LEON XIII, MAGISTERIO - 4. Lecciones de los misterios gozosos.


5. Repugnancia al sacrificio.

Otro mal funestísimo, y que no deploraremos bastante, porque cada día penetra más profundamente en los ánimos y hace mayores estragos, es la resistencia al dolor y el lanzamiento violento de todo lo que parece molesto y contrario a nuestros gustos. Pues la mayor parte de los hombres, en vez de considerar, como sería preciso, la tranquilidad y la libertad I de .las almas como recompensa preparada a los que han cumplido el gran deber de la vida, sin dejarse vencer por los peligros ni por los trabajos, se forjan la idea de un Estado donde no habría objeto alguno desagradable y donde se gozaría de todos los bienes que esta vida puede dar de sí. Deseo tan violento y desenfrenado de una existencia feliz, es fuente de debilidad para las almas, que si no caen por completo, se enervan por lo menos, de suerte que huyen cobardemente de los males de la vida, dejándose abatir por ellos.



6. Lecciones de los misterios dolorosos.

También en este peligro puede esperarse del Rosario de María grandísimo socorro para fortalecer las almas (tan eficaz es la autoridad del ejemplo), si los misterios que se llaman dolorosos Son objeto de una meditación tranquila y suave desde la más tierna infancia, y si luego se continua meditándolos asiduamente. En ellos se nos muestra a Cristo autor y consumador de nuestra fe, que comenzó a obrar y a enseñar a fin de que encontrásemos en El mismo, ejemplos adecuados a las enseñanzas que nos diera sobre la manera como debemos soportar las fatigas y los sufrimientos, de tal modo que El quiso sufrir los males más terribles con una gran resignación. Vémosle agotado de tristeza, hasta el punto de que la sangre corre por todos sus miembros como sudor copioso Vémosle apretado de ligaduras, como un ladrón; sometido al juicio de hombres perversísimos; objeto de terribles ultrajes y de falsas acusaciones. Vémosle flagelado, coronado de espinas, clavado en la cruz, considerado como indigno de vivir largo tiempo y merecedor de morir en medio de los gritos ensordecedores de la chusma. Pensamos cual debió ser, ante tal espectáculo, el dolor de su Santísima Madre, cuyo corazón fue, no solamente herido, sino atravesado de una espada de dolor, de suerte que se la llamase y fuese realmente la Madre del dolor.

Aquel que, no contento con la contemplación de los ojos, medite frecuentemente estos ejemplos de virtud, ¡como sentirá renacer en si la fuerza para imitarlos! Que la tierra sea para él maldita y que no produzca más que espinas y zarzas; que su alma sufra todas las amarguras posibles; que la enfermedad agobie su cuerpo; no habrá mal alguno, ya provenga del odio de los hombres, ya de la cólera de los demonios, ningún género de calamidad pública o privada que él no venza con su resignación. De ahí el acertado dicho: Hacer y sufrir cosas arduas es propio del cristiano; pues el cristiano, en efecto, aquel que es considerado a justo titulo como digno de ese nombre, no puede dejar de seguir a Cristo paciente. Hablamos aquí de la paciencia, no de esa vana ostentación del alma endureciéndose contra el dolor, que manifestaron algunos filósofos antiguos, sino de la que, tomando el ejemplo de Cristo, que quiso sufrir la cruz, cuando pudo elegir la alegría, y que desprecio la confusión (He 12,2), y pidiéndole los oportunos auxilios de su gracia, no retrocede ante ninguna pena, antes las sobrelleva todas con regocijo y las considera como un favor del cielo y una ganancia. El catolicismo ha poseído y posee todavía discípulos preclarísimos penetrados de esta doctrina, muchos hombres y mujeres de todo país y de toda condición dispuestos a sufrir, siguiendo el ejemplo de Cristo, Señor nuestro, todas las injusticias y todos los males por la virtud y por la religión, y que se apropian mas de hecho que de palabra el rasgo de Dijimos: Vayamos también nosotros y muramos con El (Jn 11,16). ¡Que los ejemplos de esta admirable constancia se multipliquen cada vez más, y la defensa de los Estados y el vigor y la gloria de la Iglesia crecerán incesantemente!



7. Descuido de los bienes eternos.

La tercera especie de males a que es preciso poner remedio es, sobre todo, propia de los hombres de nuestra época. Pues los de las edades pasadas, si bien estaban ligados de una manera a veces criminal a los bienes de la tierra, no desdeñaban enteramente, sin embargo, los del cielo; los más sabios de entre los mismos paganos enseñaron que esta vida era para nosotros una hospedería, no una morada permanente; que en ella debíamos alojarnos durante algún tiempo, pero no habitarla. Mas los hombres de hoy, aunque instruidos en la fe cristiana, adhieren en su mayor parte a los bienes fugitivos de la vida presente, no solo como si quisiesen borrar de su espíritu la idea de una patria mejor, de una bienaventuranza eterna, sino como si quisieran destruirla enteramente a fuerza de iniquidades. En vano San Pablo les hace esta advertencia: No tenemos aquí una morada estable, sino que buscamos una que hemos de poseer algún día (He 12,14).

