Discursos 2001 327


DURANTE EL ENCUENTRO NACIONAL


CON LAS FAMILIAS DE ITALIA


Plaza de San Pedro, sábado 20 de octubre de 2001



1. Queridas familias de esta amada nación, que habéis venido a Roma para confirmar vuestra fe y vuestra vocación, os saludo a cada una, dándoos un gran abrazo.

Saludo también a las familias huéspedes, procedentes de diversos países del centro y del este de Europa, con las que me he encontrado. Mi saludo se extiende al cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia episcopal italiana, y a los demás señores cardenales y obispos presentes, así como a las autoridades políticas y civiles.

Os acojo a todos con gran afecto en esta plaza, corazón de la Iglesia universal, que esta tarde, gracias a la presencia festiva de tantas familias cristianas, se transforma en una gran Iglesia doméstica. Os agradezco vuestro cordial saludo y la alegría que me dais, porque yo también me siento acogido en vuestro corazón.

Esta cita constituye una nueva etapa del camino que el año pasado nos condujo aquí, a la plaza de San Pedro, juntamente con muchos de vosotros y con tantas familias de todo el mundo, para celebrar el gran jubileo. Estamos aquí para confirmar este camino y para seguir contemplando a Jesucristo, Luz que "os llama a iluminar con vuestro testimonio los pasos de la humanidad por las sendas del nuevo milenio" (Discurso en el jubileo de las familias, 14 de octubre de 2000, n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de octubre de 2000, p. 6).

2. Para este encuentro habéis elegido el tema: "Creer en la familia es construir el futuro". Es un tema arduo, que nos invita a reflexionar en la verdad de la familia y, al mismo tiempo, en su papel para el futuro de la humanidad. En esta reflexión pueden guiarnos algunas preguntas: "¿Por qué creer en la familia?". Y también: "¿En qué familia creer?". Y, por último: "¿Quién debe creer en la familia?".

Para responder a la primera pregunta debemos partir de una verdad originaria y fundamental: Dios cree firmemente en la familia. Desde el inicio, desde el "principio", al crear al ser humano a su imagen y semejanza, varón y mujer, quiso poner en el centro de su proyecto la realidad del amor entre el hombre y la mujer (cf. Gn Gn 1,27). Toda la historia de la salvación es un diálogo apasionado entre el Dios fiel, a quien los profetas describen a menudo como el novio y el esposo, y la comunidad elegida, la esposa, tentada con frecuencia por la infidelidad, pero siempre esperada, buscada y amada por su Señor (cf. Is Is 62,4-5 Os 1-3). Tan grande y fuerte es la confianza que el Padre tiene en la familia que, también pensando en ella, envió a su Hijo, el Esposo, el cual vino a redimir a su esposa, la Iglesia, y en ella a todo hombre y a toda familia (cf. Carta a las familias, 18).

Sí, queridas familias, "el Esposo está con vosotros". De esta presencia, acogida y correspondida, brota la particular y extraordinaria fuerza sacramental que transforma vuestra íntima unión de vida en un signo eficaz del amor entre Cristo y la Iglesia, y hace de vosotros sujetos responsables y protagonistas de la vida eclesial y social.

328 3. El hecho de que Dios haya puesto a la familia como fundamento de la convivencia humana y como paradigma de la vida eclesial, exige de parte de todos una respuesta decidida y convencida. En la Familiaris consortio, cuyo vigésimo aniversario estamos celebrando, afirmé: "Familia, sé lo que eres" (n. 17). Hoy añado: Familia, cree en lo que eres; cree en tu vocación a ser signo luminoso del amor de Dios.

Este encuentro nos permite dar gracias a Dios por los dones concedidos a su Iglesia y a las familias que durante estos años han atesorado las enseñanzas conciliares y las contenidas en la Familiaris consortio. Además, debemos dar gracias a la Iglesia que está en Italia y a sus pastores por haber contribuido de modo determinante a la reflexión sobre el matrimonio y la familia con importantes documentos, como Evangelización y sacramento del matrimonio, que desde 1975 ha permitido llevar a cabo un verdadero cambio en la pastoral familiar, y, sobre todo, el Directorio de pastoral familiar, publicado en julio de 1993.

