Discursos 1980 443

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A LOS OBISPOS INDIOS DE RITO MALABAR Y MALANCAR


EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 29 de agosto de 1980



Venerables y queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

1. Os estoy muy agradecido por vuestra visita de hoy; dirijo mi afectuoso saludo, con gran alegría, a todos vosotros que. junto con el cardenal Joseph Parecattil, arzobispo de Ernakulam y Presidente de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho Canónico Oriental, habéis venido de diferentes lugares de India para realizar esta visita ad Limina y para llevar a cabo un encuentro colegial.

2. En vosotros percibo la presencia, aquí, de toda la Iglesia sirio-malabar, esa Iglesia oriental y auténticamente india que, durante siglos, ha sido un maravilloso ejemplo de testimonio cristiano en su fidelidad a su fe primigenia y a sus legítimas tradiciones. De ahí que mi saludo de hoy vaya dirigido a toda vuestra Iglesia: a sacerdotes, religiosos y religiosas, miembros de institutos seculares, a los jóvenes, a los ancianos, a los padres y madres de familia, a los obreros, a los niños y a los fieles en general, especialmente a los que sufren o padecen enfermedades.

Mi saludo y buenos deseos van dirigidos también a los fieles y Pastores de las restantes Iglesias que viven junto a vosotros en las diferentes partes de Kerala y en el resto de India, así como a los hermanos de las comunidades cristianas que aún no están en plena comunión con nosotros. Los hago asimismo extensivos a todos los miembros de las religiones no cristianas.

3. En esta visita colegial, deseo oficialmente expresar mi gratitud por los diligentes informes que habéis puesto ami disposición y a disposición de mis colaboradores en la Sede Apostólica, en orden a un mayor conocimiento de vuestras eparquías, tan numerosas en clero y en religiosos. Esas eparquías rebosan de actividad pastoral y misionera; sus actividades se manifiestan también en el campo de la cultura a través de colegios y escuelas, en el campo de la asistencia caritativa y social mediante hospitales y dispensarios, y en cualquier lugar donde haya necesidad de trabajar por el progreso humano, social y espiritual de vuestras comunidades o de cualquier otra sin distinción de credo, raza o rito. He observado vuestra entrega, llena de dedicación y de amor hacia todos. Esto constituye un honor y un deber de toda la Iglesia católica, y también debe constituir la tarea de vuestra Iglesia. Siempre ha sido así, pero especialmente hoy esta entrega brilla con nuevo esplendor. Me siento feliz de poder dar testimonio de vuestro celo.

4. Esta perspectiva de apertura a todos los pueblos sin distinción es un reto a mi propio servicio apostólico, descrito por la Lumen gentium con estas palabras: "universo caritatis coetui praesidet, legitimas varietates tuetur et simul invigilet ut particularia, nedum unitati noceant, ei potius inserviant" (Nb 13).

444 He anhelado este encuentro con vosotros, y deseo agradeceros la responsabilidad digna de encomio con la que habéis aceptado la invitación de la Sagrada Congregación a participar en una reunión de estudio sobre la reforma de la sagrada liturgia de vuestra propia Iglesia. Es éste un encuentro del que parece correcto poder esperar los más felices resultados respecto a una clara disciplina litúrgica y a una renovación litúrgica conforme a las directrices y al espíritu del Concilio Vaticano II. Podéis estar seguros de que el Sucesor de Pedro, en toda ocasión, al igual que en este fraternal encuentro, tiene un solo deseo y propósito: el de ser lo que el Concilio ha llamado "unitatis tum Episcoporum tum fidelium multitudinis, perpetuum ac visibile principium et fundamentum" (Lumen gentium LG 23).

5. ¿A dónde va dirigido fundamentalmente este encuentro nuestro y vuestra reunión colegial con la competente Congregación de la Santa Sede sino a la realización de la perfecta comunión in vinculo pacis? La liturgia manifiesta y realiza la unidad de un modo totalmente especial. «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es "sacramento de unidad", es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican» (Sacrosanctum Concilium SC 26).

Además de establecer con semejante vigor ese fundamental concepto teológico de carácter general, el Concilio hace que dirijamos nuestra atención a otros principios de la mayor importancia: la Iglesia desea respetar y fomentar de un modo especial "el genio y las cualidades peculiares de las distintas razas y pueblos. Estudia con simpatía y, si puede, preserva íntegro lo que en las costumbres de los pueblos encuentra que no esté indisolublemente vinculado a supersticiones y errores y aun, a veces, los acepta en la misma liturgia, con tal que se pueda armonizar con el verdadero y autentico espíritu litúrgico" (ib., 37). Más aún, la Lumen gentium afirma: "La divina Providencia ha hecho que varias Iglesias fundadas en diversas regiones por los Apóstoles y sus Sucesores, al correr de los tiempos, se hayan reunido en numerosos grupos estables, orgánicamente unidos, los cuales, quedando a salvo la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, tienen una disciplina propia, unos ritos litúrgicos y un patrimonio teológico y espiritual propios... Esta variedad de las Iglesias locales tiende a la unidad, manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa" (Nb 23).

