Discursos 2003 281

281 Ilustres señores y amables señoras:

1. Os dirijo a todos un cordial saludo, con un pensamiento de gratitud en especial para el honorable Giuseppe Pisanu, quien con oportunas expresiones se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes.

He apreciado mucho el hecho de que, para la Conferencia de ministros del Interior de la Unión europea, se haya elegido como tema: "El diálogo interreligioso, factor de cohesión social en Europa e instrumento de paz en el área mediterránea". Haber dado prioridad a este tema significa reconocer la importancia de la religión, no sólo para la defensa de la vida humana, sino también para la promoción de la paz.

"Las religiones dignas de este nombre -dije al inicio del año 1987 al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede-, las religiones abiertas de las que hablaba Bergson -que no son simples proyecciones de los deseos del hombre, sino una apertura y una sumisión a la voluntad trascendente de Dios, la cual se impone a toda conciencia-, permiten instaurar la paz. (...) Sin el respeto absoluto del hombre, fundado en una visión espiritual del ser humano, no existe paz" (n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 1987, p. 11).

2. Vuestra Conferencia se ha desarrollado desde la perspectiva del objetivo prioritario de los ministros del Interior de la Unión europea, que consiste en la construcción de un espacio de libertad, seguridad y justicia, en el que todos se sientan como en su casa. Esto implica la búsqueda de nuevas soluciones para los problemas relacionados con el respeto a la vida, el derecho de familia y la inmigración; problemas que no sólo deben considerarse desde la perspectiva europea, sino también en el marco del diálogo con los países del área mediterránea.
La anhelada cohesión social requerirá aún más la solidaridad fraterna que deriva de la conciencia de formar una sola familia de personas llamadas a construir un mundo más justo y fraterno. Esta conciencia ya estaba presente, en cierto modo, en las antiguas religiones de Egipto y Grecia, que tuvieron su cuna en el Mediterráneo, pero también, y sobre todo, en las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. A este propósito, no podemos por menos de constatar, con cierta tristeza, que los fieles de estas tres religiones, cuyas raíces históricas están en el Oriente Próximo, aún no han entablado entre sí una convivencia plenamente pacífica precisamente donde nacieron. Jamás serán demasiados los esfuerzos encaminados a crear las condiciones para un diálogo franco y una cooperación solidaria entre todos los creyentes en un único Dios.

3. En el seno de Europa, nacida del encuentro de diversas culturas con el mensaje cristiano, está aumentando, a causa de la inmigración, la presencia de varias tradiciones culturales y religiosas. No faltan experiencias de fructuosa colaboración, y los esfuerzos actuales con vistas a un diálogo intercultural e interreligioso hacen vislumbrar una perspectiva de unidad en la diversidad, que permite mirar con esperanza al futuro.

Esto no excluye un reconocimiento adecuado, también legislativo, de las tradiciones religiosas específicas en las que cada pueblo está arraigado, y con las que a menudo se identifica de modo peculiar. La garantía y la promoción de la libertad religiosa constituyen un "test" del respeto de los otros derechos y se realizan a través de la previsión de una adecuada disciplina jurídica para las diversas confesiones religiosas, como garantía de su identidad respectiva y de su libertad.

El reconocimiento del patrimonio religioso específico de una sociedad requiere el reconocimiento de los símbolos que lo distinguen. Si, en nombre de una incorrecta interpretación del principio de igualdad, se renunciara a expresar esa tradición religiosa y sus respectivos valores culturales, la fragmentación de las actuales sociedades multiétnicas y multiculturales podría transformarse fácilmente en un factor de inestabilidad y, por tanto, de conflicto. La cohesión social y la paz no pueden alcanzarse suprimiendo las peculiaridades religiosas de cada pueblo: este propósito, además de vano, resultaría poco democrático, porque es contrario al alma de las naciones y a los sentimientos de la mayoría de sus poblaciones.

