Audiencias 2000 45


Miércoles 28 de junio 2000

La gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial

1. "Mientras la Iglesia peregrina en este mundo lejos de su Señor, se considera como desterrada, de manera que busca y medita gustosamente las cosas de arriba. Allí está sentado Cristo a la derecha de Dios; allí está escondida la vida de la Iglesia junto con Cristo en Dios hasta que se manifieste llena de gloria en compañía de su Esposo" (Lumen gentium, LG 6). Estas palabras del concilio Vaticano II señalan el itinerario de la Iglesia, que sabe que no tiene "aquí ciudad permanente", sino que "anda buscando la del futuro" (He 13,14), la Jerusalén celestial, "la ciudad del Dios vivo" (He 12,22).

2. Una vez que hayamos llegado a la meta última de la historia, como anuncia san Pablo, no veremos ya "en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. (...) Entonces conoceré como soy conocido" (1Co 13,12). Y san Juan repite que "cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

Así pues, más allá de la frontera de la historia, nos espera la epifanía luminosa y plena de la Trinidad. En la nueva creación Dios nos regalará la comunión perfecta e íntima con él, que el cuarto evangelio llama "la vida eterna", fuente de un "conocimiento" que en el lenguaje bíblico es comunión de amor. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

46 3. La resurrección de Cristo inaugura este horizonte de luz que ya el primer Testamento canta como reino de paz y alegría, en el que "el Señor eliminará a la muerte definitivamente y enjugará las lágrimas de todos los rostros" (Is 25,8). Entonces, finalmente, "la misericordia y la fidelidad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán" (Ps 85,11). Pero son sobre todo las últimas páginas de la Biblia, es decir, la gloriosa visión conclusiva del Apocalipsis, las que nos revelan la ciudad que es meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial.

Allí encontraremos ante todo al Padre, "el alfa y la omega, el principio y el fin" de toda la creación (Ap 21,6). Él se manifestará plenamente como el Emmanuel, el Dios que mora con la humanidad, eliminando las lágrimas y el luto y renovando todas las cosas (cf. Ap 21,3-5). Pero en el centro de esa ciudad se alzará también el Cordero, Cristo, al que la Iglesia está unida con un vínculo nupcial. De él recibe la luz de la gloria, con él está íntimamente unida, ya no mediante un templo, sino de modo directo y total (cf. Ap 21,9 Ap 21,22 Ap 21,23). Hacia esa ciudad nos impulsa el Espíritu Santo. Es él quien sostiene el diálogo de amor de los elegidos con Cristo: "El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17).

4. Hacia esa plena manifestación de la gloria de la Trinidad se dirige nuestra mirada, rebasando los límites de nuestra condición humana, superando el peso de nuestra miseria y de la culpabilidad que penetran nuestra existencia terrena. Para ese encuentro imploramos diariamente la gracia de una continua purificación, conscientes de que en la Jerusalén celestial "no entrará nada impuro, ni los que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero" (Ap 21,27). Como enseña el concilio Vaticano II, la liturgia que celebramos durante nuestra vida es casi un "pregustar" esa luz, esa contemplación, ese amor perfecto: "En la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero" (Sacrosanctum Concilium SC 8).

Por eso, ahora nos dirigimos a Cristo para que, por el Espíritu Santo, nos ayude a presentarnos puros ante el Padre. Es lo que nos invita a hacer Simeón Metafraste en una oración que la liturgia de las Iglesias orientales propone a los fieles: "Tú, que, por la venida del Espíritu Santo consolador, de tus discípulos santos has hecho vasos de honor, haz de mí una morada digna de su venida. Tú, que debes venir de nuevo a juzgar al mundo entero con toda justicia, permíteme también a mí venir ante ti, mi Juez y mi Creador, con todos tus santos, para alabarte y cantarte eternamente, con tu Padre eterno y con tu santísimo, bueno y vivificante Espíritu, ahora y siempre" (Oraciones para la comunión).

5. Juntamente con nosotros, "la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios (...) y espera ser liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8,19-21). El Apocalipsis nos anuncia "un cielo nuevo y una tierra nueva", porque el cielo y la tierra anteriores desaparecerán (cf. Ap 21,1). Y san Pedro, en su segunda carta, recurre a imágenes apocalípticas tradicionales para reafirmar el mismo concepto: "Los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia" (2P 3,12-13).

