Discursos 2001 360


A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL


DE EL SALVADOR EN VISITA "AD LIMINA"


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Viernes 23 de noviembre de 2001

Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Siento una gran alegría al recibiros esta mañana durante la visita Ad limina con la que renováis los vínculos de comunión de vuestras Iglesias particulares con el Obispo de Roma. Os saludo a todos con mucho afecto y os pido que os hagáis intérpretes de mi estima y cercanía al querido pueblo salvadoreño, al que servís con amor, generosidad y entrega, teniendo presente el testimonio del apóstol Pablo en su servicio a la comunidad de Corinto :"Me gastaré y desgastaré totalmente por vuestras almas" (2Co 12,15).

Agradezco las palabras que me ha dirigido Mons. Fernando Sáenz Lacalle, Arzobispo de San Salvador y Presidente de la Conferencia Episcopal, para renovarme vuestra adhesión y hacer presente el espíritu con el que ejercéis vuestro ministerio pastoral. Por mi parte, correspondo manifestándoos mi aprecio por la obra que, con la ayuda de Dios y la colaboración de tantos servidores del Evangelio, lleváis a cabo en vuestras diócesis.

2. En las Relaciones que habéis presentando y en los encuentros que he mantenido con cada uno de vosotros he visto el proceso que lleva a cabo la Iglesia en vuestra Nación. Al concluir mi segunda visita pastoral, os decía al despedirme: "Me voy con una gran confianza en el futuro de esta amada tierra; vivid a la luz de la fe, con el vigor de la esperanza y la generosidad del amor fraterno" (Discurso en el aeropuerto de San Salvador 8.2.1996, 5). Tenía presentes las aspiraciones y esperanzas de ese querido pueblo al que pude conocer y apreciar más profundamente; un pueblo que había sufrido los duros años de una guerra fratricida, de la que felizmente había salido y que estaba asumiendo con decisión el camino del propio desarrollo, para construir un futuro sereno y solidario para sus hijos, que aman y desean la paz.

¡Seguid acompañando a vuestro pueblo como ministros de la reconciliación, para que la grey que os ha sido encomendada, superando las dificultades del pasado, avance por los caminos de la concordia y el amor sincero entre todos, sin excepción! Sabéis bien que el futuro del País se debe construir en la paz, cuyo fruto es la justicia (cf. St Jc 3,18). Siguiendo esa senda, no se desvanecerán tantos esfuerzos realizados tras la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, con los que se puso fin a aquellos terribles años de guerra interna. Ayudad a construir una sociedad que favorezca la concordia, la armonía y el respeto por la persona y cada uno de sus derechos fundamentales. Con vuestra palabra, valiente y oportuna, y teniendo siempre presentes las exigencias del bien común debéis animar a todos, empezando por los responsables de la vida política, administrativa y judicial de la Nación, a promover mejores condiciones de vida, de trabajo o de vivienda.

3. Son bien conocidas la laboriosidad, la fuerza moral y el espíritu de sacrificio de los salvadoreños ante las adversidades. Lo han demostrado con ocasión del huracán Mitch y de los dos terremotos que, con el intervalo de un mes, han padecido al comienzo de este año. En dichas ocasiones me apresuré a manifestar mi cercanía, pidiendo solidaridad y ayuda para los dammificados por esas terribles desgracias naturales que han reducido a condiciones precarias la existencia de muchos salvadoreños y han dañado tantas estructuras materiales.

Si bien es cierto que las ayudas externas son necesarias, dada la magnitud del fenómeno, se ha de tener presente que los mismos salvadoreños, con las ricas cualidades que les distinguen, han de ser los protagonistas y artífices principales de la reconstrucción del País, comprometiéndose, con su esfuerzo y su tesón a superar esa situación tan difícil, agravada, entre otras causas, por la pobreza extrema de muchos, el desempleo, o la falta de vivienda digna. En esta tarea, es de destacar la acción de Caritas, que pretende dar una respuesta ante estas necesidades.

4. Como objetivo principal de vuestra labor pastoral os proponéis impulsar y vivificar la evangelización. En efecto, una de las funciones más importantes del Obispo es acrecentar la fe de los fieles, haciendo madurar en ellos las enseñanzas del Evangelio mediante la predicación íntegra del misterio de Cristo, para que puedan así glorificar a Dios y seguir la vía hacia la felicidad eterna (cf. Christus Dominus CD 12).

