Lumen gentium ES




PABLO OBISPO


SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS


JUNTAMENTE CON LOS PADRES DEL SACROSANTO CONCILIO


PARA PERPETUA MEMORIA


CONSTITUCION DOGMATICA SOBRE LA IGLESIA



CAPITULO I - EL MISTERIO DE LA IGLESIA


1 Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio, reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre el haz de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15).

Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la intima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal.

Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.


La voluntad del Padre Eterno sobre la salvación universal

2 El Padre Eterno creo el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decreto elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandono, dispensándoles siempre su auxilio, en atención a Cristo Redentor, "que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura" (Col 1,15).

A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre "los conoció de antemano y los predestino a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que este sea el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,19).

Determino convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se perfeccionara gloriosamente al fin de los tiempos.

Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el último elegido", se congregaran ante el Padre en una Iglesia universal.


Misión y obra del Hijo

3 Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en Él antes de la creación del mundo, y nos predestino a la adopción de hijos, porque en Él se complació restaurar todas las cosas (cfr. Ep 1,4-5 Ep 1,10). Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguro en la tierra el reino de los cielos, nos revelo su misterio, y efectuó la redención con su obediencia.

La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión manifestada de nuevo tanto por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado (Jn 19,34), cuanto por las palabras de Cristo alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mi" (Jn 12,32).

Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado (1Co 5,7), se efectúa la obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el sacramento del pan eucarístico se representa y se produce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo (1Co 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.


El Espíritu santificador de la Iglesia

4 Consumada, pues, la obra, que el Padre confió el Hijo en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (Ep 2,18).

El es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14 Jn 7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los hombres muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (Rm 8-10).

El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Co 3,16 1Co 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Ga 4,6 Rm 8,15-16,26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (Ep 4,11-12 1Co 12-4 Ga 5,22), a la que guía hacia toda verdad (Jn 16,13) y unifica en comunión y ministerio.

Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!" (Ap 22,17).

Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".


El reino de Dios

5 El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios, prometido muchos siglos antes en las Escrituras: "Porque el tiempo está cumplido, y se acerco el Reino de Dios" (Mc 1,15 Mt 4,17).

Ahora bien, este Reino comienza a manifestarse como una luz delante de los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla, depositada en el campo (Mc 4,14): quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc 12,32) de Cristo, recibieron el Reino; la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (Mc 4,26-29).

Los milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc 11,20 Mt 12,28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Cristo, Hijo del Hombre, que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc 10,45).

Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres, apareció constituido para siempre como Señor, como Cristo y como Sacerdote (Ac 2,36 He 5,6 He 7,17-21), y derramo en sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (Ac 2,33).

Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella en tanto, mientras va creciendo poco a poco, anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.


Las varias figuras de la Iglesia

6 Como en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone muchas veces bajo figuras, así ahora la intima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta también bajo diversos símbolos tomados de la vida pastoril, de la agricultura, de la construcción, de la familia y de los esponsales que ya se vislumbran en los libros de los profetas.

La Iglesia es, pues, un "redil", cuya única y obligada puerta es Cristo (
Jn 10,1-10). Es también una grey, cuyo Pastor será el mismo Dios, según las profecías (Is 40,11 Ez 34,11ss), y cuyas ovejas aunque aparezcan conducidas por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen Pastor, y jefe rabadán de pastores (Jn 10,11 1P 5,4), que dio su vida por las ovejas (Jn 10,11-16).

La Iglesia es "agricultura" o labranza de Dios (1Co 3,9). En este campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarcas en la cual se efectuó y concluirá la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11,13-26). El celestial Agricultor la planto como vina elegida (Mt 21,33-43 cf. Is 5,1ss).

La verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que estamos vinculados a Él por medio de la Iglesia y sin El nada podemos hacer (Jn 15,1-5).

Muchas veces también la Iglesia se llama "edificación" de Dios (1Co 3,9). El mismo Señor se comparo a la piedra rechazada por los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (Mt 21,42 Ac 4,11 1P 2,7 Ps 177,22).

Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (1Co 3,11) y de él recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios (1Tm 3,15), en que habita su "familia", habitación de Dios en el Espíritu (Ep 2,19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap 21,3) y, sobre todo, "templo" santo, que los Santos Padres celebran representado en los santuarios de piedra, y en la liturgia se compara justamente a la ciudad santa, la nueva Jerusalén.

Porque en ella somos ordenados en la tierra como piedras vivas (1P 2,5). San Juan, en la renovación del mundo contempla esta ciudad bajando del cielo, del lado de Dios ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Ap 21,1ss).