4. Después de acontecimientos dramáticos como los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, también los representantes de numerosas religiones han multiplicado las iniciativas en favor de la paz. La Jornada de oración que promoví en Asís, el 24 de enero de 2002, concluyó con una declaración de los líderes religiosos presentes, definida por algunos "el decálogo de Asís". Nos comprometimos, entre otras cosas, a extirpar las causas del terrorismo, fenómeno que contrasta con el auténtico espíritu religioso; a defender el derecho de toda persona a una existencia digna según su propia identidad cultural y a formar libremente una familia; a mantenerse en el esfuerzo común por vencer el egoísmo y el abuso, el odio y la violencia, aprendiendo de la experiencia del pasado que la paz sin la justicia no es verdadera paz.

A los representantes de las religiones presentes en Asís les expresé mi convicción de que "Dios mismo ha puesto en el corazón humano un estímulo instintivo a vivir en paz y armonía. Es un anhelo más íntimo y tenaz que cualquier instinto de violencia" (Discurso al final del acto de presentación de los testimonios por la paz, 24 de enero de 2002, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de febrero de 2002, p. 6). Por eso, "las tradiciones religiosas poseen los recursos necesarios para superar las divisiones y fomentar la amistad recíproca y el respeto entre los pueblos. (...) Quien utiliza la religión para fomentar la violencia contradice su inspiración más auténtica y profunda" (ib., n. 4).

282 5. A pesar de que se han producido a veces fracasos en las iniciativas de paz, es preciso seguir esperando. El diálogo en todos los niveles -económico, político, cultural y religioso- dará sus frutos. La confianza de los creyentes se funda no sólo en los recursos humanos, sino también en Dios omnipotente y misericordioso. Él es la luz que ilumina a todo hombre. Todos los creyentes saben que la paz es don de Dios y tiene en él su verdadero manantial. Sólo él puede darnos la fuerza para afrontar las dificultades y perseverar en la esperanza de que el bien triunfará.

Con estas convicciones, que sé que compartís, deseo pleno éxito para los trabajos de la Conferencia e invoco sobre todos la bendición de Dios omnipotente.







MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


CON OCASIÓN DEL CENTENARIO


DE LA MUERTE DE LEÓN XIII




Venerados hermanos;
ilustres señores y amables señoras:

1. Muy oportunamente el Comité pontificio de ciencias históricas ha querido recordar el centenario de la muerte del Papa León XIII, de venerada memoria. En efecto, este ilustre predecesor mío no se limitó a fundar la Comisión cardenalicia para la promoción de los estudios históricos, de la que surgió el actual Comité pontificio de ciencias históricas, sino que también dio un impulso eficaz a las ciencias históricas mediante la apertura del Archivo secreto vaticano y de la Biblioteca apostólica vaticana a los investigadores.

Por tanto, me alegra esta iniciativa y os saludo de buen grado a cada uno de vosotros, que durante estos días habéis querido rendir homenaje a la memoria de un Pontífice tan clarividente, poniendo de relieve sus méritos en particular en el campo de las disciplinas históricas.

2. Como es sabido, la influencia de León XIII se extendió eficazmente a los diversos ámbitos de la acción pastoral y del compromiso cultural de la Iglesia. En ocasiones anteriores ya he hablado varias veces sobre algunos de ellos. Pienso, por ejemplo, en la atención que el Papa Pecci prestó a los problemas emergentes en el campo social durante la segunda mitad del siglo XIX, atención que expresó de modo especial en la carta encíclica Rerum novarum. A este tema de la doctrina social de la Iglesia dediqué, a mi vez, la encíclica Centesimus annus, con amplias referencias a aquel documento fundamental (cf. nn. 4-11).

Conviene recordar, además, el fuerte impulso que León XIII dio a la renovación de los estudios filosóficos y teológicos, en particular con la publicación de la carta encíclica Aeterni Patris, con la que contribuyó también de modo significativo al desarrollo del neotomismo. Precisamente a este aspecto particular de su magisterio me referí en la encíclica Fides et ratio (cf. nn. 57-58).

