Discursos 2004



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Enero de 2004




A UN GRUPO DE RECTORES Y PROFESORES POLACOS


Jueves 8 de enero de 2004



Querido señor cardenal;
amables señores y señoras:

Doy una cordial bienvenida a todos. Me alegra poder acoger a representantes tan ilustres de los ámbitos universitarios de Wroclaw y Opole. Os agradezco vuestra presencia y vuestra benevolencia.

Acepto con gratitud el don con el que vuestros ateneos han querido honrarme. Lo acojo como expresión de reconocimiento, pero sobre todo como signo elocuente del vínculo que une cada vez más a la Iglesia y al mundo de la ciencia en Polonia. Parece que, gracias a Dios, ya ha quedado superado el tiempo en que, por razones ideológicas, se trató de dividir, más aún, en cierto modo, de contraponer a estas dos fuentes de crecimiento espiritual del hombre y de la sociedad. Yo he vivido personalmente esa situación de un modo muy especial. Si hoy recordamos el 50° aniversario de mi discurso para la habilitación a la cátedra de libre docencia, no conviene olvidar que esa habilitación fue la última conseguida en la facultad de teología de la Universidad Jaguellónica, pues poco después fue suprimida por las autoridades comunistas. Se trató de un acto premeditado para dividir a las instituciones, pero también se quería contraponer la razón y la fe. No hablo aquí de la distinción que surgió en la última fase de la Edad Media sobre la base de la autonomía de las ciencias, sino de la separación que se impuso violentando el patrimonio espiritual de la nación.

Con todo, siempre he tenido la convicción de que, en definitiva, esos intentos no conseguirían su objetivo. Esta convicción se afianzaba en mí gracias a los encuentros que celebraba personalmente con los hombres de ciencia, con los profesores de las diversas materias, los cuales me atestiguaban su profundo deseo de diálogo y de búsqueda común de la verdad. Expresé esta convicción también como Papa, cuando escribí: "La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad" (Fides et ratio FR 1).

Vuestra presencia aquí me infunde la esperanza de que ese diálogo vivificante continuará y que ninguna de las actuales ideologías logrará interrumpirlo. Con esta esperanza miro a todas las universidades, a las academias y a las escuelas superiores. Deseo que las grandes posibilidades intelectuales y espirituales del mundo científico polaco encuentren un apoyo material adecuado, de forma que puedan ser apreciadas y conocidas en el mundo con vistas al bien común. Os doy las gracias una vez más. Os pido que transmitáis mi saludo a vuestras comunidades académicas. ¡Que Dios os bendiga!





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A UN SIMPOSIO SOBRE LA DIGNIDAD


Y LOS DERECHOS DE LOS DISCAPACITADOS MENTALES




A los participantes
en el simposio internacional sobre
"Dignidad y derechos de la persona con discapacidad mental"

2 1. Habéis venido a Roma, ilustres señoras y señores, expertos en ciencias humanas y teológicas, sacerdotes, religiosos, laicos y laicas comprometidos en la vida pastoral, para estudiar los delicados problemas planteados por la educación humana y cristiana de las personas con discapacidad mental. Este simposio, organizado por la Congregación para la doctrina de la fe, se presenta como la clausura ideal del Año europeo de las personas discapacitadas y se sitúa en la línea de una enseñanza eclesial ya muy rica y abundante, a la que corresponde un compromiso activo y amplio del pueblo de Dios en varios niveles y en sus diversas articulaciones.

2. El punto de partida de toda reflexión sobre la discapacidad radica en los principios fundamentales de la antropología cristiana: la persona discapacitada, aunque se encuentre debilitada en la mente o en sus capacidades sensoriales e intelectivas, es un sujeto plenamente humano, con los derechos sagrados e inalienables propios de toda criatura humana. En efecto, el ser humano, independientemente de las condiciones en las que se desarrolla su vida y de las capacidades que puede expresar, posee una dignidad única y un valor singular desde el inicio de su existencia hasta el momento de la muerte natural. La persona del discapacitado, con todas las limitaciones y los sufrimientos que la caracterizan, nos obliga a interrogarnos, con respeto y sabiduría, sobre el misterio del hombre. En efecto, cuanto más nos adentremos en las zonas oscuras y desconocidas de la realidad humana, tanto mejor comprenderemos que, precisamente en las situaciones más difíciles e inquietantes, emerge la dignidad y la grandeza del ser humano. La humanidad herida del discapacitado nos exige reconocer, acoger y promover en cada uno de estos hermanos y hermanas nuestros el valor incomparable del ser humano creado por Dios para ser hijo en el Hijo.

