Discursos 1980 370

370 Pobres, pero generosos. Pobres, pero magnánimos. Sé que existen muchos así aquí entre vosotros, que ahora me escucháis, pero también en otros diversos lugares de Brasil.

3. Las palabras de Cristo sobre los pobres de espíritu, ¿hacen acaso olvidar las injusticias? ¿Nos permiten que dejemos sin solución los problemas que surgen en el conjunto del llamado problema social? Esos problemas que permanecen en la historia de la humanidad asumen aspectos diversos en las diversas épocas de la historia y tienen su intensidad de acuerdo con la dimensión de cada sociedad en particular, adquiriendo al mismo tiempo la proporción de enteros continentes y, en fin, de todo el mundo. Es natural que esos problemas asuman también una dimensión propia de esta tierra, una dimensión brasileña.

Las palabras de Cristo declarando felices los "pobres de espíritu" no pretenden suprimir todos esos problemas. Al contrario, los ponen de relieve, enfocándolos en este punto más esencial que es el hombre, que es el corazón humano, que es todo hombre sin excepción. El hombre ante Dios y, al mismo tiempo, ante los otros hombres.

Pobre de espíritu, ¿no significa exactamente "hombre abierto a los demás", es decir, a Dios y al prójimo?

¿No es verdad que esta bienaventuranza de los "pobres de espíritu" encierra al mismo tiempo una advertencia y una acusación? ¿No es cierto que dice a los que no son "pobres de espíritu" que se encuentran fuera del Reino de Dios, que el Reino de Dios no es y no será compartido por ellos? Pensando en tales hombres que son "ricos", cerrados a Dios y a los hombres, sin misericordia..., ¿no dirá Cristo, en otro pasaje: "Ay de vosotros"? "Pero ¡ay de vosotros, ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! ¡Ay, cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres con los falsos profetas!" (
Lc 6,24-26).

. "Ay de vosotros": esa palabra suena severa y amenazadoramente, sobre todo en boca de ese Cristo que acostumbraba a hablar con bondad y mansedumbre y solía repetir: "Bienaventurados". Y sin embargo, dirá también: ¡"Ay de vosotros"!

4. La Iglesia en todo el mundo quiere ser la Iglesia de los pobres. La Iglesia en tierras brasileñas quiere ser también la Iglesia de los pobres; es decir, quiere extraer toda la verdad contenida en las bienaventuranzas de Cristo y sobre todo en esta primera: "Bienaventurados los pobres de espíritu...". Quiere enseñar esa verdad y quiere ponerla en práctica, igual que Jesús vino a hacer y enseñar.

La Iglesia desea, por tanto, extraer de la enseñanza de las ocho bienaventuranzas todo lo que en ella se refiere a cada hombre: al que es pobre y vive en la miseria, al que vive en la abundancia y el bienestar y, en fin, al que posee excesivamente y tiene de sobra. La misma verdad de la primera bienaventuranza se refiere a cada uno de modo diverso.

A los pobres —a los que viven en la miseria— les dice que están especialmente cercanos a Dios y a su Reino. Pero, al mismo tiempo, les dice que no les es permitido —como no es permitido a nadie— reducirse arbitrariamente a la miseria a sí mismos y a sus familias; es necesario hacer todo lo que es lícito para asegurarse a sí mismos y a los suyos cuanto hace falta para la vida y para la manutención. En la pobreza es necesario conservar, ante todo, la dignidad humana, y también esa magnanimidad, esa apertura de corazón para con los demás, esa disponibilidad por la que se distinguen exactamente los pobres, los pobres de espíritu.

A los que viven en la abundancia o, al menos, en un relativo bienestar, para lo cual tienen lo necesario (¡aunque tal vez no les sobre gran cosa!), la Iglesia, que quiere ser la Iglesia de los pobres, les dice: Utilizad los frutos de vuestro trabajo y de una lícita laboriosidad; pero, en nombre de las palabras de Cristo, en nombre de la fraternidad humana y de la solidaridad social, ¡no os cerréis en vosotros mismos! ¡Pensad en los más pobres! ¡Pensad en los que no tienen lo suficiente, que viven en la miseria crónica, que sufren hambre! ¡Y compartid lo vuestro con ellos! ¡Compartidlo de modo programático y sistemático! Que la abundancia material no os prive de los frutos espirituales del sermón de la montaña, que no os separe de las bienaventuranzas de los pobres de espíritu.

