Discursos 2000 40


EN LA CLAUSURA DEL CONGRESO INTERNACIONAL


SOBRE LA APLICACIÓN DEL VATICANO II



domingo 27 de febrero de 2000


Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

1. Me alegra mucho encontrarme con vosotros al concluir el congreso que se ha celebrado durante estos días en el Vaticano sobre el tema, verdaderamente arduo y estimulante, de la aplicación del concilio ecuménico Vaticano II. Saludo al señor cardenal Roger Etchegaray, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Doy la bienvenida, también, a los prefectos de los dicasterios y a los demás purpurados, así como a los arzobispos y obispos, que con su presencia subrayan la importancia de este encuentro. Saludo, por último, a los expertos que han venido de las diversas partes del mundo, para dar la contribución de su experiencia y de sus reflexiones.

El concilio ecuménico Vaticano II fue un don del Espíritu Santo a su Iglesia. Por este motivo sigue siendo un acontecimiento fundamental, no sólo para comprender la historia de la Iglesia en este tramo del siglo, sino también, y sobre todo, para verificar la presencia permanente del Resucitado junto a su Esposa entre las vicisitudes del mundo. Por medio de la asamblea conciliar, con motivo de la cual llegaron a la Sede de Pedro obispos de todo el mundo, se pudo constatar que el patrimonio de dos mil años de fe se había conservado en su autenticidad originaria.

2. Con el Concilio, la Iglesia vivió, ante todo, una experiencia de fe, abandonándose a Dios sin reservas, con la actitud de que quien confía y tiene la certeza de ser amado. Precisamente esta actitud de abandono en Dios se nota con claridad al hacer un examen sereno de las Actas. Quien quisiera acercarse al Concilio prescindiendo de esta clave de lectura, no podría penetrar en su sentido más profundo. Sólo desde una perspectiva de fe el acontecimiento conciliar se abre a nuestros ojos como un don, cuya riqueza aún escondida es necesario saber captar.

Vuelven a nuestra memoria, en esta circunstancia, las significativas palabras de san Vicente de Lérins: "La Iglesia de Cristo, diligente y cauta custodia de los dogmas confiados a ella, nunca cambia nada en ellos; nada disminuye, nada añade; no amputa nada necesario, no añade nada superfluo; no pierde lo que es suyo, no se apropia de lo que es de otros; por el contrario, con celo, considerando con fidelidad y sabiduría los antiguos dogmas, tiene como único deseo perfeccionar y pulir los que antiguamente recibieron una primera forma y un primer esbozo, consolidar y reforzar los que ya han alcanzado relieve y desarrollo, custodiar los que ya han sido confirmados y definidos" (Commonitorium, XXIII).

3. Los padres conciliares afrontaron un auténtico desafío.Consistía en tratar de comprender más íntimamente, en un período de rápidos cambios, la naturaleza de la Iglesia y su relación con el mundo, para realizar la oportuna actualización ("aggiornamento"). Aceptamos ese desafío -yo fui uno de los padres conciliares-, y dimos una respuesta buscando una inteligencia más coherente de la fe. Lo que hicimos durante el Concilio fue mostrar que también el hombre contemporáneo, si quiere comprenderse a fondo a sí mismo, necesita a Jesucristo y a su Iglesia, que permanece en el mundo como signo de unidad y comunión.

En realidad, la Iglesia, pueblo de Dios en camino por los senderos de la historia, es el testimonio perenne de una profecía que, a la vez que testimonia la novedad de la promesa, hace evidente su realización. El Dios que hizo la promesa es el Dios fiel que cumple la palabra dada.

41 ¿No es esto lo que la Tradición que se remonta a los Apóstoles nos permite verificar diariamente? ¿No estamos en un proceso constante de transmisión de la Palabra que salva y que ofrece al hombre, dondequiera que se encuentre, el sentido de su existencia? La Iglesia, depositaria de la Palabra revelada, tiene la misión de anunciarla a todos.

Esta misión profética exige tomar la responsabilidad de manifestar lo que la Palabra anuncia. Debemos presentar signos visibles de la salvación, para que el anuncio que llevamos se comprenda en su integridad. Anunciar el Evangelio al mundo es una tarea que los cristianos no pueden delegar a otros. Es una misión que deriva de la responsabilidad propia de la fe y del seguimiento de Cristo. El Concilio quiso devolver a todos los creyentes esta verdad fundamental.