Por último, no hay que olvidar su profunda devoción mariana y su sensibilidad pastoral por las formas tradicionales de piedad popular hacia la Virgen santísima, en particular por el rosario. Lo subrayé en la reciente carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, en la que recordé su encíclica Supremi apostolatus officio y sus otras numerosas intervenciones sobre esta oración, que recomendó "como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad" (n. 2).

3. Sin perder de vista este amplio contexto teológico, cultural y pastoral en el que se desarrolló la acción del Papa León XIII, el actual Congreso me brinda la grata oportunidad de considerar la influencia de ese gran Pontífice en el ámbito de los estudios históricos.

Como León XIII, también yo estoy personalmente convencido de que conviene a la Iglesia iluminar, en la medida que sea posible, mediante los instrumentos de las ciencias, la verdad plena sobre sus dos mil años de historia.

283 Ciertamente, a los historiadores no sólo se les pide que apliquen escrupulosamente todos los instrumentos de la metodología histórica, sino también que presten una atención consciente a la ética científica, que debe distinguir siempre sus investigaciones. En su conocido documento Saepenumero considerantes, León XIII dirigió a los estudiosos de la historia una famosa advertencia de Cicerón: "Primam esse historiae legem ne quid falsi dicere audeat, deinde ne quid veri non audeat; ne qua suspicio gratiae sit in scribendo, ne qua simultatis" (Leonis XIII Acta , III, III 268,0).

Estas palabras de gran sabiduría impulsan al historiador a no ser ni acusador ni juez del pasado, sino a esforzarse pacientemente por comprenderlo todo con la máxima penetración y amplitud, para delinear un cuadro histórico lo más fiel posible a la verdad de los hechos.
4. Varias veces, durante estos años, he puesto de relieve la necesidad de la "purificación de la memoria" como premisa indispensable para un orden internacional de paz (cf., por ejemplo, el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1997, n. 3).

Quienes investigan sobre las raíces de los conflictos existentes en diversas partes del planeta descubren que incluso en la actualidad siguen experimentándose las consecuencias funestas de hechos que se remontan a los siglos pasados. A menudo -y esto hace que la situación sea más compleja- esos recuerdos "contaminados" se han convertido incluso en puntos de cristalización de la identidad nacional y, en algunos casos, también de la religiosa. Por eso, es preciso renunciar a cualquier instrumentalización de la verdad. El amor de los historiadores a su propio pueblo, a su propia comunidad, incluso religiosa, no debe entrar en competición con el rigor de la verdad elaborada científicamente. A partir de aquí comienza el proceso de purificación de la memoria.

5. La invitación a respetar la verdad histórica no supone, obviamente, que el estudioso abdique de su orientación o abandone su identidad. De él se espera sólo la disponibilidad a comprender y la renuncia a expresar un juicio apresurado o, incluso, partidista.

En efecto, en el estudio de la historia no se pueden aplicar automáticamente al pasado criterios y valores adquiridos sólo después de un proceso secular. Por el contrario, es importante esforzarse ante todo por remontarse al contexto sociocultural de la época, para comprender lo que sucedió a partir de las motivaciones, las circunstancias y las consecuencias del período analizado. Los acontecimientos históricos son el resultado de tramas complejas entre la libertad humana y los condicionamientos personales y estructurales. Es preciso tener presente todo esto cuando se quiere "purificar la memoria".

6. De estas reflexiones, ilustres señores y amables señoras, deriva con claridad que es necesario, en primer lugar, reconciliarse con el pasado, antes de comenzar un proceso de reconciliación con otras personas o comunidades. Este esfuerzo de purificar la propia memoria implica tanto para las personas como para los pueblos el reconocimiento de los errores efectivamente cometidos y por los que es justo pedir perdón: "No se puede permanecer prisioneros del pasado", advertí en el Mensaje citado (n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1996, p. 10). Esto exige a veces mucha valentía y abnegación. Pero es el único camino por el que los grupos sociales y las naciones, liberados del lastre de antiguos resentimientos, pueden unir sus fuerzas con fraterna y recíproca lealtad, para crear un futuro mejor para todos.