Pero, al mismo tiempo, el Concilio desea que estas Iglesias sean fieles a sus tradiciones: "Es deseo de la Iglesia católica que las tradiciones de cada Iglesia particular o rito se conserven y mantengan íntegras, y quiere igualmente adaptar su propia forma de vida a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar" (Orientalium Ecclesiarum OE 2). Este mismo Decreto proclama también: "Sepan y tengan por cierto todos los orientales, que pueden y deben conservar siempre sus legítimos ritos litúrgicos y su organización, y que no deben introducir cambios, sino por razón de su propio y orgánico desarrollo" (ib.,6).

Para conseguir su objetivo es necesario que apliquen con rigor y severidad las directrices conciliares sobre fidelidad a las tradiciones del propio rito: "Todo esto deben cumplirlo con la máxima fidelidad los mismos orientales, quienes deben adquirir un conocimiento cada día mayor y una práctica cada vez más perfecta de estas cosas; y si se hubiesen apartado indebidamente de ellas por diversas circunstancias de tiempo o de personas, procuren con empeño volver a las antiguas tradiciones" (ib., 6). Dificultades no faltarán en el camino de vuelta a las genuinas fuentes del propio rito. Sin embargo, se trata de dificultades a las que hay que dar la cara viribus unitis y Deo adiuvante.

De ahí que la renovación litúrgica sea el elemento fundamental para la siempre fecunda vida de vuestra Iglesia: una renovación fundada en la fidelidad a vuestras genuinas tradiciones eclesiales y abierta a las necesidades de vuestro pueblo, a vuestra cultura y a los posibles cambios que se deriven de vuestro propio progreso orgánico. Os proporcionarán una útil ayuda los principios fundamentales establecidos en la Carta Dominicae cenae; ellos os asistirán para que no erréis en asunto tan delicado e importante.

6. Tras estas reflexiones sobre la liturgia, me complace hablar sobre el memorándum que habéis querido darme a conocer a través de la Sagrada Congregación para las Iglesias Orientales. El contenido de este documento, a pesar de la brevedad debida a las circunstancias, me invita a reflexionar sobre la historia de vuestra gloriosa Iglesia, la más numerosa y floreciente de las Iglesias Orientales del mundo libre, la de mayor número de sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y laicos.

¿Cómo voy a dejar de poner de relieve con alegría y auténtica satisfacción la contribución de vuestra Iglesia a la causa de las misiones, no sólo en India, sino también en otras latitudes, a la promoción de vocaciones sacerdotales y religiosas, a las actividades educativas y a la asistencia caritativa, etc.? No se trata de subestimar los numerosos factores humanos que han dejado sentir su influencia en estos fenómenos, sino más bien de destacar que estos factores son también deudores de la fe cristiana de vuestras familias siro-malabares, que siempre han estado dispuestas a entregar sus hijos a la causa de la Iglesia universal, incluso más allá de los límites de vuestra Iglesia particular. Deseo expresar mi sincero agradecimiento a vosotros, los obispos, a vuestros sacerdotes, a los religiosos, a los miembros de institutos seculares, a los seminaristas y a las generosas familias, por cuanto habéis hecho y seguís haciendo por la Iglesia universal. Lo mismo que en su tiempo hicieron y continúan haciendo los misioneros de Europa y América in auxilium orientalium, lo habéis hecho vosotros y lo seguís haciendo in auxilium Ecclesiae latinae. Os lo agradezco sinceramente. Todo esto está en perfecta armonía con el espíritu del Concilio, que desea que las Iglesias particulares sientan en su corazón la responsabilidad por las otras Iglesias y por la Iglesia universal.

7. Tras esta breve mirada a vuestra Iglesia, mi pensamiento vuelve a los desiderata que habéis presentado. La importancia de cuanto exponéis, así como las implicaciones canónicas, eclesiológicas, pastorales, doctrinales y prácticas que de ello deriva, explica por qué no es posible en esta ocasión dar una inmediata y completa respuesta a vuestras propuestas.

