Discursos 2004 43

43 Al respecto, es elocuente el tema de nuestra velada: "¡Feliz la que ha creído!" (Lc 1,45). El evangelista san Lucas nos presenta la fe de la Virgen de Nazaret como ejemplo que es preciso seguir. Y es ella a quien debemos mirar constantemente.

Os encomiendo a ella, queridos seminaristas y queridos jóvenes, para que no os falte jamás su apoyo materno a vosotros y a quienes se encargan de vuestra formación.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos una especial bendición apostólica.
* * * * * *


Palabras de Su Santidad al final del encuentro celebrado en la sala Pablo VI

Debitor factus sum. No es la primera vez. Comenzando por Italia, muchos han escrito acerca de este "Tríptico romano": el ilustre profesor Giovanni Reale, especialista en Platón; nuestro cardenal Ratzinger; en Polonia, en Cracovia, Czeslaw Milosz, premio Nobel; y Marek Skwarnicki, poeta, que colaboró conmigo en la publicación de este "Tríptico romano". Realmente, debitor factus sum. Hoy me siento en deuda con el Seminario romano.

Doy las gracias al cardenal vicario de Roma, al rector del Seminario romano y a monseñor Marco Frisina, que ha interpretado algunos pasajes poéticos del "Tríptico romano". Lo ha hecho con la música. Es la primera vez que escucho una interpretación musical de la obra. Y, además, el Seminario romano escogió para esta iniciativa su día de fiesta, la Virgen de la Confianza. Muchas gracias a todos. Realmente, me siento de nuevo en deuda. Debitor factus sum.

Se podría hablar mucho, pero es mejor no alargar este discurso. Sólo quiero deciros que esta mañana celebré la misa, el santo sacrificio eucarístico, por la intención del Seminario romano. Tradicionalmente, en esta ocasión yo acudía al Seminario. Hoy habéis venido aquí vosotros, los seminaristas, los profesores, el rector y todas las autoridades de los seminarios. Y todos los huéspedes. Quiero terminar diciendo a todos: ¡Muchas gracias!

¿Qué más puedo deciros? Tal vez lo mejor sea repetir las primeras palabras de este discurso: Debitor factus sum. Me siento en deuda. Y debo pagar un precio justo, un precio adecuado. Trataré de hacerlo por medio del cardenal Camillo Ruini, para el bien de nuestro querido y amado Seminario romano. ¡Felicidades! ¡Muchas felicidades! ¡Alabado sea Jesucristo!








A SU EXCELENCIA JAVIER MOCTEZUMA BARRAGÁN,


EMBAJADOR DE MÉXICO ANTE LA SANTA SEDE


Martes 24 de febrero de 2004



Señor Embajador:

44 1. Con sumo gusto le recibo las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los Estados Unidos Mexicanos ante la Santa Sede, a la vez que le doy mi cordial bienvenida en este acto con el que inicia esta misión que su Gobierno le ha confiado. Le agradezco sus atentas palabras, así como el saludo que me ha transmitido de parte del Señor Presidente de la República, Lic. Vicente Fox Quesada, a lo cual correspondo renovándole mi mejores deseos para su persona y su alta responsabilidad.

Le ruego, Señor Embajador, que se haga portavoz de mi afecto y cercanía hacia el querido pueblo de México, que he tenido la dicha de visitar cinco veces, iniciando en su tierra, hace ya veinticinco años, mis viajes como Sucesor del apóstol Pedro. Quiero aprovechar esta oportunidad para reiterar el mensaje de aliento que dirigí a todos los mexicanos durante mi último viaje a Ciudad de México, en julio de 2002, animándolos a "comprometerse en la construcción de una Patria siempre renovada y en constante progreso" (Discurso de bienvenida, 30.VII.2002)

2. Ha pasado más de una década desde el restablecimiento, en septiembre de 1992, de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede. A lo largo de estos años, caracterizados por rápidos y profundos cambios en el entramado político, social y económico del País, la Iglesia católica, fiel a su propia misión pastoral, ha seguido promoviendo el bien común del pueblo mexicano, buscando el diálogo y el entendimiento con las diversas instituciones públicas y defendiendo su derecho a participar en la vida nacional. Ahora, en el presente marco legal, gracias al nuevo clima de respeto y colaboración entre la Iglesia y el Estado, se han producido avances que han beneficiado a todas las partes. Sin embargo, es necesario seguir trabajando para hacer que los principios de autonomía en las respectivas competencias, de estima recíproca y de cooperación con vistas a la promoción integral del ser humano inspiren, cada vez más el futuro de las relaciones entre las Autoridades del Estado, de un lado, y los Pastores de la Iglesia católica en México y la Santa Sede, de otro.