4. La segunda pregunta nos lleva a reflexionar en un aspecto de gran actualidad, porque hoy, en torno a la idea de familia, se registran opiniones tan diversas que inducen a pensar que ya no existe ningún criterio que la identifique y defina. Además de su dimensión religiosa, la familia tiene una dimensión social. El valor y el papel de la familia son igualmente evidentes desde este otro punto de vista. Hoy, por desgracia, asistimos a la difusión de visiones distorsionadas y muy peligrosas, alimentadas por ideologías relativistas y difundidas insistentemente por los medios de comunicación social. En realidad, por el bien del Estado y de la sociedad es de fundamental importancia proteger a la familia fundada en el matrimonio, entendido como acto que sanciona el compromiso recíproco públicamente expresado y regulado, la aceptación plena de la responsabilidad con respecto al otro y a los hijos, y la titularidad de derechos y deberes como núcleo social primario en el que se funda la vida de la nación.

Si falla la convicción de que de ningún modo se puede equiparar la familia fundada en el matrimonio con otras formas de unión afectiva, corre peligro la misma estructura social y su fundamento jurídico. El desarrollo armonioso y el progreso de un pueblo dependen en gran medida de su capacidad de invertir en la familia, garantizando en el ámbito legislativo, social y cultural la realización plena y efectiva de sus funciones y sus obligaciones.

Queridas familias, en un sistema democrático es fundamental manifestar las razones que motivan la defensa de la familia fundada en el matrimonio, la cual es la fuente principal de esperanza para el futuro de la humanidad, como expresa muy bien la segunda parte del tema elegido para este encuentro. Así pues, esperamos que las personas, las comunidades y los sujetos sociales crean cada vez más en la familia fundada en el matrimonio, lugar de amor y solidaridad auténtica.

5. En realidad, para mirar con confianza al futuro es necesario que todos crean en la familia, asumiendo las responsabilidades correspondientes a su papel. Respondemos así a la tercera pregunta, de las que hemos partido: "¿Quién debe creer en la familia?". En primer lugar, quisiera subrayar que los primeros garantes del bien de la familia son los esposos mismos, viviendo cada día con responsabilidad sus compromisos, sus alegrías y sus esfuerzos, y también dando origen, con formas asociadas e iniciativas culturales, a instancias sociales y legislativas que contribuyan a sostener la vida familiar. Es conocido y apreciado el trabajo realizado durante estos años por el Foro de las asociaciones familiares, al que expreso mi estima por todo lo que ha hecho y también por la iniciativa denominada Familia por familia, con la que quiere fortalecer las relaciones de solidaridad entre las familias italianas y las de los países del este de Europa.

Una responsabilidad particular tienen los políticos y los gobernantes, a quienes compete aplicar las normas constitucionales y aceptar las peticiones más auténticas de la población, compuesta en su gran mayoría por familias que han fundado su unión en el vínculo matrimonial. Por tanto, se esperan con razón intervenciones legislativas centradas en la dignidad de la persona humana y en la correcta aplicación del principio de subsidiariedad entre el Estado y la familia; intervenciones que puedan solucionar cuestiones importantes y, en muchos casos, decisivas para el futuro del país.

6. En particular, es importante y urgente aplicar plenamente un sistema escolar y educativo que otorgue un lugar central a la familia y a su libertad de elección. No se trata, como algunos afirman erróneamente, de quitar algo a la escuela pública para darlo a la escuela privada, sino más bien de superar una injusticia fundamental que perjudica a todas las familias, impidiendo una efectiva libertad de iniciativa y de elección. De este modo, se imponen ulteriores cargas a quienes desean ejercer el derecho fundamental de elegir la orientación educativa de sus hijos, prefiriendo escuelas que prestan un servicio público, aunque no sean estatales.