En nuestro tiempo, en el que los medios modernos difunden continuamente noticias muy diversas y el corazón y la mente se sienten atraídos por tantas novedades, es menester dar a la Palabra de Dios y a su anuncio el lugar primordial y privilegiado que le corresponde. Cuando el creyente acoge a Jesucristo y su Palabra, poniéndola en práctica, es cuando de verdad alcanza su plenitud, como Pedro confiesa ante Jesús: "Señor, ¿a dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68). Por eso, es de capital importancia que nunca decaiga el ministerio de la predicación, la catequesis y la enseñanza, para que todos los fieles "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10).

El anuncio de la Palabra tiene un relieve especial cuando se proclama dentro de la liturgia, porque Cristo "está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura" (Sacrosanctum Concilium SC 7). No obstante, como la acción de la Iglesia no se agota en la liturgia, hay que anunciar la Palabra con perseverancia y por todos los medios para que el mensaje de salvación llegue tanto a los creyentes como a los no creyentes. Los medios de comunicación social de los que hoy se dispone para comunicar han de ser utilizados también para evangelizar y catequizar, con el fin de aprovechar su enorme potencial para cumplir mejor el mandato de Jesús de hacer llegar la Buena Nueva a todas las criaturas (cf. Mc Mc 16,15). Os animo, pues, a potenciar dichos medios a vuestro disposición y ponerlos al servicio de la difusión del Evangelio. Con ellos, el mensaje de salvación puede alcanzar a todos, en las más diversas circunstancias y en los lugares de más difícil acceso.

362 5. Colaboradores directos del Obispo son los presbíteros, que, en su nombre presiden las distintas comunidades de la Iglesia particular, las alimentan con el Pan de la Palabra y de la Eucaristía, celebran los Sacramentos y por su cercanía a todos han de ser imagen y expresión de la presencia viva de Jesucristo, Buen Pastor, en medio de su pueblo. Para poder vivir con alegría y serenidad el misterio que les fue confiado en la ordenación sacerdotal, han de custodiar con todo celo e intensidad la gracia que les fue concedida. Por ello, debéis animar siempre a vuestros sacerdotes a ser hombres de oración asidua y frecuente, pues "en la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo, que nos convierte en sus íntimos" (Novo millennio ineunte NM 32), nos hace penetrar en el profundo misterio de Dios y llena de esperanza la existencia ante los retos del momento presente, que para el sacerdote revisten frecuentemente una especial intensidad.

El sacerdote debe estar disponible para todos, saber escuchar, acompañar el crecimiento en la fe de sus hermanos y ser fuente de consuelo para los atribulados y afligidos, siendo en todo momento testigo de los valores del Reino, pues ha de estar dispuesto a ofrecer muchas renuncias para que resalte lo esencial frente a lo efímero. En definitiva, ser y presentarse siempre como lo que es, ministro de Jesucristo y de su gracia.

El estrecho vínculo que une al sacerdote con su Obispo exige que estéis siempre cercanos y atentos a cada uno de ellos, para que os vean como verdaderos padres y maestros. Desde el carisma de vuestro ministerio episcopal ayudadlos en todas sus necesidades, animadlos a perseverar en el camino de la auténtica santidad sacerdotal y de la caridad pastoral. Ofrecedles los medios más adecuados para poder continuar su formación y desarrollar aquellas virtudes necesarias para su estado y para enfrentarse con serenidad y valentía a las dificultades que se les puedan presentar.

6. Preocupados por el número de personal dedicado a la misión, sé que os esforzáis en promover y seguir con atención la pastoral vocacional, tan necesaria para el desarrollo de la vida de la Iglesia. En este camino, lo primero es el recurso a la oración asidua, pues es el mismo Señor el que nos manda pedirle que envíe nuevos operarios a su mies (cf. Mt 9,38). Además, es necesario organizar una efectiva pastoral de las vocaciones, amplia y capilar, en las parroquias, movimientos, colegios y familias, de modo que los jóvenes conozcan los valores y exigencias del Reino de Dios y puedan responder cuando se les pide la total entrega de sí y de las propias fuerzas a la causa del Evangelio.