Y la Iglesia de los pobres dice lo mismo, con mayor fuerza, a los que tienen de sobra, que viven en la abundancia, que viven en el lujo. Les dice: ¡Mirad un poco a vuestro alrededor! ¿No os duele el corazón? ¿No sentís remordimiento de conciencia a causa de vuestra riqueza y abundancia? Si no lo sentís —si queréis solamente "tener" cada vez más, si vuestros ídolos son el lucro y el placer— recordar que el valor del hombre no se mide según lo que "tiene", sino según lo que "es". Por tanto, el que acumuló mucho y cree que todo se resume en esto, acuérdese de que puede valer (en su interior y a los ojos de Dios) mucho menos que alguno de esos pobres y desconocidos; que tal vez pueda "ser mucho menos hombre" que aquel.

371 La medida de las riquezas, del dinero y del lujo no es equivalente a la medida de la verdadera dignidad del hombre.

Por tanto, los que tienen de sobra eviten cerrarse en sí mismos, eviten el apego a su propia riqueza, la ceguera espiritual. Eviten todo eso con todas sus fuerzas. Que no deje de acompañarles toda la verdad del Evangelio y, sobre todo, la verdad contenida en estas palabras: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos..." (
Mt 5,3).

Que esta verdad les inquiete.

Que sea para ellos una amonestación continua y un desafío.

Que no les permita ni siquiera por un minuto volverse ciegos por el egoísmo y por la satisfacción de los propios deseos.

Si tienes mucho, si tienes tanto, recuérdate que debes dar mucho, que hay tanto que dar. Y debes pensar cómo dar, cómo organizar toda la vida socioeconómica y cada uno de sus sectores, a fin de que esa vida tienda a la igualdad entre los hombres y no a abrir un abismo entre ellos.

Si tienes muchos conocimientos y estás colocado en lo alto de la jerarquía social, no debes olvidarte, ni siquiera por un segundo de que, cuanto más alto esté alguien, ¡más debe servir!

Servir a los demás. De otro modo, correrás el riesgo de apartarte tú y tu vida del campo de las bienaventuranzas y, en especial, de la primera de ellas: "Bienaventurados los pobres de espíritu". Son "pobres de espíritu" también los "ricos" que, en proporción de su propia riqueza, no dejan de "darse a sí mismos" y de "servir a los demás".

5. Así, pues, la Iglesia de los pobres habla en primer lugar y por encima de todo al hombre. A cada hombre y, por lo tanto, a todos los hombres. Es la Iglesia universal. La Iglesia del misterio de la Encarnación. No es la Iglesia de una clase o de una sola casta. Y habla en nombre de la propia verdad. Esa verdad es realista. Tengamos en cuenta cada realidad humana, cada injusticia, cada tensión, cada lucha. La Iglesia de los pobres no quiere servir lo que causa las tensiones y hace estallar la lucha entre los hombres. La única lucha, la única batalla a la que la Iglesia quiere servir es la noble lucha por la verdad y por la justicia y la batalla por el verdadero bien, la batalla en la cual la Iglesia es solidaria con cada hombre. En ese camino, la Iglesia lucha con la "espada de la palabra", no ahorrando las voces de aliento, pero tampoco las amonestaciones, a veces muy severas (igual que hizo Cristo). Muchas veces, incluso amenazando y demostrando las consecuencias de la falsedad y del mal. En esta su lucha evangélica, la Iglesia de los pobres no quiere servir a fines inmediatos políticos, a las luchas por el poder y, al mismo tiempo, procura con gran diligencia que sus palabras y acciones no sean usadas para tal fin, no sean "instrumentalizadas".