Es de desear también un decidido salto de calidad en la programación de las políticas sociales, que deberían tener cada vez más en cuenta el papel fundamental de la familia para adecuar a sus necesidades las opciones en el ámbito de la planificación urbanística, la organización del trabajo, la definición del salario y los criterios de tasación. También es preciso prestar una atención particular a la legítima preocupación de numerosas familias que denuncian una creciente decadencia de los medios de comunicación, a los cuales, difundiendo violencia, banalidad y pornografía, cada vez les importa menos la presencia de los menores y sus derechos. Las instituciones y las fuerzas sociales no pueden abandonar a las familias a sí mismas en su esfuerzo por garantizar a sus hijos ambientes sanos, positivos y ricos en valores humanos y religiosos.

7. Queridas familias, al afrontar estos grandes desafíos no os desalentéis y no os sintáis solas: el Señor cree en vosotras; la Iglesia camina con vosotras; los hombres de buena voluntad os miran con confianza.

Estáis llamadas a ser protagonistas del futuro de la humanidad, modelando el rostro de este nuevo milenio. En esta tarea os asiste y guía la Virgen María, nuestra Madre, presente aquí, en medio de nosotros, en una imagen suya particularmente venerada. A la Virgen de Loreto, Reina de la familia, que en la casa de Nazaret, con su esposo san José, experimentó las alegrías y los sufrimientos de la vida familiar, le encomiendo hoy todas vuestras esperanzas, invocando su celestial protección. Amadísimos esposos, que el Señor os confirme en el compromiso que asumisteis con las promesas matrimoniales el día de vuestra boda. El Papa y la Iglesia oran por vosotros. De corazón os bendigo a vosotros y a vuestros hijos.








A SU BEATITUD IGNACE IV HAZIM,


PATRIARCA GRECO-ORTODOXO DE ANTIOQUÍA


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Lunes 22 de octubre de 2001



"Gracia, alegría y consuelo me ha proporcionado tu caridad, hermano" (cf. Flm Phm 7).

Beatitud:

Cuán verdaderas son, aún hoy, estas palabras de san Pablo, pues conservo un recuerdo muy vivo de mi peregrinación a Siria, sobre todo de la celebración ecuménica de la Palabra que presidimos juntamente con nuestros demás hermanos en la catedral de la Dormición de la Virgen, en Damasco, el pasado 5 de mayo. Usted, Beatitud, ha venido a visitarme a Roma, al regresar a la venerable sede de Antioquía.

A través de nuestros encuentros, el Señor nos da signos claros de la fraternidad de la que habla la carta a Filemón. Nuestros intercambios nos muestran que estamos recorriendo el camino correcto, el que el Señor no deja de indicarnos, el camino que conduce a la comunión plena. En mayo de 1983, tras las huellas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, que fueron los primeros en hacer resonar la Palabra en Antioquía y que dieron su hermoso testimonio en Roma, usted me visitó en Roma por primera vez, para que avanzáramos juntos decididamente por la senda de la unidad en la fe y del conocimiento del Hijo de Dios (cf. Ef Ep 4,13). Por mi parte, pude devolverle durante este año su visita, recorriendo el itinerario que siguieron los Apóstoles, y esforzándome, como usted, querido hermano, por obedecer a la verdad, "para amarnos los unos a los otros sinceramente como hermanos" y mostrar que nos amamos "intensamente con corazón puro", sostenidos "por la palabra de Dios viva y permanente", por la cual crecemos para la salvación (cf. 1P 1,22-24).
Sufrimos al ver que a veces avanzamos lentamente. Sucede que el amor, dulce y sereno, compasivo y misericordioso, que nos anima se entibia a lo largo del camino por la costumbre de los enfrentamientos, por la impotencia de encontrar una expresión común y por el olvido de la oración de Cristo: "Ruego por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno" (Jn 17,20-21).

Usted, Beatitud, sabe tan bien como yo lo que implica el largo camino de la unidad y la reconciliación entre los hermanos, pues usted ha sido uno de los primeros promotores del acercamiento entre Oriente y Occidente; desde el principio ha apoyado el diálogo teológico entre la Iglesia católica y todas las Iglesias ortodoxas. Hoy imploramos del Señor la gracia y la fuerza para superar la lentitud del diálogo, debida a titubeos infructuosos, puesto que el Salvador ya nos indicó el camino, recordándonos que en este mundo la experiencia de la adversidad es inseparable de nuestra seguridad plena, dado que él venció al mundo (cf. Jn Jn 16,33).

