños y de la Iglesia universal.

Y como mi itinerario de fe quiere ser también peregrinación al encuentro del hombre, de las personas humanas, abrazo en este momento —al menos en espíritu— a cada persona que vive en esta patria brasileña. Me gustaría poder encontrarme y hablar con todos y con cada uno de vosotros, amados hijos de Brasil. Visitar cada familia, conocer todos los Estados y territorios, ir a todas las comunidades eclesiales de esta grande y amada nación. Y ¡cuántos me han invitado insistentemente a hacerlo!

Ciertamente, comprenderéis que esto no es posible. Por eso, al pisar este suelo brasileño por vez primera, mi pensamiento y mi amistad se dirigen, a través de los aquí presentes, a cuantos no lo están y desearían estar; a cuantos se ven impedidos de participar en los encuentros con el Papa, por deberes de familia, de trabajo, de ministerio y apostolado, o por razones de pobreza, enfermedad o edad. El Papa piensa en cada uno de ellos. Y ama a todos y a todas envía un saludo muy brasileño: ¡"un abrazo"!

Con este gesto amistoso, recibid mis deseos de felicidad: Que Dios bendiga a vuestro Brasil. Que Dios os bendiga a todos vosotros, brasileños, con la paz y la prosperidad, la serena concordia en la comprensión y la fraternidad. ¡Bajo la mirada maternal y la protección de Nuestra Señora Aparecida, Patrona de Brasil!

VIAJE APOSTÓLICO DE JUAN PABLO II A BRASIL


AL PRESIDENTE Y AUTORIDADES DE LA REPÚBLICA


Brasilia

Lunes 30 de junio de 1980



Señor Presidente:

1. Sean mis primeras palabras para manifestar mi profunda gratitud a vuestra Excelencia. Y quiero hacerlo con una de las primeras expresiones que he aprendido en mi recientísimo estudio de lengua portuguesa y que tiene para mí un significado particular: "¡Muito obligado!" (muchas gracias).

Muchas gracias por la generosa disponibilidad afirmada y demostrada desde que Vuestra Excelencia supo mi intención de acceder al deseo de mis hermanos los obispos de Brasil para que visitara este país.

Muchas gracias por la amable presencia de Vuestra Excelencia en el aeropuerto, al pisar yo por vez primera la tierra brasileña, así como por las nobles palabras que acaba de dirigirme y que, con su permiso, quiero considerarlas dirigidas, por encima de mi persona, a la misión a que estoy consagrado y a la Iglesia universal de la que soy Pastor.

Los viajes que estoy realizando, siguiendo una iniciativa de mis predecesores, sobre todo de Pablo VI, constituyen un aspecto, para mí importante, de mi ministerio pontificio y del gobierno pastoral de la Iglesia. Esos viajes tienen un definido carácter apostólico y una finalidad estrictamente pastoral; pero, aun con este sello religioso, llevan también un mensaje claro sobre el hombre, sus valores, su dignidad y su convivencia social.

360 Vengo, por tanto, para encontrarme con la Iglesia en Brasil, con la comunidad católica que constituye la gran mayoría de los habitantes de este amplio y muy poblado país. Pero vengo también deseoso de encontrarme con todo el querido pueblo brasileño.

2. Y así, se trata de un encuentro con casi medio milenio de historia humana y religiosa. En esa historia hay ciertamente el inevitable claroscuro que se encuentra en la historia de todo pueblo. Que el Señor os dé su ayuda para que la luz prevalezca sobre las sombras. En el perfil histórico de esta noble nación deseo destacar tres puntos:

— el bien conocido cosmopolitanismo brasileño capaz de integrar pueblos y valores de diversas etnias, los cuales contribuyen ciertamente a las características de apertura y universalidad de la cultura de este país;

— la evangelización, realizada con tales modelos y con tal continuidad que dejó señales profundas en la vida de este pueblo, proporcionándole sin duda, en la medida en que ello cabe en la misión de la Iglesia, luces, normas y energías morales y espirituales, con las que fue formando la comunidad humana y nacional;

— el dinamismo joven de la población, con sus respetables tradiciones y cualidades peculiares, firme garantía de que la nación podrá superar los obstáculos que vaya encontrando en su camino histórico, hacia un mañana mejor.