La Iglesia de los pobres habla, pues, al "hombre"; a cada hombre y a todos. Al mismo tiempo, habla a las sociedades, a las sociedades en su conjunto y a las diversas capas sociales, a los grupos y profesiones diversas. Habla igualmente a los sistemas y a las estructuras sociales, socio-económicas y socio-políticas. Habla el lenguaje del Evangelio, explicándolo a la luz del progreso de la ciencia humana, pero sin introducir elementos extraños, heterodoxos, contrarios a su espíritu. Habla a todos en nombre de Cristo y habla también en nombre del hombre (especialmente a aquellos a quienes el nombre de Cristo no dice todo, no expresa toda la verdad sobre el hombre que este nombre contiene).

La Iglesia de los pobres habla, por tanto, así: ¡Haced todo, especialmente vosotros los que tenéis poder de decisión, de quienes depende la situación del mundo, haced todo lo posible para que la vida de cada hombre, en vuestra tierra, se haga "más humana", más digna del hombre!

372 Haced todo a fin de que desaparezca, al menos gradualmente, ese abismo que separa a los "excesivamente ricos", poco numerosos, de las grandes multitudes de pobres, de los que viven en la miseria. Haced todo para que este abismo no aumente, sino que disminuya, para que se tienda a la igualdad social. A fin de que la distribución injusta de los bienes ceda su puesto a una distribución más justa...

Hacedlo por consideración a cada hombre, que es vuestro prójimo y vuestro conciudadano. Hacedlo por consideración al bien común de todos. Y hacedlo por consideración a vosotros mismos. Sólo tiene razón de ser la sociedad socialmente justa, que se esfuerza por ser cada vez más justa. Solamente tal sociedad tiene ante sí el futuro. La sociedad que no es socialmente justa, y no desea hacerse tal, pone en peligro su futuro. ¡Pensad, pues, en el pasado y mirad hacia el día de hoy y proyectad el futuro mejor de vuestra sociedad entera!

Todo eso se incluye en lo que Cristo dijo en el sermón de la montaña. En el contenido de esta única frase: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos".

Queridos hermanos y hermanas:

Con este mensaje, renuevo mis sentimientos de profundo afecto y en prenda de abundantes gracias de Dios para vosotros y vuestras familias, os imparto mi bendición apostólica.

Queridos hermanos y hermanas: Al visitaros a vosotros los de Vidigal, he querido visitar a todos cuantos viven en chabolas por cualquier parte de este amado Brasil que ahora recorro en peregrinación apostólica. Al venir aquí, me interesé como Padre y Pastor, preocupado por la suerte de hijos muy amados y pregunté sobre todos y sobre todo lo relacionado con esta "favela".

Me dijeron de vosotros que, en medio de escaseces, luchas y amarguras, hay solidaridad y ayuda mutua entre todos, gracias a Dios. Me hablaron también del "mutirao" (colaboración común gratuita en la construcción), gracias al cual quedó terminada la capilla que dentro de unos momentos voy a bendecir. Es siempre hermoso e importante que las personas se unan todas y se den la mano, sumen esfuerzos y juntas consigan lo que solas no pueden alcanzar.

Me congratulo con cuantos, directa o indirectamente, en el área de esta "favela", consiguieron resolver, de modo justo y pacífico, cuestiones que ya resueltas, no dejarán de contribuir a hacer la vida de todos más humana y a hacer, cada vez más, de esta ciudad maravillosa una ciudad de hermanos.

Vine aquí no por curiosidad sino que os quiero bien y desearía decir con San Pablo: "Por el afecto que os tengo, deseaba compartir con vosotros no sólo el Evangelio, sino la propia vida" (cf.
1Th 2,8). Junto con vosotros, con un "corazón purificado" de malos sentimientos, quisiera decir siempre "no" a la indiferencia, al desinterés y a cualquier forma de desamor; y decir "sí" a la solidaridad, a la fraternidad y al amor, porque "Dios es amor"(Jn 4,16).

Y así, os saludo y también a vuestras familias, especialmente a los jóvenes y a los niños y a todos los habitantes de Vidigal, diciéndoos que pienso en vosotros y rezo por vosotros para que la Divina Providencia sea secundada por las providencias humanas, para que mejoréis de vida.