Ojalá que esto suceda siempre. Este es el deseo que confirmo con un recuerdo particular en la oración. Al renovaros a cada uno mi vivo agradecimiento por el servicio que prestáis a la Iglesia, os expreso mis mejores deseos en el Señor y os bendigo de corazón a todos.
Vaticano, 28 de octubre de 2003









                                                                       Noviembre de 2003



MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PROMOCIÓN


DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS




Al venerado hermano
284 Cardenal WALTER KASPER
presidente del Consejo pontificio
para la promoción de la unidad de los cristianos

1. Con este mensaje me dirijo a usted de buen grado para pedirle que transmita mi saludo a los miembros, a los consultores y a los oficiales del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos con ocasión de su asamblea plenaria. Muchos de los participantes en ese importante acontecimiento se asocian por primera vez a la misión confiada al Consejo pontificio, y comienzan así a compartir de modo directo la "pasión" por la unidad de todos los discípulos de Cristo.

Que los discípulos sean "uno" fue la oración que Cristo elevó al Padre la víspera de su Pasión (cf. Jn
Jn 17,20-23). Es una oración que nos compromete, constituyendo una tarea imprescindible para la Iglesia, la cual se siente llamada a gastar todas sus energías para apresurar su realización. En efecto, "querer la unidad significa querer a la Iglesia; querer a la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo: ut unum sint" (Ut unum sint UUS 9).

2. Estoy seguro de que los cardenales, los arzobispos y los obispos, así como los expertos en las diversas disciplinas, reunidos en asamblea plenaria, son totalmente conscientes de la urgencia con la que la Iglesia debe llevar adelante la tarea del restablecimiento de la comunión plena entre los cristianos. Por otra parte, de todos es conocido el empeño con el que mis predecesores trabajaron y oraron para alcanzar este objetivo. Yo mismo he afirmado muchas veces que el movimiento encaminado al restablecimiento de la unidad de todos los cristianos es uno de los grandes compromisos pastorales de mi pontificado. Hoy, a veinticinco años de mi elección a la Sede de Pedro, doy gracias al Señor porque puedo constatar que en el camino ecuménico, aunque sea con vicisitudes alternas, se han dado pasos importantes y significativos hacia la meta.

3. Ciertamente, el camino ecuménico no es fácil. A medida que avanzamos, se descubren más fácilmente los obstáculos, y su dificultad se percibe con más claridad. El mismo objetivo declarado de los diferentes diálogos teológicos, en los que la Iglesia católica está comprometida con las demás Iglesias y comunidades eclesiales, en ciertos casos parece incluso más problemático. La perspectiva de la plena comunión visible puede producir a veces fenómenos y reacciones dolorosas en quienes quieren acelerar a toda costa el proceso, o en quienes se desalientan por el largo camino que queda aún por recorrer. Sin embargo, nosotros, en la escuela del ecumenismo, estamos aprendiendo a vivir con humilde confianza este período intermedio, con la certeza de que, en cualquier caso, es un período sin retorno.

Queremos superar juntos contrastes y dificultades, queremos reconocer juntos incumplimientos y atrasos en lo que se refiere a la unidad, queremos restablecer el deseo de la reconciliación donde parece amenazado por la desconfianza y la sospecha. Todo esto sólo puede hacerse, dentro de la misma Iglesia católica y en su acción ecuménica, partiendo de la convicción de que no hay otra opción, puesto que "el movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es sólo un mero "apéndice", que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción" (Ut unum sint UUS 20).

4. Como un faro que guía entre las sombras de las divisiones heredadas, desde hace tantos siglos, de pecados contra la unidad, permanece la inquebrantable esperanza de que el Espíritu de Cristo nos sostendrá en este camino, sanando nuestras debilidades y reticencias, y enseñándonos a vivir plenamente el mandamiento del amor: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35).

