Discursos 1980 465


VISITA PASTORAL A SIENA


EN LA NUEVA PARROQUIA DE SANTA CATALINA,


DOCTORA DE LA IGLESIA



Domingo 14 de septiembre de 1980




Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Estoy realmente contento de encontrarme aquí, en Siena, ciudad de Santa Catalina y de que seáis vosotros los primeros a quienes dirijo mi gozoso y paterno saludo. Sé que este templo de Acquacalda, donde nos encontramos, es el primero dedicado a la gran Santa después de su proclamación como Doctora de la Iglesia. Mi encuentro, pues, con la noble ciudad de Siena no podía tener mejores comienzos. Os presento mi primer saludo. Y porque sé que entre vosotros está presente también cierto número de enfermos, a ellos quiero dirigir en seguida mi palabra.

2. Queridos enfermos: me resulta grato aseguraros mi viva solidaridad y comunión en el Señor. Vosotros ciertamente sabéis por los Evangelios cuánta preferencia, cuánto amor y cuántas solicitudes bien concretas tuvo Jesús por aquellos a quienes encontraba en vuestras condiciones. El sencillamente "pasó haciendo el bien y curando" (Ac 10,38) a cuantos estaban en las más diversas situaciones de tribulación. Sobre todo, luego. El mismo fue "varón de dolores" (Is 53,3) y ofreció su pasión y muerte como rescate por nuestros pecados. Por esto, es un consuelo especial recordar que tenemos un Sumo Sacerdote que sabe "compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sido tentado en todo a semejanza nuestra" (He 4,15). Y todos nosotros, cristianos, debemos ver a esta luz nuestros sufrimientos, hasta el punto de estar en disposición de repetir, con San Pablo, que llevamos "siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4,10). Pues bien, quisiera exhortaros a estos grandes y fundamentales componentes de nuestra identidad, que es la de bautizados antes aún de ser la de pacientes; en efecto, valen para todos las palabras del mismo Apóstol: "Como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación" (2Co 1,5). Al mismo tiempo acoged mis mejores deseos para vuestra total curación, según la voluntad de Dios.

3. Mi saludo jubiloso se dirige después a todos los fieles presentes de las parroquias de la ciudad y de la diócesis de Siena. Veo en vosotros a los primeros representantes de la comunidad diocesana, que me da aquí su cordial bienvenida, y os agradezco a todos vuestra entusiasta acogida. Mirando al noble pasado de vida y santidad cristiana, que tan luminosamente ha marcado a Siena en especial con las figuras insignes de Catalina y Bernardino, me viene espontáneamente, ante todo, alabar al Señor por las maravillas de su gracia, que libremente elige y misteriosamente obra en quien está dispuesto a vibrar al unísono con ella. Pero, en segundo lugar, me resulta igualmente natural y obligado invitaros y exhortaros a todos a estar siempre a la altura de estas auténticas glorias del testimonio evangélico. La Iglesia de hoy, más aún el mundo de hoy, tienen ahora y siempre necesidad de él. Para no hundirse en lo relativo y en lo caduco, en el odio y en la autodestrucción, la sociedad de hoy tiene más que nunca necesidad de sólidos fundamentos, de testigos enérgicos, de lámparas sobre el candelero. Y esto debemos ser los bautizados, cada uno de nosotros. Vosotros sabéis que el título de "santos", que ahora reservamos sólo a unos pocos, en la primerísima generación cristiana, como nos atestigua San Pablo, designaba a todos los creyentes en Cristo Jesús, no tanto para contraponerlos como para distinguirlos del mundo que los rodeaba. Pues bien, según lo que escribe el Apóstol a los Filipenses, sea nuestro compromiso "brillar como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida" (Ph 2,15 s.). Ciertamente no faltan las ocasiones y los ambientes para esta finalidad: desde la familia a la sociedad civil, desde la escuela al trabajo.

Y puesto que esta tarea nos es imposible sin la corroborante gracia divina, pidamos al Señor para que nos dé la fuerza de la fe, de la esperanza y del amor, juntamente con un vivo sentido de pertenencia eclesial.

En prenda de estos deseos mi bendición apostólica, que de todo corazón imparto a todos vosotros, especialmente a los enfermos, y a todos vuestros seres queridos.