Mientras espera la armonía y la plena alabanza, toda la creación debe entonar ya desde ahora, juntamente con el hombre, un cántico de alegría y esperanza. Hagámoslo también nosotros, con las palabras de un himno del siglo III, descubierto en Egipto: "Ni por la mañana ni por la tarde callen todas las admirables obras creadas por Dios. No callen tampoco los astros luminosos ni las altas montañas ni los abismos del mar ni los manantiales de los rápidos ríos, mientras nosotros cantamos en nuestros himnos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Todos los ángeles de los cielos respondan: Amén, Amén, Amén" (Texto editado por A. Gastoné en La Tribune de saint Gervais, septiembre-octubre de 1922).



Llamamiento del Papa en favor de los cristianos de la India y de Indonesia

No se aplaca, por desgracia, la ola de desórdenes de carácter étnico-religioso, que desde enero de 1999 azota el archipiélago indonesio de las Molucas. Los repetidos y sangrientos ataques armados de extremistas musulmanes contra aldeas cristianas están causando numerosísimas víctimas e incontables daños.

Noticias igualmente preocupantes llegan de la India, donde últimamente se han producido múltiples agresiones contra las comunidades cristianas y las demás minorías, "las más graves -han declarado los obispos indios- desde la independencia del país".

Renuevo mi apremiante llamamiento para que cese esa violencia cruel. Espero que cuantos la llevan a cabo o la instigan comprendan que no se puede matar y destruir en nombre de la religión ni manipularla según sus propios intereses. A las autoridades les pido que actúen con firmeza para que la situación mejore; a todos, que renuncien al odio y trabajen incansablemente por el restablecimiento de la armonía religiosa, con respeto y amor recíproco. A vosotros, aquí presentes, os invito a orar con fe por estas intenciones.

Saludos

47 Deseo saludar a los peregrinos de lengua española, en particular a las chicas bolivianas procedentes de Santa Cruz de la Sierra, y también a los asociaciones y grupos parroquiales y escolares venidos de España, Puerto Rico, Colombia, Paraguay, Perú y de otros países latinoamericanos. Que el Espíritu Santo renueve vuestras vidas para el encuentro definitivo que un día tendremos con la santísima Trinidad.

(A los fieles checos)
Queridos hermanos, os deseo de corazón que la solemnidad de san Pedro y san Pablo fortalezca aún más vuestra adhesión a Cristo y vuestro compromiso de testimonio evangélico.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)
Mañana celebraremos la fiesta de san Pedro y san Pablo. Que su ejemplo y su constante protección os sostengan a vosotros, queridos jóvenes, en vuestro esfuerzo por seguir a Cristo; os ayuden a vosotros, queridos enfermos, a vivir con paciencia y serenidad vuestra situación; y os impulsen a vosotros, queridos recién casados, a testimoniar en vuestra familia vuestra adhesión valiente a las enseñanzas evangélicas.



Julio 2000


Miércoles 5 de julio 2000

El hombre "buscado" por Dios y "en busca" de Dios

1. El apóstol san Pablo, en la carta a los Romanos, recoge, con un poco de asombro, un oráculo del libro de Isaías (cf. Is 65,1), en el que Dios llega a decir por boca del profeta: "Fui hallado por quienes no me buscaban; me manifesté a quienes no preguntaban por mí" (Rm 10,20). Pues bien, después de haber contemplado, en las catequesis anteriores, la gloria de la Trinidad que se manifiesta en el cosmos y en la historia, ahora queremos iniciar un itinerario interior a lo largo de los caminos misteriosos por los que Dios va al encuentro del hombre, para hacerlo partícipe de su vida y de su gloria. En efecto, Dios ama a la criatura formada a su imagen y, como el pastor diligente de la parábola que acabamos de escuchar (cf. Lc 15,4-7), no se cansa de buscarla ni siquiera cuando se muestra indiferente o, incluso, molesta por la luz divina, como la oveja que se ha alejado del rebaño y se ha extraviado en lugares inaccesibles y peligrosos.