3. La calidad de vida dentro de una comunidad se mide, en gran parte, por el compromiso en la asistencia a los más débiles y a los más necesitados, y por el respeto a su dignidad de hombres y mujeres. El mundo de los derechos no puede ser sólo prerrogativa de los sanos. También es preciso ayudar a la persona discapacitada a participar, en la medida de sus posibilidades, en la vida de la sociedad, y a desarrollar todas sus potencialidades físicas, psíquicas y espirituales. Una sociedad sólo puede afirmar que está fundada en el derecho y en la justicia si en ella se reconocen los derechos de los más débiles: el discapacitado no es persona de un modo diverso de los demás; por eso, al reconocer y promover su dignidad y sus derechos, reconocemos y promovemos la dignidad y los derechos nuestros y de cada uno de nosotros.

Una sociedad que sólo se interesara por los miembros plenamente funcionales, del todo autónomos e independientes, no sería una sociedad digna del hombre. La discriminación basada en la eficiencia no es menos censurable que la que se realiza basándose en la raza, en el sexo o en la religión. Una forma sutil de discriminación está presente también en las políticas y en los proyectos educativos que tratan de ocultar y negar las deficiencias de la persona discapacitada, proponiendo estilos de vida y objetivos que no corresponden a su realidad y, en fin de cuentas, son frustrantes e injustos. En efecto, la justicia exige ponerse atenta y amorosamente a la escucha de la vida del otro y responder a las necesidades individuales y diversas de cada uno, teniendo en cuenta sus capacidades y sus límites.

4. La diversidad debida a la discapacidad puede integrarse en la individualidad respectiva e irrepetible, y a ello deben contribuir los familiares, los profesores, los amigos y la sociedad entera. Por tanto, para la persona discapacitada, como para cualquier otra persona humana, no es importante hacer lo que hacen los demás, sino hacer lo que es verdaderamente un bien para ella, desarrollar cada vez más sus cualidades y responder con fidelidad a su vocación humana y sobrenatural.

Por consiguiente, además del reconocimiento de los derechos, es preciso un compromiso sincero de todos para crear condiciones concretas de vida, estructuras de apoyo y defensas jurídicas capaces de responder a las necesidades y a las dinámicas de crecimiento de la persona discapacitada y de los que comparten su situación, comenzando por sus familiares. Por encima de cualquier otra consideración o interés particular o de grupo, es necesario tratar de promover el bien integral de estas personas; no se les puede negar el apoyo y la protección necesarios, aunque ello conlleve un coste económico y social mayor. Las personas con discapacidad mental necesitan, quizá más que otros enfermos, atención, afecto, comprensión y amor: no se las puede dejar solas, casi desarmadas e inermes, en la difícil tarea de afrontar la vida.

5. A este propósito, merece particular atención el cuidado de las dimensiones afectiva y sexual de la persona discapacitada. Se trata de un aspecto a menudo descuidado o afrontado de modo superficial y reductivo o, incluso, ideológico. En cambio, la dimensión sexual es una de las dimensiones constitutivas de la persona, la cual, en cuanto creada a imagen de Dios amor, está originariamente llamada a realizarse en el encuentro y en la comunión. La educación afectivo-sexual de la persona discapacitada se funda en la convicción de que necesita afecto, por lo menos como cualquier otra. También ella necesita amar y ser amada; necesita ternura, cercanía, intimidad.
Lamentablemente, la realidad es que la persona discapacitada debe vivir estas exigencias legítimas y naturales en una situación de desventaja, que resulta cada vez más evidente al pasar de la edad infantil a la adulta. La persona discapacitada, aunque esté limitada por lo que respecta a la esfera mental y a la dimensión interpersonal, busca relaciones auténticas en las que pueda ser apreciada y reconocida como persona.