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A LAS AUTORIDADES Y AL PUEBLO DE SIENA


466

Domingo 14 de septiembre de 1980



Señor Ministro,
señor alcalde,
queridísimos hermanos de Siena y de Toscana:

Con la más viva emoción, desde esta admirable plaza del Campo, conocida en todo el mundo como el corazón de Siena, dirijo mi más ferviente y sincero saludo a todos vosotros, habitantes de esta prestigiosa e ilustre ciudad, por la que han pasado a través de los siglos una profunda inspiración religiosa, enardecidas vibraciones de libertad, y una singular pasión por el arte y por toda afirmación digna del nombre de civilización.

Junto al Palacio Público, expresión máxima de esa elegancia arquitectónica tan propia de Siena, y marcado patentemente con el monograma de San Bernardino; a la sombra de la torre del Mangia, centinela y símbolo de la autonomía cívica; cerca de la capilla de la Virgen Santísima, público y perdurable testimonio de entrega de los destinos del Ayuntamiento libre al Patrocinio de la Madre de Dios, os manifiesto a todos los de Siena la profunda alegría de este encuentro y confío al cielo, sobre todo mediante la liturgia eucarística que comenzará dentro de breves momentos, mis deseos y mis esperanzas para el dichoso porvenir de esta ciudad amada, por la prosperidad y la paz de vuestras familias, por la alegría interior de vuestros corazones.

Ha sido suficiente la sugestiva vista aérea de vuestras casas, cargadas del respeto y de la dignidad de los siglos; ha bastado la visión evocadora de vuestros muros que acogen, como precioso cofre, bellezas inestimables, en razón de cuanto el hombre, en su círculo, ha sabido expresar de puro, de santo y de bello; ha bastado el breve trayecto de la histórica Puerta Camollia hasta esta plaza, a través de calles que guardan en cada esquina restos de universal armonía y de convincente e imperecedera elegancia, para que cautivado por esta arcana atmósfera, entrase en profunda sintonía con vuestro pasado, y me pusiera al unísono con vuestros problemas de hoy, y las perspectivas de mañana, en una palabra, para que vibrase con vosotros y sintiera amaros profundamente, incluyéndome también yo —sí me lo permitís— entre los ciudadanos de Siena.

Deseo manifestar, ante todo, mi sincera gratitud a usted, señor alcalde, por las corteses y nobles palabras de bienvenida que ha querido dirigirme, interpretando con calor y perspicacia los sentimientos de toda la población. A usted, a sus colegas y colaboradores del consejo municipal, como también a las autoridades civiles, y militares aquí presentes, expreso mi gratitud por la acogida que me ha sido reservada y por todo el trabajo de solícita y fatigosa preparación, con el fin de asegurar un éxito feliz a esta jornada en Siena. Expreso además sincero aprecio al representante del Gobierno, que ha querido, una vez más, hacerse portavoz digno y calificado del alto sentido de hospitalidad y de fe que caracteriza a la querida nación italiana.

Como ya anuncié en el "Ángelus" del domingo pasado, he venido en peregrinación a Siena para rendir homenaje de veneración a vuestra insigne conciudadana, Catalina "a quien la Sabiduría divina puso tan en evidencia en la historia de la Iglesia, y le confió en tiempos difíciles y críticos una misión providencial respecto de la Iglesia y de su patria" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española. 14 septiembre 1980, pág. 1). Como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, siento en mi corazón —repito— una deuda de gratitud en relación con la Santa que se afanó con infatigable entrega y con amor suavísimo, hasta la entrega total, por el bien y la santidad de la Iglesia y de la Sede Apostólica. A Santa Catalina deseo confiar los problemas y las perspectivas de Italia, que también hoy, como en el pasado, anhela puertos de justicia, de libertad y de paz. También en el presente Catalina dirige a los italianos y a sus paisanos de Siena en particular las ardientes palabras: "Yo os amo más que vosotros me amáis, y amo el estado pacifico y vuestra conservación como vosotros" (cf. Carta 201).