Sé, Beatitud, que usted, como yo, no deja de orar, reflexionar, trabajar y convencer para que se allane el camino. El diálogo teológico no debe quedar a merced del viento del desaliento ni a la deriva de la indiferencia y de la falta de esperanza.

Desde esta perspectiva, su visita, Beatitud, es una nueva ocasión que se nos brinda para renovar y reafirmar, ante Dios y ante Cristo, los vínculos de fraternidad que nos unen. Por ello le expreso mi profunda gratitud a usted y a quienes lo acompañan. Sé que participan en su ministerio de pastor y secundan sus esfuerzos de reconciliación.

Gracia, alegría y consuelo me ha proporcionado vuestra caridad, hermanos. Os pido que aseguréis a los obispos, a los sacerdotes y a todo el pueblo fiel del patriarcado de Antioquía que la peregrinación del Obispo de Roma a los lugares donde san Pedro y san Pablo predicaron la palabra de Dios no fue vana. Fue la renovación de la promesa que hice desde el principio de mi pontificado de considerar el camino hacia la unidad como una de mis prioridades pastorales. Ojalá que todos seamos dóciles a la llamada del Espíritu, que nos orienta hacia la unidad plena y visible, y no obstaculicemos jamás el amor que Dios siente por toda la humanidad en Jesucristo (cf. Discurso a los cardenales y a la Curia romana, 28 de junio de 1985, n. 4; Ut unum sint UUS 99). Con estos sentimientos, le confirmo mi amor fraterno en Cristo.










A LA FUNDACIÓN "JUAN PABLO II"


Martes 23 de octubre de 2001



Ilustres señores:

330 Os saludo cordialmente a todos vosotros, que habéis venido a Roma para celebrar solemnemente el vigésimo aniversario de la Fundación Juan Pablo II. Saludo al Consejo de la Fundación, encabezado por su presidente, arzobispo Szczepan Wesoly, y a los directores de cada una de las instituciones de la Fundación, así como a los presidentes y a los miembros de los Círculos de amigos de la Fundación, que vienen de Bélgica, Dinamarca, Francia, Indonesia, España, Canadá, México, Alemania, Polonia, Singapur, Estados Unidos, Suecia, Venezuela y Gran Bretaña. Me alegra poder acogeros hoy.

Hace veinte años, cuando instituí la Fundación, deseaba que llevara a cabo una vasta actividad cultural, científica, social y pastoral. Quería que se creara un ambiente que sostuviera y profundizara los vínculos entre la Sede apostólica y la nación polaca, y que se encargara de difundir en el mundo el patrimonio de la cultura cristiana y del magisterio de la Iglesia. De aquel deseo nació el programa. Preveía que la Fundación se dedicara a recoger la documentación relativa al pontificado y difundir la enseñanza pontificia y el magisterio de la Iglesia.

La segunda tarea debía ser la promoción de la cultura cristiana impulsando los contactos y la colaboración con los centros científicos y artísticos polacos e internacionales, así como ofreciendo ayuda a los jóvenes, especialmente a los del centro y este de Europa, con vistas a su instrucción. La sede de la Fundación debía ser la Casa polaca, situada en la vía Cassia, en Roma. Tenía que llegar a ser "el punto de encuentro con las culturas y las tradiciones, con los diversos cursos de la historia en el ámbito de una gran cultura, que es la cultura cristiana, la tradición cristiana, la historia de la Iglesia y también la historia de la humanidad" (Discurso en la visita a la Casa polaca, 8 de noviembre de 1981: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de noviembre de 1981, p. 19).

Si hoy, después de veinte años, vuelvo a aquellas premisas, es porque me parece que, con respecto a ellas, ya es posible hacer una valoración de la actividad de la Fundación. No es una tarea difícil. En efecto, cada año el Consejo de la Fundación me presentaba un informe detallado de lo que se lograba realizar. Por tanto, sé que gracias a las iniciativas de treinta y seis Círculos de amigos de la Fundación en catorce países y a la generosidad de miles de hombres de buena voluntad en todo el mundo, se ha creado un fondo que garantiza el funcionamiento de cuatro importantes instituciones: la Casa polaca en Roma, el Centro de documentación del pontificado, el Instituto de cultura cristiana y la Casa de la Fundación Juan Pablo II en Lublin.