3. Evangelizado desde sus albores, el pueblo brasileño ha vivido la fe y el mensaje de Cristo, ciertamente no sin problemas, pero con sinceridad y sencillez, testimoniadas claramente por sus tradiciones, en las que se pueden entrever con facilidad opciones, actitudes interiores y comportamientos que de hecho son cristianos.

Al mismo tiempo, como ya Vuestra Excelencia ha tenido la bondad de recordar, son muchos los lazos que unen a Brasil con la Sede Apostólica de Roma, remontándose a más de siglo y medio las amistosas relaciones oficiales, ininterrumpidas y cada vez más sólidas con el transcurso de los años. Esas relaciones tienen una garantía de autenticidad en el amor y devoción de los brasileños al Vicario de Cristo. Buena prueba de ello es el calor de la acogida que aquí se me ha dispensado.

4. Señor Presidente, Excelentísimos miembros del Congreso, Senado y Supremo Tribunal federal; Señores Ministros de Estado, señoras y señores:

Con vuestra honrosa presencia, a mi llegada y en este encuentro, habéis querido tributar al Pastor de la Iglesia universal un homenaje al que se siente extremamente sensible: muchas gracias una vez más a cada uno de vosotros personalmente. A mi vez quiero expresar la más alta estima por la elevada misión que desempeñáis. El mandato que habéis recibido os confiere el privilegio —que es también un deber— de servir el bien común de toda la nación, sirviendo al hombre brasileño. Que Dios os ayude siempre a cumplir este mandato.

En mis peregrinaciones apostólicas por el mundo, quiero también yo, con la ayuda de Dios, ser portador de un mensaje y colaborar, en la parte humilde pero indispensable que me corresponde, a que prevalezca en el mundo un auténtico sentido del hombre, no encerrado en un estrecho antropocentrismo, sino abierto hacia Dios.

Pienso en una visión del hombre que no tenga miedo de decir: el hombre no puede abdicar de sí mismo ni del lugar que le corresponde en el mundo visible; el hombre no puede volverse esclavo de las cosas, de las riquezas materiales, del consumismo, de los sistemas económicos o de lo que él mismo produce; el hombre no puede hacerse esclavo de nadie ni de nada; el hombre no puede prescindir de la trascendencia —en fin de cuentas, de Dios—, sin sufrir merma en su ser total; el hombre, en fin, sólo podrá encontrar luz para su "misterio" en el misterio de Cristo.

361 Cuán benéfica sería para el mundo una mejor acogida a esta comprensión del hombre partiendo de su plena verdad, la única capaz de dar sentido humano a las diversas iniciativas de la vida cotidiana: programas políticos, económicos, sociales, culturales, etc. Bien entendida, podría ser la base de programas de verdadera civilización, que sólo puede ser la "civilización del amor".

5. Ateniéndose a su propia misión y con pleno respeto a las legítimas instituciones de orden temporal, la Iglesia no puede dejar de alegrarse con todo lo que, de verdadero, justo y válido existe en esas instituciones al servicio del hombre; no puede dejar de ver con satisfacción los esfuerzos que tienden a salvaguardar y promover los derechos y libertades fundamentales de toda persona humana, así como a asegurar su participación responsable en la vida comunitaria y social.

Por eso mismo, la Iglesia no deja de proclamar las reformas indispensables para la salvaguardia y promoción de valores sin los cuales no puede prosperar ninguna sociedad digna de este nombre; es decir, reformas que tienden a una sociedad más justa y cada vez más de acuerdo con la dignidad de toda persona humana. Y anima a los responsables para el bien común, sobre todo a quienes se precian del nombre de cristianos, para que emprendan oportunamente esas reformas con decisión y valentía, con prudencia y eficacia, ateniéndose a criterios y principios cristianos, a la justicia objetiva y a una auténtica ética social. Al promover así tales reformas se evitan también que sean buscadas bajo el impulso de corrientes en base a las cuales no se duda en recurrir a la violencia y a la supresión, directa o Indirecta, de los derechos y libertades fundamentales, inseparables de la dignidad del hombre.

6. Deseo al querido pueblo brasileño una fraternidad cada vez mayor, fundada en el auténtico sentido del hombre: con libertad, equidad, respeto, generosidad y amor entre todos sus miembros y con clara y solidaria apertura para con la humanidad y para con el mundo. Les deseo paz segura y serena, base de trabajo concorde y del compromiso de todos para el progreso y bienestar comunes. Les deseo también la suficiencia de bienes indispensables para la propia realización integral. Pido a Dios que cada brasileño, de nacimiento o de adopción, respete y vea siempre respetados los derechos fundamentales de toda persona humana.