Y ahora, voy a bendeciros a todos.







VIAJE APOSTÓLICO DE JUAN PABLO II A BRASIL


A LOS OBISPOS DE AMÉRICA LATINA


Río de Janeiro

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Miércoles 2 de julio de 1980



Venerables y queridos hermanos en el Episcopado!

En el marco de mi visita pastoral a Brasil, vengo con verdadero gozo a encontrarme con vosotros, Obispos de América Latina, que os reunís en esta hermosa y acogedora ciudad de Río de Janeiro donde nació el CELAM.

I. NACIMIENTO DEL CELAM: SUS ETAPAS


1. Han pasado 25 años desde aquella Conferencia de 1955, en el transcurso de la cual maduró La ida de pedir a La Santa Sede La creación de un Consejo Episcopal Latinoamericano, que recogiera y diera cauce a las nuevas necesidades que se sentían a tan amplio nivel.

Con gran visión de futuro y con gozosa esperanza ante los abundantes frutos eclesiales que se anunciaban, mi Predecesor Pío XII anticipaba una favorable respuesta: “Estamos seguros de que los beneficios ahora recibidos serán devueltos más tarde considerablemente multiplicados. Legará un día en que América Latina podrá restituir a toda la Iglesia de Cristo lo que haya recibido” (Ad Ecclesiam Christi, AAS, XXXXVII, pp. 539-544).

Hoy, el Sucesor de Pedro y los representantes de la Iglesia en Latinoamérica, que se aproxima a ser la mitad de toda la Iglesia de Cristo, nos reunimos para conmemorar una fecha significativa y evaluar los resultados con mirada de futuro.

A la vista de los copiosos frutos cosechados en estos años, a pesar de las inevitables deficiencias y lagunas; a la vista de esta Iglesia Latinoamericana, verdadera Iglesia de la esperanza, mi ánimo se abre en agradecimiento al Señor con las palabras de San Pablo: “Continuamente doy gracias a Dios por todos vosotros, recordando sin cesar ante Dios nuestro Padre la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el tesón de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (Tes 1, 2-4).

Es el agradecimiento que sé brota también de vuestros corazones de Pastores, porque el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, inspiró en el momento oportuno aquella nueva forma de colaboración episcopal que fraguó el nacimiento del CELAM.

2. Organismo, primero en su género en toda la Iglesia por su dimensión continental, pionero como expresión de la colegialidad cuando las Conferencias Episcopales no se habían consolidado todavía, instrumento de contacto, reflexión, colaboración y servicio de las Conferencias de Obispos del Continente Latinoamericano, el CELAM tiene consignada en sus anales una rica y vasta acción pastoral. Por todo ello, con razón lo han calificado, los Pontífices que me han precedido, como un organismo providencial.

3. La vida del CELAM está enmarcada, como es sabido, por tres grandes momentos, correspondientes a las Conferencias Generales que el Episcopado Latinoamericano ha efectuado.

La primera Conferencia General constituye un hito histórico de particular importancia, porque durante la misma surge la idea de fundar el CELAM. Esta primera etapa está ligada especialmente a las personas del Cardenal Jaime de Barros Câmara, Arzobispo insigne de esta Arquidiócesis de San Sebastián de Río de Janeiro, primer Presidente del CELAM, y de Monseñor Manuel Larraín, Obispo de Talca, Presidente igualmente del Consejo. El Señor los recompense a ellos, que se encuentran en la casa del Padre, y a cuantos hicieron posible la creación del Consejo Episcopal Latinoamericano o lo han servido con encomiable y generosa entrega.

374 La segunda Conferencia General, convocada por el Papa Pablo VI y celebrada en Medellín, refleja un momento de expansión y crecimiento del CELAM. Fue su tema: “La Iglesia en la transformación presente de América Latina a la luz del Concilio Vaticano II”. El Consejo, en estrecha colaboración con los Episcopados, ha contribuido a la aplicación de la fuerza renovadora del Concilio.

La tercera Conferencia General, que tuve la dicha de inaugurar en Puebla, es fruto de la intensa cooperación del CELAM con las diversas Conferencias Episcopales. De ella volveré a hablar más adelante.