2. El hombre, seguido por Dios, ya advierte su presencia, ya es iluminado por la luz que está detrás de él y ya es atraído por la voz que lo llama desde lejos. De este modo, comienza a buscar él mismo al Dios que lo busca: buscado, busca; amado, comienza a amar. Hoy empezamos a delinear esta sugestiva trama entre la iniciativa de Dios y la respuesta del hombre, descubriéndola como un elemento fundamental de la experiencia religiosa. En realidad, el eco de esa experiencia se percibe también en la voz de algunas personas que están lejos del cristianismo, signo del deseo de toda la humanidad de conocer a Dios y ser objeto de su benevolencia. Incluso un enemigo del Israel bíblico, el rey babilonio Nabucodonosor, que en los años 587-586 antes de Cristo destruyó la ciudad santa, Jerusalén, se dirigía a la divinidad en estos términos: "Sin ti, Señor, ¿qué sería del rey que amas y que has llamado por su nombre? ¿Cómo podría ser bueno a tus ojos? ¡Tú guías su nombre, lo llevas por el camino recto! (...) Por tu gracia, Señor, que concedes abundantemente a todos, haz que tu excelsa majestad sea misericordiosa y que reine en mi corazón el temor por tu divinidad. ¡Dame lo que es bueno para ti, puesto que has plasmado mi vida! (cf. G. Pettinato, Babilonia, Milán 1994, p. 182).

3. También nuestros hermanos musulmanes testimonian una fe análoga, repitiendo a menudo, durante su jornada, la invocación que abre el libro del Corán y que celebra, precisamente, el camino por el que Dios, "el Señor de la creación, el Clemente, el Misericordioso", guía a aquellos en quienes infunde su gracia.

48 Sobre todo la gran tradición bíblica impulsa al fiel a dirigirse con frecuencia a Dios, a fin de que le conceda la luz y la fuerza necesarias para hacer el bien. Así reza el salmista en el Salmo 119: "Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad, y a guardarla de todo corazón; guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo (...). Aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu palabra" (vv. 33-35. 37).

4. Así pues, en la experiencia religiosa universal, y especialmente en la transmitida por la Biblia, encontramos la conciencia del primado de Dios que va en busca del hombre para guiarlo hacia el horizonte de su luz y de su misterio. En el principio está la Palabra que rompe el silencio de la nada, la "buena voluntad" de Dios (cf.
Lc 2,14), que jamás abandona a la criatura a su propio destino.

Evidentemente, este comienzo absoluto no suprime la necesidad de la acción humana, no elimina el compromiso de una respuesta por parte del hombre, el cual es invitado a dejarse alcanzar por Dios y a abrirle la puerta de su vida, pero que también tiene la posibilidad de rechazar esa invitación. A este respecto, son estupendas las palabras que el Apocalipsis pone en los labios de Cristo: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). Si Cristo no recorriera los caminos del mundo, permaneceríamos solitarios en nuestro horizonte limitado. Pero es preciso que le abramos nuestra puerta, para que comparta nuestra mesa, en comunión de vida y amor.

5. El itinerario del encuentro entre Dios y el hombre se realizará bajo el signo del amor. Por una parte, el amor divino trinitario nos precede, nos envuelve, nos abre constantemente el camino que lleva a la casa paterna. En ella nos espera el Padre para abrazarnos, como en la parábola evangélica del "hijo pródigo", o mejor, del "Padre misericordioso" (cf. Lc 15,11-32). Por otra, se nos pide que respondamos con amor fraterno al amor de Dios. En efecto, el apóstol san Juan, en su primera carta, nos exhorta: "Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. (...) Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (Jn 4,11 Jn 4,16). De ese abrazo entre el amor divino y el humano florecen la salvación, la vida y la alegría eterna.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los Clérigos de San Viator que en estos días están celebrando su capítulo general. Mientras os agradezco el servicio que prestáis a la Iglesia en numerosos países, os aliento a que, siendo fieles al propio carisma, seáis también generosos para responder a los desafíos del tercer milenio.

Saludo también a los diversos grupos provenientes de España, Puerto Rico, Costa Rica, Colombia, Bolivia, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Agradezco a todos vuestra presencia y os bendigo de corazón.