Las experiencias realizadas en algunas comunidades cristianas han demostrado que una vida comunitaria intensa y estimulante, un apoyo educativo continuo y discreto, la promoción de contactos amistosos con personas adecuadamente preparadas y la costumbre de canalizar los impulsos y desarrollar un sano sentido del pudor como respeto de su intimidad personal, logran a menudo equilibrar afectivamente a la persona con discapacidad mental, permitiéndole vivir relaciones interpersonales ricas, fecundas y satisfactorias. Demostrar a la persona discapacitada que se la ama significa revelarle que para nosotros tiene valor. La escucha atenta, la comprensión de las necesidades, la participación en los sufrimientos y la paciencia en el acompañamiento son también medios para introducir a la persona discapacitada en una relación humana de comunión, para hacer que perciba su valor y tome conciencia de su capacidad de recibir y dar amor.

6. No cabe duda de que las personas discapacitadas, al revelar la fragilidad radical de la condición humana, son una expresión del drama del dolor y, en nuestro mundo, sediento de hedonismo y cautivado por la belleza efímera y falaz, sus dificultades se perciben a menudo como un escándalo y una provocación, y sus problemas como una carga que hay que apartar o resolver expeditivamente. En cambio, son imágenes vivas del Hijo crucificado. Revelan la belleza misteriosa de Aquel que se anonadó por nosotros y se hizo obediente hasta la muerte. Nos muestran que la consistencia última del ser humano, más allá de toda apariencia, está en Jesucristo. Por eso, se ha dicho con razón que las personas discapacitadas son testigos privilegiados de humanidad. Pueden enseñar a todos cuál es el amor que salva y convertirse en heraldos de un mundo nuevo, en el que ya no reinan la fuerza, la violencia y la agresividad, sino el amor, la solidaridad y la acogida, un mundo nuevo transfigurado por la luz de Cristo, el Hijo de Dios que por nosotros, los hombres, se encarnó, fue crucificado y resucitó.

7. Queridos participantes en este simposio, vuestra presencia y vuestro compromiso son para el mundo un testimonio de que Dios está siempre de parte de los pequeños, de los pobres, de los que sufren y de los marginados. Al hacerse hombre y nacer en la pobreza de un establo, el Hijo de Dios proclamó en sí mismo la bienaventuranza de los afligidos y compartió en todo, excepto en el pecado, el destino del hombre creado a su imagen. Después del Calvario, la cruz, abrazada con amor, se convierte en el camino de la vida y nos enseña a cada uno que, si recorremos con abandono confiado la senda difícil y ardua del dolor humano, florecerá para nosotros y para nuestros hermanos la alegría de Cristo vivo, que supera todo deseo y toda expectativa.

3 A todos una bendición especial.

Vaticano, 5 de enero de 2004






AL SEÑOR GIUSEPPE BALBONI ACQUA


NUEVO EMBAJADOR DE ITALIA ANTE LA SANTA SEDE


Viernes 9 de enero de 2004

. Señor embajador:

1. Acojo de buen grado las cartas con las que el presidente de la República italiana lo acredita como embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede. En esta feliz circunstancia le doy mi cordial bienvenida, y le expreso mis mejores deseos para el nuevo año, recién iniciado.

Quiero darle las gracias por haberme traído el saludo del señor presidente de la República y del señor presidente del Gobierno. Le pido que tenga la amabilidad de saludarles de mi parte y transmitirles mi más ferviente deseo de que el pueblo italiano progrese constantemente por la senda de la prosperidad y de la paz, manteniendo intacto el patrimonio de valores religiosos, espirituales y culturales que han hecho grande su civilización. En momentos difíciles, la amada nación que usted representa aquí ha sabido mantener alto su espíritu de altruismo, prodigándose con gran sentido de responsabilidad y entrega generosa en favor de todos los que, afectados por circunstancias adversas, se han encontrado en la necesidad de una solidaridad concreta y efectiva. Y no hay que olvidar su interés activo por crear en el campo internacional un orden justo, en cuyo centro se encuentre el respeto al hombre, a su dignidad y a sus derechos inalienables.

Ese compromiso conlleva también riesgos, como ha acontecido recientemente con el tributo de sangre tanto de los militares caídos en Irak como de los voluntarios italianos en otras partes del mundo. Expreso mi más ferviente deseo de que Italia siga promoviendo, con sus dotes peculiares de humanidad y generosidad, un verdadero diálogo y crecimiento, sobre todo en la cuenca del Mediterráneo y en la zona de los Balcanes, de la cual se halla geográficamente muy cerca, pero también en Oriente Próximo, en Afganistán y en el continente africano.