La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén de arriba" y madre nuestra (Ga 4,26 Ap 12,17), se representa como la inmaculada "esposa" del Cordero inmaculado (Ap 19,1 Ap 21,2 Ap 21,9 Ap 22,17), a la que Cristo "amo y se entrego por ella, para santificarla" (Ep 5,26), la unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la "alimenta y abriga" (Ep 5,24), a la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y de Cristo para con nosotros que supera toda ciencia (Ep 3,19).

Pero mientras la Iglesia peregrina en esta tierra lejos del Señor (2Co 5,6), se considera como desterrada, de forma que busca y piensa las cosas de arriba, donde esta Cristo sentado a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (Col 3,1-4).


La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo

7 El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformo en una nueva criatura (Ga 6,15 2Co 5,17), superando la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyo místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu.

La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorificado, por medio de los sacramentos. Por el bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu" (1Co 12,13).

Rito sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte", mas si "hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (Rm 6,4-5).

En la fracción del pan eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una comunión con El y entre nosotros mismos. "Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1Co 10,17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su cuerpo (1Co 12,27), "pero cada uno es miembro del otro" (Rm 12,5).

Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (1Co 12,12). También en la constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de ministerios.

Uno mismo es el Espíritu que distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia, según sus riquezas y la diversidad de los ministerios (1Co 12,1-11). Entre todos estos dones sobresale la gracia de los apóstoles, a cuya autoridad subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (1Co 14).

Unificando el cuerpo, el mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la interna conexión de los miembros, produce y urge la caridad entre los fieles. Por tanto, si un miembro tiene un sufrimiento, todos los miembros sufren con él; o si un miembro es honrado, gozan juntamente todos los miembros (1Co 12,26).

La cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible, y en Él fueron creadas todas las cosas... El es antes que todos, y todo subsiste en Él. El es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primicia sobre todas las cosas (Col 1,5-18).

El domina con la excelsa grandeza de su poder los cielos y la tierra y lleva de riquezas con su eminente perfección y su obra todo el cuerpo de su gloria (Ep 1,18-23).

Es necesario que todos los miembros se asemejen a Él hasta que Cristo quede formado en ellos (Ga 4,19). Por eso somos asumidos en los misterios de su vida, conformes con El, consepultados y resucitados juntamente con El, hasta que reinemos con El (Ph 3,21 2Tm 2,11 Ep 2,6 Col 2,12 etc.).

Peregrinos todavía sobre la tierra siguiendo sus huellas en el sufrimiento y en la persecución, nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser con el glorificados (Rm 8,17).

Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino" (Col 2,19). El dispone constantemente en su cuerpo, es decir, en la Iglesia, los dones de los servicios por los que en su virtud nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad en la caridad, crezcamos por todos los medios en Él, que es nuestra Cabeza (Ep 4,11-16).

Mas para que incesantemente nos renovemos en Él (Ep 4,23), nos concedió participar en su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano.

Cristo, por cierto, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que amando a su mujer ama su propio cuerpo (Ep 5,25-28); pero la Iglesia, por su parte, está sujeta a su Cabeza (Ep 5,23-24). "Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (Ep 1,22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud de Dios (Ep 3,19).


La Iglesia visible y espiritual a un tiempo

8 Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino.

Por esta profunda analogía se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a Él indisolublemente unido, de forma semejante a la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf.
Ep 4,16).

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica, la que nuestro Salvador entrego después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno (Mt 28,18), y la erigió para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (1Tm 3,15).

Esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica.

Mas como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es la llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios, se anonado a sí mismo, tomando la forma de siervo" (Ph 2,69), y por nosotros, "se hizo pobre, siendo rico" (2Co 8,9); así la Iglesia, aunque el cumplimiento de su misión exige recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su ejemplo.

Cristo fue enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos" (Lc 4,18), "para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana, más aun, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo.

Pues mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (He 7,26), no conoció el pecado (2Co 5,21), sino que vino solo a expiar los pecados del pueblo (He 21,7), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación.

La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (1Co 11,26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.




CAPITULO II - EL PUEBLO DE DIOS


Nueva Alianza y nuevo Pueblo

9 En todo tiempo y en todo pueblo son adeptos a Dios los que le temen y practican la justicia (Ac 10,35). Quiso, sin embargo, Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente.

Eligio como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una alianza, y a quien instruyo gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí.