(A los peregrinos croatas)
El mundo necesita hombres y mujeres en cuyo corazón arda la llama de la caridad y que testimonien con su vida la fe que profesan. Hoy, como ayer, el mundo necesita personas santas y valientes que, inspiradas en el Evangelio y movidas por el Espíritu Santo, sepan captar el momento actual de gracia del gran jubileo para dar una contribución al crecimiento armonioso y al desarrollo integral del hombre y de la sociedad.

(En italiano)
Queridos hermanos y hermanas, que este encuentro con el Sucesor de Pedro os estimule a proseguir con fervor vuestro camino de fe, para que, en la acogida recíproca y en la comunión profunda de vuestro carisma, forméis comunidades capaces de dar un intenso testimonio evangélico en el mundo actual.

49 (A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)
Queridos jóvenes, Jesús os llama a ser "piedras vivas" de la Iglesia. Corresponded con generosidad a su invitación, cada uno según su propio don y su propia responsabilidad. Queridos enfermos, ofreced vuestro sufrimiento a Cristo crucificado, para cooperar en la redención del mundo. Queridos recién casados, sed conscientes de la misión insustituible que os exige el sacramento del matrimonio.





Miércoles 26 de julio de 2000

"Espera y asombro del hombre ante el misterio".

1. "¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!" (Is 63,19). Esta gran invocación de Isaías, que sintetiza bien la espera de Dios presente ante todo en la historia del Israel bíblico, pero también en el corazón de cada hombre, no ha caído en el olvido. Dios Padre ha cruzado el umbral de su trascendencia: mediante su Hijo, Jesucristo, ha recorrido los senderos del hombre y su Espíritu de vida y amor ha penetrado en el corazón de sus criaturas. No permite que nos alejemos de sus caminos ni deja que nuestro corazón se endurezca para siempre (cf. Is 63,17). En Cristo, Dios se acerca a nosotros, sobre todo cuando nuestro "rostro está triste", y entonces, al calor de su palabra, como sucedió con los discípulos de Emaús, nuestro corazón empieza a arder dentro de nosotros (cf. Lc 24,17 Lc 24,32). Sin embargo, el paso de Dios es misterioso y exige una mirada pura para descubrirlo, y oídos dispuestos a escucharlo.

2. Desde esta perspectiva, queremos reflexionar hoy sobre dos actitudes fundamentales que es preciso adoptar en relación con el Dios-Emmanuel, el cual ha decidido encontrarse con el hombre en el espacio y en el tiempo, así como en la intimidad de su corazón. La primera actitud es la espera, bien ilustrada en el pasaje del evangelio de san Marcos que acabamos de escuchar (cf. Mc 13,33-37). En el original griego encontramos tres imperativos que articulan esta espera. El primero es: "Estad atentos"; literalmente: "Mirad, vigilad". "Atención", como indica la misma palabra, significa tender, estar orientados hacia una realidad con toda el alma. Es lo contrario de distracción que, por desgracia, es nuestra condición casi habitual, sobre todo en una sociedad frenética y superficial como la contemporánea. Es difícil fijar nuestra atención en un objetivo, en un valor, y perseguirlo con fidelidad y coherencia. Corremos el riesgo de hacer lo mismo también con Dios, que, al encarnarse, ha venido a nosotros para convertirse en la estrella polar de nuestra existencia.

3. Al imperativo "estad atentos" se añade "velad", que en el original griego del evangelio equivale a "estar en vela". Es fuerte la tentación de abandonarse al sueño, envueltos en las tinieblas de la noche, que en la Biblia es símbolo de culpa, de inercia y de rechazo de la luz. Por eso, se comprende la exhortación del apóstol san Pablo: "Vosotros, hermanos, no vivís en las tinieblas, (...) porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados" (1Th 5,4-6). Sólo liberándonos de la oscura atracción de las tinieblas y del mal lograremos encontrar al Padre de la luz, en el cual "no hay fases ni períodos de sombra" (Jc 1,17).

4. Hay un tercer imperativo, repetido dos veces con el mismo verbo griego: "Vigilad". Es el verbo del centinela que debe estar alerta, mientras espera pacientemente que pase la noche y despunte en el horizonte la luz del alba. El profeta Isaías describe de modo intenso y vivo esta larga espera, introduciendo un diálogo entre dos centinelas, que se convierte en símbolo del uso correcto del tiempo: ""Centinela, ¿qué hay de la noche?". Dice el centinela: "Se hizo de mañana y también de noche. Si queréis preguntar, preguntad, convertíos, venid" (Is 21,11-12).

