Carta a las Familias 21

El nacimiento y el peligro

21 La breve narración de la infancia de Jesús nos refiere casi simultáneamente, de manera muy significativa, el nacimiento y el peligro que hubo de afrontar enseguida. Lucas relata las palabras proféticas pronunciadas por el anciano Simeón cuando el Niño fue presentado al Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento. Simeón habla de «luz» y de «signo de contradicción»; después predice a María: «A ti misma una espada te atravesará el alma» (cf. Lc 2,32-35). Sin embargo, Mateo se refiere a las asechanzas tramadas contra Jesús por Herodes: informado por los Magos, que habían ido de Oriente para ver al nuevo rey que debía nacer (cf. Mt 2,2), se siente amenazado en su poder y, después de marchar ellos, ordena matar a todos los niños menores de dos años de Belén y alrededores. Jesús escapa de las manos de Herodes gracias a una particular intervención divina y a la solicitud paterna de José, que lo lleva junto con su Madre a Egipto, donde se quedarán hasta la muerte de Herodes. Después regresan a Nazaret, su ciudad natal, donde la Sagrada Familia inicia el largo período de una existencia escondida, que se desarrolla en el cumplimiento fiel y generoso de los deberes cotidianos (cf. Mt 2,1-23 Lc 2,39-52).

Reviste una elocuencia profética el hecho de que Jesús, desde su nacimiento, se encontrara ante amenazas y peligros. Ya desde niño es «signo de contradicción». Elocuencia profética presenta, además, el drama de los niños inocentes de Belén, matados por orden de Herodes y, según la antigua liturgia de la Iglesia, partícipes del nacimiento y de la pasión redentora de Cristo»50. Mediante su «pasión», completan «lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

En los evangelios de la infancia, el anuncio de la vida, que se hace de modo admirable con el nacimiento del Redentor, se contrapone fuertemente a la amenaza a la vida, una vida que abarca enteramente el misterio de la Encarnación y de la realidad divino-humana de Cristo. El Verbo se hizo carne (cf. Jn 1,14), Dios se hizo hombre. A este sublime misterio se referían frecuentemente los Padres de la Iglesia: «Dios se hizo hombre, para que el hombre, en él y por medio de él, llegara a ser Dios»51. Esta verdad de la fe es a la vez la verdad sobre el ser humano. Muestra la gravedad de todo atentado contra la vida del niño en el seno de la madre. Aquí, precisamente aquí, nos encontramos en las antípodas del «amor hermoso». Pensando exclusivamente en la satisfacción, se puede llegar incluso a matar el amor, matando su fruto. Para la cultura de la satisfacción el «fruto bendito de tu seno» (Lc 1,42) llega a ser, en cierto modo, un «fruto maldito».

?Cómo no recordar, a este respecto, las desviaciones que el llamado estado de derecho ha sufrido en numerosos países? Unívoca y categórica es la ley de Dios respecto a la vida humana. Dios manda: «No matarás» (Ex 20,13). Por tanto, ningún legislador humano puede afirmar: te es lícito matar, tienes derecho a matar, deberías matar. Desgraciadamente, esto ha sucedido en la historia de nuestro siglo, cuando han llegado al poder, de manera incluso democrática, fuerzas políticas que han emanado leyes contrarias al derecho de todo hombre a la vida, en nombre de presuntas y aberrantes razones eugenésicas, étnicas o parecidas. Un fenómeno no menos grave, incluso porque consigue vasta conformidad o consentimiento de opinión pública, es el de las legislaciones que no respetan el derecho a la vida desde su concepción. ?Cómo se podrían aceptar moralmente unas leyes que permiten matar al ser humano aún no nacido, pero que ya vive en el seno materno? El derecho a la vida se convierte, de esta manera, en decisión exclusiva de los adultos, que se aprovechan de los mismos parlamentos para realizar los propios proyectos y buscar sus propios intereses.

Nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización. La afirmación de que esta civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en «civilización de la muerte» recibe una preocupante confirmación. ?No es quizás unacontecimiento profético el hecho de que el nacimiento de Cristo haya estado acompañado del peligro por su existencia? Sí, también la vida de Aquel que al mismo tiempo es Hijo del hombre e Hijo de Dios estuvo amenazada, estuvo en peligro desde el principio, y sólo de milagro evitó la muerte.