La virgen de Siena, como otros santos antes y después de ella, tuvo vivo sentimiento de auténtica italianidad, como especial percepción de esa responsabilidad confiada por la Providencia a un pueblo unido por la fe, por la lengua, por las vicisitudes tristes y alegres, vividas y sufridas juntamente desde los días en que Italia, caído el grande Imperio, comenzó su humilde y fatigoso camino hacia la unidad y la independencia. Corresponder a esta responsabilidad significa. según Catalina, primariamente reavivar el fuego interior de la fe y de la entrega a Cristo y a su Evangelio; significa propagar por toda la península este ardor espiritual por la verdad y la justicia, consolidando uniones profundas y duraderas más fuertes que cualquier discordia. El bienestar y la prosperidad florecerán así. en consecuencia, como confirma la palabra de Cristo: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura" (Mt 6,33). Alguno podría asombrarse de esta religiosa convertida en intermediaria de paz entre las ciudades toscanas, embajadora de Florencia ante el Papa, totalmente ocupada en desarrollar una obra que no era inmediatamente de carácter religioso. Pero la Santa fue impulsada a compromiso tan grande, infatigable y gravoso por un resorte secreto, por una razón profunda que ilumina y esclarece todo el vigor de esas empresas: esto es, su amor por Cristo y por el hombre. Catalina anhela con todas sus fuerzas la salvación integral del hombre, su hermano, al que ella ama sin fronteras ni reservas en Cristo Señor, y al que quiere ayudar válidamente no sólo con miras a la felicidad eterna, sino también en la fatiga cotidiana de la experiencia terrestre. Si algunos santos, como San Francisco, han captado y amado a Dios particularmente en la creación, Catalina ha percibido y amado al Redentor en las vicisitudes personales del hombre, de cada uno de los hombres, y en el esfuerzo con que construye una convivencia terrena, conforme con la propia dignidad. La espiritualidad de Catalina no acepta evasiones, sino que está extremadamente encarnada en la historia. Se ha dicho justamente que el "cielo" de Catalina está hecho por hombres que tiene que salvar, por hombres rescatados por la sangre inestimable del Cordero.

"Si vosotros sois lo que debéis ser, pondréis fuego en toda Italia, no sólo aquí": estas palabras de Catalina a Stefano di Corrado Maconi, que querían ser una invitación para los propios conciudadanos al respeto y al culto de esos valores morales y religiosos que están en la base de toda ordenada sociedad civil, son todavía válidas. Nosotros las tomamos de su boca que ardía en el fuego de la Sabiduría Eterna para hacerlas nuestras y para construir, conformándonos a ellas, un seguro porvenir de paz y de bienestar.

467 Queridos hijos de Siena, en armonía con vuestras tradiciones profundamente religiosas, en el espíritu de esa civilización inspirada cristianamente, que os distingue, con conciencia cristiana libre y fuerte, como la que marcó a Catalina, continuad vuestro camino de hombres y de creyentes para dar vida a una "societas" digna de vuestro pasado. Confío estos deseos a la protección de Aquella a quien, desde siglos, habéis elegido como vuestra Patrona y Reina y a la que os une un pacto de devoción y de fidelidad, que juntamente con vosotros deseo renovar durante esta celebración eucarística. poniendo toda confianza en el amor y en el corazón de esa Madre.





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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL TOSCANA


Domingo 14 de septiembre de 1980



Señor cardenal,
venerados, queridísimos hermanos del Episcopado toscano:

Estoy profundamente contento de encontrarme con vosotros hoy, con ocasión de esta visita a Siena, que realizo para venerar de modo especial a Santa Catalina. Si los encuentros de esta jornada tienen todos una gran importancia para mí, el vuestro reviste evidentemente un significado particular. Se trata del encuentro del Papa, tan amado por Catalina como "el dulce Cristo en la tierra", con los obispos, tan venerados por ella: efectivamente, dice que también ellos, como al "glorioso Apóstol Pedro", dejó Dios "la llave de la Sangre de su unigénito Hijo, llave que abrió la vida eterna" (cf. Diálogo. CXV, cd. Cavallini, Roma 1968, pág. 277). En el recuerdo más intenso de esa figura gigantesca, de esa mujer, cuyo nombre es célebre en Italia y en todo el mundo, nosotros, obispos —más aún, diré, vosotros obispos de la Toscana que ha dado a la Iglesia una Santa tan grande— debemos sacar de él inspiración para un compromiso, para una entrega, una inmolación cada vez más auténtica por la Iglesia misma, por las almas que nos han sido confiadas como el tesoro más precioso, porque cuestan la Sangre de Cristo.