4. En las sucesivas etapas ha habido una progresiva adaptación en las estructuras del Consejo y han sido establecidas o potenciadas nuevas modalidades de participación por parte de los Obispos, para quienes es y trabaja el CELAM. Las Conferencias Episcopales en cuanto tales han estado presentes, desde el inicio, a través de sus Delegados; y a partir de 1971, también con sus Presidentes, miembros de iure. Mucho han ganado las formas de coordinación mediante las reuniones Regionales y con los nuevos servicios distribuidos en las diferentes áreas pastorales. Numerosos Pastores han tomado parte en su conducción, convencidos de que su gran misión, en la solicitud por todas las Iglesias, supera las fronteras de sus Iglesias particulares (cf Vaticano II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, 6).

Me es grato constatar que se ha mantenido una frecuente y cordial colaboración con la Sede Apostólica y sus distintos Dicasterios, muy especialmente con la Pontificia Comisión para América Latina que, desde el corazón de la Iglesia —según la feliz imagen que empleara Pablo VI (Sollicitudo omnium ecclesiarum)— sigue con diligente interés las actividades del Consejo animando y sosteniendo sus iniciativas en orden a una eficiencia mayor en todos los sectores del apostolado.

II. UN ESPÍRITU AL SERVICIO DE LA UNIDAD


Si todo esto ha sido posible a lo largo de estos 25 años, es porque al CELAM lo ha animado una orientación básica de servicio, que tiene características bien definidas:

1. EL CELAM, un espíritu.

El CELAM, en su espíritu colegial, se nutre de la comunión con Dios y con los miembros de la Iglesia. Por eso ha querido mantenerse fiel y disponible a la Palabra de Dios, a las exigencias de comunión en la Iglesia, y ha procurado servir a las diversas comunidades eclesiales, respetando su situación específica y la fisonomía particular de cada una de las mismas. Ha tratado de discernir los signos de los tiempos, para dar respuestas adecuadas a los cambiantes retos del momento. Este espíritu es la mayor riqueza y patrimonio del CELAM y es a la vez la garantía de su futuro.

2. El CELAM, servicio a la unidad.

La Iglesia es un misterio de unidad en el Espíritu. Es el anhelo que emerge en la oración de Jesús: “Que todos sean uno como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos sean también uno para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21). Por ello también San Pablo exhorta a “conservar la unidad del Espíritu, por medio del vínculo de la paz. Un solo cuerpo, un solo Espíritu, como es una sola la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos...” (Ep 4,3-6).

Ahora bien, esta unidad no consiste en algo recibido pasivamente o estático, sino que hay que ir construyéndolo dinámicamente, para consolidarlo en esa rica y misteriosa realidad eclesial que es premisa indispensable de fecundidad pastoral. Esta es la actitud que distingue a la primitiva comunidad eclesial: “Día tras día, con un solo corazón, frecuentaban asiduamente el templo y partían el pan en sus casas, con alegría y simplicidad de corazón” (Ac 2,46-47).

“La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” (ib., 4, 32). Y así “cada día el Señor agregaba a la comunidad a los que serían salvados” (ib., 2, 48).

375 Por ello, cuanto más graves sean los problemas, tanto más profunda ha de ser la unidad con la Cabeza visible de la Iglesia y de los Pastores entre sí. Su unidad es un signo precioso para la comunidad. Sólo de esta forma se lograrán eficazmente los frutos de la evangelización. Este es el motivo por el que con verdadera alegría observé, al aprobar las conclusiones de Puebla: “La Iglesia de América Latina ha sido fortalecida en su unidad, en su identidad propia...” (Carta del 23 de marzo de 1979).

3. La unidad “en el Espíritu”, una unidad de fe.

Ella, arranca, en efecto, del misterio de la Iglesia, construida sobre la voluntad del Padre, mediante la obra salvadora del Hijo, en el Espíritu. Es una unión que desciende luego a los miembros de la comunidad eclesial, asociados entre sí de manera sublime por vínculos de fe, sostenidos por la esperanza y vivificados por la caridad. A nosotros se nos confía la grave responsabilidad de tutelar eficazmente esta unidad en la verdadera fe.