Es de desear que la Iglesia en México pueda gozar de plena libertad en todos los sectores donde desarrolla su misión pastoral y social. La Iglesia no pide privilegios ni quiere ocupar ámbitos que no le son propios, sino que desea cumplir su misión en favor del bien espiritual y humano del pueblo mexicano sin trabas ni impedimentos. Para ello es preciso que las instituciones del Estado garanticen el derecho a la libertad religiosa de las personas y los grupos, evitando toda forma de intolerancia o discriminación. En este sentido, es de desear también que en un futuro no lejano y al amparo de un desarrollo legislativo acorde con los nuevos tiempos, se den pasos adelante en aspectos, entre otros, como la educación religiosa en diversos ambientes, la asistencia espiritual en los centros de salud, de readaptación social y asistenciales del sector público, así como una presencia en los medios de comunicación social. No se debe ceder a las pretensiones de quienes, amparándose en una errónea concepción del principio de separación Iglesia-Estado y del carácter laico del Estado, intentan reducir la religión a la esfera meramente privada del individuo, no reconociendo a la Iglesia el derecho a enseñar su doctrina y a emitir juicios morales sobre asuntos que afectan al orden social, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o el bien espiritual de los fieles. A este respecto, quiero destacar el valiente compromiso de los Pastores de la Iglesia en México en defensa de la vida y de la familia.

3. La noble aspiración por un México cada vez más moderno, próspero y desarrollado, exige el esfuerzo de todos para construir una cultura democrática y consolidar el Estado de derecho. A este respecto, recientemente los Obispos mexicanos, movidos por una actitud de asidua colaboración, han dirigido una apremiante llamado a la unidad nacional y al diálogo entre los responsables de la vida social, señalando que "se deben dejar de lado los intereses partidistas y proponer, a partir de puntos comunes, las iniciativas de reforma que se encaminen a la consecución del bienestar general de la población" (CEM, La construcción de la Nación mexicana es una tarea de todos, 10 diciembre 2003).

El doloroso y vasto problema de la pobreza, con sus graves consecuencias en el campo de la familia, la educación, la salud o la vivienda, es un desafío urgente para los gobernantes y responsables de la vida pública. Su erradicación requiere ciertamente medidas de carácter técnico y político, encaminadas a que las actividades económicas y productivas tengan en cuenta el bien común, y muy especialmente a los grupos más deprimidos. Sin embargo, no hay que olvidar que todas esas medidas serán insuficientes si no están animadas por valores éticos auténticos. Deseo animar, además, los esfuerzos emprendidos por su Gobierno y otros responsables de la vida social mexicana para fomentar la solidaridad entre todos, evitando males que se derivan de un sistema que pone el lucro por encima de las personas y las hace víctimas de injusticias. Un modelo de desarrollo que no afronte con decisión los desequilibrios sociales no puede prosperar en el futuro.

4. Especial atención requieren los pueblos indígenas, tan numerosos en México y, relegados a veces al olvido. En la Basílica de Guadalupe, al canonizar al indio Juan Diego, tuve oportunidad de señalar que "la noble tarea de edificar un México mejor, más justo y solidario, requiere la colaboración de todos. En particular, es necesario apoyar hoy a los indígenas en sus legítimas aspiraciones, respetando y defendiendo los auténticos valores de cada grupo étnico. ¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México" (Homilía, 31.VII.2003)

Otra preocupación que siente la Iglesia y la sociedad en México es el creciente fenómeno de la emigración de muchos mexicanos a otros países, en especial a los Estados Unidos. A la incertidumbre de quien parte en busca de mejores condiciones se añade el problema del desarraigo cultural y la dolorosa dispersión o alejamiento de la familia, sin olvidar las funestas consecuencias de tantos casos de clandestinidad. Para paliar el conocido "efecto llamada", que genera un flujo intenso de emigrantes, lo cual se trata de contener con severas restricciones, la Iglesia recuerda que las medidas desarrolladas en los países receptores deben ir acompañadas de una decidida atención en el País de origen, que es donde se gesta la emigración. Por eso, se han de detectar y remediar ante todo, las causas por las que muchos ciudadanos se ven obligados a dejar su tierra. Por otra parte, los mexicanos residentes en el extranjero no deben sentirse olvidados por las autoridades de su País, que están llamadas a facilitarle atenciones y servicios que les ayuden a mantener vivo el contacto con su tierra y sus raíces. Quiero subrayar también la importancia que han adquirido los encuentros entre Obispos de las diócesis fronterizas de México y Estados Unidos buscando medidas conjuntas para mejorar la situación de la población emigrante, pues las parroquias y demás instituciones católicas constituyen el principal punto de referencia y de identidad que encuentran en el extranjero.