A este respecto, es también importante el testimonio de vida de los sacerdotes y de los consagrados, testimonio que ha de ser tan radical y elocuente que mueva a otros, jóvenes y menos jóvenes, a querer seguir ese camino, al estilo de lo que indicaba san Pablo: "Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo" (1Co 11,1).

7. La celebración de la Eucaristía, en un mundo tantas veces aquejado por divisiones y desequilibrios, consolida la comunión y la esperanza, es fuente de armonía y paz, y hace que todos se sientan miembros de una misma familia donde a cada uno se le reconoce su dignidad. Por ello, se ha de promover la práctica dominical, pues en el proceso de fortalecimiento de la fe, la Eucaristía es el momento privilegiado para el encuentro con Jesucristo vivo. Teniendo presente que la Misa dominical debe ser compromiso y práctica constante de todos los fieles, no dejéis de empeñaros junto con vuestros sacerdotes en promover este aspecto tan importante de la vida eclesial, como recomendé en la Carta apostólica Dies Domini (cf. capítulo II). Más recientemente he señalado también que se ha de dar "un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana" (Novo millennio ineunte NM 35).

En la vida eclesial de vuestra nación, como ponéis de relieve en las Relaciones quinquenales, está muy extendida la devoción eucarística y señaláis cómo en casi todas las parroquias se celebra, particularmente el jueves, la adoración del Santísimo Sacramento. Me complace que se conserve esta práctica entre los fieles, pues de esta manera no sólo se proclama abiertamente la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía sino que se incrementa la unión y la confianza en Aquél que prometió estar con los suyos "todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

8. Una de las urgencias de nuestro tiempo, como he destacado en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, es la atención a la familia, pues se constata una "crisis generalizada y radical de esta institución fundamental" (n. 47), a causa de las graves amenazas que hoy atentan contra ella: las rupturas matrimoniales, la plaga del aborto, la mentalidad anticoncepcional, la corrupción moral, las infidelidades y violencias domésticas, factores que ponen en peligro la familia, célula fundamental de la sociedad y de la Iglesia.

En el matrimonio, elevado por el Señor a la dignidad de Sacramento, no sólo se expresa el gran misterio del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cf. Ef Ep 5,32), sino que, según el plan de Dios, el hombre y la mujer realizan la vocación conyugal y colaboran con Él en la creación. Una sólida preparación de quienes se preparan a contraer matrimonio y un seguimiento de los hogares cristianos hará que se puedan ofrecer ejemplos convincentes de cómo debe ser la familia y su papel insustituible en la sociedad y en la Iglesia. Por ello, se ha de formar a los jóvenes llamados al matrimonio, así como a las familias ya constituidas, para que venzan las presiones de una cultura opuesta al matrimonio y a la institución familiar, de modo que vivan según el plan de Dios y las verdaderas y genuinas exigencias del hombre y de la mujer. La humanidad se juega mucho con la institución familiar, llegando hasta hipotecar su futuro si no se la defiende y promueve adecuadamente. No se puede ceder ante modas y teorías que, bajo una apariencia de falsa modernidad y progreso, después se vuelven contra el hombre y crean tantas víctimas, empezando por los propios hijos o los mismos cónyuges abandonados.

9. Los laicos están llamados a desempeñar un papel de suma importancia ante los retos que plantean el presente y el futuro de El Salvador. En la medida en que los laicos cristianos vivan cada vez más abiertos a la presencia y a la gracia en lo profundo de su corazón serán más capaces de ofrecer a sus hermanos el testimonio de una vida renovada, tendrán la libertad y la fuerza de espíritu necesarias para transformar las relaciones sociales y la sociedad misma según los designios de Dios.

Para hacer presente en medio del mundo los valores del Evangelio, los cristianos necesitan estar firmemente enraizados en el amor de Dios y en la fidelidad a Cristo. Por ello, quiero exhortaros a intensificar los esfuerzos en la formación de un laicado adulto, que colabore activamente en la vida y misión de la Iglesia; en este sentido son útiles organismos, como el Instituto Superior de Catequesis, en San Salvador, para la preparación adecuada de los catequistas. En esta labor de formación, os animo igualmente a que prestéis una particular atención a los jóvenes que, por su situación, se encuentran expuestos más fácilmente a los peligros y a las seducciones de caminos fáciles e ilusorios. Presentadles en toda su autenticidad y riqueza los altos ideales de la vida y de la espiritualidad cristiana, para que aprendan los valores y pautas de comportamiento más aptos para afrontar los retos del presente.