El primer servicio del Sucesor de Pedro es proclamar la fe de la Iglesia: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (
Mt 16,16). En ella el Papa, como Sucesor de Pedro, debe confirmar a sus hermanos (cf. Lc Lc 22,31). Por parte vuestra, también vosotros, Pastores de la Iglesia, debéis confirmar en la fe a vuestras comunidades.

Ello debe constituir una permanente preocupación vuestra, bien conscientes de que es una exigencia fundamental de vuestra misión, guiándoos por los criterios del Evangelio y sin otras motivaciones ajenas a él. Así podréis orientar con claridad a los fieles y evitar peligrosos confusionismos.

Que vuestra unidad se siga nutriendo de la caridad que brota de la Eucaristía, raíz y quicio de la comunidad cristiana (cf. Presbyterorum ordinis PO 6), signo y causa de unidad. Es evidente, por lo demás, que esa unión que ha de existir entre vosotros, los Obispos de la Iglesia, ha de reflejarse también en los diversos sectores eclesiales: presbíteros, religiosos, laicos.

4. La unidad de los Presbíteros con los Obispos surge de la misma fraternidad sacramental. Bien habéis afirmado en la Conferencia de Puebla: “El ministerio jerárquico, signo sacramental de Cristo Pastor y Cabeza de la Iglesia, es el principal responsable de la edificación de la Iglesia en comunión y de la dinamización de su acción evangelizadora” (Puebla, 659). Y agregabais: “El Obispo es signo y constructor de la unidad. Hace de su autoridad evangélicamente servida un servicio a la unidad... infunde confianza en sus colaboradores (especialmente en los Presbíteros) para quienes debe ser padre, hermano y amigo” (Puebla, 688).

Con ese espíritu, la unidad en el trabajo pastoral, en los distintos centros de comunión y participación en la Parroquia, en la comunidad educativa, en las comunidades menores, debe seguir siendo estimulada y fortalecida.

5. La unión con la Jerarquía de quienes han abrazado la vida consagrada, tiene una gran importancia. Tantos aspectos positivos señalados en Puebla, como “el deseo de interiorización y de profundización en la vivencia de la fe” (Puebla, 726) y la insistencia en que “la oración llegue a convertirle en actitud de vida” (Puebla, 727); el esfuerzo de solidaridad, de compartir con el pobre, deben ser vistos en la perspectiva de una plena comunión.

De esta manera la vida consagrada es “medio privilegiado de evangelización eficaz” (Evangelii nuntiandi EN 69). Por ello señalaba en mi Discurso Inaugural de la III Conferencia General que a los Obispos “no les puede, no les debe faltar la colaboración, a la vez responsable y activa, pero también dócil y confiada de los religiosos” (II, 2).

Corresponde a los Obispos la orientación doctrinal y la coordinación de la acción pastoral. Todos los agentes de apostolado deben por ello secundar, generosa y responsablemente, las directrices marcadas por la Jerarquía, tanto en campo doctrinal como en el resto de las actividades eclesiales. Esto se aplica a la competencia de los Obispos en su Iglesia Particular y, según los principios de una sana eclesiología, a las Conferencias Episcopales o, en el debido modo, al servicio prestado por el CELAM. Por otra parte, es evidente que un solícito cuidado por el bien espiritual de los religiosos y religiosas ha de brillar en la pastoral diocesana o supradiocesana.

376 6. La comunión eclesial con los Pastores no puede faltar tampoco en un campo tan importante como es el mundo de los laicos. La Iglesia necesita el aporte formidable del laico, cuyo radio de acción es muy amplio.

La Conferencia de Puebla insistió en que el laico “tiene la responsabilidad de ordenar las realidades temporales para ponerlas al servicio de la instauración del Reino de Dios” (Puebla, 789) y que “los laicos no pueden eximirse de un serio compromiso en la promoción de la justicia y del bien común” (793). Con especial énfasis en la actividad política (cf. 791), el laico debe promover la defensa de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables (792).