Cuando se trata de asuntos que conciernen a toda la Iglesia y de la creación de estructuras supra-episcopales en las que se ven implicados los intereses de diferentes obispos y de Iglesias particulares, la Santa Sede adopta serios y sabios procedimientos, sancionados por la práctica durante muchos siglos. Deseo haceros patente mi felicidad al ver vuestro empeño por afirmar y profundizar vuestra identidad como Iglesia oriental particular. Deseo citar aquí el pensamiento de mi gran predecesor Pablo VI, en su discurso de clausura del Sínodo de los Obispos de 1974: "Eodem tamen tempore exoptamus, ut sedulo caveatur ne altior pervestigatio essentialis huius aspectus rerum, quae Ecclesiae sunt, ullo modo noceant firmitati 'communionis' cum ceteris particularíbus Ecclesiis et Petri successore, cui Christus Dominus grave, perenne atque amoris plenum hoc officium commisit, ut agnos et oves pasceret (Jn 21,13-17), ut fratres confirmaret (Lc 22,32), ut fundamentum esset et signum unitatis Ecclesiae" (26 de octubre de 1974: AAS 66, pág. 636).

Por lo que respecta a algunas frases de vuestro memorándum, desearía rememorar un aspecto de la doctrina colegial del Concilio Vaticano II: "Romanus enim Pontifex habet in Ecclesiam, vi muneris sui, Vicarii scilicet Christi et totius Ecclesiae Pastoris, pienam, supremam et universalem potestatem, quam semper libere exercere valet" (Lumen gentium LG 22). Con ocasión del anteriormente mencionado Sínodo, Pablo VI añadió: "unum potius adest propositum, quo videlicet omnes —pro suo quisque munere suscepto fideliterque impleto— Dei voluntati respondeant, maxima impulsi dilectione" (ib.). Deseo, no obstante, aseguraros que todo se hará, de modo que sea compatible con el bien de la Iglesia universal y se lleve a cabo gradualmente.

445 En el mismo orden de ideas, existe también el problema de la asistencia a vuestros fieles que se hallan fuera de vuestras eparquías. Por una parte, mi inolvidable predecesor Juan Pablo I, en su breve pontificado, tuvo la oportunidad y el gozo de poder nombrar al arzobispo Anthony Padiyara visitador apostólico de los fieles malabares que viven en distintas regiones de India, fuera de los territorios de la jurisdicción de las Iglesias orientales. El arzobispo se ha esforzado con ejemplar solicitud por realizar la tarea que le fue confiada, y deseo expresarle mi gratitud coram vobis.

Implicados en este asunto se hallan también, por otra parte, el Representante Papal en India y los Ordinarios de la Iglesia latina de aquellos lugares en los que viven esos fieles malabares. Puedo aseguraros que se harán llegar a esos fieles todas las ayudas previstas por las leyes de la Iglesia, particularmente por las prescripciones, que vosotros mismos habéis citado, del Decreto Christus Dominus. Bien sabido es cómo, después del Concilio, la Iglesia deseó revisar la Constitución Apostólica Exsul familia, y cómo mi predecesor Pablo VI, en Pastoralis migratorum cura, no ahorró esfuerzo alguno por poner todo tipo de ayuda espiritual a disposición de los emigrantes. La común solicitud de los obispos de los lugares de origen de los emigrantes y de los obispos de sus nuevas residencias requiere una armonía de relaciones y un espíritu de colaboración fraterna. Es mi más ardiente deseo, y mi convicción, que las Conferencias Episcopales, bien sea la de India o las regionales, encuentren una vía que garantice el desarrollo del modo más justo de cubrir estas necesidades.

En este esfuerzo por socorrer a los fieles más necesitados, sea espiritual sea materialmente, los obispos malabares encontrarán en la Santa Sede un sincero apoyo y una animosa energía que, en una perspectiva eclesial que abarca las necesidades de las individuales Iglesias particulares y el bien común de la Iglesia universal, trata de crear un clima de mutuo conocimiento y estima entre todos los pueblos, en especial entre los fieles de diferentes razas, naciones y ritos.

Me gustaría, sin embargo, añadir unas palabras sobre vuestras eparquías. No pienso en vuestra Iglesia sólo en términos de números, estadísticas y actividades sobresalientes de cada una de vuestras eparquías, sino que contemplo la riqueza de vida espiritual existente en ellas.

Pienso en vuestros sacerdotes, tan numerosos y generosos. Pienso en los religiosos, miembros de institutos orientales, así como de órdenes y congregaciones de origen, latino, tan dóciles a la llamada de Cristo y situados en la vanguardia de la vida de la Iglesia. Pienso en el gran número de religiosas de vida contemplativa y activa, cuya oblación consagrada es un reflejo de la de María y constituye la base de un servicio desinteresado que retrata la maternal preocupación de toda la Iglesia, especialmente por los- pequeños, los débiles, los pobres y los que sufren.