4. Para recordar el vigésimo aniversario del concilio Vaticano II, convoqué en 1985 un Sínodo extraordinario de los obispos. Tenía como objetivo celebrar, verificar y promover la enseñanza conciliar. Los obispos, en su análisis, hablaron de "luces y sombras" que habían caracterizado el período posconciliar. Por este motivo, en la carta Tertio millennio adveniente escribí que "el examen de conciencia debe mirar también la recepción del Concilio" (n. 36). Hoy os doy las gracias a todos vosotros que habéis venido de diferentes partes del mundo para responder a esta solicitud. El trabajo que habéis realizado durante estos días ha mostrado la presencia y la eficacia de la enseñanza conciliar en la vida de la Iglesia. Ciertamente, exige un conocimiento cada vez más profundo. De todas formas, en esta dinámica es necesario no perder la genuina intención de los padres conciliares; más bien, hay que recuperarla superando interpretaciones arbitrarias y parciales, que han impedido expresar del mejor modo posible la novedad del magisterio conciliar.
La Iglesia conoce desde siempre las reglas para una recta hermenéutica de los contenidos del dogma. Son reglas que se sitúan dentro del entramado de fe y no fuera de él. Leer el Concilio suponiendo que conlleva una ruptura con el pasado, mientras que en realidad se sitúa en la línea de la fe de siempre, es una clara tergiversación. Lo que han creído "todos, siempre y en todo lugar", es la auténtica novedad que permite que cada época se sienta iluminada por la palabra de la revelación de Dios en Jesucristo.

5. El Concilio fue un acto de amor: "Un grande y triple acto de amor" -como dijo Pablo VI en el discurso de apertura del cuarto período del Concilio-, un acto de amor "hacia Dios, hacia la Iglesia, hacia la humanidad" (Insegnamenti, vol. III [1965] 475). La eficacia de ese acto no se ha agotado en absoluto: continúa obrando a través de la rica dinámica de sus enseñanzas.

La constitución dogmática Dei Verbum puso con renovada conciencia la palabra de Dios en el centro de la vida de la Iglesia. Esta centralidad deriva de una percepción más viva de la unidad entre la sagrada Escritura y la sagrada Tradición. La palabra de Dios, que se mantiene viva gracias a la fe del pueblo santo de los creyentes bajo la guía del Magisterio, nos pide también a cada uno de nosotros que asumamos nuestra responsabilidad en la conservación intacta del proceso de transmisión.

Para que el primado de la revelación del Padre a la humanidad conserve toda la fuerza de su novedad radical es preciso que la teología, ante todo, se convierta en instrumento coherente de su inteligencia. En la encíclica Fides et ratio escribí: "Como inteligencia de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar la labor que el concilio Vaticano II le encomendó en su momento: renovar las propias metodologías para un servicio más eficaz a la evangelización. (...) Por otra parte, la teología debe mirar hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin darse por satisfecha con las fases intermedias" (n. 92).

6. Lo que la Iglesia cree es lo que asume como objeto de su oración. La constitución Sacrosanctum Concilium ilustró las premisas para una vida litúrgica que rinda a Dios el verdadero culto que le debe dar el pueblo llamado a ejercer el sacerdocio de la nueva Alianza. La acción litúrgica debe ayudar a todos los fieles a entrar en la intimidad del misterio, para captar la belleza de la alabanza al Dios trino. En efecto, constituye una anticipación en la tierra de la alabanza que los bienaventurados rinden a Dios en el cielo. Por tanto, en toda celebración litúrgica habría que dar a los participantes la posibilidad de gustar anticipadamente, aunque sea bajo el velo de la fe, algo de las dulzuras que brotarán de la contemplación de Dios en el paraíso. Por esta razón, todo ministro, consciente de la responsabilidad que tiene con respecto al pueblo confiado a él, deberá respetar fielmente el carácter sagrado del rito, creciendo en la inteligencia de lo que celebra.

7. "Ha llegado la hora en que la verdad sobre la Iglesia de Cristo debe ser analizada, ordenada y expresada", afirmó el Papa Pablo VI en el discurso de apertura del segundo período del Concilio (Insegnamenti, vol. I [1963], 173-174). Con esas palabras el inolvidable Pontífice identificó la tarea principal del Concilio. La constitución dogmática Lumen gentium fue un verdadero canto de exaltación de la belleza de la Esposa de Cristo. En esas páginas recogimos la doctrina expresada por el concilio Vaticano I e imprimimos el sello para un estudio renovado del misterio de la Iglesia.