La fuerza del amor nos impulsa a unos hacia otros y nos ayuda a predisponernos a la escucha, al diálogo, a la conversión y a la renovación (cf. Unitatis redintegratio UR 1). En este preciso contexto se inserta muy oportunamente el tema principal de esta asamblea plenaria del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos: La espiritualidad ecuménica.

5. A lo largo de los años, se han emprendido muchas iniciativas para estimular la oración de los cristianos. En la encíclica Ut unum sint escribí: "En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo" (n. 22). Entre esas iniciativas, la "Semana de oración por la unidad de los cristianos" merece ser impulsada de modo especial. Yo mismo he exhortado muchas veces para que se convierta en una práctica generalizada y seguida por doquier, no como algo rutinario, sino animada constantemente por el deseo sincero de un compromiso cada vez más amplio en favor del restablecimiento de la unidad de todos los bautizados. Más aún, también he impulsado de muchos modos a los fieles de la Iglesia católica a no olvidarse, en su relación diaria con Dios, de hacer suya la oración por la unidad de los cristianos. Por tanto, me siento profundamente agradecido a cuantos han secundado esta preocupación mía y han hecho de la oración por la unidad de los cristianos una preocupación constante de su diálogo con el Señor.

285 A cuarenta años de la celebración del concilio Vaticano II, cuando muchos de los pioneros del ecumenismo ya han entrado en la casa del Padre, nosotros, mirando el camino realizado, podemos reconocer que se ha recorrido un trecho considerable y que nos hemos adentrado en el corazón mismo de las divisiones, donde son más dolorosas. Esto ha sucedido, sobre todo, gracias a la oración. Por tanto, debemos constatar una vez más la "primacía" que se debe atribuir al compromiso de la oración. Sólo una intensa espiritualidad ecuménica, vivida con docilidad a Cristo y con plena disponibilidad a las mociones del Espíritu, nos ayudará a vivir con el impulso necesario este período intermedio, durante el cual debemos evaluar nuestros progresos y nuestras derrotas, las luces y las sombras de nuestro camino de reconciliación.

6. Deseo, señor cardenal, que la asamblea plenaria del Consejo pontificio suscite intuiciones nuevas para ampliar y consolidar más profundamente la espiritualidad ecuménica en el corazón de todos. Esto constituirá el antídoto eficaz contra cualquier desaliento, duda o vacilación. Realmente, el sacrificio más agradable que se puede ofrecer a Dios es la paz y la concordia fraterna de los cristianos; es el espectáculo de un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. san Cipriano, De dominica oratione, 23: PL 4, 536).

A todos imparto mi bendición.

Vaticano, 3 de noviembre de 2003










A LOS MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN JUAN PABLO II


Martes 4 de noviembre de 2003

Doy mi cordial bienvenida a todos los presentes. Agradezco a los queridos arzobispos las amables palabras que me han dirigido. Saludo a los peregrinos de la archidiócesis de Gdansk, que, siguiendo una tradición ya consolidada, me acompañan en el día de mi patrono, san Carlos Borromeo. Saludo también a los peregrinos de las diócesis de Gniezno y Tarnów, juntamente con sus pastores. Muchas gracias por vuestra presencia. Mi cordial agradecimiento va a todos los artistas, que han preparado este hermoso programa.


De modo particular, deseo saludar a los miembros y a los amigos de la Fundación Juan Pablo II, que ha organizado esta solemne velada. Les estoy agradecido, porque es una ocasión para encontrarme con el numeroso grupo de mis compatriotas, tanto los que viven en Roma como los que vienen de diversas partes del mundo. Desde hacía mucho tiempo no se celebraba un encuentro como este. En cierto sentido, forma parte de los objetivos que la Fundación se propuso hace veinte años.

En efecto, como establece el Estatuto original, la finalidad de la Fundación es la actividad religiosa, cultural, científica, pastoral y caritativa en favor de los polacos que viven en la patria y de los que han emigrado, para facilitar la consolidación de los vínculos tradicionales existentes entre la nación polaca y la Santa Sede, y promover la difusión del patrimonio de la cultura cristiana polaca y la profundización del estudio de la doctrina de la Iglesia. Hoy el ámbito de la actividad de la Fundación se ha ampliado, de modo que posee carácter internacional. Sin embargo, no podemos olvidar las raíces polacas. Habéis hecho bien en recordarlas hoy de este modo poético.