2. Como usted, señor embajador, ha puesto de relieve, son muy estrechos los vínculos milenarios que unen a la Sede de Pedro y a los habitantes de la península, cuyo rico patrimonio de valores cristianos constituye una gran fuente de inspiración e identidad. El mismo Acuerdo del 18 de febrero de 1984 afirma que la República italiana reconoce "el valor de la cultura religiosa", teniendo en cuenta el hecho de que "los principios del catolicismo forman parte del patrimonio histórico del pueblo italiano" (cf. art. 9, 2).

Por tanto, Italia tiene un título especial para hacer que también Europa, en los organismos competentes, reconozca sus raíces cristianas, las cuales pueden asegurar a los ciudadanos del continente una identidad no efímera o meramente basada en intereses político-económicos, sino en valores profundos e imperecederos. Los fundamentos éticos y los ideales en los que se basaron los esfuerzos realizados con vistas a la unidad europea son hoy aún más necesarios si se quiere dar estabilidad al perfil institucional de la Unión europea.

Deseo estimular al Gobierno y a todos los representantes políticos italianos a continuar los esfuerzos realizados hasta hoy en este campo. Italia debe seguir recordando a las naciones hermanas la extraordinaria herencia religiosa, cultural y civil que ha permitido a Europa ser grande a lo largo de los siglos.

3. Durante el año que acabamos de iniciar se conmemorarán dos importantes etapas de las relaciones entre la Santa Sede e Italia: el 75° aniversario de los Pactos lateranenses y el 20° del Acuerdo de modificación firmado en Villa Madama. Esos dos acontecimientos testimonian la fecunda colaboración que existe entre las partes contrayentes, colaboración que se ha desarrollado mediante el respeto de los ámbitos recíprocos y un diálogo constante y sereno, con la voluntad de encontrar soluciones equitativas a las exigencias mutuas.

4 Los criterios de distinción y de autonomía legítima en las respectivas funciones, de estima recíproca y de colaboración leal con vistas a la promoción del hombre y del bien común, constituyen los principios inspiradores del Concordato de Letrán y fueron confirmados en el Acuerdo del 18 de febrero de 1984. En esos criterios es preciso inspirarse constantemente para dar solución a los posibles problemas que vayan surgiendo.

En los veinte años que han transcurrido desde el Acuerdo de Villa Madama, las autoridades italianas competentes han estipulado diversos pactos de integración previstos en dicho Acuerdo.
Por tanto, se puede contemplar con satisfacción lo que ya se ha realizado hasta ahora.

Con respecto a lo que aún falta o su ulterior desarrollo y complemento, es de esperar que, con el mismo espíritu, se llegue pronto a una reglamentación pactada. La Iglesia no pide privilegios, ni quiere salirse del ámbito espiritual propio de su misión. Los acuerdos que brotan de este diálogo respetuoso tienen como único fin permitirle cumplir su misión universal con plena libertad y favorecer el bien espiritual del pueblo italiano. En efecto, la presencia de la Iglesia en Italia redunda en bien de toda la sociedad.

4. Señor embajador, usted ha subrayado el papel fundamental de la familia, amenazada hoy, en opinión de muchos, por una interpretación equivocada de los derechos. La Constitución italiana recuerda y protege la centralidad de esta "sociedad natural fundada en el matrimonio" (art. 29). Por eso, los gobernantes tienen la tarea de promover leyes que favorezcan su vitalidad. La unidad de esta célula primordial y esencial de la sociedad debe ser protegida; la familia espera también las ayudas de índole social y económica que son necesarias para el cumplimiento de su misión. Está llamada a desempeñar una importante función educadora, formando personas maduras y ricas en valores morales y espirituales, que sepan vivir como buenos ciudadanos. Es importante que el Estado preste ayuda a la familia, sin ahogar jamás la libertad de elección educativa de los padres y sosteniéndolos en sus inalienables derechos y en sus esfuerzos, para consolidar el núcleo familiar.
Señor embajador, estas son las reflexiones que suscita en mi alma su grata visita. Dios haga a Italia cada vez más íntimamente unida y solidaria. Este es mi deseo, que acompaño con una oración especial. Le aseguro mi estima y mi apoyo en el cumplimiento de la elevada misión que le ha sido encomendada, así como la plena atención por parte de mis colaboradores. Avalo estos sentimientos con la bendición apostólica, que de buen grado le imparto a usted, a su familia y al amado pueblo italiano.