Pienso en vuestros jóvenes, especialmente en los seminaristas: cada uno de vosotros tenéis un seminario menor destinado a los candidatos al sacerdocio, y existen dos seminarios mayores —el Pontificio Seminario de Alwaye y el Seminario Apostólico de Kottayam—, aparte del escolasticado de los carmelitas de María Inmaculada, con dos facultades teológicas y una tercera ya en perspectiva. A este respecto es de gran utilidad recordar la siguiente exhortación;'. "La formación de futuros sacerdotes debería ser considerada como uno de los ministerios más importantes en una diócesis y, de algún modo, el más exigente. De hecho, la tarea de la enseñanza une estrechamente al profesor con la obra de Nuestro Señor y Maestro, que preparó a sus Apóstoles para ser testigos del Evangelio y dispensadores de los misterios de Dios" (Sagrada Congregación para la Educación Católica: "La formación teológica de los futuros sacerdotes", IV,1, 3).

Concluyendo, presento a vuestra reflexión un profundo deseo de mi corazón: os halláis unidos aquí con Pedro, "communione fraternae caritatís atque studio permoti universalis missionis Apostolis traditae" (Christus Dominus
CD 36). Esta es una ocasión propicia para rememorar el supremo tema de la unidad: unidad fraterna entre los obispos, unidad entre los diferentes ritos, unidad entre el obispo y los sacerdotes, entre el obispo y los religiosos, entre el obispo, sacerdotes y laicos, entre los pobres y los acomodados. La unidad que en estos días de gracia habéis buscado en el campo litúrgico y en el pastoral debe constituir el primer fruto de esta particular experiencia de armonía y colaboración.

Mis pensamientos van ahora hacia los obispos de otros ritos que trabajan en el mismo territorio y que deben ser no sólo hermanos que coexisten con vosotros, sino hermanos que viven a vuestro lado en profunda comunión eclesial con vosotros y con toda la Iglesia. Mis pensamientos van dirigidos también a los distintos grupos y comunidades de hermanos separados que admiran sinceramente vuestro vínculo con el Sucesor de Pedro.

Mi última palabra es de esperanza y de plegaria dirigida a María, Madre de la Iglesia. Que ella os proteja siempre y que, mediante su intercesión, continúen vuestras eparquías floreciendo en vocaciones y en santidad de vida. Que Ella nos ayude a mantener nuestra mirada constantemente fija en su Hijo Jesucristo, Sumo Sacerdote y Supremo Pastor de la Iglesia de Dios.

Y ahora, una palabra a los obispos malancares, asociados fraternalmente al grupo de prelados malabares.

Deseo dirigiros un saludo muy especial. dado que este año se celebra el aniversario de un extraordinario acontecimiento en vuestra Iglesia. Estáis celebrando las bodas de oro de aquel Movimiento espiritual del que fue pionero el último y estimado Mar Ivanios, y que llevó a la plena comunión con Roma a él mismo, a otros prelados y a las comunidades por él fundadas: los Hermanos de la Imitación de Cristo y las Hermanas de Betania.

446 Como signo de mi propia participación en estas bodas de oro, me complazco en anunciaros mi decisión de enviar como mi Representante y como portador de mi mensaje al cardenal Wladyslaw Rubin, Prefecto de la Sagrada Congregación para las Iglesias Orientales, que estará presente en las solemnes celebraciones previstas para los días 26-28 de diciembre próximo. .

Os prometo mis oraciones, mi bendición y mi fraternal afecto en Jesucristo Nuestro Señor.







VISITA PASTORAL A L'AQUILA

ENCUENTRO CON LOS OBREROS

REUNIDOS JUNTO AL TÚNEL DEL GRAN SASSO



Gran Sasso (L'Aquila)

Sábado 30 de agosto de 1980



Queridísimos hermanos de la tierra de Abruzos y de Molisa:

1. Hace un año —exactamente el 26 de agosto—, en el aniversario de la elevación al pontificado de mi amado predecesor Juan Pablo I, quise subir desde Canale d'Agordo a la cima de la Marmolada, en la majestuosa blancura del panorama alpino, para rezar a María Santísima junto con los valientes escaladores que me habían precedido allá arriba. Hoy estoy igualmente contento por encontrarme con vosotros en este lugar no menos sugestivo, a los pies del Gran Sasso de Italia, en el corazón de los Apeninos, que constituyen —según la conocida metáfora— la espina dorsal de toda la península italiana.