Están presentes hoy aquí los amigos de la Fundación de Estados Unidos y de Indonesia. Quiero saludarlos cordialmente y expresarles mi gratitud porque colaboran de buen grado y con generosidad en esta obra. Os doy las gracias no sólo porque sostenéis materialmente la Fundación, sino también porque lleváis a cabo iniciativas de carácter religioso y cultural, que se convierten en ocasión de evangelización y difusión de una cultura impregnada de espíritu cristiano. Dios os bendiga.

Saludo también a los amigos de la Fundación que han venido de Francia. Sé cuánto bien se realiza gracias a vuestro compromiso, a vuestro testimonio de fe y a vuestra adhesión al Sucesor de Pedro. Os agradezco la ayuda que dais a la Fundación y a todos los que se benefician de sus iniciativas. Pido a Dios que os sostenga con su gracia y con su bendición.

Saludo cordialmente a los huéspedes que han venido de Roma y de Italia. Constato con gratitud que en este país la Fundación puede desarrollar su actividad en un clima de benevolencia y de apoyo. Expreso en particular al señor cardenal Camillo Ruini y a la Conferencia episcopal italiana mi agradecimiento por la ayuda material en la obra de instrucción de los jóvenes de los países del ex bloque oriental, que estudian en Lublin, Varsovia y Cracovia. Es una expresión significativa de la solidaridad de la Iglesia en Italia con las Iglesias que siguen sanando las heridas de la época pasada. Que Dios recompense vuestra bondad.

286 Hoy, junto con vosotros, doy gracias a Dios por todo el bien que a lo largo de veintidós años se ha realizado por iniciativa de la Fundación. Gracias al esfuerzo desinteresado de numerosas personas, miles de peregrinos que llegan a Roma desde varias partes del mundo han podido encontrar asistencia espiritual y la ayuda necesaria de todo tipo. He podido encontrarme personalmente con muchos de ellos. Me daba siempre mucha alegría su testimonio de fe y su oración. Los numerosos testimonios de unión espiritual con el Sucesor de Pedro han sido para mí fuente de aliento y de fuerza. Confío en que la Fundación siga sosteniendo a todos los que llegan a la ciudad eterna para fortalecer su fe en Cristo y en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

La Fundación ha asumido el compromiso de la preservación de los documentos relativos al pontificado y a la difusión de la enseñanza del magisterio de la Iglesia. Es necesario que este patrimonio, acumulado por gracia divina en este tiempo, se conserve para las generaciones futuras. En el último cuarto de siglo se han producido numerosos y significativos acontecimientos en la Iglesia y en el mundo, que muestran que nuestras acciones humanas, aunque sean torpes, se insertan en el plan de la bondad divina y dan frutos que debemos a su gracia. Esos acontecimientos no pueden olvidarse. Que su recuerdo forme la identidad cristiana de las generaciones futuras y sea motivo de acción de gracias a Dios por su bondad.

No se puede por menos de mencionar los éxitos de la Fundación en el campo de la difusión de la cultura cristiana. Gracias al esfuerzo de los hombres de ciencia y al apoyo material de la Fundación, han aparecido numerosas y valiosas publicaciones, que ponen al alcance de los hombres de hoy los secretos de la historia, el desarrollo de la filosofía y la teología. Pero la obra más valiosa es la que deja para siempre una huella en el corazón y en la mente de los jóvenes. Gracias a la Fundación, centenares de estudiantes de los países ex comunistas han podido gozar de becas y terminar en Polonia sus estudios en diversas disciplinas. Vuelven a sus países de origen para servir allí con su ciencia y con su testimonio de fe a quienes durante años estuvieron privados del acceso a la ciencia y a la cultura entendida en sentido amplio, al mensaje del Evangelio. Algunas veces me he encontrado con esos jóvenes, y siempre me han dado la impresión de que constituyen un tesoro del que podemos estar orgullosos.