La comunión es el fundamento en el que se apoya la realidad de la Iglesia. Una koinonía cuya fuente está en el misterio mismo del Dios trino y se extiende a todos los bautizados, que por eso están llamados a la unidad plena en Cristo. Dicha comunión se manifiesta en las diversas formas institucionales en las que se realiza el ministerio eclesial y en la función del Sucesor de Pedro como signo visible de la unidad de todos los creyentes. A todos resulta evidente que el concilio Vaticano II hizo suyo con gran impulso el anhelo "ecuménico". El movimiento de encuentro y clarificación, que se puso en marcha con todos los hermanos bautizados, es irreversible. La fuerza del Espíritu llama a los creyentes a la obediencia, para que la unidad sea fuente eficaz de la evangelización. La comunión que la Iglesia vive con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es signo de que los hermanos están llamados a vivir juntos.

8. "El Concilio, que nos ha dado una rica doctrina eclesiológica, ha relacionado orgánicamente su enseñanza sobre la Iglesia con la enseñanza sobre la vocación del hombre en Cristo": esto lo dije en la homilía durante la misa de apertura del Sínodo de los obispos, el 24 de noviembre de 1985 (n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 1985, p. 1). La constitución pastoral Gaudium et spes, que planteaba los interrogantes fundamentales a los que toda persona está llamada a responder, nos repite hoy también a nosotros unas palabras que no han perdido su actualidad: "El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (n. 22). Son palabras que aprecio mucho y que he querido volver a proponer en los pasajes fundamentales de mi magisterio. Aquí se encuentra la verdadera síntesis que la Iglesia debe tener siempre presente cuando dialoga con el hombre de este tiempo, como de cualquier otro: es consciente de que posee un mensaje que es síntesis fecunda de la expectativa de todo hombre y de la respuesta que Dios le da.

42 En la encarnación del Hijo de Dios, que este jubileo quiere celebrar con motivo del bimilenario de ese acontecimiento, es evidente la llamada del hombre. Éste no pierde su dignidad cuando se abandona a Cristo por la fe, porque entonces su humanidad es elevada a la participación en la vida divina. Cristo es la verdad que no tiene ocaso: en él Dios se encuentra con todos los hombres, y todos los hombres pueden ver a Dios en él (cf. Jn Jn 14,9-10). Ningún encuentro con el mundo será fecundo si el creyente deja de fijar su mirada en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. El vacío que muchos experimentan hoy ante la pregunta sobre el porqué de la vida y de la muerte, sobre el destino del hombre y sobre el sentido del sufrimiento, sólo puede ser colmado por el anuncio de la verdad que es Jesucristo. El corazón del hombre estará siempre "inquieto", hasta que descanse en él, verdadero consuelo para cuantos están "fatigados y sobrecargados" (Mt 11,28).

9. La "pequeña semilla" que el Papa Juan XXIII depositó "con el corazón y la mano temblorosos" (constitución apostólica Humanae salutis, 25 de diciembre de 1961) en la basílica de San Pablo extramuros el 25 de enero de 1959, anunciando su intención de convocar el vigésimo primer concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, ha crecido convirtiéndose en un árbol que ahora extiende sus ramas majestuosas y fuertes en la viña del Señor. Ya ha dado muchos frutos en estos treinta y cinco años de vida, y dará muchos más en el futuro. Una nueva época se abre ante nuestros ojos: es el tiempo de la profundización de las enseñanzas conciliares, el tiempo de la cosecha de cuanto sembraron los padres conciliares y la generación de estos años ha cultivado y esperado.

El concilio ecuménico Vaticano II fue una verdadera profecía para la vida de la Iglesia: y seguirá siéndolo durante muchos años del tercer milenio recién iniciado. La Iglesia, con la riqueza de las verdades eternas que le han sido confiadas, continuará hablando al mundo, anunciando que Jesucristo es el único verdadero Salvador del mundo: ayer, hoy y siempre.









                                                                                  Marzo de 2000



MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


CON OCASIÓN DE LA CAMPAÑA


DE FRATERNIDAD EN BRASIL



Amadísimos hermanos y hermanas de Brasil:

La Campaña de fraternidad reviste particular significado en este Año jubilar, en el que coinciden, en esa amada Tierra de la Santa Cruz, las celebraciones del quinto centenario de su descubrimiento. La Conferencia nacional de los obispos de Brasil ha sugerido este tema central: "Dignidad humana y paz", y me congratulo con la iniciativa, puesto que una verdadera paz sólo se puede construir a través del respeto de la dignidad humana.