Sin embargo, en los últimos decenios se notan algunos síntomas confortadores de un despertar de las conciencias, que afecta tanto al mundo del pensamiento como a la misma opinión pública. Crece, especialmente entre los jóvenes, una nueva conciencia de respeto a la vida desde su concepción; se difunden los movimientos pro-vida. Es un signo de esperanza para el futuro de la familia y de toda la humanidad.

50- Dans la liturgie de leur fête, qui remonte au Vè siècle, l'Eglise s'adresse aux saints Innocents avec les paroles du poète Prudence (+ vers 405) qui les célébrait comme des "fleurs du martyre que, dès l'aube de leur vie, le persécuteur du Christ a coupées, tel l'ouragan qui emporte des roses non encore écloses".
51- S. Athanase, De Incarnatione Verbi, n. 54; PG 25, 191-192.


«... me habéis recibido»

22 ¡Esposos y familias de todo el mundo: el Esposo está con vosotros! El Papa desea deciros esto, ante todo, en el año que las Naciones Unidas y la Iglesia dedican a la familia. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17); «lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu... Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3,6-7). Debéis nacer «de agua y de Espíritu» (Jn 3,5). Precisamente vosotros, queridos padres y madres, sois los primeros testigos y ministros de estenuevo nacimiento del Espíritu Santo. Vosotros, que engendráis a vuestros hijos para la patria terrena, no olvidéis que al mismo tiempo los engendráis para Dios. Dios desea su nacimiento del Espíritu Santo; los quiere como hijos adoptivos en el Hijo unigénito que les da «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). La obra de la salvación perdura en el mundo y se realiza mediante la Iglesia. Todo esto es obra del Hijo de Dios, el Esposo divino, que nos ha transmitido el reino del Padre y nos recuerda a nosotros, sus discípulos: «El reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,21).

Nuestra fe nos enseña que Jesucristo, que «está sentado a la derecha del Padre», vendrá para juzgar a vivos y muertos. Por otra parte, el evangelista Juan afirma que él fue enviado al mundo no «para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). Por tanto, ?en qué consiste el juicio? Cristo mismo da la respuesta: El juicio «está en que vino la luz al mundo... El que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,19 Jn 3,21). Esto también lo ha recordado recientemente la encíclica Veritatis splendor 52. ?Cristo es, pues, juez? Tus propios actos te juzgarán a la luz de la verdad que tú conoces. Lo que juzgará a los padres y madres, a los hijos e hijas, serán sus obras. Cada uno de nosotros será juzgado sobre los mandamientos; también sobre los que hemos recordado en esta carta: cuarto, quinto, sexto y noveno. Sin embargo, cada uno será juzgado ante todo sobre el amor, que es el sentido y la síntesis de los mandamientos. «A la tarde te examinarán en el amor», escribió san Juan de la Cruz53. Cristo, redentor y esposo de la humanidad, «para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha su voz» (cf. Jn 18,37). Él será el juez, pero del modo que él mismo ha indicado hablando del juicio final (cf. Mt 25,31-46). El suyo será unjuicio sobre el amor, un juicio que confirmará definitivamente la verdad de que el Esposo estaba con nosotros, sin que nosotros, quizás, lo supiéramos.

El juez es el Esposo de la Iglesia y de la humanidad. Por esto juzga diciendo: «Venid, benditos de mi Padre... Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis» (Mt 25,34-36). Naturalmente esta relación podría alargarse y en ella podrían aparecer una infinidad de problemas, que afectan también a la vida conyugal y familiar. Podríamos encontrarnos también expresiones como éstas: «Fui niño todavía no nacido y me acogisteis, permitiéndome nacer; fui niño abandonado y fuisteis para mí una familia; fui niño huérfano y me habéis adoptado y educado como a un hijo vuestro». Y también: «Ayudasteis a las madres que dudaban, o que estaban sometidas a fuertes presiones, para que aceptaran a su hijo no nacido y le hicieran nacer; ayudasteis a familias numerosas, familias en dificultad para mantener y educar a los hijos que Dios les había dado». Y podríamos continuar con una relación larga y diferenciada, que comprende todo tipo de verdadero bien moral y humano, en el cual se manifiesta el amor. Ésta es la gran mies que el Redentor del mundo, a quien el Padre ha confiado el juicio, vendrá a cosechar: es la mies de gracias y obras buenas, madurada bajo el soplo del Esposo en el Espíritu Santo, que nunca cesa de actuar en el mundo y en la Iglesia. Demos gracias por esto al Dador de todo bien.