A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA



Viernes 9 de enero de 2004




Señor cardenal;
amadísimos miembros del Consejo pontificio para la cultura:

Gracias por esta visita: os doy mi cordial bienvenida a cada uno. En particular, saludo al cardenal Paul Poupard, vuestro presidente, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes.

El libro que hoy me presentáis recoge los textos más significativos de los Papas, desde León XIII hasta hoy, sobre la relación entre la fe y la cultura. El volumen es un ulterior testimonio de que a lo largo de los siglos el magisterio pontificio siempre ha cultivado una visión positiva de las relaciones entre la Iglesia y los protagonistas del mundo de la cultura. En efecto, el ámbito cultural constituye un significativo areópago de la acción misionera de la Iglesia.

También yo, durante estos años, siguiendo las huellas de mis venerados predecesores, he tratado de mantener un diálogo constante con los exponentes de la cultura, presentando al hombre del tercer milenio el mensaje salvífico de Cristo.

5 Queridos hermanos, que Dios os acompañe en vuestro trabajo diario. Sobre vosotros invoco la constante protección de María, Sede de la Sabiduría, para que vuestros esfuerzos por la difusión del Evangelio den fruto. Con estos sentimientos, os bendigo de corazón, juntamente con todos vuestros seres queridos.






A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA ANUAL


DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO


Sábado 10 de enero de 2004

. Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran placer os acojo, al final de la asamblea plenaria de la Congregación para el clero. Saludo al prefecto del dicasterio, el cardenal Darío Castrillón Hoyos, y le doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes de devoción y afecto. Saludo a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y a todos los que han participado en este encuentro, que ha afrontado dos temas de gran interés: "Los organismos consultivos secundum legem y praeter legem" y "La pastoral de los santuarios".

Deseo agradeceros a cada uno el arduo trabajo realizado. Al mismo tiempo, expreso mis mejores deseos de que en estas jornadas de reflexión surjan indicaciones y orientaciones útiles para la vida de la Iglesia.

2. La constitución dogmática Lumen gentium presenta a la Iglesia como un pueblo que tiene por cabeza a Cristo, por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, por ley el precepto antiguo y siempre nuevo del amor, y por destino el reino de Dios (cf. n. 9). De este pueblo forman parte los que, en virtud del bautismo, "como piedras vivas, entran en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo" (1P 2,5). De este sacerdocio, común a todos los fieles, difiere esencialmente el sacerdocio ministerial o jerárquico. Sin embargo, ambos se hallan unidos por un estrecho vínculo y están ordenados el uno al otro, puesto que "participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo" (Lumen gentium LG 10). Los pastores tienen la tarea de formar, gobernar y santificar al pueblo de Dios, mientras que los fieles laicos, juntamente con ellos, participan activamente en la misión de la Iglesia, con una sinergia constante de esfuerzos y respetando las vocaciones y los carismas específicos.

3. Esta útil colaboración de los laicos se articula también en los diversos consejos previstos por el derecho canónico a nivel diocesano y parroquial. Se trata de organismos de participación, que permiten cooperar con vistas al bien de la Iglesia, teniendo en cuenta la ciencia y competencia de cada uno (cf. Código de derecho canónico, c. 212, 3).

Hoy, esas estructuras, creadas siguiendo las indicaciones del Concilio, necesitan actualizarse en sus modalidades de acción y en sus estatutos, según las normas del Código de derecho canónico promulgado en el año 1983. Es preciso mantener una relación equilibrada entre la función de los laicos y la que compete propiamente al Ordinario diocesano o al párroco.

Los pastores legítimos, en el ejercicio de su oficio, no se han de considerar jamás como simples ejecutores de decisiones que derivan de opiniones mayoritarias manifestadas en la asamblea eclesial. La estructura de la Iglesia no puede concebirse según modelos políticos simplemente humanos. Su constitución jerárquica se apoya en la voluntad de Cristo y, como tal, forma parte del depositum fidei, que debe conservarse y transmitirse integralmente a lo largo de los siglos.