Sé también que la Casa de Roma brinda una gran ayuda organizativa y pastoral a los peregrinos que acuden a visitar las tumbas de los Apóstoles. El Centro de documentación del pontificado se está convirtiendo en un auténtico centro de información no sólo sobre la actividad y la enseñanza del Papa, sino también sobre la vida de la Iglesia en la compleja realidad del mundo actual, en el arco de los últimos veintitrés años. La Casa polaca y el Centro de documentación forman la base material y espiritual para la actividad del Instituto de cultura cristiana en Roma, que se encarga de entablar contactos con ambientes científicos y artísticos en Polonia y en el mundo entero. Por un lado, procura conservar el recuerdo de las raíces cristianas de nuestra cultura; y, por otro, se esfuerza por formar elites que transmitan este espíritu cristiano a las generaciones sucesivas en Europa y en los demás continentes. En el ámbito de la así llamada "Universidad de verano", los jóvenes de todo el mundo tienen la posibilidad de conocer la historia, de la que nace la tradición cristiana y el hoy de la Iglesia y del mundo, en el que continúa esa tradición.

Tal vez la iniciativa que proporciona más alegría que cualquier otra es el fondo para las becas destinadas a los jóvenes de Europa del centro y del este, así como de otros países de la ex Unión Soviética. Por lo que sé, más de ciento setenta diplomados han salido de la acogedora Casa de la Fundación en Lublin. Después de terminar sus estudios en diversas carreras en la Universidad católica de Lublin y en las otras universidades polacas, han vuelto a su patria y se han convertido en celosos promotores de la ciencia y la cultura basadas en el sólido fundamento de los valores perennes. Otros ciento cuarenta y cinco estudiantes continúan allí sus estudios. Recientemente los he acogido aquí y los he conocido personalmente. ¡Qué valiosa es esta obra! Quien invierte en el hombre, en su desarrollo total, no pierde jamás. Los frutos de esta inversión son imperecederos.

Si la Fundación, después de veinte años de actividad, puede decir exegi monumentum, es precisamente pensando en un monumento espiritual que, de forma silenciosa, se esculpe continuamente en el corazón y en la mente de las personas, en los ambientes y en las sociedades enteras. En nuestro tiempo no existe un monumento más importante y duradero que este, forjado en el bronce de la ciencia y la cultura.

Doy las gracias a todos los que, en el arco de estos veinte años, han sostenido de algún modo la actividad de la Fundación y a los que han guiado esta actividad con acierto y dedicación. Os pido que prosigáis esta buena obra. Ojalá que siga desarrollándose y que el esfuerzo común, sostenido por la ayuda de Dios, continúe produciendo magníficos frutos.

Os doy las gracias por haber venido y por este encuentro. Que Dios os bendiga.

Saludo también a los que proceden de regiones anglófonas del mundo. A vosotros, que estáis comprometidos a sostener los ideales y la labor de la Fundación Juan Pablo II, os expreso mi profunda estima y gratitud. Contribuís a transmitir nuestra herencia cristiana a las futuras generaciones, haciendo que se conozcan mejor algunos elementos importantes de la cultura que ha alimentado y robustecido el espíritu polaco en su búsqueda constante de excelencia.

En sus veinte años de vida, la Fundación ha hecho mucho. Me alegra en particular lo que se ha logrado en el sector vital de la ayuda a la educación y a la formación de hombres y mujeres que difundan la huella de la sabiduría y la experiencia humana que el mundo necesita con urgencia.

331 Vosotros, amigos de la Fundación, procedéis de muchos países. Sois un signo de la universalidad de las verdades y los valores de nuestra herencia. Son universales porque están profundamente impregnados del mensaje evangélico de salvación en Jesucristo. Que el Señor Jesús os sostenga a vosotros y a vuestras familias en el don de la fe recibida a través de esta herencia. Gracias.







MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


EN EL IV CENTENARIO DE LA LLEGADA


A PEKÍN DEL PADRE MATTEO RICCI, S.J.