Sabemos, sin embargo, que en la sentencia final, referida por el evangelista Mateo, hay otra relación, grave y aterradora: «Apartaos de mí... Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis» (Mt 25,41-43). Y en esta relación se pueden encontrar también otros comportamientos, en los que Jesús se presenta también como el hombre rechazado. Así, él se identifica con la mujer o el marido abandonado, con el niño concebido y rechazado: «¡No me habéis recibido!» Este juicio pasa también a través de la historia de nuestras familias y de la historia de las naciones y de la humanidad. El «no me habéis recibido» de Cristo implica también a instituciones sociales, gobiernos y organizaciones internacionales.

Pascal escribió que «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo»54. La agonía de Getsemaní y la agonía del Gólgota son el culmen de la manifestación del amor. En una y otra se manifiesta el Esposo que está con nosotros, que ama siempre de nuevo, que «ama hasta el extremo» (cf. Jn 13,1). El amor que hay en él y que de él va más allá de los confines de las historias personales o familiares, sobrepasa los confines de la historia de la humanidad.

Al final de estas reflexiones, queridos hermanos y hermanas, pensando en lo que, durante este Año de la familia, se proclamará desde diversas tribunas, quisiera renovar con vosotros la confesión hecha por Pedro a Cristo: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Digamos juntos: ¡Tus palabras, Señor, no pasarán! (cf. Mc 13,31). ?Qué puede desearos el Papa al final de esta larga meditación sobre el Año de la familia? Desea que todos os veáis reflejados en estas palabras, que «son espíritu y son vida» (Jn 6,63).

52- VS 84
53- La vive Flamme d'amour, VFA 59,0.
54- B. Pascal, Pensées, n.553 (éd. Br.).


Fortalecidos en el hombre interior

23 Doblo mis rodillas ante el Padre del cual toma nombre toda paternidad y maternidad «para que os conceda... que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ep 3,16). Recuerdo gustoso estas palabras del Apóstol, a las que me he referido en la primera parte de la presente carta. Son, en cierto modo, palabras-clave. La familia, la paternidad y la maternidad caminan juntas, al mismo paso. A su vez, la familia es el primer ambiente humano en el cual se forma el «hombre interior» del que habla el Apóstol. La consolidación de su fuerza es don del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

El Año de la familia pone ante nosotros y ante la Iglesia un cometido enorme, no distinto del que concierne a la familia cada año y cada día, pero que en el contexto de este año adquiere particular significado e importancia. Hemos iniciado el Año de la familia en Nazaret, en la solemnidad de la Sagrada Familia; a lo largo de este año deseamos peregrinar a ese lugar de gracia, que es elsantuario de la Sagrada Familia en la historia de la humanidad. Deseamos hacer esta peregrinación recuperando la conciencia del patrimonio de verdad sobre la familia, que desde el principio constituye un tesoro de la Iglesia. Es el tesoro que se acumula a partir de la rica tradición de la antigua alianza, se completa en la nueva y encuentra su expresión plena y emblemática en el misterio de la Sagrada Familia, en la cual el Esposo divino obra la redención de todas las familias. Desde allí Jesús proclama el «evangelio de la familia». A este tesoro de verdad acuden todas las generaciones de los discípulos de Cristo, comenzando por los Apóstoles, de cuya enseñanza nos hemos aprovechado abundantemente en esta carta.

En nuestra época este tesoro es explorado a fondo en los documentos del concilio Vaticano II55; interesantes análisis se han hecho también en los numerosos discursos que Pío XII dedica a los esposos56; en la encíclica Humanae vitae de Pablo VI; en las intervenciones durante el Sínodo de los obispos dedicado a la familia (1980), y en la exhortación apostólica Familiaris consortio. A estas intervenciones del Magisterio ya me he referido al principio. Si las menciono ahora es para destacar lo extenso y rico que es el tesoro de la verdad cristiana sobre la familia. Sin embargo, no bastan solamente lostestimonios escritos. Mucho más importantes son los testimonios vivos.Pablo VI observaba que, «el hombre contemporáneo escucha de más buena gana a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos»57. Es sobre todo a los testigos a quienes, en la Iglesia, se confía el tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos e hijas, que a través de la familia han encontrado el camino de su vocación humana y cristiana, la dimensión del «hombre interior» (Ep 3,16), de la que habla el Apóstol, y han alcanzado así la santidad. La Sagrada Familia es el comienzo de muchas otras familias santas. El Concilio ha recordado que la santidad es la vocación universal de los bautizados58. En nuestra época, como en el pasado, no faltan testigos del «evangelio de la familia», aunque no sean conocidos o no hayan sido proclamados santos por la Iglesia. El Año de la familia constituye la ocasión oportuna para tomar mayor conciencia de su existencia y su gran número.