En la Cuaresma, que comienza hoy, se abre, lleno de promesas, el surco de la gracia de Dios que, a través de la observancia cuaresmal de la Iglesia, podrá contribuir a que los hombres y mujeres de nuestro tiempo vivan, con mayor empeño, los valores de la paz, la libertad, la vida divina y la perfecta comunión con sus hermanos. En este tiempo litúrgico, se hace un llamamiento apremiante a fin de que todos los cristianos se unan, en fraterna disponibilidad, para una nueva aurora de solidaridad y respeto de la dignidad humana, que es la de hijos de Dios redimidos por Jesús, nuestro hermano y redentor.

Brasil festejará, dentro de poco, cinco siglos de historia, que coinciden con los cinco siglos de evangelización. Nadie deberá sentirse excluido de esta alegría. Que el divino Consolador haga que todos se sientan igualmente comprometidos a participar plenamente en este júbilo con sus hermanos en la fe, siendo corresponsables con la Iglesia de su misión pastoral y salvadora. Por eso, elevo a Dios, rico en misericordia, fervientes oraciones para que este Año santo sea tiempo de apertura, diálogo y acercamiento entre todos los cristianos en el itinerario ecuménico organizado por el Consejo nacional de las Iglesias cristianas de Brasil (CONIC), para que todos los hombres crean en Cristo. "Si saben seguir el camino que él indica, tendrán la alegría de aportar su propia contribución para su presencia en el próximo siglo y en los sucesivos" (Tertio millennio adveniente, TMA 58).

Que estos votos sean prenda del aprecio del Papa por todos los brasileños, para quienes invoco abundantes gracias de paz y concordia en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Vaticano, 8 de marzo de 2000


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS MIEMBROS DE LA ORDEN ECUESTRE

DEL SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN


2 de marzo de 2000



43 1. Con gran alegría os acojo, queridos caballeros, damas y eclesiásticos que representáis a la benemérita orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén. Habéis venido a Roma desde los cinco continentes para celebrar vuestro jubileo. A todos os dirijo mi saludo cordial.

Agradezco con afecto fraterno al señor cardenal Carlo Furno, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes. En sus palabras he percibido vuestro deseo de responder adecuadamente al servicio específico a Tierra Santa, propio de la orden. Se trata de una misión importante: gracias a vuestro generoso compromiso espiritual y caritativo en favor de los santos lugares y del patriarcado latino de Jerusalén se ha podido hacer mucho para valorar el precioso patrimonio de testimonios históricos que se conservan en Tierra Santa. En ellos se fija con nuevo interés la sociedad actual, que ha progresado mucho tecnológicamente, pero que hoy más que nunca necesita valores y puntos de referencia espirituales.

2. Vuestra orden ecuestre, fundada hace algunos siglos como "Guardia de honor" para la custodia del santo sepulcro de nuestro Señor, ha gozado de singular atención por parte de los Romanos Pontífices. El Papa Pío IX, de venerada memoria, la reconstituyó en 1847 para favorecer el restablecimiento de una comunidad de fe católica en Tierra Santa. Este gran Papa restituyó a vuestra orden su función primitiva, pero con una diferencia significativa: la custodia de la tumba de Cristo ya no se confiaría a la fuerza de las armas, sino al valor de un constante testimonio de fe y solidaridad para con los cristianos residentes en los santos lugares.

Ésta es aún hoy vuestra tarea, amadísimos caballeros y damas del Santo Sepulcro de Jerusalén. Que la celebración del jubileo os ayude a crecer en la práctica asidua de la fe, en la conducta moral ejemplar y en la colaboración generosa en las actividades eclesiales, tanto parroquiales como diocesanas. Ojalá que durante el Año santo, tiempo de conversión personal y comunitaria, cada uno de vosotros se esfuerce por desarrollar y profundizar las tres virtudes características de la orden: "celo por la renuncia en medio de esta sociedad de la abundancia, compromiso generoso en favor de los débiles y desamparados, y lucha valiente por la justicia y la paz" (Directrices para la renovación de la orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén con vistas al tercer milenio, n. 18).