5. Señor Embajador, al finalizar este encuentro le reitero mis mejores deseos para el desempeño de la alta función que hoy comienza. Con el corazón puesto en la celebración del XLVIII Congreso Eucarístico Internacional, que tendrá lugar el próximo mes de octubre en Guadalajara y en el que participarán miles de fieles llegados de muchos Países del mundo, le ruego que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante el Señor Presidente y demás autoridades de México. Invoco abundantes gracias divinas sobre Usted, su distinguida familia y sus colaboradores, así como sobre todos los hijos e hijas de la querida Nación mexicana, amparada maternalmente bajo el manto de estrellas de la Virgen Morena del Tepeyac, Santa María de Guadalupe, Reina de México y Emperatriz de América Latina.









MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


CON MOTIVO DEL COMIENZO


DE LA CAMPAÑA DE FRATERNIDAD EN BRASIL




Al venerable hermano en el episcopado
Geraldo MAJELLA AGNELO
45 Presidente de la CNBB
Arzobispo de San Salvador de Bahía
Primado de Brasil

Con ocasión de la Campaña de fraternidad que la Conferencia episcopal de Brasil promueve desde hace ya cuarenta años, deseo expresar mi satisfacción por tener la oportunidad de dirigirme a todos los fieles unidos en Cristo, con la renovada esperanza de conversión y reconciliación que la Cuaresma suscita en nosotros como preparación para la Pascua de resurrección. Es un tiempo en el que cada cristiano es invitado a reflexionar de modo particular sobre las diversas situaciones sociales del pueblo brasileño que requieren mayor fraternidad. Este año, el lema escogido ha sido: «El agua, fuente de vida».

Como todos saben, el agua tiene una enorme importancia para la tierra: sin este precioso elemento, la tierra se transformaría rápidamente en un árido desierto, lugar de hambre y sed, en el que los hombres, los animales y las plantas estarían condenados a muerte. Además de ser necesaria para la vida en la tierra, el agua tiene también el poder de lavar y purificar, haciendo desaparecer las impurezas. Precisamente por eso, en la sagrada Escritura el agua es considerada como símbolo de purificación moral: Dios «lava» las culpas del pecador (
Ps 50,4). Durante la última Cena, Jesús lava los pies de los discípulos. Ante las protestas de Pedro, Jesús responde: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo» (Jn 13,8). Pero es en el bautismo cristiano donde el agua adquiere su pleno sentido espiritual de fuente de vida sobrenatural, como el mismo Cristo proclama en el evangelio: «El que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5).

Por tanto, el bautismo es el camino que lleva a la vida con Dios. El neófito, movido por la acción de la gracia del Espíritu, recibe la participación en la vida nueva en Cristo (cf. Ga Ga 3,27-28).
Convertido en nueva criatura, el bautizado puede y debe orientar las relaciones con su prójimo y con toda la creación conforme a la justicia, la caridad y la responsabilidad, que Dios quiso confiar a la solicitud del hombre (cf. Gn Gn 2,15). De ahí nacen, para cada persona, obligaciones específicas con respecto a la ecología. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual y ética que supere las actitudes y los estilos de vida egoístas, que causan la extinción de la reservas naturales.

Como don de Dios, el agua es instrumento vital, imprescindible para la supervivencia y, por tanto, un derecho de todos. Es necesario prestar atención a los problemas creados por su evidente escasez en muchas partes del mundo, y no sólo en Brasil. El agua no es un recurso ilimitado. Su uso racional y solidario exige la colaboración de todos los hombres de buena voluntad con las autoridades gubernamentales, para conseguir una protección eficaz del medio ambiente, considerado como don de Dios (cf. Ecclesia in America ). Por tanto, es una cuestión que se debe enfocar de forma que se establezcan criterios morales basados precisamente en el valor de la vida y en el respeto de los derechos humanos y de la dignidad de todos los seres humanos.