Y no son muy distintos, en este momento, los sentimientos y pensamientos que afloran del corazón a los labios, mientras en la belleza y pureza del grandioso espectáculo, vuelvo a pensar —como hice ya entre la población del Véneto— en la fisonomía particular de vuestra gente, laboriosa y tenaz. ¡Oh, sé bien quiénes sois vosotros, hijos de Abruzos y de Molisa! Me refiero a vuestro temple, a vuestra probidad, a la firmeza de la institución familiar que perdura en medio de vosotros, y a la adhesión a las tradiciones solariegas que perfilan inconfundiblemente vuestra vida religiosa y civil. Por esto he querido tener mi primer encuentro con vosotros, precisamente aquí, junto al macizo montañoso y a la entrada de este túnel de la autopista, que ha sido abierto recientemente a la circulación. Y doy las gracias a las autoridades y a las personas que aquí se han hecho intérpretes de los sentimientos comunes en esta hora: el Señor Ministro de Obras Públicas en representación del Gobierno italiano, el Presidente de la Junta regional, el Presidente de la Sociedad que ha realizado la extraordinaria empresa del túnel, un representante de los mineros, uno de los agricultores y ganaderos. Me es muy grato después presentar un saludo particular a mons. Presidente de la Conferencia Episcopal regional, y al arzobispo de Aquila.

2. Queridísimos: Con sólo nombrar el Gran Sasso, se entendía en algún tiempo —pero ahora ya no— una cordillera que "dividía" vuestra noble región, según la clásica repartición topográfica y administrativa del Abruzo citerior y del Abruzo ulterior. Gracias al trabajo humano, que precisamente aquí durante no pocos años se ha desarrollado y ha "triunfado" sobre las más arduas dificultades de origen geológico y técnico, ahora ya la vieja "división" puede considerarse superada; y no sólo en el sentido de poder tener pronto enlaces de carreteras cada vez más fáciles y rápidas, sino también en el muy importante y, desde el punto de vista étnico y ético, tan significativo de un ulterior proceso de conocimiento, en los intercambios, en las relaciones mutuas de colaboración entre los pueblos de esta región y de las regiones adyacentes.

Amigos y hermanos que me escucháis. He venido a este lugar para honrar y para celebrar el trabajo, y no ya según el módulo de una exaltación genérica y retórica, sino en su valor efectivo, es decir, en su capacidad y en su "virtud" de transformarse en aportación positiva a la comprensión mejor y a la verdadera hermandad de los hombres entre sí. Fuente de esta vida material y moral, el trabajo encuentra aquí precisamente una prueba convincente y elocuente de su naturaleza y de la función insustituible que Dios Creador le aseguró "desde el origen" (cf. Gén Gn 1,28, 2, 15; 3, 19) y que reafirma vigorosamente el Apóstol (cf. 2Th 3,7-12). Aquí el trabajo se presenta, además, no ya como elemento de lucha y de choque, sino de unión y de concordia en el ámbito de la sociedad.

3. Pero para que el tema pueda precisarse aún mejor, quiero referirme ahora a las dos formas de trabajo, más aún, a las dos categorías de trabajadores, que aquí veo representadas. No puedo limitarme a decir que quiero honrar el trabajo humano; debo, más bien, dirigirme directamente a vosotros, queridos mineros y queridos agricultores y pastores, que os habéis reunido para saludarme y rendirme homenaje.

Efectivamente, ¿cómo podría olvidar vuestras personas, si —como ha escrito el Concilio Vaticano II con palabras muy fáciles de entender— hic labor... a persona inmediate procedit? (Gaudium et spes GS 67). ¿Y cómo podría olvidar vuestras profesiones, con los sacrificios y las dificultades, las incertidumbres y los peligros que comportan? Ciertamente, son evidentes las diferencias en el tipo de trabajo en que os ocupáis: vosotros, mineros, habéis trabajado y trabajáis en las entrañas de la tierra, excavándola y penetrándola con un esfuerzo prolongado y fuerte, que no está exento, por desgracia, de riesgos para la misma salud; en cambio, vosotros, agricultores y pastores, trabajáis ordinariamente al aire libre, siguiendo la normal sucesión de las estaciones. Sin embargo, a los unos y a los otros —aquí hay un elemento común— se os presenta la naturaleza en su realidad de criatura de Dios. Trabajando en la tierra, dentro o fuera, tenéis siempre delante una obra que puede ofreceros, y seguramente os ofrece, toda una serie de motivos para reflexionar, para meditar, para adorar. Con razón se ha escrito que el hombre es un ser religioso (animal religiosum); pero a mí me parece que quien, como vosotros, vive en contacto cotidiano con la naturaleza y la descubre como un conjunto maravillosamente ordenado en su triple reino mineral, vegetal y animal, advierte no sólo la oportunidad, sino la facilidad, diría, y como la invitación a considerar y a contemplar en ella la obra omnipotente y providencial de Dios, nuestro Creador y nuestro Padre. Vosotros, precisamente por lo que sois y por lo que hacéis, dedicados ya sea a la dura fatiga de la excavación en la mina, ya a los cuidados diurnos y nocturnos de la agricultura o del pastoreo, recordad siempre que debéis ser "ejemplarmente" espíritus religiosos, abiertos y atentos a reconocer los vestigios que la Sabiduría divina ha dejado, tan numerosos como evidentes, en el mundo creado. "Vanos son —advierte la Sagrada Escritura— por naturaleza todos los hombres, en quienes hay desconocimiento de Dios, y que a partir de los bienes visibles son incapaces de ver al que es, ni por consideración de las obras conocieron al artífice... Pues en la grandeza y hermosura de las criaturas, proporcionalmente se puede contemplar a su Hacedor original" (Sab 13, I. 5).