3. Un vínculo antiguo y glorioso une vuestra orden ecuestre con el lugar del sepulcro de Cristo, donde se celebra de manera muy particular la gloria de la resurrección. Éste es precisamente el eje central de vuestra espiritualidad. Para renovar ese vínculo milenario y hacer cada vez más vivo y elocuente vuestro testimonio evangélico, habéis decidido elaborar nuevas directrices para vuestra actividad, en el contexto del Estatuto de vuestra orden. En efecto, sois conscientes de que, al comienzo de un nuevo milenio, es necesaria una interpretación actualizada de la regla de vida de vuestro singular servicio. Para vosotros, como para todo cristiano, es decisivo el redescubrimiento del bautismo, fundamento de toda la existencia cristiana. Y esto exige una esmerada profundización catequística y bíblica, una seria revisión de vida y un generoso impulso apostólico. Así, estaréis abiertos al mundo de hoy, sin faltar al espíritu de la orden, cuya anhelada renovación depende sobre todo de la conversión personal de cada uno. Como dicen vuestras insignias: "Oportet gloriari in cruce Domini nostri Iesu Christi": es necesario gloriarse de la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Que Cristo sea el centro de vuestra existencia, de todos vuestros proyectos y programas, tanto de los personales como de los de toda la orden.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, dentro de algunas semanas, Dios mediante, también yo tendré la gracia de visitar el santo sepulcro. Así, podré orar en el lugar donde Cristo entregó su vida y después la recuperó en la resurrección, donándonos su Espíritu.

Amadísimos caballeros, damas y eclesiásticos de la orden, para esta peregrinación cuento también con vuestra oración, que os agradezco ya desde ahora. Os encomiendo a todos a la protección materna de la Virgen Reina de Palestina. Que ella os acompañe en vuestra tarea especial "de asistir a la Iglesia en Tierra Santa y fortalecer en los miembros la práctica de la vida cristiana" (Directrices, n. 3).

Que la Sagrada Familia os proteja a vosotros y a vuestras familias. Resplandezca en el corazón de cada uno de vosotros la certeza consoladora de que por nosotros Cristo murió y resucitó verdaderamente. Él está vivo: ayer, hoy y siempre.

Con estos sentimientos, os imparto de buen grado a cada uno una especial bendición apostólica.








A UN GRUPO DE PEREGRINOS DE PADUA


viernes 3 de marzo




Amadísimos hermanos y hermanas de la diócesis de Padua:

44 1. Os saludo con cordialidad y me alegra daros la bienvenida. ¡Bienvenidos a Roma y bienvenidos a San Pedro! El tiempo providencial del jubileo os ha guiado como peregrinos a la ciudad de Roma, para confirmar vuestra fe en Cristo y reafirmar vuestro compromiso de vivir según el espíritu del Evangelio. Vuestra presencia tan numerosa testimonia los estrechos e ininterrumpidos vínculos de comunión y afecto que unen a vuestra Iglesia con el Sucesor de Pedro. En efecto, según una piadosa tradición, san Prosdócimo, primer obispo de Padua, fue enviado por el apóstol san Pedro a anunciar la buena nueva en tierras euganeas. Desde entonces, vuestra Iglesia no ha olvidado jamás su vinculación originaria con la Sede apostólica.

Mi pensamiento se dirige, ante todo, al querido y celoso monseñor Antonio Mattiazzo, que ocupa la cátedra desde la que enseñaron con gran sabiduría tantos ilustres predecesores suyos. Al agradecerle los sentimientos que ha expresado también en vuestro nombre, quiero saludaros a todos vosotros, fieles de una Iglesia rica en santos y mártires, en tradiciones antiguas y nobles, en vocaciones sacerdotales y religiosas, así como en generosas instituciones. Saludo a los sacerdotes, a los jóvenes del seminario mayor, que están aquí encabezados por su rector y sus profesores, y a los peregrinos brasileños, juntamente con el presbítero paduano fidei donum que trabaja en su diócesis de Itaguaí.

Asimismo, me complace dirigir un saludo fraterno al arzobispo ortodoxo de Kherson, Ionafhan, secretario del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa ucraniana, y al representante de la metropolía rumana de Craiova, que participan en este encuentro.