En esta misión propia de los laicos, hay que dejar a ellos el puesto que les compete, sobre todo en la militancia y liderazgo de partidos políticos, o en el ejercicio de cargos públicos (cf. Puebla, 791). Es un sólido criterio, inspirado en la Conferencia de Medellín (Sacerdotes 19) y en el Sínodo de los Obispos de 1971, el que habéis indicado: “Los Pastores... puesto que deben preocuparse de la unidad, se despojarán de toda ideología político-partidista... Tendrán así libertad para evangelizar lo político como Cristo, desde el Evangelio, sin partidismos ni ideologizaciones” (Puebla, 526). Son directrices, éstas, de densas consecuencias pastorales.

7. La búsqueda de la unidad eclesial nos lleva al corazón del ecumenismo: “Tengo también otras ovejas que no son de este redil; es preciso que yo las traiga; ellas escucharán mi voz y habrá un solo rebano y un solo Pastor” (
Jn 10,16). En tal perspectiva es menester situar el diálogo ecuménico, que reviste en América Latina características especiales. La oración, la confianza, la fidelidad, ha de ser el clima del auténtico ecumenismo. El diálogo entre hermanos de distintas confesiones no cancela nuestra propia identidad, sino que la supone. Sé bien que os esmeráis por crear una atmósfera de mayor acercamiento y respeto, obstaculizada por algunos con métodos proselitistas no siempre correctos.

8. La unidad de la Iglesia, al servicio de la unidad de los pueblos.

La Iglesia se inscribe en la realidad de los pueblos: en su cultura, en su historia, en el ritmo de su desarrollo. Vive, en honda solidaridad, los dolores de sus hijos, compartiendo sus dificultades y asumiendo sus legítimas aspiraciones. En tales situaciones enuncia el mensaje de salvación que no conoce fronteras ni discriminaciones.

La Iglesia tiene conciencia de ser portadora de la Palabra eficaz de Dios, Palabra que creó el universo y que es capaz de recrear en el corazón del hombre y en la sociedad, en sus diversos niveles, actitudes y condiciones en las que se pueda gestar la civilización del amor. Con esa finalidad, el Documento de Puebla fue presentado oficialmente a la ONU y a la Organización de los Estados Americanos.

En virtud del anuncio del Evangelio, cuando el hombre es conculcado en su eminente dignidad, cuando se mantiene o prolonga su postración, la Iglesia denuncia. Es parte de su servicio profético. Denuncia todo lo que se opone al plan de Dios e impide la realización del hombre. Denuncia para defender al hombre herido en sus derechos, para que se restañen sus heridas y para suscitar actitudes de verdadera conversión.

Sirviendo la causa de la justicia, la Iglesia no pretende provocar o ahondar divisiones, exasperar conflictos o potenciarlos. Antes bien, con la fuerza del Evangelio la Iglesia ayuda a ver y respetar en todo hombre a un hermano, invita al diálogo a personal, grupos y pueblos, para que se salvaguarda la justicia y se preserve la unidad. En ciertas circunstancias llega incluso a servir de mediadora. Es éste también un servicio profético.

Por ello, cuando en el ejercicio de la propia misión siente el deber de la denuncia, la Iglesia se ajusta a las exigencias del Evangelio y del ser humano, sin servir a intereses de sistemas económicos o políticos ni a las ideologías del conflicto. Ella, por encima de grupos o clases sociales, denuncia la incitación a cualquier forma de violencia, el terrorismo, la represión, las luchas de clases, las guerras, con todos sus horrores.

Frente al doloroso flagelo de la guerra y de la carrera armamentista, que producen creciente subdesarrollo, eleve la Iglesia en América Latina y en cada uno de los pueblos engendrados al Evangelio, el grito del venerado Papa Pablo VI: “¡Nunca más la guerra!”. De él yo mismo me hice eco ante la Asamblea de las Naciones Unidas. Que no se acumulen sobre penosas circunstancias nuevos conflictos, que agravan la postración, sobre todo de los más pobres.