363 10. Al concluir este encuentro deseo expresaros mi gratitud por el trabajo incansable que desarrolláis en todos los ámbitos de la acción pastoral. Os aliento a continuar con renovada esperanza la tarea de conducir al Pueblo de Dios que tenéis confiado hacia la meta de la patria celestial mediante el ejercicio de vuestro ministerio apostólico, brindando también así un excelente servicio a toda la comunidad nacional. Transmitid también mi saludo afectuoso y mi bendición a todos vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y demás fieles, especialmente a los que colaboran con mayor dedicación en la obra de la evangelización y a quienes sufren por cualquier causa y que, por ello, ocupan un lugar particular en el corazón del Papa. En estos días se celebra la fiesta de Nuestra Señora Reina de la Paz, patrona de El Salvador. Al invocar su maternal protección, le pido que interceda por la santidad de todos los fieles, por el bienestar de las familias y la prosperidad de vuestro País en justicia y en paz, a la vez que imparto a todos de corazón la Bendición Apostólica.










A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO


Viernes 23 de noviembre de 2001



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría os acojo, con ocasión de la plenaria de la Congregación para el clero. Saludo cordialmente al cardenal Darío Castrillón Hoyos, prefecto del dicasterio, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes. Saludo a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y a los participantes en vuestra asamblea plenaria, que ha dedicado su atención a un tema muy importante para la vida de la Iglesia: el presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial. Al destacar la función del presbítero en la comunidad parroquial, se ilustra la centralidad de Cristo, que siempre debe resaltar en la misión de la Iglesia.

Cristo está presente en su Iglesia del modo más sublime en el santísimo Sacramento del altar. El concilio Vaticano II, en la constitución dogmática Lumen gentium, enseña que el sacerdote in persona Christi celebra el sacrificio de la misa y administra los sacramentos (cf. n. 10). Además, como observaba oportunamente mi venerado predecesor Pablo VI en la carta encíclica Mysterium fidei, inspirándose en el número 7 de la constitución Sacrosanctum Concilium, Cristo está presente a través de la predicación y la guía de los fieles, tareas a las que el presbítero está llamado personalmente (cf. AAS 57 [1965] 762 s).

2. La presencia de Cristo, que así se realiza de manera ordinaria y diaria, hace de la parroquia una auténtica comunidad de fieles. Por tanto, tener un sacerdote como pastor es de fundamental importancia para la parroquia. El título de pastor está reservado específicamente al sacerdote. En efecto, el orden sagrado del presbiterado representa para él la condición indispensable e imprescindible para ser nombrado válidamente párroco (cf. Código de derecho canónico, c. 521, 1). Ciertamente, los demás fieles pueden colaborar activamente con él, incluso a tiempo completo, pero, al no haber recibido el sacerdocio ministerial, no pueden sustituirlo como pastor.

La relación fundamental que tiene con Cristo, cabeza y pastor, como su representación sacramental, determina esta peculiar fisonomía eclesial del sacerdote. En la exhortación apostólica Pastores dabo vobis afirmé que "la relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con Cristo, en el sentido de que la "representación sacramental" de Cristo es la que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia" (n. 16). La dimensión eclesial pertenece a la naturaleza del sacerdocio ordenado. Está totalmente al servicio de la Iglesia, de forma que la comunidad eclesial tiene absoluta necesidad del sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté presente en ella. Si el sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo cristiano ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y pertenece a todo creyente en cuanto injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en cambio, es fruto de una elección, de una vocación específica: "Jesús llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos" (Lc 6,13). Gracias al sacerdocio ministerial los fieles son conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan (cf. Ef Ep 4,11-12), pues el sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y los capacita para "ofrecer sacrificios espirituales" (cf. 1P 2,5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros un don eterno al Padre (cf. 1P 3,18). Sin la presencia de Cristo representado por el presbítero, guía sacramental de la comunidad, esta no sería plenamente una comunidad eclesial.