Al poner en marcha la Campaña de fraternidad de 2004, renuevo la esperanza de que las diversas instancias de la sociedad civil, a las cuales se unen la Conferencia episcopal de Brasil y demás Iglesias y organizaciones religiosas y no religiosas, garanticen que el agua siga siendo, de hecho, fuente abundante de vida para todos. Con estos deseos, invoco la protección del Señor, Dador de todos los bienes, para que su mano benéfica se extienda sobre los campos, los lagos y los ríos de esa Tierra de la Santa Cruz, derramando en abundancia sus dones de paz y de prosperidad y para que, con su gracia, despierte en cada corazón sentimientos de fraternidad y de viva cooperación.
Con una especial bendición apostólica.

Vaticano, 19 de enero de 2004








DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS PÁRROCOS


DE ROMA AL INICIO DE LA CUARESMA



Jueves 26 de febrero de 2004




Señor cardenal;
46 venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos sacerdotes romanos:

1. Me alegra este encuentro, que tiene lugar una vez más al inicio de la Cuaresma, pues me brinda la ocasión de veros, escucharos y compartir vuestras esperanzas y preocupaciones pastorales. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, agradeciéndoos vuestro servicio a la Iglesia de Roma. Saludo y doy las gracias al cardenal vicario, al vicegerente, a los obispos auxiliares y a quienes de entre vosotros me han dirigido la palabra.

Nos reunimos cuando están a punto de reanudarse mis encuentros con las parroquias de Roma, en las que la mayor parte de vosotros desempeña diariamente su ministerio. He deseado ardientemente este contacto directo con las comunidades parroquiales que aún no he podido visitar, porque forma parte de mi tarea de Obispo de esta Iglesia de Roma tan amada.

2. Las palabras del cardenal vicario, y después vuestras intervenciones, han puesto de relieve los diversos aspectos del programa pastoral centrado en la familia, en el que nuestra diócesis está comprometida durante este año y el próximo, en el marco de la «misión permanente» que, después del gran jubileo y de la experiencia positiva de la «misión ciudadana», constituye la línea fundamental de nuestra pastoral.

Queridos sacerdotes, poner la familia en el centro, o mejor, reconocer el carácter central de la familia en el plan de Dios sobre el hombre y, por tanto, en la vida de la Iglesia y de la sociedad, es una tarea irrenunciable, que ha animado mis veinticinco años de pontificado y, ya antes, mi ministerio sacerdotal y episcopal, así como mi compromiso de estudioso y de profesor universitario.
Por eso, me alegra mucho compartir con vosotros, en esta feliz ocasión, la solicitud por las familias de nuestra querida diócesis de Roma.

3. Nuestro servicio a las familias, para ser auténtico y provechoso, debe orientarse siempre hacia el manantial, es decir, hacia Dios, que es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Al crear por amor a la humanidad a su imagen, Dios ha inscrito en el hombre y en la mujer la vocación y, por tanto, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. Esta vocación puede realizarse de dos modos específicos: el matrimonio y la virginidad. Por consiguiente, ambos son, cada uno en su forma propia, una concreción de la verdad más profunda del hombre, de su ser a imagen de Dios (cf. Familiaris consortio
FC 11).

Así pues, el matrimonio y la familia no pueden considerarse un simple producto de las circunstancias históricas, o una superestructura impuesta desde fuera al amor humano. Al contrario, son una exigencia interior de este amor, para que pueda realizarse en su verdad y en su plenitud de entrega recíproca. También las características de la unión conyugal que hoy a menudo se descuidan o se rechazan, como su unidad, su indisolubilidad y su apertura a la vida, se requieren para que el pacto de amor sea auténtico. Precisamente así, el vínculo que une al hombre y a la mujer se transforma en imagen y símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo, que alcanza en Jesucristo su realización definitiva. Por eso, entre los bautizados el matrimonio es sacramento, signo eficaz de gracia y salvación.

4. Amadísimos sacerdotes de Roma, no nos cansemos jamás de proponer, anunciar y testimoniar esta gran verdad del amor y del matrimonio cristiano. Ciertamente, nuestra vocación no es la del matrimonio, sino la del sacerdocio y la virginidad por el reino de Dios. Pero precisamente en la virginidad, acogida y conservada con alegría, estamos llamados a vivir también nosotros, de manera diversa pero igualmente plena, la verdad del amor, entregándonos totalmente, con Cristo, a Dios, a la Iglesia y a nuestros hermanos los hombres.