A través de la familia discurre la historia del hombre, la historia de la salvación de la humanidad. He tratado de mostrar en estas páginas cómo la familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del hombre. Es preciso que dichas fuerzas sean tomadas como propias por cada núcleo familiar, para que, como se dijo con ocasión del milenio del cristianismo en Polonia, la familia sea «fuerte de Dios»59. He aquí la razón por la cual la presente carta ha querido inspirarse en las exhortaciones apostólicas que encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1Co 7,1-40 Ep 5,21-6,9 Col 3,25) y en las cartas de Pedro y de Juan (cf. 1P 3,1-7 Jn 2,12-17). ¡Qué parecidas son, aunque en un contexto histórico y cultural distinto, las situaciones de los cristianos y de las familias de entonces y de ahora!

Os hago, pues, una invitación: una invitación dirigida especialmente a vosotros, queridos esposos y esposas, padres y madres, hijos e hijas. Es una invitación a todas las Iglesias particulares, para que permanezcan unidas en la enseñanza de la verdad apostólica; a los hermanos en el episcopado, a los presbíteros, a los institutos religiosos y personas consagradas, a los movimientos y asociaciones de fieles laicos; a los hermanos y hermanas, a los que nos une la fe común en Jesucristo, aunque no vivamos aún la plena comunión querida por el Salvador 60; a todos aquellos que, participando en la fe de Abraham, pertenecen como nosotros a la gran comunidad de los creyentes en un único Dios61; a aquellos que son herederos de otras tradiciones espirituales y religiosas; a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

¡Que Cristo, que es el mismo «ayer, hoy y siempre» (cf. He 13,8), esté con nosotros mientras doblamos las rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad y maternidad y toda familia humana (cf. Ep 3,14-15) y, con las mismas palabras de la oración al Padre, que él mismo nos enseñó, ofrezca una vez más el testimonio del amor con que nos «amó hasta el extremo» (Jn 13,1)!

Hablo con la fuerza de su verdad al hombre de nuestro tiempo, para que comprenda qué grandes bienes son el matrimonio, la familia y la vida; y qué gran peligro constituye el no respetar estas realidades y una menor consideración de los valores supremos en los que se fundamentan la familia y la dignidad del ser humano.

Que el Señor Jesús nos recuerde estas cosas con la fuerza y la sabiduría de la cruz (cf. 1Co 1,17-24), para que la humanidad no ceda a la tentación del «padre de la mentira» (Jn 8,44), que la empuja constantemente por caminos anchos y espaciosos, aparentemente fáciles y agradables, pero llenos realmente de asechanzas y peligros. Que se nos conceda seguir siempre a Aquel que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).

Que sean éstos, queridísimos hermanos y hermanas, el compromiso de las familias cristianas y el afán misionero de la Iglesia durante este año, rico de singulares gracias divinas. Que la Sagrada Familia, icono y modelo de toda familia humana, nos ayude a cada uno a caminar con el espíritu de Nazaret; que ayude a cada núcleo familiar a profundizar su misión en la sociedad y en la Iglesia mediante la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la fraterna comunión de vida. ¡Que María, Madre del amor hermoso, y José, custodio del Redentor, nos acompañen a todos con su incesante protección!

Con estos sentimientos bendigo a cada familia en el nombre de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, del año 1994, décimo sexto de mi Pontificado.


55- GS 47-52
56- Une attention particulière doit être accordée au Discours aux participants au Congrès de l'Union catholique italienne d'Obstétrique (29 octobre 1951), dans Discorsi e Radiomessaggi, XIII, pp. 333-353.
57- Cf. Discours aux membres du "Conseil des Laïcs" (2 octobre 1974); AAS 66 (1974), p. 568.
58- LG 40
59- Cf. Card. Stefan Wyszeynski, Rodzina Bogiem silna, Homélie prononcée à Jasna Gora, 26 août 1961.
60- LG 15
61- LG 16



Carta a las Familias 21