Es preciso interrogarse, convertirse e ir al encuentro del Señor. Las tres exhortaciones de Cristo: "Estad atentos, velad y vigilad" resumen muy acertadamente la espera cristiana del encuentro con el Señor. La espera debe ser paciente, como nos recomienda Santiago en su Carta: "Tened paciencia (...) hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca" (Jc 5,7-8). Para que crezca una espiga o brote una flor hace falta cierto período de tiempo, que no se puede recortar; para que nazca un niño se necesitan nueve meses; para escribir un libro o componer música de valor, a menudo se requieren años de búsqueda paciente. Esta es también la ley del espíritu: "Todo lo que es frenético pasará pronto", cantaba un poeta (Rainer María Rilke, Sonetos a Orfeo). Para el encuentro con el misterio se requiere paciencia, purificación interior, silencio y espera.

5. Hablábamos antes de dos actitudes espirituales para descubrir a Dios que viene a nuestro encuentro. La segunda -después de la espera atenta y vigilante- es la admiración, el asombro. Es necesario abrir los ojos para admirar a Dios que se esconde y al mismo tiempo se muestra en las cosas, y que nos introduce en los espacios del misterio. La cultura tecnológica y, más aún, la excesiva inmersión en las realidades materiales nos impiden con frecuencia percibir el aspecto oculto de las cosas. En realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos en profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios. Por tanto, son muchos los signos que revelan la presencia de Dios. Pero, para descubrirlos debemos ser puros y sencillos como niños (cf. Mt 18,3-4), capaces de admirar, de asombrarnos, de maravillarnos, de embelesarnos por los gestos divinos de amor y de cercanía a nosotros. En cierto sentido, se puede aplicar al entramado de la vida diaria lo que el concilio Vaticano II afirma sobre la realización del gran designio de Dios mediante la revelación de su Palabra: "Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía" (Dei Verbum DV 2).

Saludos

50 Doy mi cordial bienvenida a todos los peregrinos de lengua española. De modo especial, saludo a la Escuela del Estado mayor de la policía nacional del Ecuador, a los miembros de la asociación "Todos contra la droga" y demás grupos procedentes de España, México, Chile y otros países de Latinoamérica. A todos os deseo una feliz peregrinación jubilar.

A los peregrinos lituanos, húngaros, eslovacos y croatas:

"Queridos hermanos y hermanas, las celebraciones jubilares nos hacen sentir la exigencia de captar el mensaje del Evangelio en la realidad social y cultural de cada nación. Se trata del mismo anuncio de fe que hace muchos siglos dejó una huella indeleble también en la historia y en la cultura de vuestro pueblo. Es urgente volver a escuchar hoy el mensaje de la fe cristiana y reflexionar en él para fortalecer y consolidar la propia identidad y mirar al futuro".

En italiano:

La providencial celebración de la fiesta de los santos padres de la Virgen María nos trae a la memoria la Sagrada Familia, en la que nuestro Redentor quiso nacer y crecer en edad, sabiduría y gracia. Que el ejemplo y la intercesión de santa Ana y san Joaquín os inspiren, queridos jóvenes, sentimientos de amor y respeto a vuestros padres; refuercen en vosotros, queridos enfermos, la disponibilidad a colaborar en la obra de la Redención; y os sostengan a vosotros, queridos recién casados, para que fundéis vuestras familias en la ley divina del amor.



Agosto 2000


Miércoles 2 de agosto 2000


La escucha de la Palabra y del Espíritu en la revelación cósmica

1. "¡Qué amables son todas sus obras! Y eso que es sólo como una chispa lo que de ellas podemos conocer. (...) Mucho más podríamos decir y no acabaríamos, y el resumen sería: él lo es todo. (...) Él es mucho más grande que todas sus obras" (Si 42,22 Si 43,27-28). Estas estupendas palabras del Sirácida condensan el canto de alabanza elevado en todas las épocas y bajo todos los cielos al Creador, que se revela a través de la inmensidad y el esplendor de sus obras.