6 Vuestro dicasterio, que desempeña un papel importante en la aplicación de las directrices conciliares en esta materia, debe seguir con atención la evolución de esos órganos de consulta. Estoy seguro de que también las aportaciones y las contribuciones surgidas en vuestro encuentro ayudarán a que la colaboración entre los laicos y los pastores sea cada vez más provechosa y plenamente fiel a las directrices del Magisterio.

4. El segundo tema que habéis afrontado en esta plenaria concierne a la pastoral de los santuarios. Estos lugares sagrados atraen a numerosos fieles que buscan a Dios y que, por tanto, están disponibles a un anuncio más profundo de la buena nueva y abiertos a acoger la invitación a la conversión. Por eso, es importante que actúen allí sacerdotes con notable sensibilidad pastoral, animados de celo apostólico, dotados de espíritu paterno de acogida y expertos en el arte de la predicación y de la catequesis.

¿Y qué decir del sacramento de la penitencia? El confesor, especialmente en los santuarios, está llamado a reflejar en cada gesto y en cada palabra el amor misericordioso de Cristo. Por tanto, se requiere una adecuada formación doctrinal y pastoral.

En el centro de toda peregrinación están las celebraciones litúrgicas y, en primer lugar, la santa misa. Es necesario que se preparen siempre con esmero y estén impregnadas de gran devoción, suscitando la participación activa de los fieles.

Vuestro dicasterio deberá elaborar oportunas sugerencias para ayudar a que la pastoral de los santuarios se renueve cada vez más y responda a las exigencias de los tiempos.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, con estos días de estudio y confrontación habéis prestado un meritorio servicio a la Iglesia. Os lo agradezco y os aseguro a cada uno un recuerdo fraterno en la oración.

La Virgen María, Madre de la Iglesia, a quien en el tiempo navideño contemplamos junto al Niño del pesebre, os sostenga y haga fecundos todos vuestros buenos propósitos. A vosotros y a vuestros seres queridos expreso de buen grado mis mejores deseos para el nuevo año recién iniciado, e imparto de corazón a todos una especial bendición apostólica.






A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO


ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 12 de enero de 2004



Excelencias;
señoras y señores:

Siempre es para mí un placer, al inicio de un nuevo año, encontrarme entre vosotros para el tradicional intercambio de felicitaciones. Agradezco sinceramente las palabras de felicitación que amablemente me ha dirigido en vuestro nombre su excelencia el señor embajador Giovanni Galassi. Os doy de corazón las gracias por vuestros nobles sentimientos, así como por el benévolo interés con que seguís diariamente la actividad de la Sede apostólica. A través de vuestras personas, me siento cercano a los pueblos que representáis. Asegurad a todos la oración y el afecto del Papa, que los invita a unir sus talentos y sus recursos para construir juntos un futuro de paz y de prosperidad compartida.

7 Este encuentro es también para mí un momento privilegiado, que me brinda la ocasión de echar, juntamente con vosotros, una mirada sobre el mundo, tal como lo están forjando los hombres y mujeres de este tiempo.

La celebración de la Navidad nos acaba de recordar la ternura de Dios para con la humanidad, manifestada en Jesús, y ha hecho resonar una vez más el mensaje siempre nuevo de Belén: "¡Paz en la tierra a los hombres, que Dios ama!".

Este mensaje nos llega también este año, mientras muchos pueblos experimentan aún las consecuencias de luchas armadas, sufren la pobreza y son víctimas de flagrantes injusticias o de pandemias difíciles de controlar. Su excelencia el señor Galassi se ha hecho eco de ellas con la agudeza que conocemos bien. Yo, por mi parte, deseo haceros partícipes de cuatro convicciones que, en este inicio del año 2004, ocupan mis reflexiones y mi oración.

1. La paz siempre amenazada

A lo largo de los últimos meses, la paz ha sido alterada por los acontecimientos que se han sucedido en Oriente Medio, el cual, una vez más, se presenta como una región de contrastes y guerras.

Las numerosas intervenciones realizadas por la Santa Sede para evitar el doloroso conflicto en Irak son bien conocidas. Lo que importa hoy es que la comunidad internacional ayude a los iraquíes, liberados de un régimen que los oprimía, para que puedan volver a tomar las riendas de su país, consolidar su soberanía, decidir democráticamente un sistema político y económico conforme a sus aspiraciones, a fin de que de ese modo Irak vuelva a ser un interlocutor creíble en la comunidad internacional.