1. Catalina nos habla precisamente de este amor a la Iglesia. Nosotros estamos al servicio de la Iglesia, nuestra vida está toda dedicada a la Iglesia. Escribiendo al Papa Urbano VI, a quien refería una visión sobrenatural, la Santa repetía las palabras que había oído, con relación a la Iglesia, Esposa de Cristo: "Tú la ves bien vacía de quienes busquen su médula, esto es, el fruto de la sangre... Puesto que el fruto de la sangre es de aquellos que pagan el precio del amor; pues ella se funda en amor, y es el amor. Y por amor quiero (decía Dios eterno) que cada uno le dé, conforme yo doy a mis siervos para que administren de diversos modos, tal como han recibido. Pero yo sufro porque no encuentro quien sirva" (Carta 371). Y toda la vida de Catalina, que pasó como un meteoro de fuego iluminando y abrasando con su fuego a la Iglesia y a la sociedad civil, se gastó por esta "Esposa", para que fuese realmente como Cristo la ha querido y amado, "gloriosa, sin mancha .o arruga, o cosa semejante, sino santa e intachable" (Ep 5,27). A su confesor, el Beato Raimundo de Capua, le escribía después de la rebelión de los romanos contra el Papa: "Estad seguros de que si yo muero, muero de pasión por la Iglesia" (cf. I. Taurisano: Santa Caterina da Siena, pág. 410).

Esta pasión por la Iglesia debe ser también la nuestra. Con la palabra, con el ejemplo, con la oración, con el sacrificio. Somos enviados por Cristo como sus representantes ante los hombres. "La caridad de Cristo nos constriñe, persuadidos como estamos de que si uno murió por todos... Dios por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el misterio de la reconciliación. Porque, a la verdad, Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos, y puso en nuestras manos la palabra de reconciliación. Somos. pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros" (2Co 5,14 2Co 5,18).

2. Es preciso estar profundamente, totalmente inmersos en Dios para poder penetrar y comprender la elocuencia plena de estas palabras, como Catalina estuvo inmersa en El y en el modelo Jesús. Es necesario estar inmersos en Dios y en Cristo, venerados y queridos hermanos, para que nuestra misión se convierta en vida y verdad vivificante para los otros, tal como lo fue en ella y por ella.

Y es necesario estar, como ella, enamorados de Cristo, con el amor de la mayor confianza y holocausto, a fin de que la reconciliación del hombre y del mundo con Dios revista para los contemporáneos y para cuantos vendrán después, el significado del signo expresivo y de la realidad convincente.

Cuando hoy, después de seis siglos de la muerte de esa figura única en la historia de la Iglesia y de Italia, nos reunimos en la Siena medieval, sentimos cuánta necesidad tiene el mundo actual de esa reconciliación con Dios, que se realizó, una vez para siempre, en Cristo. Sentimos también lo necesaria que es para nosotros: Iglesia; para nosotros: obispos —juntamente con nuestros sacerdotes, las religiosas y los hermanos de vida consagrada, más aún, con todos los laicos cristianos— la misma fe y la fuerza, derivada de ella, de esa "palabra de la reconciliación" que nos ha sido confiada para el bien de la humanidad y del mundo.

3. Ella: Santa Catalina de Siena conoció esta "palabra de la reconciliación". Ella sabía pronunciarla con fuerza y eficacia ante los hombres, pequeños y grandes; ante la sociedad de la Italia de entonces; ante los Pastores de la Iglesia; ante el Papa y los Príncipes.

468 Ella conocía esta "palabra de la reconciliación". La llevaba dentro de sí tan profundamente como inmersa estuvo en Dios mediante el amor de Cristo y la absoluta sumisión al Espíritu Santo prometido a los Apóstoles, y que El no deja que falte a nadie en la Iglesia; basta saber abrir el corazón, abrir toda nuestra capacidad y gritar: ¡Ven! ¡Ven! i Ven! ¡Llena!

La inmersión en Dios, de la que encontramos el ejemplo culminante en Santa Catalina, significa dejar plena libertad a la acción de Dios en el alma, a la acción de Dios en el hombre y, mediante el hombre, en el mundo.

Entonces los misterios divinos —que Santa Catalina sacó de su fuente misma— no se reducen para nosotros a la sombra de problemas lejanos, sino que se convierten en una Realidad, la Realidad superior y fundamental que abraza en sí toda la realidad creada y humana y les da el propio significado. Dios, que ha reconciliado consigo al mundo en Cristo, y realiza continuamente en El la obra de la reconciliación, actúa mediante los hombres sencillos, pobres de espíritu, mansos y humildes de corazón. Así fue Santa Catalina de Siena, de acuerdo con el espíritu de las bienaventuranzas del sermón de la montaña. Echando una mirada a su vida breve —¡33 años!— debemos advertir que a aquellos que se ofrecen a sí mismos a Dios en Cristo y, con su ofrenda propia, ofrecen todo el mundo, la humanidad y la Iglesia, Dios les responde con una confianza especial, y les confía la Iglesia, la humanidad y el mundo, y les da la gracia necesaria para no defraudar esta confianza de Dios.