Aunque sea en formas aún imperfectas, muchísimas voces han reconocido en la creación la presencia de su Artífice y Señor. Un antiguo rey y poeta egipcio, dirigiéndose a su divinidad solar, exclamaba: "¡Cuán numerosas son tus obras! Están ocultas a nuestro rostro. Tú, Dios único, fuera del cual nadie existe, tú has creado la tierra según tu voluntad, cuando estabas solo" (Himno a Aton, cf. J.B. Pritchard ed., Ancient Near Eastern Texts, Princeton 1969, pp. 369-371).

Algunos siglos después, también un filósofo griego celebraba en un himno admirable la divinidad que se manifiesta en la naturaleza y, de modo particular, en el hombre: "De tu linaje somos, y sólo nosotros, entre todos los seres animados que viven y se mueven sobre la tierra, tenemos la palabra como reflejo de tu mente" (Cleante, Himno a Zeus, vv. 4-5). El apóstol san Pablo recogerá esta elevación, citándola en su discurso ante el Areópago de Atenas (cf. Ac 17,28).

51 2. También al fiel musulmán se le pide escuchar la palabra que el Creador transmite mediante las obras de sus manos: "Oh hombres, adorad a vuestro Señor, que os ha creado a vosotros y a los que existieron antes que vosotros, y temed a Dios, el cual ha hecho la tierra como una alfombra para vosotros y el cielo como un castillo, y ha hecho bajar del cielo agua con la cual saca de la tierra los frutos que son vuestro alimento diario" (Corán II, 21-23).

La tradición judía, que floreció en la tierra fértil de la Biblia, descubrirá la presencia personal de Dios en toda la creación: "Dondequiera que yo vaya, allí estás tú. Dondequiera que me detenga, allí estás tú. Sólo tú, aún tú, siempre tú... En el cielo, tú. En la tierra, tú. Arriba, tú. Abajo, tú. A dondequiera que me dirijo y en todas las cosas que admiro, allí estás tú, sólo tú, aún tú, siempre tú" (M. Buber, Los relatos de los Chassidim, Milán 1979, p. 276).

3. La Revelación bíblica se inserta en esta amplia experiencia de sentido religioso y de oración de la humanidad, poniéndole el sello divino. Al comunicarnos el misterio de la Trinidad, nos ayuda a captar en la creación misma no sólo la huella del Padre, fuente de todo ser, sino también la del Hijo y del Espíritu. A la Trinidad entera se dirige ya la mirada del cristiano cuando, con el salmista, contempla el cielo: "La palabra del Señor -es decir, su Verbo eterno- hizo el cielo; el aliento de su boca -es decir, el Espíritu Santo-, sus ejércitos" (
Ps 33,6). Por eso, "el cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que se pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Ps 19,2-5).

Es preciso eliminar de los oídos del alma los ruidos para captar esta voz divina que resuena en el universo. Así pues, junto a la revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche. En cierto sentido, también la naturaleza es el "libro de Dios".

4. Podemos preguntarnos cómo se puede desarrollar, en la experiencia cristiana, la contemplación de la Trinidad a través de la creación, descubriendo en ella no sólo genéricamente el reflejo del único Dios, sino también la huella de cada una de las Personas divinas. En efecto, aunque es verdad que "el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un solo principio" (concilio de Florencia: DS DS 1331), también es verdad que "cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal" (Catecismo de la Iglesia católica CEC 258).

Por consiguiente, cuando contemplamos con admiración el universo en su grandeza y belleza, debemos alabar a toda la Trinidad, pero de modo especial nuestro pensamiento va al Padre, del que todo brota, como plenitud fontal del ser mismo. Cuando reflexionamos en el orden que rige en el cosmos y admiramos la sabiduría con la que el Padre lo ha creado, dotándolo de leyes que gobiernan su existencia, nos resulta espontáneo remontarnos al Hijo eterno, que la Escritura nos presenta como Palabra (cf. Jn 1,1-3) y Sabiduría divina (cf. 1Co 1,24 1Co 1,30).

En el admirable canto que la Sabiduría entona en el libro de los Proverbios, y que se leyó al principio de este encuentro, se presenta "constituida desde la eternidad, desde el principio" (Pr 8,24). La Sabiduría está presente en el momento de la creación "como arquitecto", dispuesta a poner sus delicias "entre los hijos de los hombres" (cf. Pr 8,30-31). Bajo estos aspectos, la tradición cristiana ha visto en ella el rostro de Cristo, "imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación (...) Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,15-17 cf. Jn 1,3).