Pero todo esto lo realizo como preparación y figura de la nueva alianza, perfecta que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. "He aquí que llega el tiempo -dice el Señor-, y haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán", afirma el Señor (Jr 31,31-34).

Nueva alianza que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (1Co 11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios.

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (1P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5-6), son hechos por fin "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición… que en un tiempo no era pueblo, y ahora pueblo de Dios" (1P 2,9-10).

Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza a Cristo, "que fue entregado por nuestros pecados y resucito para nuestra salvación" (Rm 4,25), y habiendo conseguido un nombre que esta sobre todo nombre, reina ahora gloriosamente en los cielos.

Tienen por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar, como el mismo Cristo nos amo (Jn 13,34). Tienen últimamente como fin la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El mismo al fin de los tiempos cuanto se manifieste Cristo, nuestra vida (Col 3,4), y "la misma criatura será libertad de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios" (Rm 8,21).

Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no contenga a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (Mt 5,13-16).

Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia (cf. 2 Esdras, Ne 13,1 Nb 20,4 Dt 23,1,ss), así el nuevo Israel que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente (He 13,14) se llama también Iglesia de Cristo (Mt 16,18), porque El la adquirió con su sangre (Ac 20,28), la lleno de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social.

La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación, y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera, para todos y cada uno. Rebosando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana con la obligación de extenderse a todas las naciones.

Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.


El sacerdocio común

10 Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (He 5,1-5), a su nuevo pueblo "lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su Padre" (Ap 1,6 Ap 5,9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamo de las tinieblas a la luz admirable (1P 2,4-10).

Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (Ac 2,42 Ac 2,47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (Rm 12,1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (1P 3,15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no solo gradual. Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo: los fieles, en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante.


Ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos

11 La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia.

Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo.

Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Victima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno según su condición.

Pero una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios aptamente significada y maravillosamente producida por este augustísimo sacramento.

Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Este, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión.

La Iglesia entera encomienda al Señor, paciente y glorificado, a los que sufren, con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie y los salva (cf.
Jc 5,14-16); más aun, los exhorta a que uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rm 8,17 Col 1,24 2Tm 2,11-12 1P 4,13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios.

Además, aquellos que entre los fieles se distinguen por el orden sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios.

Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ep 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (1Co 7,7).

Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos.

En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada.

Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto.


Sentido de la fe y de los carismas en el Pueblo de Dios

12 El pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio, sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (He 13,15).

La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (1Jn 2,20-17) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares" manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres.

Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (1Th 2,13), se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos (cf. Jud 3), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica mas íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuye sus dones a cada uno según quiere" (1Co 12,11), reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia según aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1Co 12,7).

Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo.

Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos, sino que el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (1Th 5,19-21).


Universalidad y catolicidad del único Pueblo de Dios

13 Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este Pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creo en el principio una sola naturaleza humana y determino congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (Jn 11,52).

Para ello envió Dios a su Hijo a quien constituyo heredero universal (He 1,2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia, y para todos y cada uno de los creyentes, principio de asociación y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración (Ac 2,42).

Así, pues, de todas las gentes de la tierra se compone el Pueblo de Dios, porque de todas recibe sus ciudadanos, que lo son de un reino, por cierto no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por la faz de la tierra comunican en el Espíritu Santo con los demás, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros".

Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (Jn 18,36), la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume; pero al recibirlas las purifica, las fortalece y las eleva.

Pues sabe muy bien que debe asociarse a aquel Rey, a quien fueron dadas en heredad todas las naciones (Ps 2,8) y a cuya ciudad llevan dones y obsequios (Ps 71,10 Is 60,4-7 Ap 21,24).

Este carácter de universalidad, que distingue al Pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes, bajo Cristo como Cabeza en la unidad de su Espíritu.

En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos lo que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad.

De donde resulta que el Pueblo de Dios no solo congrega gentes de diversos pueblos, sino que en si mismo está integrado de diversos elementos, Porque hay diversidad entre sus miembros, ya según los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos; ya según la condición y ordenación de vida, pues muchos en el estado religioso tendiendo a la santidad por el camino más arduo estimulan con su ejemplo a los hermanos.

Además, en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo integro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad, defiende las legitimas variedades y al mismo tiempo procura que estas particularidades no solo no perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen en ella.

De aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la Iglesia los vínculos de intima comunicación de riquezas espirituales, operarios apostólicos y ayudas materiales. Los miembros del Pueblo de Dios están llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas palabras del Apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1P 4,10).

Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz y a ella pertenecen de varios modos y se ordenan, tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.



Lumen gentium ES