377 La Iglesia, como lo demuestra la historia con elocuentes ejemplos, ha sido en América Latina el más vigoroso factor de unidad y de encuentro entre los pueblos. Seguid pues prestando todo vuestro aporte, dilectos Pastores, a la causa de la justicia, de una bien entendida integración Latinoamericana, como un esperanzado servicio a la unidad. Y sí en esa tarea de elevarle alguna vez vuestra voz crítica, sobre todo en un servicio colegial al bien común, siga presidiendo siempre vuestras actuaciones la rigurosa objetividad y la oportunidad, para que dentro del obsequio debido a las legítimas instancias, la voz de la Iglesia interpele las conciencias, tutele las personal y su libertad, reclame los debidos correctivos.

III. EL CELAM Y PUEBLA, EN LA HUELLA DE MEDELLÍN

1. En esta circunstancia en que miramos a los pasados 25 años del CELAM, para proyectarlos hacia el futuro, hay que detener el recuerdo en dos Conferencias igualmente importantes y significativas: Medellín y Puebla.

Demos gracias a Dios por lo que ellas han dado a la Iglesia. La primera “quiso ser un impulso de renovación pastoral, un nuevo "espíritu" de cara al futuro, en plena fidelidad eclesial en la interpretación de los signos de los tiempos en América Latina”. (Homilía en la basílica de Ntra. Señora de Guadalupe) Por ello yo mismo os decía que había que “tomar como punto de partida las conclusiones de Medellín, con todo lo que tiene de positivo, pero sin ignorar las incorrectas interpretaciones a veces hechas y que exigen sereno discernimiento, oportuna crítica y claras tomas de posición” (Discurso inaugural en Puebla, 28 de enero de 1979).

La segunda recogió y asumió la herencia de la precedente, en el nuevo contexto eclesial. Este presente es el que nos ocupa como Pastores. Pero al querer orientar el momento actual, somos bien conscientes de que en él revive, prestándole raíces e inspiración, el pasado. En este sentido permitidme que me refiera ahora de manera especial a algunos aspectos relacionados con la Conferencia de Puebla.

Lo considero tanto más importante cuanto sé bien que en el CELAM, en sus reuniones regionales y en no pocas Conferencias Episcopales las grandes orientaciones de la III Conferencia General han sido asumidas en sus propios Planes Pastorales. Lo mismo se observa en las Relaciones quinquenales de tantas diócesis.

Me ha complacido mucho la rápida difusión y penetración en las comunidades de América Latina, y fuera de ella, del Documento de Puebla. Confiaba en que así ocurriría. En efecto, la Conferencia de Puebla, como lo he expresado en otras ocasiones, es en cierta forma una respuesta que supera las fronteras de este amado continente.

Al Documento de Puebla, que conocí en detalle y aprobé gustoso tras precisar algunos conceptos, he recurrido con frecuencia en los encuentros tenidos durante vuestras visitas Ad Limina. He querido de esta manera subrayar sus densas orientaciones doctrinales y pastorales.

2. Os insistí, al comienzo de la Conferencia, en vuestra noble misión de Maestros de la Verdad.

¿Habrá, en la cercanía pastoral con nuestras comunidades, una forma de presencia que más ame el pueblo que ésta del Maestros?¿Podría una auténtica acción pastoral, o una genuina renovación eclesial, cimentarle sobre fundamentos diferentes a los de la Verdad sobre Jesucristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, tal como nosotros lo profesamos? La coherencia ante esas verdades otorga el sello pastoral a las directrices y opciones que la Conferencia formuló. A estas verdades dispensasteis gran atención, como se aprecia en los distintos capítulos del Documento.

3. Abordasteis, en efecto, serias cuestiones sobre Cristología y Eclesiología, que habían sido solicitadas por los mismos Episcopados y que causan preocupación también entre vosotros.

La fidelidad a la fe de la Iglesia respecto de la persona y de la misión de Jesucristo, tiene una importancia capital, con enormes repercusiones pastorales. Seguid pues exigiendo un compromiso coherente en el enuncio del “Redemptor hominis”. Que esa fidelidad resplandezca en la predicación, en sus diversas formas, en la catequesis, en la vida toda del Pueblo de Dios.


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