3. Decía antes que Cristo está presente en la Iglesia de manera eminente en la Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial. Está realmente presente en la celebración del santo sacrificio, así como cuando el pan consagrado se conserva en el tabernáculo "como centro espiritual de la comunidad religiosa y de la parroquial" (Pablo VI, carta encíclica Mysterium fidei , AAS 57 [1965] 772).
Por esta razón, el concilio Vaticano II recomienda que "los párrocos han de procurar que la celebración de la Eucaristía sea el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana" (Christus Dominus CD 30).

364 Sin el culto eucarístico, como su corazón palpitante, la parroquia se vuelve estéril. A este propósito, es útil recordar lo que escribí en la carta apostólica Dies Domini: "Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía" (n. 35). Nada podrá suplirla jamás. Incluso la sola liturgia de la Palabra, cuando es efectivamente imposible asegurar la presencia dominical del sacerdote, es conveniente para mantener viva la fe, pero debe conservar siempre, como meta a la que hay que tender, la regular celebración eucarística.

Donde falta el sacerdote se debe suplicar con fe e insistencia a Dios para que suscite numerosos y santos obreros para su viña. En la citada exhortación apostólica Pastores dabo vobis reafirmé que "hoy la espera suplicante de nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial" (n. 38). El esplendor de la identidad sacerdotal y el ejercicio integral del consiguiente ministerio pastoral, juntamente con el compromiso de toda la comunidad en la oración y en la penitencia personal, constituyen los elementos imprescindibles para una urgente e impostergable pastoral vocacional. Sería un error fatal resignarse ante las dificultades actuales, y comportarse de hecho como si hubiera que prepararse para una Iglesia del futuro imaginada casi sin presbíteros. De este modo, las medidas adoptadas para solucionar las carencias actuales resultarían de hecho seriamente perjudiciales para la comunidad eclesial, a pesar de su buena voluntad.

4. La parroquia es, además, lugar privilegiado del anuncio de la palabra de Dios. Este anuncio se articula en diversas formas, y cada fiel está llamado a participar activamente en él, de modo especial con el testimonio de la vida cristiana y la proclamación explícita del Evangelio, tanto a los no creyentes, para conducirlos a la fe, como a cuantos ya son creyentes, para instruirlos, confirmarlos e impulsarlos a una vida más fervorosa. Por lo que respecta al sacerdote, "anuncia la Palabra en su calidad de "ministro", partícipe de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia" (ib., 26). Y para desempeñar fielmente este ministerio, correspondiendo al don recibido, "debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la palabra de Dios" (ib.). Aunque otros fieles no ordenados lo superaran en elocuencia, esto no anularía el hecho de que es representación sacramental de Cristo, cabeza y pastor, y de esto deriva sobre todo la eficacia de su predicación.
La comunidad parroquial necesita esta eficacia, especialmente en el momento más característico del anuncio de la Palabra por parte de los ministros ordenados: precisamente por esto la proclamación litúrgica del Evangelio y la homilía que la sigue están reservadas ambas al sacerdote.

5. También la función de guiar a la comunidad como pastor, función propia del párroco, deriva de su relación peculiar con Cristo, cabeza y pastor. Es una función que reviste carácter sacramental.
No es la comunidad quien la confía al sacerdote, sino que, por medio del obispo, le viene del Señor. Reafirmar esto con claridad y desempeñar esta función con humilde autoridad constituye un servicio indispensable a la verdad y a la comunión eclesial. La colaboración de otros que no han recibido esta configuración sacramental con Cristo es de desear y, a menudo, resulta necesaria. Sin embargo, estos de ningún modo pueden realizar la tarea de pastor propia del párroco. Los casos extremos de escasez de sacerdotes, que aconsejan una colaboración más intensa y amplia de fieles no revestidos del sacerdocio ministerial en el cuidado pastoral de una parroquia, no constituyen absolutamente excepción a este criterio esencial para la cura de las almas, como lo establece de modo inequívoco la normativa canónica (cf. Código de derecho canónico, c. 517, 2). En este campo, ofrece un camino seguro para seguir la exhortación interdicasterial Ecclesiae de mysterio, hoy muy actual, que aprobé de modo específico.