Así, nuestra virginidad «mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y de todo empobrecimiento» (Familiaris consortio FC 16).

47 5. He destacado muchas veces el papel fundamental e insustituible que compete a la familia, tanto en la vida de la Iglesia como en la de la sociedad civil. Pero precisamente para sostener a las familias cristianas en sus arduas tareas es necesaria nuestra solicitud pastoral de sacerdotes.
Por eso, en la exhortación apostólica Familiaris consortio, recordé que el obispo es «el primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis» (n. 73). Análogamente, queridos sacerdotes, vuestra responsabilidad con respecto a las familias «se extiende no sólo a los problemas morales y litúrgicos, sino también a los de carácter personal y social» (ib.). Estáis llamados, en particular, a «sostener a la familia en sus dificultades y sufrimientos» (ib.), acompañando a sus miembros y ayudándoles a vivir su vida de esposos, de padres y de hijos a la luz del Evangelio.

6. En el cumplimiento de esta gran misión muchos sacerdotes podrán encontrar una gran ayuda en la experiencia vivida en su familia de origen y en el testimonio de fe y de confianza en Dios, de amor y de entrega, de capacidad de sacrificio y de perdón dado por sus padres y parientes. Sin embargo, el mismo contacto diario con las familias cristianas confiadas a nuestro ministerio nos brinda ejemplos siempre renovados de vida según el Evangelio, y así nos estimula e impulsa a vivir, también nosotros, con fidelidad y alegría, nuestra vocación específica.

Por eso, amadísimos sacerdotes, debemos considerar nuestro apostolado con las familias como una fuente de gracia, un don que el Señor nos hace, antes aún que como un preciso deber pastoral.

Así pues, no tengáis miedo de prodigaros en favor de las familias, de dedicarles vuestro tiempo y vuestras energías, los talentos espirituales que el Señor os ha dado. Sed para ellas amigos solícitos y dignos de confianza, además de pastores y maestros. Acompañadlas y sostenedlas en la oración, proponedles con verdad y amor, sin reservas o interpretaciones arbitrarias, el evangelio del matrimonio y de la familia. Estad espiritualmente cerca de ellas en las pruebas que la vida reserva a menudo, ayudándoles a comprender que la Iglesia es siempre para ellas madre, además de maestra. Enseñad también a los jóvenes a comprender y apreciar el verdadero significado del amor, y a prepararse así a formar familias cristianas auténticas.

7. Los comportamientos equivocados y a veces aberrantes que públicamente se proponen e, incluso, se ostentan y se exaltan, y el mismo contacto diario con las dificultades y las crisis que muchas familias atraviesan, pueden suscitar en nosotros la tentación del desaliento y la resignación.
Amadísimos sacerdotes de Roma, con la ayuda de Dios debemos vencer precisamente esta tentación, ante todo dentro de nosotros mismos, en nuestro corazón y en nuestra mente. En efecto, no ha cambiado el designio de Dios, que ha inscrito en el hombre y en la mujer la vocación al amor y a la familia. No es menos fuerte hoy la acción del Espíritu Santo, don de Cristo muerto y resucitado. Y ningún error y ningún pecado, ninguna ideología y ningún engaño humano pueden suprimir la estructura profunda de nuestro ser, que necesita ser amado y, a su vez, es capaz de amor auténtico.

Por eso, cuanto mayores sean las dificultades, tanto más fuerte ha de ser nuestra confianza en el presente y en el futuro de la familia, y mucho más generoso y apasionado debe ser nuestro servicio de sacerdotes a las familias.

Amadísimos sacerdotes, gracias por este encuentro. Con esta confianza y con estos deseos os encomiendo a cada uno de vosotros y a cada familia de Roma a la Sagrada Familia de Nazaret, y os bendigo de corazón a vosotros y a vuestras comunidades.



Palabras de Su Santidad al final del encuentro

«Est tempus concludendi», especialmente viendo a estos hermanos nuestros que durante todo el tiempo han permanecido de pie, porque faltaban sillas, algunas sillas más: somos muchos.
48 Quisiera agradecer al cardenal vicario y al Colegio episcopal de Roma la preparación de este encuentro. Ahora quisiera sintetizar un poco.