Santa Catalina ciertamente no defraudó la confianza de Dios. No defraudó la confianza de su Esposo hacia la Iglesia, la humanidad y el mundo. Así nosotros, obispos de la Iglesia de Dios, no debemos defraudar la confianza de Dios. Debemos responder. Debemos ser intermediarios de su gracia. Tal como lo fue Catalina, modesta virgen, hija de hombres sencillos, sin instrucción particular, que, confiándose totalmente a Dios, se convirtió en instrumento incomparable de su gracia, de su perdón, de su reconciliación. Como ella, "embajadores de Cristo". De este modo nuestras almas permanecen en sintonía con esta amada Santa, cuyo sexto centenario de su muerte nos ha reunido aquí.

4. La reconciliación con Dios en Jesucristo abraza y penetra diversos tiempos, días, meses y años, épocas y generaciones. ¿Cómo fue el tiempo de la Iglesia y del mundo, ante el cual le fue dado a Santa Catalina de Siena pronunciar esta "palabra de la reconciliación", que Dios le confió de modo particular?

Ciertamente no es necesario que yo os recuerde las vicisitudes, a veces tempestuosas, los dramas, los peligros de la época histórica, en la que vivió Santa Catalina; la misión que ella desarrolló en favor de la unidad de la Iglesia, antes del retorno a Roma del Papa Gregorio XI, luego al llamar a reunirse en torno a su sucesor, Urbano VI, a todas las fuerzas de la Iglesia contra el antipapa Clemente VII; la obra de pacificación que desarrolló en las ciudades italianas, baste citar por todas a Florencia y a Roma; el apostolado que llevó a cabo despertando las conciencias adormecidas y turbadas, llamando al sentido de Dios, al primado de la vida interior, a la pureza de las costumbres morales. Todo esto en el nombre del amor; todo esto, en la Sangre de Cristo, que riega el jardín de la Iglesia y es fuente de la santidad personal del clero, como de su función ministerial, y además de la incorruptibilidad e integridad de las familias y de la vida laical.

5. Santa Catalina nos recuerda hoy a nosotros, los obispos, en las dificultades del ministerio actual, que, si queremos que nuestros esfuerzos sean fecundos en Cristo, debemos partir de la misma raíz de la que ella vivió y por la que se entregó: el amor a Cristo. Cuánta actualidad conservan las palabras que escribió al cardenal de Ostia, Pietro d'Estaing: "Vos, pues, como verdadero hijo y siervo comprado con la sangre de Cristo crucificado, quiero que sigáis sus huellas, con un corazón viril y con solicitud resuelta; no cansándoos jamás ni por pena ni por deleite: sino perseverad hasta el fin en esta y en toda obra que emprendáis por Cristo crucificado. Ocupaos en extirpar las iniquidades y las miserias del mundo, las muchas faltas que se cometen; las cuales redundan en vituperio del nombre de Dios" (Carta 7).

Con esta fuerza, con esta convicción, nosotros, obispos, debemos luchar para hacer triunfar la misericordia de Dios, para anunciar que Dios "amó tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna" (
Jn 3,16). De aquí toma origen ese amor a la Sangre de Cristo, que impulso a Catalina a gastarse por la Iglesia hasta inmolarse como una llama, hasta el último rayo. De aquí, también para nosotros, el compromiso a no dejar de intentar nada para que el amor de Cristo tenga el primado supremo en la Iglesia y en la sociedad.

Me es grato, aquí, reconocer cuanto estáis haciendo por vuestras diócesis, para que la vida cristiana en las familias, en la juventud, en la floración de las vocaciones, en las formas de la convivencia civil, pueda manifestarse plena y firmemente. Y en particular, doy mi aplauso al cardenal Giovanni Benelli, arzobispo de Florencia, por su claro compromiso, por su celo pastoral, en sostener los esfuerzos para la defensa de la vida humana.

Conozco bien, queridos hermanos, las dificultades que lleva consigo vuestra misión de reconciliar a los hombres con Dios en el ambiente de hoy, insidiado por el secularismo, dominado por las ideologías, corroído por el consumismo y por el hedonismo.