2. Estamos viviendo el año del gran jubileo, que ofrece a los fieles la posibilidad de sacar copiosamente del tesoro de gracia y misericordia que Dios ha confiado a la Iglesia. A cuantos anhelan una valiente renovación interior, el Señor les pide que se acerquen a él con confianza: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí: (...) de su seno correrán ríos de agua viva" (
Jn 7,37-38). A cada uno pide un cambio de mentalidad y de estilo de vida, para "seguir al Cordero a dondequiera que vaya" (Ap 14,4) y afrontar así las realidades diarias según la lógica del Evangelio.

Seguir a Cristo con amor generoso exige un intenso y constante crecimiento interior. Para este fin, es preciso cultivar con asiduidad la oración, participar con la mayor frecuencia posible en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia, y practicar las virtudes evangélicas, en primer lugar la caridad.

La gran tradición de santidad de la Iglesia de Padua cuenta con numerosos ejemplos de testigos de la fe que han transmitido al pueblo de Dios el sentido vivo de una relación personal con Cristo y con su Cuerpo, que es la Iglesia. ¡Cómo no recordar a santa Justina, san Daniel, san Máximo, san Bellino y san Fidencio, los beatos Eustaquio y Giordano Forzatè, o la espléndida figura de san Gregorio Barbarigo, sólo por citar algunos! Entre éstos, deseo destacar a san Antonio de Padua y a san Leopoldo Mandic, que, aunque no nacieron en vuestra tierra, predicaron en ella la palabra de Dios y administraron la misericordia divina en el sacramento de la reconciliación, con gran celo y tangibles frutos apostólicos. Éstas son las glorias de vuestra diócesis. Ojalá que sus ejemplos y enseñanzas os infundan continuamente el entusiasmo y la valentía para adheriros de modo más orgánico y perfecto a Cristo. Así, estaréis preparados para afrontar con confianza y esperanza las dificultades de nuestro tiempo y los desafíos de la nueva evangelización.

3. Evangelizar, amadísimos hermanos y hermanas, es la misión de todo bautizado. Cualquiera que sea su estado de vida, está llamado a dar testimonio de Cristo y del Evangelio. Formulo votos para que vuestra peregrinación dé los frutos anhelados de renovación religiosa y pastoral. Quiera Dios que vuestra visita a las tumbas de los Apóstoles refuerce vuestra determinación de evitar el pecado, convertiros al bien y seguir al Señor.

A María, en su Asunción a los cielos, a la que está dedicada la catedral de vuestra diócesis, le encomiendo las intenciones que os animan en vuestra peregrinación jubilar. Le imploro para vosotros la gracia de ser misioneros auténticos del amor insondable de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (cf. 1Tm 2,4).

Que os protejan san Pedro y san Pablo, columnas de la Iglesia, y vuestros santos patronos. El Papa ruega por vosotros y os imparte, así como a vuestros seres queridos y a todos los fieles de la diócesis de Padua, una especial bendición apostólica.










AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE COREA



Sábado 4 de marzo de 2000



Excelencia:

45 1. Me da gran alegría darle la bienvenida al Vaticano, con ocasión de su primera visita oficial, que me brinda la oportunidad de reafirmar la estima de la Santa Sede por su persona y su antigua amistad con la República de Corea. Saludo afectuosamente a la señora Kim Dae Jung y a los distinguidos miembros de su comitiva.

Su visita me trae a la memoria felices recuerdos de mis dos visitas pastorales al "país de la calma matutina", en 1984 y 1989. En ambas ocasiones tuve la alegría de encontrarme con muchos de sus compatriotas, de diferentes sectores sociales y tradiciones religiosas. Su cariñosa acogida, su cordialidad y su espíritu de hospitalidad dejaron en mí una huella imborrable. También pude observar las dificultades y los desafíos que afronta el pueblo coreano en su aspiración a la unidad y en su deseo de crear una sociedad próspera y pacífica, construida sobre sólidas bases de justicia, libertad y respeto a los derechos humanos inalienables.

2. Recientemente ustedes han emprendido nuevas iniciativas para fomentar el diálogo intercoreano. Ciertamente, el camino de la reconciliación será largo y difícil. Pero, a pesar de los obstáculos, no se han desanimado en sus esfuerzos por establecer un clima de buenas y armoniosas relaciones. Han demostrado su compromiso de un modo concreto, asistiendo a muchos norcoreanos damnificados gravemente por calamidades naturales y malas cosechas, y cuya trágica situación todos conocemos. Animo los esfuerzos que están realizando para responder a sus necesidades en este momento tan difícil, y aprovecho esta oportunidad para exhortar a la comunidad internacional a seguir dando muestras de generosidad, contribuyendo a aliviar los sufrimientos de las víctimas.