En primer lugar, Roma: ¿qué quiere decir Roma? Ciudad petrina. Y cada parroquia es petrina. Son 340 las parroquias de Roma. Ya he visitado 300. Me faltan 40. Pero ya este sábado comenzaremos a completar el número de visitas. Esperemos que todo vaya bien.
Además, Roma no está constituida sólo por parroquias: también tiene seminarios, universidades y otras instituciones. De todas estas instituciones se ha hablado también, directa o indirectamente, durante este encuentro.

El tema es la familia. Familia quiere decir: «Varón y mujer los creó». Quiere decir: amor y responsabilidad. De estas dos palabras derivan todas las consecuencias. Se ha oído hablar mucho de estas consecuencias a propósito del matrimonio, de la familia, de los padres, de los hijos y de la escuela.

Os doy las gracias a todos vosotros porque habéis ilustrado estas consecuencias, estas realidades. Ciertamente, esta preocupación pertenece a la parroquia. Desde hace tiempo, desde que estaba en Cracovia, aprendí a vivir junto a los matrimonios, junto a las familias. También he seguido de cerca el camino que conduce a dos personas, un hombre y una mujer, a crear una familia y, con el matrimonio, a convertirse en esposos, en padres, con todas las consecuencias que conocemos.
Gracias a vosotros, porque vuestra solicitud pastoral se dirige a las familias y porque tratáis de resolver los problemas que la familia puede tener. Os deseo una buena continuación en este campo importantísimo, porque de la familia dependen el futuro de la Iglesia y el futuro del mundo. Os deseo que preparéis este buen futuro para Roma, para vuestra patria, Italia, y para el mundo. ¡Felicidades!

Aquí está el texto que había preparado, perome lo he saltado. Lo encontraréis en «L'Osservatore Romano».

Aquí están escritas algunas frases en dialecto romano: «Manos a la obra», «querámonos bien», «somos romanos». No he aprendido el dialecto romano: ¿significa que no soy un buen Obispo de Roma?







DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL NOVENO GRUPO DE OBISPOS DE FRANCIA

EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 27 de febrero de 2004



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con alegría os acojo a vosotros, pastores de la provincia de Besançon, así como al arzobispo y al obispo auxiliar de Estrasburgo. Mi pensamiento y mi oración se dirigen y acompañan a monseñor Pierre Raffin, obispo de Metz, que no ha podido participar en la visita ad limina. Agradezco a monseñor André Lacrampe sus reflexiones sobre los desafíos y las esperanzas de la sociedad y de la vida pastoral de vuestras diócesis, así como sobre las perspectivas europeas, que os preocupan por vuestra situación geográfica en los confines de muchos países.

49 2. Me complace particularmente que, al mencionar el Consejo de Europa, evoquéis el recuerdo de monseñor Michael Courtney, nuncio apostólico en Burundi, asesinado en el mes de diciembre del año pasado. Cuando estuvo destinado en Estrasburgo como observador permanente de la Santa Sede, fue un artífice convencido de la cooperación de los Estados del continente europeo. Invito hoy a las Iglesias locales a comprometerse más firmemente en favor de la integración europea.
Para llegar a este resultado, es importante releer la historia y recordar que, a lo largo de los siglos, los valores antropológicos, morales y espirituales cristianos han contribuido en gran medida a forjar las diferentes naciones europeas y a tejer sus profundos vínculos. Las numerosas y hermosas iglesias que se elevan en el continente, signos de la fe de nuestros antepasados, lo atestiguan con claridad y nos recuerdan que esos valores han sido y siguen siendo el fundamento y el cimiento de las relaciones entre las personas y entre los pueblos; por tanto, la unión no puede realizarse en detrimento de esos mismos valores o en oposición a ellos.

En efecto, las relaciones entre los diversos países no pueden fundarse únicamente en intereses económicos o políticos —los debates sobre la globalización lo demuestran de forma clara—, o en alianzas de conveniencia, que debilitarían la ampliación que se está realizando y podrían llevar a un regreso de las ideologías del pasado que han ofendido al hombre y a la humanidad. Esos vínculos deben tener como fin construir una Europa de pueblos, permitiendo así superar definitiva y radicalmente los conflictos que ensangrentaron el continente durante todo el siglo XX. A este precio nacerá una Europa cuya identidad se fundará en una comunidad de valores, una Europa de la fraternidad y de la solidaridad, la única que puede tener en cuenta las diferencias, puesto que tiene como perspectiva la promoción del hombre, el respeto de sus derechos inalienables y la búsqueda del bien común, con vistas a la felicidad y prosperidad de todos. Con su presencia plurisecular en los diferentes países del continente, y con su participación en la unidad entre los pueblos y entre las culturas, y en la vida social, sobre todo en los campos educativo, caritativo, sanitario y social, la Iglesia desea contribuir cada vez más a la unidad del continente (cf. Ecclesia in Europa, 113). Lo que se busca ante todo, como recordé en mi discurso a la presidencia del Parlamento europeo (5 de abril de 1979), es el servicio al hombre y a los pueblos, respetando las creencias y las aspiraciones profundas.