Por lo tanto, estoy contento de vuestra entrega generosa al ministerio apostólico, recordando la exhortación de San Pablo: "Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo..." (2Tm 4,2). Continuad sin desanimaros, con la fortaleza invicta de Santa Catalina, en vuestro esfuerzo incansable de proclamar la necesidad de un sincero retorno a la fe y a la práctica de las virtudes cristianas, para que vuelva a surgir en todas sus cualidades humanas y en todos sus dones sobrenaturales el alma genuina de vuestras poblaciones.

469 Os sostenga el Espíritu del Señor, os sirva de consuelo la oración y el estímulo del Vicario de Cristo.

La Iglesia de nuestro tiempo cree con la misma certeza de la fe, que Dios ha reconciliado al mundo consigo en Cristo una vez para siempre; y, al mismo tiempo, trata de pronunciar la "palabra de reconciliación", que Dios le confía para el mundo actual, y le manda pronunciar a medida de los signos de nuestro tiempo, y en plena unión con el eterno mensaje de la salvación. Este mensaje ensancha inmensamente el corazón de la Iglesia, igual que ensanchó el corazón de Catalina para esperar incluso contra toda esperanza, para trabajar más allá del límite de las posibilidades humanas, para inmolarse hasta el fin por la Iglesia, por el triunfo del amor de Cristo, por el retorno de los hijos al Padre de todo consuelo. Efectivamente, en el corazón de la Iglesia persevera la imagen del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge con los brazos abiertos cuando vuelve a la casa paterna.

La Iglesia de nuestra época, que en el Concilio Vaticano II se ha definido a sí misma como el sacramento de la salvación y el signo de la unión con Dios de lodo el género humano, ha tratado también de pronunciar, en el mismo Concilio, de modo particularmente amplio y abundante esa "palabra de la reconciliación" que le ha confiado Dios. Que Catalina de Siena, Patrona de Italia, con su amor a Cristo y a la Iglesia, la haga resonar con inmutable potencia, hoy y en el porvenir, y dé protección, valentía, esperanza y fuerza a nuestro ministerio de "Embajadores de Cristo".

Prenda de estos fervientes deseos es mi bendición apostólica.





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SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS ENFERMOS DEL HOSPITAL DE «L'ANNUNZIATA»


Domingo 14 de septiembre de 1980



Queridísimos hermanos y hermanas:

Con alegría y emoción os dirijo mi saludo cordial con ocasión de esta visita a la querida ciudad de Siena. Ciertamente no podía olvidarme de vosotros que, entre los miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sois los más dignos de atención y de solicitud.

He venido aquí entre vosotros para traeros la seguridad de mi viva participación en vuestros sufrimientos. Sabed que el Papa está cercano a vosotros con particular afecto y sobre todo ruega por vosotros, para que el Señor alivie vuestras penas y, más aún, os conceda afrontarlas con fuerza interior y espíritu evangélico.

Cuando nosotros, cristianos, experimentamos el dolor, debemos estar atentos a darle el justo significado. No es un castigo, sino una ocasión de purificar nuestros pecados; en particular, tiene la finalidad del bien de los hombres, nuestros hermanos: como en Jesús, que se entregó a sí mismo para rescate de todos (cf. Mc Mc 10,45). Por tanto, unid, por medio de la fe, vuestras tribulaciones a las que El padeció. Debemos llevar nuestras cruces, siguiendo sus huellas, de otro modo resultarán excesivamente gravosas. Pero con Jesucristo delante de nosotros caminamos con mayor facilidad, porque El da sentido e impulso a nuestros padecimientos.

Acoged también mis más sentidos deseos de pronta y total curación, según la voluntad de Dios. Y os sirva como prenda de mi afecto particular, la propiciadora bendición apostólica, que imparto de corazón a todos vosotros, a vuestros seres queridos y a cuantos diligentemente os asisten.





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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS


EN LA CATEDRAL DE SIENA


Domingo 14 de septiembre de 1980



470 Venerados hermanos obispos,
y vosotros queridísimos sacerdotes,
religiosos y religiosas de Toscana:

1. A las nobles palabras de saludo del Eminentísimo cardenal Giovanni Benelli deseo responder con un "gracias" cordial y, puesto que él ha hablado autorizadamente en nombre de todos vosotros, muy gustosamente extiendo este sentimiento de gratitud a cuantos os habéis reunido aquí.