447 Por esto quiero apelar a vuestra sensibilidad de creyentes o, mejor, a vuestra fe de cristianos, para que ésta, lejos de venir a menos, encuentre más bien en la misma actividad que desarrolláis, ocasión y razón de profundización y de crecimiento.

4. El último pensamiento-recuerdo del encuentro de hoy brota de las cosas que he dicho hasta ahora, y es una especie de confrontación entre ellas. Aquí, en la grandiosidad del macizo apenino, todo nos habla de la obra de Dios; pero aquí también —añado ante vosotros, trabajadores— todo nos habla de la obra del hombre. ¿Hay, pues, una relación entre estas dos obras? Sí, ciertamente: Dios crea de la nada con una operación radical, que hace existir las cosas que antes no existían; el hombre, en cambio, transforma, interviene —por mandato divino— en las cosas creadas, elevándose de este modo al grado y al honor de colaborador del mismo Creador. Sabed mirar también bajo este aspecto vuestro trabajo: junto al citado motivo de la contemplación, dadle esta ulterior dimensión, pensando que su dignidad es una participación humilde y modesta, pero también efectiva y real en la transcendente dignidad de la obra divina.

Hermanos de la montaña del Abruzo. En el momento de partir para Aquila, he querido confiaros estos pensamientos. Voy allí para venerar a un Santo que, aunque habiendo nacido en Toscana, también predicó a vuestros antepasados la Palabra de Dios: San Bernardino de Siena. Desde aquí le invoco por vosotros y vuestras familias, implorando su celestial protección y bendición, para que el amor que él tuvo por vuestra tierra continúe siempre como salvaguardia, estímulo, consuelo de vuestra vida cristiana. Así sea.



Al final añadió estas palabras:

Mí agradecimiento va a cada uno, a cada familia, a los padres, jóvenes, muchachos y niños pequeños; a los ancianos, a los que sufren y a vuestra comunidad de trabajo que se ocupa de mantener el bien común de la patria y el bien común de cada familia, así como la dignidad de cada persona, mantener la gran dignidad de que he hablado en mi discurso religioso, la gran dignidad humana y cristiana que es propia del trabajador, del ambiente de trabajo y del trabajo en sí; la dignidad que crea una auténtica dimensión espiritual en la vida cotidiana. Y para esta vida diaria, al mismo tiempo que os agradezco una vez más todos vuestros saludos y palabras agradables que he guardado en el corazón, quiero ofreceros una bendición este día, día excepcional de gran serenidad para la tierra de Abruzo. Con vuestra comunidad oremos todos por el fruto del trabajo realizado en el túnel, por cuantos lo utilicen en el futuro; oremos por vuestra patria. Y os doy las gracias por vuestras oraciones por mi patria.







VISITA PASTORAL A L'AQUILA

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LA CRUZ



Monte Roio (L'Aquila)

Sábado 30 de agosto de 1980



Queridísimos jóvenes de Aquila, de Abruzo y de Molisa.

1. Ante todo os manifiesto mi gran alegría al encontrarme con vosotros, junto a este célebre santuario dedicado a María Santísima.

Os habéis preparado para la visita del Papa, recorriendo esta mañana la "Vía Mariana", monumento de fe y de piedad que hizo construir aquí el cardenal Carlo Confalonieri, cuando era arzobispo de Aquila, y deteniéndoos en las respectivas 15 capillas, habéis meditado los misterios del Rosario.

Os agradezco de corazón esta iniciativa espiritual, como vuestra presencia tan devota, alegre y numerosa; os saludo a todos con particular afecto. En este momento quiero también presentar mi saludo agradecido y fraterno al cardenal Decano, al cardenal Corrado Bafile, hijo de esta ciudad, y a todos los obispos de la Conferencia Episcopal de Abruzo, que han querido estar presentes con vosotros en este significativo encuentro.