En el cumplimiento de su deber de guía, con responsabilidad personal, el párroco cuenta ciertamente con la ayuda de los organismos de consulta previstos por el Derecho (cf. Código de derecho canónico, cc. 536-537); pero estos deberán mantenerse fieles a su finalidad consultiva. Por tanto, será necesario abstenerse de cualquier forma que, de hecho, tienda a desautorizar la guía del presbítero párroco, porque se desvirtuaría la fisonomía misma de la comunidad parroquial.

6. Dirijo ahora mi pensamiento, lleno de afecto y gratitud, a los párrocos esparcidos por el mundo, especialmente a los que trabajan en la vanguardia de la evangelización. Los animo a proseguir su difícil tarea, pero verdaderamente valiosa para toda la Iglesia. A cada uno recomiendo recurrir, en el ejercicio del munus pastoral diario, a la ayuda materna de la bienaventurada Virgen María, tratando de vivir en profunda comunión con ella. En el sacerdocio ministerial, como escribí en la Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1979, "se da la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo" (n. 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril de 1979, p. 12). Cuando celebramos la santa misa, queridos hermanos sacerdotes, junto a nosotros está la Madre del Redentor, que nos introduce en el misterio de la ofrenda redentora de su divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam": que este sea nuestro programa diario de vida espiritual y pastoral.

Con estos sentimientos, a la vez que os aseguro mi oración, os imparto a cada uno una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a todos los sacerdotes del mundo.










A UN SIMPOSIO INTERNACIONAL ORGANIZADO


POR LA CONGREGACIÓN PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES


Viernes 23 de noviembre de 2001



1. Me alegra poder dirigiros mi palabra, venerados hermanos, que participáis en el Simposio organizado por la Congregación para las Iglesias orientales con ocasión del décimo aniversario de la entrada en vigor del Código de cánones de las Iglesias orientales. Saludo a todos y a cada uno en particular, comenzando por el prefecto de la Congregación, Su Beatitud el cardenal Ignace Moussa I Daoud, a quien agradezco los sentimientos que ha expresado en nombre de todos los presentes.

365 Quiero reservar una palabra especial de aprecio a cuantos han colaborado en esta iniciativa de profundización científica, preparando su celebración y guiando su desarrollo. En particular, quiero dar las gracias a los miembros del comité científico así como a los relatores, que han dado al Simposio la inestimable contribución de su competencia específica. Asimismo, quiero expresar mi agradecimiento a cuantos con su servicio escondido pero muy valioso han asegurado su éxito.

2. Ayer pedí al señor cardenal secretario de Estado que os anticipara mi saludo juntamente con algunas consideraciones sobre los puntos importantes de la disciplina canónica vigente. Esta mañana quisiera, más bien, reflexionar con vosotros sobre el momento en que se celebra este aniversario. Se siente aún el efecto benéfico del gran jubileo del año 2000, durante el cual Oriente y Occidente se sintieron unidos más estrechamente al celebrar el acontecimiento decisivo del nacimiento de Cristo. Toda la Iglesia, en aquellos meses, se dirigió con particular intensidad de fe y amor hacia Oriente. Yo mismo, interpretando este sentimiento generalizado de los cristianos del mundo entero, peregriné a Tierra Santa. Se trató, en el sentido más profundo, de una peregrinación ad Orientem, es decir, a Cristo, allí donde él se encarnó, "surgiendo de lo alto", como Redentor del hombre y esperanza del mundo: "Orientale Lumen" (cf. carta apostólica Orientale Lumen, 1).

A la luz profética de los acontecimientos jubilares, miramos con esperanza, al inicio del tercer milenio, el camino futuro hacia la unidad plena de los cristianos. Por ello, como sabéis, confío mucho en la contribución de las Iglesias orientales, "deseando que se recupere plenamente el intercambio de dones que enriqueció a la Iglesia del primer milenio" (Novo millennio ineunte
NM 48).