Sé bien que esperáis de mí —precisamente lo ha dicho vuestro intérprete— una particular palabra de ánimo, que, inspirándose en las circunstancias que hoy me han traído a esta ilustre ciudad, tenga relación más directa con vuestra vocación y con vuestra vida de almas consagradas y pueda, por tanto, ayudaros tanto en la obra permanente de la santificación personal, como en la realización de los deberes peculiares del ministerio, que a cada uno de vosotros han sido confiados.

2. He venido, pues, a Siena para honrar a la Santa que, a distancia de seis siglos, no cesa de irradiar en la Iglesia y en el mundo, mucho más allá de los confines geográficos y étnicos de Toscana y de Italia, el ejemplo prestigioso de su amor a Cristo y a su Vicario en esta tierra, y de su celo por la salvación de las almas. En el nombre de Santa Catalina ha sido y es mi intención reanudar el inagotable tema en torno a la santidad, que constituye la plenitud y el culmen de una vida auténticamente cristiana, y a la cual —como nos ha recordado el Concilio— están llamados todos los fieles "de cualquier estado o condición" (Lumen gentium
LG 40). Pero este tema —me pregunto y os pregunto a vosotros—, ¿para quién vale en primer lugar sino para aquellos que, por libre y consciente decisión, han elegido el seguimiento de Cristo, asumiendo en primera persona especialísimos compromisos morales y ascéticos? Sí, vale sobre todo para nosotros que, por la participación directa en el único sacerdocio de Cristo o por la profesión formal de los consejos evangélicos, debemos recorrer el camino de la perfección y de la santidad. Somos nosotros quienes a los cristianos, que viven en el mundo y tan frecuentemente están insidiados por mil seducciones y pueden incluso encontrarse indefensos, debemos ofrecerles el ejemplo de un cristianismo vivido en la tensión de un progreso cotidiano. Somos nosotros quienes debemos presentarles la prueba convincente de que es posible y hasta fácil, aun en medio de las dificultades de nuestros días, vivir en fidelidad coherente al Evangelio y, ser íntegramente cristianos. ¿Qué sería dé nosotros, hermanos y hermanas queridísimos, si faltase por nuestra parte este ejemplo o esta prueba? Recordad las imágenes, diría, preceptivas, que se nos proponen en el sermón de la montaña: cada cristiano debe ser luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt Mt 5,13-16); pero este deber de ejemplaridad asume un significado peculiar para nosotros que nos hemos entregado a Cristo en una donación irrevocable, desinteresada y total. Se trata, querría decir, de una precisa "obligación de nuestro estado", y estoy seguro de que la imagen viva de los dos Santos, a los que honramos hoy solemnemente, podrá ayudarnos a cumplirlo.

3. Un segundo pensamiento se une al acto de culto eucarístico que hemos realizado ahora: la adoración de las "Santísimas Partículas", que se conservan aquí desde hace más de dos siglos. La. Eucaristía es el centro vital, es el corazón de la Iglesia, que saca de ella incesantemente la fe, la gracia, la energía que le son necesarias en su itinerario a través de la historia. Debe florecer la vida eucarística, allí donde florece la vida eclesial: hermanos, éste es un axioma, cuya validez no toca sólo a la doctrina teológica, sino que alcanza, debe alcanzar la dimensión existencial a nivel comunitario y personal.

Por tanto, es necesario procurar que el misterio eucarístico, memorial perenne de la Pascua y de la Redención, tenga siempre en cada una de nuestras comunidades —parroquias, familias, casas religiosas, seminarios, asociaciones— el puesto central que le compete con pleno derecho. Pero es necesario, además, que también en la existencia de cada uno de nosotros este augusto misterio sea y permanezca siempre el punto esencial de referencia para nuestra "unión" creciente y poco a poco perfecta con Cristo Señor. Sea, pues, la Eucaristía el camino seguro para la comunión, es decir, la unión y la unidad que debemos establecer con El: "en la fracción del pan eucarístico —nos recuerda también el Concilio (Lumen gentium LG 7)— participando realmente del Cuerpo del. Señor, somos elevados a una comunión con El (relación personal) y entre nosotros (relación comunitaria)". Quiero añadir que también desde este punto de vista —me refiero al de una singular espiritualidad eucarística— nos incumbe el mismo deber de ejemplaridad, del que ya he hablado.