448 He venido a vuestra tierra para honrar de modo especial a San Bernardino de Siena, en el VI centenario de su nacimiento. He venido también para veros a vosotros, queridos jóvenes, para hablaros, para escucharos, para estrechar con vosotros una amistad más cordial y concreta, para miraros a los ojos, como hacía Jesús, para dejaros un mensaje que sea para vosotros un fuerte recuerdo y un compromiso programático.

Y vosotros habéis venido al encuentro del Papa con vuestra alegría, vuestra bondad, vuestra vivacidad y también con vuestras ansias, vuestros interrogantes: habéis venido para escuchar su voz y para orar con él. También os doy las gracias por esta gentileza y disponibilidad vuestra.

2. Reflexionando ahora un momento con vosotros sobre la figura de San Bernardino, deseo proponeros algunas indicaciones que os puedan servir como programa de vida, siguiendo las huellas del gran Santo.

Ante todo aprended de San Bernardino el valor esencial y determinante del conocimiento de Jesús.

Vosotros conocéis la vida de San Bernardino: habiendo quedado huérfano desde su más tierna edad, fue educado en Siena en una profunda e iluminada, fe cristiana, de tal manera que él, al llegar a la juventud, deseó consagrarse totalmente a Jesús en la vida religiosa y sacerdotal para dedicarse de modo esencial a hacer conocer al mayor número posible de hermanos a Cristo amigo y redentor.

Ordenado sacerdote en la Orden de San Francisco, durante nada menos de doce años, quiso estudiar todavía y recoger material bíblico, teológico, moral, ascético, místico, para estar bien preparado a desarrollar de modo digno y satisfactorio su misión de predicador. En 1417, comenzando por Génova, partió para su amplio e intenso trabajo, recorriendo el Norte y el Centro de Italia, anunciando a todos con ardor y con pasión el amor de Cristo, y difundiendo por todas partes la devoción al Nombre de Jesús, especialmente con el símbolo "IHS": Iesus Hominum Salvator. San Bernardino fue un gran enamorado de Jesús y gastó toda su vida en hacer conocer y amar al Divino Salvador, como demuestran sus todavía actuales sermones en latín y en lengua vulgar.

Queridísimos: Como el joven Bernardino, tratad de conocer a Jesús de modo auténtico y global. Profundizad en su conocimiento para entrar en su amistad. Sólo el conocimiento de Jesús os puede dar la verdadera alegría, no esa egoísta y superficial; el conocimiento de Jesús es el que rompe la soledad, supera las tristezas y las incertidumbres, da el significado auténtico a la vida, frena las pasiones, sublima los ideales, expande las energías en la caridad; ilumina en las opciones decisivas. Así se lee en la "Imitación de Cristo": "Cuando está presente Jesús, todo es bueno y nada parece difícil; cuando Jesús está ausente, todo resulta gravoso. Cuando Jesús no habla interiormente, el consuelo no vale nada; en cambio, si Jesús dice una palabra tan sólo, se siente un gran consuelo... ¿Qué puede darte él mundo sin Jesús? Estar sin Jesús es un infierno . insoportable, y estar con Jesús es un dulce paraíso. Si Jesús está contigo no hay enemigo alguno que te pueda hacer daño" (1. II. VIII, 1-2).

Os repito a vosotros también lo que dije a los jóvenes de París: «Jesús no es para nosotros solamente un hermano, un amigo, un hombre de Dios. Reconocemos en El al Hijo único de Dios, que es una sola cosa con Dios Padre y que el Padre ha dado al mundo... Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que ocupe toda vuestra vida para alcanzar con El todas sus dimensiones, para que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos, sean integrados en El o, por decirlo así, sean "cristificados"» (1 de junio de 1980).

Como deseaba San Bernardino, el Nombre de Jesús esté inscrito en vuestros pensamientos, se convierta en latido de vuestro corazón, surja honrado y bendecido de vuestros labios: Jesús es el amigo que no traiciona, que os ama y quiere vuestro amor. Sea vuestro firme propósito conocerlo cada vez mejor mediante la lectura del Evangelio, el estudio de obras apropiadas, la reflexión sobre las biografías de los Santos y sobre las experiencias de los convertidos.

Aprended luego de San Bernardino a vivir con coherencia vuestra fe cristiana. En efecto, no basta el conocimiento de Jesús; es necesario ser coherentes con las ideas profesadas.