3. Durante la última asamblea de vuestra Conferencia episcopal, habéis afrontado la cuestión del lugar de la Iglesia en la sociedad, desde la perspectiva de la búsqueda de una «convivencia mejor». Una de las características de los discípulos de Cristo es querer participar activamente, de modo individual o en asociaciones, en la vida pública, en todos los niveles de la sociedad, para estar al servicio de sus hermanos y hermanas. Por su visión y su amor al hombre, la Iglesia no se puede desinteresar de la vida de cada uno y considera el mundo como el lugar mismo de su presencia y de su acción.

No me cansaré nunca de animar a los pastores a prestar atención a la formación integral de los jóvenes, principalmente de los que serán el día de mañana los responsables y los dirigentes de la nación, para que, dondequiera que trabajen o desarrollen su actividad, tengan los elementos necesarios para la reflexión sobre las situaciones humanas y sociales, permaneciendo atentos a las personas con el fin de fundar sus decisiones en criterios morales; la Iglesia desea iluminarlos con la luz del Evangelio y de su magisterio. Las universidades católicas tienen en este campo una misión específica de reflexión con todos los interlocutores sociales, para ayudarles a analizar las situaciones particulares y a descubrir cómo poner siempre al hombre en el centro de las decisiones. Esta actividad no sólo se dirige a los fieles católicos, sino también a todos los hombres de buena voluntad que desean reflexionar de verdad sobre el devenir de la humanidad. A este propósito, quiero manifestar mi aprecio por el trabajo de las Semanas sociales de Francia, institución a la que estáis muy vinculados y que se dispone a celebrar su centenario. Durante los encuentros anuales, que cuentan cada vez con más participantes, signo de que sus investigaciones responden a una verdadera expectativa, los participantes tienen la posibilidad de interrogarse sobre las cuestiones sociales que afronta nuestro mundo, a la luz del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia, que no cesa así de enriquecerse desde la encíclica Rerum novarum de mi predecesor León XIII. Me alegran los vínculos que las Semanas sociales promueven y desarrollan en Europa, creando así en el continente un movimiento de reflexión sobre las cuestiones cada vez más complejas del mundo actual y uniendo a los hombres en la elaboración de los fundamentos de la sociedad del futuro.

Con esa participación en la vida social en todas sus formas, primer campo de su apostolado, los cristianos realizan verdaderamente su vocación y su misión, según el espíritu del concilio Vaticano II. Al anunciar a Cristo, son también portadores de una nueva esperanza para la sociedad; «con una comprensión más profunda de las leyes de la vida social» (Gaudium et spes
GS 23), invitan a una transformación profunda de la sociedad. Además del derecho y el deber de anunciar el Evangelio a todas las naciones, la Iglesia también está autorizada para «dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» (Código de derecho canónico, c. 747). En la vida política, en la economía, en los lugares de trabajo y en la familia, corresponde a los fieles hacer presente a Cristo y hacer resplandecer los valores evangélicos, que manifiestan con una luz particular la dignidad del hombre y su lugar central en el universo, recordando así el primado de lo humano sobre cualquier interés privado y sobre los mecanismos institucionales.