Han pasado veintidós años desde el 16 de octubre de 1981, día en que firmé el primer Estatuto de la Fundación. Aquel documento, en el que se definieron tanto las finalidades como los medios de la Fundación, a lo largo de los años ha puesto las bases para desarrollar numerosas iniciativas de índole religiosa, cultural y pastoral, que han dado grandes frutos. Sin embargo, la experiencia adquirida durante estos dos decenios ha mostrado la necesidad de adaptar el Estatuto de la Fundación a los desafíos actuales. Por eso, el consejo de la Fundación ha presentado un proyecto de cambios en el Estatuto que yo, conservando la validez del decreto de fundación, aprobé y confirmé el pasado 16 de octubre, exactamente veintidós años después de la institución de la Fundación. En este solemne momento quiero entregar al presidente del consejo de la Fundación, arzobispo Szczepan Wesoly, el nuevo decreto, en virtud del cual desde hoy entrará en vigor el Estatuto renovado de la Fundación. Ojalá que ayude a cumplir de modo más eficaz las finalidades que guiaron a los fundadores al inicio de este pontificado.

Os agradezco una vez más a todos la benevolencia. Os pido que recéis y perseveréis en hacer el bien. Os bendigo de corazón a todos: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.







ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LA PRESIDENTA DE IRLANDA


Jueves 6 de noviembre de 2003

Señora presidenta:

Me complace darle la bienvenida al Vaticano, con ocasión de su visita a Roma para las celebraciones del aniversario del Pontificio Colegio Irlandés. Aprovecho esta oportunidad para expresarle mi profundo afecto por el pueblo irlandés y le pido que tenga la amabilidad de transmitirle el saludo cordial del Papa y la seguridad de sus oraciones. Irlanda, con su rica historia cristiana y su excepcional patrimonio de valores espirituales y culturales, tiene un papel esencial que desempeñar en la construcción de la nueva Europa y en la afirmación de su identidad más profunda
.Espero que el mensaje evangélico proporcione continua inspiración y aliento a todos los que están comprometidos en el desarrollo de Irlanda a lo largo del camino de la justicia y la solidaridad, y, sobre todo, en la gran tarea de la reconciliación nacional. Con mi bendición apostólica.







DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN UN SEMINARIO


ORGANIZADO POR LA FUNDACIÓN ROBERT SCHUMAN


Viernes 7 de noviembre de 2003



Señor presidente;
287 distinguidos señores y señoras:

1. Me complace daros la bienvenida con ocasión de este seminario organizado por la Fundación Robert Schuman. Os saludo cordialmente a todos, expresando mi gratitud en particular al señor Jacques Santer, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos de respeto y estima.

Como cristianos comprometidos en la vida pública, os habéis reunido para reflexionar en las perspectivas que se abren actualmente ante Europa. La "nueva" Europa que se está construyendo ahora desea con razón convertirse en un "edificio" sólido y armonioso. Esto exige encontrar el justo equilibrio entre el papel de la Unión y el de los Estados miembros, y entre los inevitables desafíos que la globalización plantea al continente y el respeto de sus características históricas y culturales, de las identidades nacionales y religiosas de sus pueblos, y de las contribuciones específicas que puede dar cada uno de los países miembros. También implica la construcción de un "edificio" que sea acogedor con respecto a los demás países, comenzando por sus vecinos más cercanos, y una "casa" abierta a formas de cooperación que no sean sólo económicas, sino también sociales y culturales.

2. Para que esto suceda, es necesario que Europa reconozca y preserve su patrimonio más precioso, formado por los valores que han garantizado y siguen garantizando su influencia providencial en la historia de la civilización. Estos valores conciernen, sobre todo, a la dignidad de la persona humana, al carácter sagrado de la vida humana, al papel central de la familia fundada en el matrimonio, la solidaridad, la subsidiariedad, el respeto de la ley y la sana democracia.