4. Hallándome dentro de esta magnífica catedral, no puedo silenciar una circunstancia que ha dado lugar recientemente a celebraciones especiales. Me refiero al "Año de la catedral", convocado para conmemorar el VIII centenario de la dedicación de este templo en honor de María Asunta al cielo. Como Santa María del Fiore y tantas otras iglesias de vuestra Toscana, también la catedral de Siena tiene una historia plurisecular que no tiene relación sólo con el arte en sus más altas expresiones estéticas, sino también y sobre todo con la vida espiritual de un pueblo. De hecho esta vida ha encontrado precisamente aquí, dentro de estos muros, su punto de convergencia y de irradiación para todas las comunidades en que se articula la archidiócesis.

Partiendo de este histórico centenario, os invito, queridísimos hermanos e hijos, a reflexionar en torno a la función que compete a toda catedral, como centro dinámico de cada una de las Iglesias particulares, y compete, sobre todo al obispo que en ella tiene su cátedra. Unido con los otros hermanos en el Episcopado y con el Sucesor de Pedro, tiene la responsabilidad primaria de "edificar" su comunidad eclesial, porque participa de manera singular, a un nivel de prestigio superior y mayor, de ese triple oficio de Cristo, que también pertenece a los fieles: es por derecho y debe ser de hecho el maestro que enseña la fe y la doctrina moral, el sacerdote que ofrece el sacrificio de la Nueva Alianza, el Pastor que conduce a su grey. Si toda catedral es un símbolo expresivo de estos deberes, sin embargo ella no habla sólo a la conciencia del obispo: es una llamada a todos los miembros de la Iglesia particular, comenzando por quienes, como vosotros, están llamados a colaborar con el obispo en la pastoral diocesana.

5. De aquí brota otro pensamiento, que deseo confiaros. Sin desconocer o negar la distinción "canónica" entre clero secular y regular, en nuestros días —y es una gran lección del Concilio, que por algo ha sido llamado pastoral— es necesaria una coordinación más estrecha y orgánica entre los sacerdotes y los obispos. Lo exige, por una parte, la más madura conciencia eclesiológica para la unidad que subsiste entre ellos con relación al único sacerdocio de Cristo, y lo exige, por otra, la creciente exigencia que viene de quien ignora la fe o no duda incluso en rechazarla. No hablo en términos de eficiencia o de éxito humano, como si la causa del Evangelio dependiera de un cierto tipo de organización y se redujera, por lo tanto, a la elección de determinadas estructuras o de nuevos organismos técnicos. Hablo de "exigencias internas", que brotan de lo que la Iglesia es por su misma constitución y que debe ser hoy en la difícil situación socio-cultural, de la que somos a la vez testigos y actores.

471 Hoy no es lícito detenerse en posiciones de administración ordinaria o de lentitud burocrática, ni se puede insistir demasiado en distinciones sutiles acerca de la competencia y el derecho de hacer esto o lo otro: hoy es necesario más que nunca actuar por el Evangelio, y actuar con celo vigilante y animoso, dispuesto al sacrificio y abierto al ímpetu de una caridad inexhausta, por la cual obispo y sacerdotes, sean regulares o seculares, trabajen en unidad, de intentos, constituyendo —como los discípulos de la Iglesia primitiva— un solo corazón y una sola alma (cf. Act Ac 4,32). Y el mismo deber se impone, tenidas en cuenta las debidas proporciones, a las religiosas y a cuantos, por llamada especial del Señor, han recibido o se preparan a recibir los diversos ministerios eclesiales. Es un tema éste que ciertamente merecería ser desarrollado; si por falta de tiempo no me es posible hacerlo ahora, os ruego que lo reanudéis y profundicéis en la reflexión personal y en los diálogos fraternos, que tenéis entre vosotros bajo la guía de vuestros superiores y Pastores.

6. El encuentro, pues, en esta catedral, para que sea un recuerdo más entrañable y duradero, debe concluir con una fuerte llamada a la acción apostólica: en el nombre de Cristo, de quien soy humilde Vicario y servidor, os invito a tener siempre presente la aludida "edificación de la Iglesia" como obra de actualidad permanente, a la que vosotros, como personas consagradas, estáis llamados a colaborar por un título totalmente especial. Sólo de una convicción profunda, madurada en la oración, podrán brotar propósitos renovados e iniciativas concretas. También en esto —me parece—-retorna el tema de la ejemplaridad. que el Señor mismo resumió con sus espléndidas y consoladoras palabras: "Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5,16). Así sea





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