3. Por tanto, vuestro Simposio ha tenido oportunamente presente la necesidad de intensificar las relaciones fraternas con los demás cristianos y, en particular, con las Iglesias ortodoxas. A este respecto, veo con agrado que en el Simposio participa también un representante de esas Iglesias: lo saludo con afecto. Gracias al concilio Vaticano II y al esfuerzo realizado durante estos años, que tantas veces he querido apoyar y animar, "se ha reconocido la gran tradición litúrgica y espiritual de las Iglesias de Oriente, el carácter específico de su desarrollo histórico, las disciplinas observadas por ellas desde los primeros tiempos y sancionadas por los santos Padres y por los concilios ecuménicos, su modo propio de enunciar la doctrina. Todo esto con la convicción de que la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que, por el contrario, aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión" (Ut unum sint UUS 50).
Expreso el deseo de que el camino de reconciliación entre Oriente y Occidente sea para vosotros una preocupación constante y prioritaria, como lo es para el Obispo de Roma.

Desde esta perspectiva, la Providencia me ha concedido dar pasos muy significativos durante los recientes viajes apostólicos a Grecia, Siria, Ucrania, Kazajstán y Armenia. Las celebraciones litúrgicas y los encuentros fraternos, que en esas circunstancias tuve la posibilidad de vivir, constituyen para mí un incesante motivo de consuelo. En ellos he visto cumplirse los deseos del concilio ecuménico Vaticano II, que considera el patrimonio eclesiástico y espiritual de las Iglesias orientales como un bien de toda la Iglesia (cf. Orientalium Ecclesiarum OE 5).

Precisamente para salvaguardar y promover la especificidad de ese patrimonio, el 18 de octubre de 1990 promulgué el Código de cánones de las Iglesias orientales, que entró en vigor el 1 de octubre del año siguiente.

4. En la constitución apostólica Sacri canones expresé el deseo de que, gracias a este instrumento jurídico, las Iglesias orientales gozaran de la "tranquilidad del orden" que ya había deseado con ocasión de la promulgación del nuevo Código latino. Precisé que el orden al que tiende el Código es el que atribuye el primado al amor, a la gracia y al carisma, facilitando su desarrollo orgánico en la vida de los fieles y de toda la comunidad eclesial (cf. AAS 82 [1990] 1042-1043).

Recuerdo haber expresado ese mismo deseo algunos días después ante la VIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, poniendo de relieve que los diversos Cuerpos de leyes que regulan la disciplina eclesiástica, aunque estén articulados en numerosos cánones y párrafos, son sólo una expresión particular del mandamiento del amor que Jesús, nuestro Señor, nos dejó en la última Cena, y que la Iglesia, juntamente con el apóstol san Pablo (cf. Ga Ga 5,14), ha considerado siempre como el mandamiento que resume en sí a todos los demás (cf. n. 5: AAS 83 [1991] 488-489).

Por tanto, me ha complacido mucho saber que este Simposio tiene como tema el lema: "Ius Ecclesiarum, vehiculum caritatis". Este lema sintetiza la comprensión más profunda del legislador eclesiástico en la promulgación de los diversos ordenamientos jurídicos. Me agrada no sólo que se haya comprendido esto, sino también que haya sido puesto de relieve en el logotipo del Simposio, mediante una significativa imagen, inspirada en un mosaico de San Apolinar Nuevo en Rávena, ciudad vinculada a la tradición bizantina. En ella se hallan representadas tres naves, símbolo de las Iglesias particulares que, con las velas desplegadas y con la fuerza del Espíritu Santo, garante de la comunión jerárquica con la Iglesia de Roma, conducen las almas a través del mar de la vida, a menudo borrascoso, al puerto seguro de la salvación eterna.

5. Venerados hermanos, al final de estas breves reflexiones quisiera expresaros la alegría con que he notado que en vuestro Simposio se ha dedicado una relación particular al tema "Theotókos y Código de cánones de las Iglesias orientales". Como bien sabéis, a la Madre de toda la Iglesia encomendé en su momento la preparación de este Código y su promulgación. A ella, concluyendo la Constitución con que lo promulgué, le dirigí entonces una plegaria especial. Renuevo hoy esa plegaria con el mismo fervor: "Ella, con su maternal intercesión, obtenga de su Hijo que este Código llegue a ser instrumento de aquella caridad que, demostrada abundantemente por el Corazón de Cristo traspasado en la cruz por la lanza, según el extraordinario testimonio del santo apóstol Juan, debe estar profundamente arraigada en el alma de todo ser humano" (AAS [1990] 1043).

366 Os imparto a todos mi bendición.








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