1. Con íntima alegría me dirijo a vosotros, ilustres señores, con ocasión del Congreso internacional, convocado para conmemorar el 400° aniversario de la llegada a Pekín del gran misionero, literato y científico italiano, padre Matteo Ricci, célebre hijo de la Compañía de Jesús. Saludo de modo especial al rector magnífico de la Pontificia Universidad Gregoriana y a los responsables del Instituto ítalo-chino, las dos instituciones promotoras y organizadoras de este congreso. Al dirigirme a vosotros con viva cordialidad, me complace particularmente expresar un deferente saludo a los estudiosos que han venido de China, amada patria adoptiva del padre Ricci.

Sé que vuestro Congreso romano es, en cierto sentido, continuación del importante Simposio internacional que se celebró en Pekín en los días pasados (14-17 de octubre) y trató el tema "Encuentros y diálogos", sobre todo en el horizonte de los intercambios culturales entre China y Occidente al final de la dinastía Ming y al comienzo de la dinastía Qing. En efecto, en esa asamblea la atención de los estudiosos se centró también en la obra incomparable que el padre Matteo Ricci realizó en aquel país.

2. Este encuentro nos lleva a todos, ideal y afectivamente, a Pekín, la gran capital de la China moderna, capital del "Reino del Medio" en la época del padre Ricci. Después de 21 años de largo, atento y apasionado estudio de la lengua, la historia y la cultura de China, entró en Pekín, sede del emperador, el 24 de enero de 1601. Acogido con todos los honores, estimado y visitado a menudo por literatos, mandarines y personas deseosas de aprender las nuevas ciencias de las que era insigne cultivador, vivió el resto de sus días en la capital imperial, donde murió santamente el 11 de mayo de 1610, a la edad de 57 años, de los cuales pasó casi 28 en China. Me agrada recordar aquí que, cuando llegó a Pekín, escribió al emperador Wan-li un Memorial en el que, presentándose como religioso y célibe, no pedía ningún privilegio en la corte, sino sólo poder poner al servicio de su majestad su persona y cuanto había podido aprender sobre las ciencias ya en el "gran Occidente", de donde había llegado (cf. Opere Storiche del P. Matteo Ricci, s.j., bajo la dirección del p. Tacchi Venturi, s.j., vol. II, Macerata 1913, p. 496 ss). La reacción del emperador fue positiva, dando así mayor significado e importancia a la presencia católica en la China moderna.

La misma China, desde hace cuatro siglos, tiene en alta consideración a Li Madou, "el sabio de Occidente", como fue designado y se suele llamar incluso hoy al padre Matteo Ricci. Desde un punto de vista histórico y cultural, como pionero, fue un valioso eslabón de unión entre Occidente y Oriente, entre la cultura europea del Renacimiento y la cultura de China, así como, recíprocamente, entre la antigua y elevada civilización china y el mundo europeo.

Como ya destaqué, con íntima convicción, al dirigirme a los participantes en el Congreso internacional de estudio sobre Matteo Ricci, organizado con ocasión del IV centenario de su llegada a China (1582-1982), tuvo un mérito especial en la obra de inculturación: elaboró la terminología china de la teología y la liturgia católica, creando así las condiciones para dar a conocer a Cristo y encarnar su mensaje evangélico y la Iglesia en el marco de la cultura china (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 1982, p. 6). El padre Matteo Ricci de tal modo se hizo "chino con los chinos" que se convirtió en un verdadero sinólogo, en el sentido cultural y espiritual más profundo del término, puesto que en su persona supo realizar una extraordinaria armonía interior entre el sacerdote y el estudioso, entre el católico y el orientalista, entre el italiano y el chino.

3. A cuatrocientos años de distancia de la llegada de Matteo Ricci a Pekín, no podemos menos de preguntarnos cuál es el mensaje que puede ofrecer tanto a la gran nación china como a la Iglesia católica, a las que siempre se sintió profundamente unido y por las que fue y es sinceramente apreciado y amado.