La falta de solución del problema israelí-palestino sigue siendo un factor de desestabilización permanente para toda la región, sin contar los indecibles sufrimientos impuestos a las poblaciones israelí y palestina. Nunca me cansaré de repetir a los responsables de estos dos pueblos: la elección de las armas, el recurso al terrorismo, por una parte, y a las represalias, por la otra, la humillación del adversario y la propaganda que impulsa al odio, no llevan a ninguna parte. Sólo el respeto de las legítimas aspiraciones de unos y de otros, la vuelta a la mesa de negociaciones y el compromiso concreto de la comunidad internacional pueden llevar a un inicio de solución. La paz auténtica y duradera no puede reducirse a un simple equilibrio entre las fuerzas contrapuestas; es, sobre todo, fruto de una acción moral y jurídica.

Podrían mencionarse otras tensiones y conflictos, sobre todo en África. Sus consecuencias sobre las poblaciones son dramáticas. A los efectos de la violencia se añaden el empobrecimiento y el deterioro del entramado institucional, que llevan a pueblos enteros a la desesperación. Es preciso recordar también el peligro que siguen representando la producción y el comercio de armas, que alimentan abundantemente estas zonas de riesgo.

Esta mañana quisiera rendir un homenaje muy particular a monseñor Michael Courtney, nuncio apostólico en Burundi, asesinado recientemente. Como todos los nuncios y todos los diplomáticos, quiso ante todo servir a la causa de la paz y del diálogo. Deseo destacar su valentía y su compromiso para sostener al pueblo burundés en su camino hacia la paz y hacia una fraternidad mayor, cumpliendo así su ministerio episcopal y su misión diplomática. Asimismo, quiero recordar al señor Sergio Vieira de Mello, representante especial de la ONU en Irak, asesinado en un atentado durante su misión. Y deseo recordar a todos los miembros del Cuerpo diplomático que, en el decurso de los últimos años, han perdido la vida o han tenido que sufrir por causa del mandato recibido.

No puedo por menos de mencionar el terrorismo internacional que, al sembrar el miedo, el odio y el fanatismo, deshonra todas las causas que pretende servir. Me contentaré simplemente con decir que toda civilización digna de este nombre implica el rechazo categórico de las relaciones de violencia.Precisamente por esto -y lo digo ante una asamblea de diplomáticos- nunca podremos resignarnos a aceptar pasivamente que la violencia tenga como rehén a la paz.

Hoy es más urgente que nunca lograr una seguridad colectiva más efectiva, que dé a la Organización de las Naciones Unidas el puesto y el papel que le corresponden. Es más necesario que nunca aprender a sacar las lecciones del pasado lejano y reciente. En cualquier caso, una cosa es cierta: la guerra no resuelve los conflictos entre los pueblos.

8 2. La fe, una fuerza para construir la paz

Aunque aquí hablaré en nombre de la Iglesia católica, sé que las diversas confesiones cristianas y los fieles de otras religiones se consideran testigos de un Dios de justicia y de paz.

Cuando se cree que toda persona humana ha recibido del Creador una dignidad única, que cada uno de nosotros es sujeto de derechos y de libertades inalienables, que servir a los demás es crecer en humanidad, y, mucho más, cuando se quiere ser discípulos de Aquel que dijo: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros" (
Jn 13,35), se puede comprender fácilmente qué gran capital representan las comunidades de creyentes en la construcción de un mundo pacificado y pacífico.

En lo que le atañe, la Iglesia católica pone a disposición de todos el ejemplo de su unidad y de su universalidad, el testimonio de tantos santos que han sabido amar a sus enemigos, de tantos políticos que han encontrado en el Evangelio la valentía para vivir la caridad en los conflictos. En cualquier parte donde la paz esté en juego, hay cristianos para testimoniar con palabras y obras que la paz es posible. Como bien sabéis, este es el sentido de las intervenciones de la Santa Sede en los debates internacionales.