Muchas son las raíces culturales que han contribuido a la consolidación de estos valores, pero es innegable que el cristianismo ha sido la fuerza capaz de promoverlos, conciliarlos y consolidarlos. Por esta razón, parece lógico que el futuro tratado constitucional europeo, que aspira a realizar la "unidad en la diversidad" (cf. Preámbulo, 5), debería hacer mención explícita de las raíces cristianas del continente. Una sociedad que olvida su pasado está expuesta al riesgo de no ser capaz de afrontar su presente y, peor aún, de llegar a ser víctima de su futuro.

A este respecto, me complace constatar que muchos de vosotros venís de países que se están preparando para entrar en la Unión, a los que el cristianismo ha proporcionado a menudo ayuda decisiva en el camino hacia la libertad. Desde este punto de vista, también podéis ver fácilmente cuán injusto sería que la Europa actual ocultara la contribución fundamental que han dado los cristianos a la caída de todo tipo de regímenes opresivos y a la construcción de la auténtica democracia.

3. En mi reciente exhortación apostólica Ecclesia in Europa no pude dejar de destacar, con tristeza, cómo este continente trágicamente parece estar sufriendo una profunda crisis de valores (cf. n. 108), que al final ha desembocado en una crisis de identidad.

Me complace señalar aquí cuánto puede hacerse, desde este punto de vista, mediante una participación responsable y generosa en la vida "política" y, en consecuencia, en las numerosas y variadas actividades económicas, sociales y culturales que pueden emprenderse con vistas a la promoción del bien común de una manera orgánica e institucional. A este respecto, conocéis bien las palabras de mi predecesor el Papa Pablo VI: "La política ofrece un camino serio (...) para cumplir el deber grave que el cristiano tiene de servir a los demás" (Octogesima adveniens, 46).

Las quejas expresadas a menudo con respecto a la actividad política no justifican una actitud de escepticismo y falta de compromiso por parte del católico, que, por el contrario, tiene el deber de asumir su responsabilidad con vistas al bienestar de la sociedad. No basta reclamar la construcción de una sociedad justa y fraterna. También es preciso trabajar de un modo comprometido y competente por la promoción de los valores humanos perennes en la vida pública, de acuerdo con los métodos correctos propios de la actividad política.

4. El cristiano también debe asegurar que la "sal" de su compromiso cristiano no pierda su "sabor", y que la "luz" de sus ideales evangélicos no quede oscurecida a causa del pragmatismo o, peor aún, del utilitarismo. Por esta razón, debe profundizar en su conocimiento de la doctrina social cristiana, esforzándose por asimilar sus principios y aplicarla con sabiduría donde sea necesario.

Esto exige una seria formación espiritual, que se alimente de la oración. Una persona superficial, tibia o indiferente, o que se preocupe excesivamente por el éxito y la popularidad, jamás será capaz de ejercer adecuadamente su responsabilidad política.

288 Vuestra Fundación puede encontrar en quien le ha dado su nombre, Robert Schuman, un significativo modelo para inspirarse. Dedicó su vida política al servicio de los valores fundamentales de la libertad y la solidaridad, entendidos plenamente a la luz del Evangelio.

5. Queridos amigos, en estos días, durante los cuales estáis reflexionando sobre Europa, es natural recordar que entre los principales promotores de la reunificación de este continente hubo hombres inspirados por una profunda fe cristiana, como Adenauer, De Gasperi y Schuman. ¿Cómo podemos subestimar, por ejemplo, el hecho de que, en 1951, antes de comenzar las delicadas negociaciones que llevarían a la adopción del Tratado de París, desearon encontrarse en un monasterio benedictino a orillas del Rhin para meditar y orar?

También vosotros no sólo tenéis la responsabilidad de preservar y defender, sino también de desarrollar y reforzar la herencia espiritual y política legada por esas grandes figuras. A la vez que expreso esta esperanza, os imparto cordialmente a vosotros y a vuestras familias mi bendición apostólica.








Discursos 2003 281