4. La participación de los cristianos en la vida pública y la presencia visible de la Iglesia católica y de las demás confesiones religiosas no cuestionan en absoluto el principio de la laicidad, ni las prerrogativas del Estado. Como recordé el pasado mes de enero, en el discurso al Cuerpo diplomático con ocasión del intercambio de felicitaciones, la laicidad bien entendida no debe confundirse con el laicismo; y tampoco puede suprimir las creencias personales y comunitarias.
Tratar de vaciar el campo social de esta dimensión importante de la vida de las personas y de los pueblos, así como de los signos que la manifiestan, sería contrario a una libertad bien entendida. La libertad de culto no puede concebirse sin la libertad de practicar individual y colectivamente la propia religión y sin la libertad de la Iglesia. La religión no se puede relegar únicamente a la esfera de lo privado, con el riesgo de negar todo lo que tiene de colectivo en su vida y en las actividades sociales y caritativas que realiza en el seno mismo de la sociedad en favor de todas las personas, sin distinción de creencias filosóficas o religiosas. Todo cristiano o todo seguidor de una religión, en la medida en que esto no pone en peligro la seguridad y la autoridad legítima del Estado, tiene derecho a ser respetado en sus convicciones y en sus prácticas, en nombre de la libertad religiosa, que es uno de los aspectos fundamentales de la libertad de conciencia (cf. Dignitatis humanae DH 2-3).

5. Es importante que los jóvenes puedan captar el alcance del itinerario religioso en la existencia personal y en la vida social, que conozcan las tradiciones religiosas que encuentran y que puedan leer con benevolencia los símbolos religiosos y reconocer las raíces cristianas de las culturas y de la historia europeas. Esto lleva a un reconocimiento respetuoso de los demás y de sus creencias, a un diálogo positivo, a una superación de los comunitarismos y a un mejor entendimiento social. Vuestro país cuenta con una fuerte presencia de musulmanes, con los cuales, a través de los responsables o de las comunidades locales, os esmeráis por mantener buenas relaciones y promover el diálogo interreligioso, que es, como he afirmado, un diálogo de vida. Este diálogo también debe reavivar en los cristianos la conciencia de su fe y su adhesión a la Iglesia, ya que cualquier forma de relativismo no puede por menos de perjudicar gravemente las relaciones entre las religiones.

Os corresponde a vosotros proseguir e intensificar, quizá en ciertos casos de manera más institucional, las relaciones con las autoridades civiles y con las diferentes categorías de elegidos en vuestro país para los Parlamentos nacional y europeo, especialmente con los parlamentarios católicos y con las instituciones internacionales. Me complacen las nuevas formas de diálogo recientemente establecidas entre la Santa Sede y los responsables de la nación, para resolver las cuestiones pendientes. El nuncio apostólico, en virtud de su misión, en nombre de la Santa Sede, está llamado a participar activamente en ese diálogo y a seguir atentamente la vida de la Iglesia y su situación en la sociedad.

6. De acuerdo con su noble tradición, Francia tiene numerosos vínculos con países del tercer mundo, particularmente en el continente africano. Hoy, más que nunca, para que los pueblos de África salgan de la pobreza y de las luchas sangrientas que €no dejan de herir su tierra, es preciso seguir prestando asistencia a las poblaciones, con el fin de proveer a sus necesidades fundamentales y, sobre todo, de ayudarles a convertirse en los primeros protagonistas de su desarrollo, especialmente mediante una educación seria en la responsabilidad cívica y política. Esto debe permitirles superar las oposiciones de grupos, de modo que cada uno adquiera verdaderamente el sentido del Estado y todos los ciudadanos se unan para forjar un futuro de paz y de prosperidad. En estos campos educativos, la Iglesia tiene una experiencia que, hoy más que nunca, está llamada a transmitir para el bien de las personas y de los pueblos.

50 7. Al concluir mis encuentros con las diferentes provincias de Francia, doy gracias por el compromiso valiente de los pastores y de los fieles en el anuncio del Evangelio. Quiera Dios que no se desanimen ante las dificultades y los escasos resultados obtenidos desde un punto de vista humano. Debemos considerarnos ante todo como cooperadores de Dios (cf. 2Co 6,1), cumpliendo nuestra misión con fidelidad al don recibido y anunciando a tiempo y a destiempo la palabra de Dios, que el mundo necesita para alimentar la esperanza y encontrar nuevo impulso. El Espíritu Santo hará que fructifique el trabajo de los hombres. Cristo, el Redentor del hombre, viene a abrir a cada uno el camino de la vida. No tengáis miedo de anunciar al mundo que Dios es la única felicidad definitiva de la humanidad y de acompañar a los hombres a descubrir a Cristo y a construir un mundo donde se viva bien.

Encomendándoos a la intercesión de la Virgen María, patrona de Francia, os imparto a vosotros, así como a los pastores y a todos los fieles de vuestras diócesis, una afectuosa y paterna bendición apostólica.










Discursos 2004 43