Proclamar y defender tales derechos, sin anteponerlos a los derechos de Dios ni silenciar los deberes a que corresponden, es una constante de vida de la Iglesia, en virtud del Evangelio que le está confiado. De ahí, que la Iglesia no cese de indicar a todos los hombres de buena voluntad y estimular a sus hijos a que respeten y cultiven esos derechos: derecho a la vida, a la seguridad, al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la educación, a la expresión religiosa privada y pública, a la participación, etc. Entre tales derechos hay que destacar, también, como prioritario, el derecho de los padres a tener los hijos que deseen, recibiendo al mismo tiempo lo necesario para educarlos dignamente, y el derecho a la vida del que ha de nacer. Bien sabemos lo amenazados que están actualmente esos derechos en el mundo entero.

7. Bendigo de corazón lo que aquí se hace, en comunión con los esfuerzos universales y que sólo puede redundar en beneficio de los más pobres y marginados, afligidos por las inmerecidas frustraciones de que son víctimas. En tal sentido, no está de más recordar que una transformación de estructuras políticas, sociales o económicas nunca podría consolidarse si no fuese acompañada por una sincera "conversión" de la mente, de la voluntad y del corazón del hombre con toda su verdad. Tal conversión ha de realizarse, teniendo siempre cuidado, por una parte, de evitar perniciosas confusiones entre libertad e instintos —intereses creados, luchas o dominios— , y por otra, de suscitar una solidaridad y un amor fraterno, inmunes de toda falsa autonomía respecto a Dios.

En esta línea de pensamiento, es corresponsable toda la sociedad. Pero las iniciativas y la dirección humana y racional de los procedimientos dependen en buena parte de quienes están investidos de funciones de gobierno y liderazgo. Dependen de su empeño primordial en renovar y formar las mentalidades, con adecuadas, constantes y pacientes medidas de educación y aprovechamiento de las buenas voluntades, iluminadas siempre por la "certeza de que es el hombre el destinatario final de sus responsabilidades y preocupaciones", como me escribía hace tiempo Vuestra Excelencia.

8. Las cualidades peculiares del pueblo brasileño, unidas a su larga tradición cristiana, han de llevarle a responder con acierto a la llamada y al reto del tercer milenio que se aproxima. La comunión de las mentes y de los corazones en busca del bien común, esclarecido, propuesto y dirigido por los gobernantes, y con responsable participación libre, educada y solidaria de todos, han de continuar sirviendo al hombre y al supremo bien de la paz en esta gran nación, en este continente y en el mundo.

Reiterando a Vuestra Excelencia mi agradecimiento, por la acogida y por todas las atenciones, formulo fervientes votos para que desciendan sobre Brasil, por intercesión de Nuestra Señora Aparecida, su Patrona, las abundantes bendiciones de Dios.



VIAJE APOSTÓLICO DE JUAN PABLO II A BRASIL

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON EL CUERPO DIPLOMÁTICO EN BRASILIA


Lunes 30 de junio de 1980



Excelencias, Señoras, Señores:

362 En esta primera jornada transcurrida en la capital brasileña, me complazco en recibir a los Jefes y miembros de las Representaciones Diplomáticas acreditadas en este país. Os agradezco vivamente el haber venido esta tarde a encontraros con el Papa, el cual también tiene representantes en la mayor parte de vuestros países.

Al dirigiros, a todos y a cada uno, mis saludos más cordiales, pienso también en todas las naciones a que pertenecéis y a las cuales representáis ante Brasil. A todos esos pueblos esparcidos por el continente americano y por los demás continentes, yo expreso la estima y los más sinceros votos de la Iglesia; la cual se profesa católica, es decir, universal, abierta a todas las sociedades humanas, a las que desea una expansión original, gracias al desarrollo de todo cuanto hay de bueno en su país, en su cultura, en sus propios hombres.

Vuestra función de diplomáticos figura entre los nobles medios que contribuyen al acercamiento de los pueblos, a su estima recíproca, a su entendimiento mutuo, a sus intercambios, a su colaboración cultural o económica; en una palabra, a la paz.