Uno de los aspectos que hacen original y siempre actual la obra del padre Ricci en China es la profunda simpatía que sintió desde el inicio hacia el pueblo chino, en la totalidad de su historia, su cultura y su tradición. Su breve Tratado sobre la amistad (De Amicitia Jiaoyoulun), que alcanzó gran éxito en China desde su primera edición, impresa en Nankín en 1595, y la extensa red de amistades que cultivó siempre y a las que correspondió durante los 28 años que vivió en aquel país, siguen siendo un testimonio indiscutible de su lealtad, sinceridad y fraternidad con el pueblo que lo había acogido. Estos sentimientos y estas actitudes de altísimo respeto brotaban de la estima que tenía por la cultura de China, una estima que lo llevó a estudiar, interpretar y explicar la antigua tradición confuciana, proponiendo así una revalorización de los clásicos chinos.

Desde sus primeros contactos con los chinos, el padre Ricci cimentó toda su metodología científica y apostólica sobre dos pilares, a los que se mantuvo fiel hasta la muerte, a pesar de las numerosas dificultades e incomprensiones, tanto internas como externas. El primero: los neófitos chinos, al abrazar el cristianismo, de ningún modo debían dejar de ser leales a su país; el segundo: la revelación cristiana sobre el misterio de Dios no destruía en absoluto, antes bien valorizaba y completaba todo lo hermoso y bueno, lo justo y santo que la antigua tradición china había intuido y transmitido. Sobre esta intuición el padre Ricci, como habían hecho muchos siglos antes los Padres de la Iglesia en el encuentro entre el mensaje del Evangelio de Jesucristo y la cultura grecorromana, fundó toda su paciente y clarividente obra de inculturación de la fe en China, buscando constantemente un terreno común de entendimiento con los doctos de aquel gran país.

4. El pueblo chino se ha proyectado, de manera particular durante los últimos tiempos, hacia la conquista de significativas metas de progreso social. La Iglesia católica, por su parte, observa con respeto este sorprendente impulso y esta clarividente proyección de iniciativas, y brinda con discreción su propia contribución a la promoción y a la defensa de la persona humana, de sus valores, su espiritualidad y su vocación trascendente. La Iglesia se interesa particularmente por valores y objetivos que son de fundamental importancia también para la China moderna: la solidaridad, la paz, la justicia social, el gobierno inteligente del fenómeno de la globalización y el progreso civil de todos los pueblos.

Como escribía precisamente en Pekín el padre Ricci, al redactar durante los dos últimos años de su vida la obra pionera, y fundamental para el conocimiento de China por parte del resto del mundo, titulada Della Entrata della Compagnia di Giesù e Christianità nella Cina (cf. Fonti Ricciane, a cura di Pasquale M. D'Elia S.I., vol. 2, Roma 1949, n. 617, p. 152), tampoco la Iglesia católica de hoy pide a China y a sus autoridades políticas ningún privilegio, sino únicamente poder reanudar el diálogo, para llegar a una relación basada en el respeto recíproco y en el conocimiento profundo.

332 5. Siguiendo el ejemplo de este insigne hijo de la Iglesia católica, deseo reafirmar que la Santa Sede mira al pueblo chino con profunda simpatía y con gran atención. Son conocidos los importantes pasos que ha dado recientemente en los campos social, económico y educativo, a pesar de que persisten muchas dificultades. Es preciso que China sepa que la Iglesia católica tiene el vivo propósito de prestar, una vez más, un humilde y desinteresado servicio para el bien de los católicos chinos y de todos los habitantes del país. Al respecto, deseo recordar aquí el gran compromiso evangelizador de una larga serie de generosos misioneros y misioneras, así como las obras de promoción humana realizadas por ellos en el decurso de los siglos: pusieron en marcha numerosas e importantes iniciativas sociales, especialmente en el campo hospitalario y educativo, que encontraron amplia y agradecida acogida en el pueblo chino.