5. Asimismo, a la luz de la fe cristiana, la creación evoca de modo particular al Espíritu Santo en el dinamismo que distingue las relaciones entre las cosas, dentro del macrocosmos y del microcosmos, y que se manifiesta sobre todo donde nace y se desarrolla la vida. En virtud de esta experiencia, también en algunas culturas lejanas del cristianismo se ha percibido, de alguna manera, la presencia de Dios como "espíritu" que anima el mundo. En este sentido, es célebre la expresión de Virgilio: "spiritus intus alit", "el espíritu alimenta desde dentro" (Eneida VI, 726).
El cristiano sabe bien que esa evocación del Espíritu sería inaceptable si se refiriera a una especie de "anima mundi", entendida en sentido panteísta. Pero, excluyendo este error, sigue siendo verdad que toda forma de vida, de animación, de amor, remite en definitiva a aquel Espíritu del que el Génesis dice que "aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1,2) en el alba de la creación y en el que los cristianos, a la luz del Nuevo Testamento, reconocen una referencia a la tercera Persona de la santísima Trinidad.

En efecto, la creación, en su concepto bíblico, "conlleva no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios" (Dominum et vivificantem DEV 12).

Al contemplar la revelación cósmica, anunciemos la obra de Dios con las palabras del salmista. "Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra" (Ps 104,30).
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52 Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, especialmente los grupos venidos de España, México, El Salvador y Chile. A todos deseo que la contemplación de las maravillas de la creación y su recto uso os ayude a descubrir la presencia providente de la Trinidad.

A los peregrinos de Rumanía, Hungría, República Checa, Eslovaquia y Croacia:

Saludó a los scouts rumanos de Piatra Neamt, de la diócesis de Iasi, y les deseó que su peregrinación jubilar reavive el testimonio evangélico que dan en su patria.

Exhortó a los peregrinos húngaros a considerar el gran jubileo como una fuente de gracias celestiales.

"Os deseo vivamente -dijo a los fieles checos- que vuestras vacaciones sean benéficas no sólo para la salud de vuestro cuerpo, sino también para la de vuestra alma".

A los peregrinos eslovacos los invitó a dedicar más tiempo durante el verano a la oración y a la familia.

Recordó a los fieles croatas que el jubileo exige traducir la fe en obras concretas, tanto en la esfera privada como en la vida social, y que los frutos de su esfuerzo serán abundantes en la medida en que se dejen guiar por el Espíritu Santo.

Por último, en italiano, habló a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados:

Queridos jóvenes, disfrutad del período estivo, que es tiempo de viajes, de visitas culturales, de peregrinaciones, de retiros espirituales, de campamentos escolares y de campos de trabajo, como momentos valiosos de crecimiento humano y religioso.

Queridos enfermos, que el Señor os conforte y consuele sobre todo en este período, a menudo el más difícil para vosotros, y os haga más conscientes aún de la fuerza salvífica del sufrimiento.

Queridos recién casados, aprovechad el verano para vivir intensamente vuestra comunión familiar, empleando más tiempo en la oración y en la escucha recíproca.



53

Miércoles 9 de agosto 2000


El encuentro decisivo con Cristo Palabra encarnada

1. En nuestras reflexiones anteriores hemos seguido los pasos de la humanidad en su encuentro con Dios, que la creó y salió a su camino para buscarla. Hoy meditaremos en el encuentro supremo entre Dios y el hombre, el que se celebra en Jesucristo, la Palabra divina que se encarna y pone su morada en medio de nosotros (cf. Jn 1,14). Como afirmaba en el siglo II san Ireneo, obispo de Lyon, la revelación definitiva de Dios se realizó "cuando el Verbo se hizo hombre, haciéndose semejante al hombre y haciendo al hombre semejante a sí mismo, para que, a través de la semejanza con el Hijo, el hombre llegara a ser precioso ante el Padre" (Adversus haereses V, 16, 2). Este abrazo íntimo entre divinidad y humanidad, que san Bernardo compara con el "beso" del que habla el Cantar de los cantares (cf. Sermones super Cantica canticorum II), se extiende desde la persona de Cristo hasta aquellos a quienes él llega. Ese encuentro de amor manifiesta varias dimensiones que ahora trataremos de ilustrar.