La vida diplomática es una vida de gran importancia en el sentido de que se basa en la facultad de los hombres de buena voluntad, para escucharse, comprenderse, encontrar soluciones negociadas, progresar unidos, en lugar de buscar enfrentamientos. Hoy más que nunca, los problemas de la paz, de la seguridad, del desarrollo no se limitan ya a las relaciones bilaterales; es todo un conjunto complejo en el que cada país debe aportar su contribución al mejoramiento de las relaciones internacionales, no sólo para descartar los conflictos o para que disminuyan las tensiones, sino para afrontar de modo solidario, los grandes problemas del porvenir de la humanidad que nos afectan a todos.

Y a tal respecto, es de desear que cada hombre, especialmente los responsables de las naciones y, por tanto, sus representantes, tengan convicciones y principios, que sirvan para promover el verdadero bien de las personas, de los pueblos, dentro de la Comunidad internacional. De esto quiere dar también testimonio la Santa Sede, aportando en el plano de las conciencias su contribución específica.

En el marco de este breve encuentro, apenas puedo hacer más que evocar esos principios de paz, tanto para el interior como para el exterior... Puede parecer un tópico subrayar que cada país tiene el deber de preservar su paz y seguridad en el interior. Pero, en cierto modo, debe "merecer" esa paz, asegurando el bien común de todos y el respeto de los derechos. El bien común de una sociedad exige que esa sociedad sea justa. Allí donde falta la justicia, la sociedad está amenazada en su interior. Eso no quiere decir que las transformaciones necesarias para llevar a una mayor justicia deban realizarse con la violencia, la revolución, el derramamiento de sangre, porque la violencia prepara una sociedad violenta y nosotros, los cristianos no podemos admitirlo. Pero hay que decir también que hay transformaciones sociales, a veces profundas, que deben realizarse constantemente, progresivamente, con eficacia y realismo, mediante reformas pacíficas.

A todos los ciudadanos les incumbe este deber, pero evidentemente de modo especial a quienes ejercen el poder, porque el poder está al servicio de la justicia social. El poder tiene el derecho a mostrarse fuerte de cara a quienes cultivan un egoísmo de grupo, en detrimento del conjunto. Debe, en todos los sentidos, estar al servicio de los hombres, de cada hombre, y sobre todo de quienes tienen más necesidad de ayuda; la Iglesia, por su parte, se esforzará en recordar incesantemente la preocupación por los "pobres", por los que, de cualquier modo, están en inferioridad de condiciones. En ningún caso, al poder le es permitido violar los derechos fundamentales del hombre; y aquí no voy a enumerar los que he mencionado muchas veces y de modo especial en mi discurso del 2 de octubre del año pasado ante las Naciones Unidas.

De cara a los demás países, se debe reconocer a cada nación el derecho de vivir en paz y seguridad sobre su propio suelo, sin sufrir injustas amenazas exteriores, sean de índole militar, económica o ideológica. Este punto fundamental debería encontrar unánimes a todos los hombres de buena voluntad y me atrevería a decir que, sobre todo, a los diplomáticos. Pero no es suficiente la no injerencia; porque eso podría no significar otra cosa que indiferencia hacia la suerte de los pueblos que no han sido favorecidos por la naturaleza o por las circunstancias históricas, hasta el punto de que hoy un gran número de sus hijos carecen de lo más mínimo necesario para una vida humana digna, trátese de alimentos, higiene o instrucción. Hay que promover una solidaridad internacional. Se habla mucho de ello, pero la realización es muy modesta o sometida a condiciones que hacen pensar en nuevas amenazas. La paz, pues, necesita realmente un desarrollo solidario y no la acumulación de armas amenazadoras, o impulsos revolucionarios, como ya recordé recientemente en la UNESCO.

Sólo si afrontamos constantemente esta tarea mundial de paz, en la justicia y el desarrollo, encontraremos las palabras y los hechos que, poco a poco, construirán un mundo digno de seres humanos: el que Dios quiere para los hombres y cuya responsabilidad les confía, esclareciéndoles su conciencia. La confianza que me infundís, queridos diplomáticos, me ha impulsado a compartir con vosotros este ideal. ¡Que Dios os inspire y os bendiga! ¡Que bendiga a vuestras familias! ¡Que bendiga y proteja a vuestras patrias! ¡Que guíe la comunidad internacional por los caminos de la paz y de la fraternidad!

Discursos 1980 354