Este Santo vivió en una época difícil e incluso desconcertante: Italia era entonces ciertamente cristiana, pero por desgracia en la práctica se vivía poco cristianamente. Eran tiempos turbios, tumultuosos, densos de inquietudes y de contestaciones en la vida civil e incluso en el interior de la Iglesia. Sobre todo estaba vigente una penosa situación de injusticia social, de odio y de enemistades entre familia y familia, entre ciudad y ciudad. San Bernardino no se asustó ni de los tiempos ni de los hombres: espíritu inteligente y sagaz, comprendió enseguida que era necesario vencer al mal sembrando el bien, y planteó su predicación y su ministerio como lucha acérrima y continua contra el pecado, llamando a los cristianos, laicos y sacerdotes, humildes y poderosos, amos y trabajadores, a la coherencia de vida. Su elocuencia era vivaz y alegre, pero también tajante e inexorable, y con intrépida valentía afrontó el mal en cada lugar, fustigando vicios y defectos, sin descartar ninguno, exhortando a la conversión y a la penitencia, invitando al perdón y a la paz. Sabía ser humorista e irónico si era necesario, y en sus sermones nos dejó sabrosos y transparentes bocetos de la vida de aquel tiempo.

449 El humanista Maffeo Vegio, contemporáneo suyo, cuenta que los fieles se acercaban en número tan grande a los sacramentos, que a veces no se encontraban sacerdotes suficientes para confesar y administrar la Eucaristía.

He aquí, queridos jóvenes, la segunda instante exhortación: sed coherentes. La fe cristiana, nuestra misma dignidad y la esperanza del mundo actual exigen esencialmente este compromiso de coherencia. Y la primera expresión fundamental de coherencia es la lucha contra el pecado,, es decir, el esfuerzo constante y aun heroico de vivir en gracia. Desdichadamente vivimos en una época en la que el pecado se ha convertido incluso en una industria, que produce dinero, mueve planos económicos, da bienestar. Esta situación es realmente impresionante y terrible: Sin embargo, es necesario no dejarse ni asustar ni oprimir: cualquier época exige del cristiano la "coherencia". Y por esto, también en la sociedad actual, envuelta por una atmósfera laica y permisiva,- que puede tentar y halagar; vosotros, jóvenes, manteneos coherentes con el mensaje y la amistad de Jesús; vivid en gracia, permaneced en su amor, poniendo en práctica toda la ley moral, alimentando vuestra alma con el Cuerpo de Cristo, recibiendo periódica y seriamente el sacramento de la penitencia.

Finalmente, aprended de San Bernardino la valentía del testimonio. En efecto, él fue un decidido e intrépido testigo de Cristo. Aún más, ya desde su adolescencia fue un ejemplo entre los jóvenes de Siena, y en 1400, cuando estalló la terrible peste, con otros 12 amigos suyos, no tuvo miedo de dedicarse a ayudar a los pobres enfermos, con peligro de la propia vida.

Sed valientes también vosotros. El mundo tiene necesidad de testigos, convencidos e intrépidos. No basta discutir, es necesario actuar. Que vuestra coherencia se transforme en testimonio, y la primera forma de este compromiso sea la "disponibilidad". Como el buen samaritano, sentíos siempre disponibles a amar, a socorrer, a ayudar, en la familia, en el trabajo, en las diversiones, con los cercanos y con los alejados. Ayudad también a vuestros sacerdotes en las diversas actividades parroquiales; ayudad a vuestros obispos. Reflexionad también, con seriedad y generosidad, si el Señor llama acaso a alguno de vosotros a la vida sacerdotal, religiosa y misionera. Vuestro seminario espera cada año con ansia y confianza que ingrese alguno para comenzar la formación específica al sacerdocio. En el mundo de hoy, hambriento de Cristo y de su Evangelio, se necesita vuestro testimonio.

3. Concluyo confiándoos a la Virgen María, de la que San Bernardino fue devotísimo y se puede decir que cada día la fue anunciando por Italia. Al quedar huérfano de madre, quiso elegir como madre a la Virgen, y a Ella dirigió siempre su afecto, en Ella confió siempre del todo. Se puede afirmar que él se convirtió en el cantor de la belleza de María y, predicando con inspirado amor su mediación, no tuvo temor de afirmar: "Cada gracia que se da a los hombres procede de una triple causa ordenada: de Dios pasa a Cristo, de Cristo pasa a la Virgen, por la Virgen se nos da a nosotros" (Sermo VI in festis B.M.V. De Annun. a. 1, c. 2).

Dirigíos con amor y confianza a Ella cada día, y pedidle la gracia de la belleza de vuestra alma y de vuestra vida, de eso que únicamente os puede hacer felices.

Con estos deseos, invocando la intercesión de San Bernardino, os imparto la bendición apostólica, que os acompañe siempre como signo de mi intenso afecto.







Discursos 1980 443