3. En los últimos tiempos su país también ha tenido que responder a los desafíos sociales y económicos que ha planteado la crisis financiera asiática. Consciente de que el bien más valioso de la nación es su pueblo, su Gobierno ha realizado grandes esfuerzos para asegurar que sus efectos negativos sobre sus compatriotas se redujeran al mínimo. La productividad y el lucro no pueden ser la única medida del progreso; en efecto, el desarrollo sólo es auténtico si redunda en beneficio de las personas y promueve el bien de la familia, de la nación y de la comunidad mundial. El verdadero desarrollo exige que se considere a todos los hombres y mujeres como sujetos de derechos y libertades inalienables, y se defiendan y favorezcan siempre y en todo lugar las dimensiones social, cultural y religiosa de la vida.

El compromiso de la Iglesia católica en favor de la educación, la asistencia sanitaria y el bienestar social nace de su firme convicción de la dignidad innata de la persona humana y de la primacía del hombre sobre las cosas. Esta convicción la impulsa a buscar formas prácticas de cooperación con los Gobiernos y los organismos internacionales que se preocupan por el desarrollo de los pueblos. En esta área, a la Iglesia no compete señalar particulares modelos sociales, políticos y económicos. Su contribución principal consiste en ofrecer su doctrina social como una orientación ética e ideal que, a la vez que reconoce el valor positivo del mercado y de la empresa, insiste en que deben tender siempre al bien común de las personas (cf. Centesimus annus
CA 43). El respeto a la dimensión moral esencial y a los imperativos éticos del desarrollo es la clave del auténtico progreso humano, pues constituye el único fundamento posible de una sociedad verdaderamente digna de la familia humana.

4. El siglo que acaba de terminar ha sido testigo de muchas violencias, persecuciones y guerras, de las que su propio país no ha estado exento. Todo esto ha llevado a una mayor conciencia de la necesidad de acuerdos y cooperación entre las naciones, para prevenir conflictos y preservar la paz, para defender los derechos y la libertad de las personas y de los pueblos, y para asegurar la observancia de la justicia. Los países de Asia se han ido acercando gradualmente, y se han realizado serios esfuerzos para que algunos pueblos divididos por dolorosos recuerdos de la historia pasada se reconciliaran entre sí. En muchas naciones existe un creciente compromiso por renovar el orden social y eliminar la corrupción que muy a menudo afecta a la vida pública. Los pueblos son cada vez más conscientes de que el ámbito de la política no es moralmente neutro, sino que se debe regir por ideales y principios fundamentales. Hay que aplaudir y alentar este desarrollo positivo y estas iniciativas; pero, en un nivel más profundo, sólo pueden tener éxito si se respeta y salvaguarda el valor único e inalienable de la persona humana.

Como ha demostrado claramente la experiencia de los últimos cien años, la falta de reconocimiento de la existencia de la verdad trascendente, obedeciendo a la cual el hombre realiza plenamente su identidad, mina los principios que garantizan las justas relaciones entre los pueblos y puede llevar a diversas formas de totalitarismo (cf. ib., 44). En efecto, si no existe una verdad última que guíe y dirija la actividad política, las ideas y convicciones pueden manipularse fácilmente con fines de poder (cf. ib., 46). Actualmente, cada nación y la entera comunidad internacional afrontan el desafío de formular los principios fundamentales necesarios para garantizar el bien de las personas, el bien común y el desarrollo auténtico de la sociedad. Expreso mi esperanza y mi confianza en que el pueblo de Corea del sur se inspire en su rico patrimonio cultural y espiritual a fin de encontrar la sabiduría y la disciplina de mente y de corazón necesarias para construir una sociedad digna de las antiguas tradiciones de su país.

5. Excelencia, en esta feliz ocasión de su visita, formulo una vez más mis mejores votos por sus esfuerzos encaminados a promover la renovación social y la reconciliación entre todos los miembros de la familia coreana. Pido al Señor para que el pueblo coreano conserve los valores espirituales y las cualidades de carácter que sostienen la libertad, la dignidad y la verdad, y proporcionan una orientación segura para el futuro. Que la República de Corea prospere en el camino del progreso auténtico y de la verdadera paz. Éste es mi deseo cordial para usted, señor presidente, y para su pueblo.








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