Sin embargo, la historia, desgraciadamente, nos recuerda que la acción de los miembros de la Iglesia en China no siempre estuvo exenta de errores, fruto amargo de los límites propios del espíritu y del comportamiento humano; además, estuvo condicionada por situaciones difíciles, vinculadas a acontecimientos históricos complejos e intereses políticos opuestos. No faltaron tampoco disputas teológicas, que exacerbaron los ánimos y crearon graves inconvenientes para el proceso de evangelización. En algunos períodos de la historia moderna, una cierta "protección" por parte de las potencias políticas europeas limitó muchas veces la misma libertad de acción de la Iglesia y tuvo repercusiones negativas para China: esas situaciones y acontecimientos influyeron en el camino de la Iglesia, impidiéndole cumplir plenamente -en favor del pueblo chino- la misión que le confió su Fundador, Jesucristo.

Siento profundo pesar por esos errores y límites del pasado, y me duele que hayan causado en muchas personas la impresión de falta de respeto y estima de la Iglesia católica hacia el pueblo chino, induciéndolas a pensar que actuaba impulsada por sentimientos de hostilidad hacia China. Por todo esto pido perdón y comprensión a cuantos, de algún modo, se hayan sentido heridos por esas maneras de actuar de los cristianos.

La Iglesia no debe tener miedo a la verdad histórica, y está dispuesta -aunque con íntimo sufrimiento- a admitir las responsabilidades de sus hijos. Esto vale también en lo que atañe a sus relaciones, pasadas y recientes, con el pueblo chino. Es preciso buscar la verdad histórica con serenidad e imparcialidad, y de modo exhaustivo. Constituye una tarea importante, de la que se deben ocupar los estudiosos y a cuya realización podéis contribuir también vosotros, que os habéis adentrado particularmente en la realidad china. Puedo asegurar que la Santa Sede está siempre dispuesta a ofrecer su disponibilidad y colaboración en este trabajo de investigación.

6. Resultan actuales y significativas en este momento las palabras que el padre Ricci escribió al inicio de su Tratado sobre la amistad (nn. 1 y 3). Llevando al corazón de la cultura y la civilización de la China de fines de 1500 la herencia de la reflexión clásica greco-romana y cristiana sobre la amistad, definía al amigo como "la mitad de mí mismo, más aún, otro yo"; por lo cual "la razón de ser de la amistad es la necesidad mutua y la ayuda recíproca".

Con este renovado y fuerte pensamiento de amistad hacia todo el pueblo chino, expreso el deseo de ver pronto establecidas vías concretas de comunicación y colaboración entre la Santa Sede y la República Popular China. La amistad se alimenta de contactos, de comunión de sentimientos en las situaciones alegres y tristes, de solidaridad y de intercambio de ayuda. La Sede apostólica procura con sinceridad ser amiga de todos los pueblos y colaborar con todas las personas de buena voluntad en el mundo entero.

China y la Iglesia católica, bajo aspectos ciertamente diversos pero de ningún modo contrapuestos, son históricamente dos de las más antiguas "instituciones" vivas y activas del mundo: ambas, aunque en ámbitos diferentes -una, en el político-social; otra, en el religioso-espiritual-, cuentan con más de mil millones de hijos e hijas. No es un misterio para nadie que la Santa Sede, en nombre de toda la Iglesia católica y, según creo, en beneficio de toda la humanidad, desea la apertura de un espacio de diálogo con las autoridades de la República Popular China, en el cual, superadas las incomprensiones del pasado, puedan trabajar juntas por el bien del pueblo chino y por la paz en el mundo. El momento actual de profunda inquietud de la comunidad internacional exige de todos un apasionado compromiso para favorecer la creación y el desarrollo de vínculos de simpatía, amistad y solidaridad entre los pueblos. En este marco, la normalización de las relaciones entre la República Popular China y la Santa Sede tendría indudablemente repercusiones positivas para el camino de la humanidad.

7. Al renovaros a todos vosotros, ilustres señores, la expresión de mi aprecio por la oportuna celebración de un acontecimiento histórico tan significativo, espero y oro para que el camino abierto por el padre Matteo Ricci entre Oriente y Occidente, entre la cristiandad y la cultura china, encuentre senderos siempre nuevos de diálogo y de enriquecimiento humano y espiritual recíproco. Con estos deseos, de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica, propiciadora, ante Dios, de todo bien, de felicidad y de progreso.

Vaticano, 24 de octubre de 2001








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