3. La religión en la sociedad, presencia y diálogo

Las comunidades de creyentes están presentes en todas las sociedades, como expresión de la dimensión religiosa de la persona humana. Por eso, los creyentes esperan legítimamente poder participar en el debate público. Por desgracia, es preciso constatar que no sucede siempre así. En estos últimos tiempos, en algunos países de Europa, somos testigos de una actitud que podría poner en peligro el respeto efectivo de la libertad de religión. Aunque todos están de acuerdo en respetar el sentimiento religioso de las personas, no se puede decir lo mismo del "hecho religioso", o sea, de la dimensión social de las religiones, olvidando en esto los compromisos asumidos en el marco de la que entonces se llamaba la "Conferencia sobre la cooperación y la seguridad en Europa". Se invoca a menudo el principio de la laicidad, de por sí legítimo, si se entiende como la distinción entre la comunidad política y las religiones (cf. Gaudium et spes GS 76). Sin embargo, distinción no quiere decir ignorancia. Laicidad no es laicismo. Es únicamente el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la nación. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, por el contrario, pueden y deben llevar a un diálogo respetuoso, portador de experiencias y valores fecundos para el futuro de una nación. Un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias -que no son adversarios sino interlocutores- puede, sin duda, favorecer el desarrollo integral de la persona humana y la armonía de la sociedad.

La dificultad para aceptar el hecho religioso en el espacio público se ha manifestado de modo emblemático con ocasión del reciente debate sobre las raíces cristianas de Europa. Algunos han releído la historia a través del prisma de ideologías reductoras, olvidando lo que el cristianismo ha aportado a la cultura y a las instituciones del continente: la dignidad de la persona humana, la libertad, el sentido de la universalidad, la escuela y la universidad, y las obras de solidaridad. Sin subestimar las demás tradiciones religiosas, es innegable que Europa se consolidó al mismo tiempo que era evangelizada. Y, con toda justicia, es preciso recordar que, hace muy poco tiempo, los cristianos, promoviendo la libertad y los derechos del hombre, han contribuido a la transformación pacífica de regímenes autoritarios, así como a la restauración de la democracia en la Europa central y oriental.

4. Como cristianos, todos juntos, somos responsables de la paz y de la unidad de la familia humana
Como sabéis, el compromiso ecuménico es uno de los puntos de especial atención de mi pontificado. En efecto, estoy convencido de que si los cristianos lograran superar sus divisiones, el mundo sería más solidario. Por esto, siempre he favorecido los encuentros y las declaraciones comunes, viendo en cada uno de ellos un ejemplo y un estímulo con vistas a la unidad de la familia humana.

Como cristianos, tenemos la responsabilidad del "Evangelio de la paz" (Ep 6,15). Todos juntos podemos contribuir de modo eficaz al respeto de la vida, a la defensa de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables, a la justicia social y a la conservación del medio ambiente. Además, la práctica de un estilo de vida evangélico hace que los cristianos puedan ayudar a sus compañeros en humanidad a superar sus instintos, a realizar gestos de comprensión y de perdón, y a socorrer juntos a los necesitados. No se valora suficientemente el influjo pacificador que los cristianos unidos podrían tener tanto en el seno de su comunidad como en la sociedad civil.

Si digo esto, no es sólo para recordar a todos los seguidores de Cristo la apremiante necesidad de emprender con determinación el camino que lleva a la unidad, tal como la quiere Cristo, sino también para indicar a los responsables de las sociedades los recursos que pueden encontrar en el patrimonio cristiano así como en los que viven de él.

9 En este ámbito, se puede citar un ejemplo concreto: la educación para la paz. Como podéis reconocer, este es el tema de mi Mensaje para el día 1 de enero de este año. A la luz de la razón y de la fe, la Iglesia propone una pedagogía de la paz, con el fin de preparar tiempos mejores. Desea poner a disposición de todos sus energías espirituales, convencida de que "la justicia ha de complementarse con la caridad" (n. 10). Esto es lo que nosotros, humildemente, proponemos a todos los hombres de buena voluntad, pues "los cristianos sentimos, como característica propia de nuestra religión, el deber de formarnos a nosotros mismos y a los demás para la paz" (n. 3).

Estas son las reflexiones que deseaba compartir con vosotros, excelencias, señoras y señores, al inicio de este nuevo año. Las he madurado ante el belén, ante Jesús, que compartió y amó la vida de los hombres. Él sigue siendo contemporáneo de cada uno de nosotros y de todos los pueblos aquí representados. Encomiendo a Dios, en la oración, sus proyectos y sus realizaciones, a la vez que invoco sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos, la abundancia de sus bendiciones.

¡Feliz Año nuevo!






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