2. Es un encuentro que se realiza en la vida diaria, en el tiempo y en el espacio. Es sugestivo, a este respecto, el pasaje del evangelio de san Juan que acabamos de leer (cf. Jn 1,35-42). En él hallamos una indicación cronológica precisa de un día y una hora, una localidad y una casa donde residía Jesús. Hay hombres de vida sencilla a los que ese encuentro transforma, cambiándoles incluso el nombre. En efecto, cuando Cristo se cruza en la vida de una persona, trastorna su historia y sus proyectos. Cuando esos pescadores de Galilea se encontraron con Jesús a la orilla del lago y escucharon su llamada, "atracando a tierra las barcas, lo dejaron todo y le siguieron" (Lc 5,11). Se trata de un cambio radical que no admite vacilaciones y que encamina por una senda llena de dificultades, pero muy liberadora: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).

3. Cuando Cristo se cruza en la vida de una persona, sacude su conciencia y lee en su corazón, como sucede con la samaritana, a la que dice "todo cuanto ha hecho" (cf. Jn 4,29). Sobre todo suscita el arrepentimiento y el amor, como en el caso de Zaqueo, que da la mitad de sus bienes a los pobres y devuelve el cuádruplo de lo que había defraudado (cf. Lc 19,8). Así acontece también a la pecadora arrepentida, a la que se le perdonan los pecados "porque ha amado mucho" (Lc 7,47) y a la adúltera, a la que no juzga sino exhorta a llevar una nueva vida alejada del pecado (cf. Jn 8,11). El encuentro con Jesús es como una regeneración: da origen a la nueva criatura, capaz de un verdadero culto, que consiste en adorar al Padre "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23-24).

4. Encontrarse con Cristo en el sendero de la propia vida significa a menudo obtener una curación física. A sus discípulos Jesús les encomendará la misión de anunciar el reino de Dios, la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47), pero también curar a los enfermos, librar de todo mal, consolar y sostener. En efecto, los discípulos "predicaban a la gente que se convirtiera; expulsaban a muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban" (Mc 6,12-13). Cristo vino para buscar, encontrar y salvar al hombre entero. Como condición para la salvación, Jesús exige la fe, con la que el hombre se abandona plenamente a Dios, que actúa en él. En efecto, a la hemorroísa que, como última esperanza, había tocado la orla de su manto, Jesucristo le dice: "Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad" (Mc 5,34).

5. La venida de Cristo a nosotros tiene como finalidad llevarnos al Padre. En efecto, "a Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). Esta revelación histórica, realizada por Jesús con gestos y palabras, nos toca profundamente a través de la acción interior del Padre (cf. Mt 16,17 Jn 6,44-45) y la iluminación del Espíritu Santo (cf. Jn 14,26 Jn 16,13). Por eso, Jesús resucitado lo derrama como principio de perdón de los pecados (cf. Jn 20,22-23) y manantial del amor divino en nosotros (cf. Rm 5,5). Así se realiza una comunión trinitaria que comienza ya durante la existencia terrena y tiene como meta la plenitud de la visión, cuando "seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

6. Ahora Cristo sigue caminando a nuestro lado por los senderos de la historia, cumpliendo su promesa: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Está presente a través de su Palabra, "Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día (el fiel) se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está como muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo" (Orientale lumen, 10).

Cristo está presente, además, en la Eucaristía, fuente de amor, de unidad y de salvación. Resuenan constantemente en nuestras iglesias las palabras que él pronunció un día en la sinagoga de la localidad de Cafarnaúm, junto al lago de Tiberíades. Son palabras de esperanza y de vida: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él" (Jn 6,56). "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día" (Jn 6,54).

Al final de la audiencia general el Romano Pontífice hizo el siguiente llamamiento en favor de la paz entre católicos y musulmanes en el archipiélago de las Molucas (Indonesia):

Una vez más siento la necesidad de invitaros a orar para que cese la violencia que está azotando al archipiélago de las Molucas, en Indonesia.


Audiencias 2000 45