Cuando se pregunta uno cuales Son las causas de esta calamidad, se ve, por de contado, que en muchos existe el temor de que el pensamiento de la vida futura pueda destruir el amor de la patria terrestre y perjudicar la prosperidad de los Estados; no hay nada mas odioso y más insensato que semejante convicción. Pues las esperanzas eternas no tienen por carácter absorber de tal manera los bienes presentes; cuando Cristo mando buscar el reino de Dios, dijo que se le buscase primero; pero no que se dejase todo lo demás aún lado. Pues el uso de los objetos terrestres y los goces permitidos que de ellos se pueden sacar no tienen nada de ilícito, si contribuyen al acrecentamiento o a la recompensa de nuestras virtudes, y si la prosperidad y la civilización progresiva de la patria terrestre manifiesta de una manera espléndida el mutuo acuerdo de los mortales y refleja la belleza y magnificencia de la patria celestial: no hay en esto nada que no convenga a seres dotados de razón, ni que sea opuesto a los designios de la Providencia. Porque Dios es a .la vez el autor de la naturaleza y de la gracia, y no quiere que la una perjudique a la otra, ni que haya entre ellas conflicto, sino que celebren en cierto modo un pacto de alianza para que, bajo su dirección, lleguemos un día por el camino mas fácil a aquella eterna felicidad a que fuimos destinados.

Pero los hombres egoístas, dados a los placeres, que dejan vagar todos sus pensamientos sobre las cosas caducas y no pueden elevarse a mas altura, en lugar de ser movidos por los bienes de que gozan a desear mas vivamente los del cielo, pierden completamente la idea misma de la eternidad y van a caer en una condición indigna del hombre. Pues el poder divino no puede herirnos con pena más terrible que dejándonos gozar de todos los placeres de la tierra, pero olvidando al mismo tiempo los bienes eternos.



8. Lecciones de los misterios gloriosos.

Evitara completamente este peligro el que se dé a la devoción del Rosario y medite atenta y frecuentemente los misterios gloriosos que en él se nos proponen. Pues de estos misterios, ciertamente, nuestro espíritu toma la luz necesaria para conocer los bienes que no ven nuestros ojos, pero que Dios, lo creemos con firme fe, prepara a los que le aman. Así aprendemos que la muerte no es un aniquilamiento que nos arrebata y que nos destruye todo, sino una emigración y, por decirlo así, un cambio de vida. Aprendemos claramente que hay una ruta hacia el cielo abierta para todos, y cuando vemos a Cristo volver allá, nos acordamos de su dulce promesa: Voy a prepararos un puesto. Aprendemos, ciertamente, que vendrá un tiempo en que Dios secara todas las lágrimas de nuestros ojos. En que no habrá mas luto, ni quejidos, ni dolor, sino que estaremos siempre con Dios, parecidos a Dios, pues que le veremos tal cual es, gozando del torrente de sus delicias, con, ciudadanos de los santos, en comunión bienaventurada con la gran Reina y Madre.

El espíritu que considere estos misterios no podrá menos de inflamarse y de repetir esta frase de un hombre muy santo: ¡Qué vil es la tierra cuando miro al cielo!; y gozar el consuelo que da pensar que una tribulación momentánea y ligera nos conquista una eternidad de gloria. Este es, en efecto, el único lazo que une el tiempo presente con la vida eterna, la ciudad terrestre con la celestial; ésta es la única consideración que fortifica y eleva las almas. Si tales almas Son en gran número, el Estado será rico y floreciente, se verá reinar la verdad, el bien, lo bello, según este modelo, que es el principio y el origen eterno de toda verdad, de todo bien y de toda belleza.

Ya todos los cristianos pueden ver, como Nos lo hemos manifestado al principio, cuales Son los frutos y cuál es la virtud fecunda del Rosario de María, su poder para curar los males de nuestra época y hacer desaparecer los gravísimos castigos que sufren los Estados.



9. Las cofradías del Rosario.

Pero es fácil comprender que sentirán más abundantemente estas ventajas aquellos que, inscritos en la santa Cofradía del Rosario, se distinguen por una unión particular y verdaderamente fraternal y por su devoción a la Santísima Virgen. Pues estas cofradías, aprobadas por la autoridad de los pontífices romanos, colmadas por ellos de privilegios y enriquecidas de indulgencias, tienen su propia forma de orden y gobierno, tienen asambleas a fecha fija y gozan de poderosos apoyos, que les aseguran su prosperidad y las hacen grandemente provechosas para la sociedad humana. Estos Son ejércitos que combaten los combates de Cristo por sus misterios sagrados, bajo los auspicios y la guía de la Reina del cielo; se ha podido averiguar en todo tiempo, y sobre todo en Lepanto, cuan favorable se ha mostrado a sus suplicas y a las ceremonias y procesiones que ellos han organizado.

Es, pues, obvio mostrar gran celo y esfuerzo en fundar, acrecentar y gobernar tales cofradías. Nos no hablamos aquí solo a los encargados de esta misión, según su instituto, sino a todos los que tienen el cuidado de las almas y, sobre todo, el ministerio de las iglesias en las que estas cofradías están instituidas. Nos deseamos también ardientemente que los que emprenden viajes para propagar la doctrina de Cristo entre las naciones bárbaras, o para afirmarla donde ya se ha establecido, propaguen asimismo la devoción del Rosario.

Con las exhortaciones de todos los misioneros, Nos no dudamos que ha de haber un gran número de cristianos, cuidadosos de sus intereses espirituales, que se harán inscribir en esta misma Cofradía y se esforzaran por adquirir los bienes del alma que Nos hemos indicado; aquellos, sobre todo, que constituyen la razón de ser y, en algún modo, la esencia del Rosario. El ejemplo de los miembros de la Cofradía inspirara a los demás fieles un respeto y una piedad muy grandes hacia el mismo Rosario. Estos, animados por ejemplos semejantes, pondrán todo su celo en tomar parte en estos bienes tan saludables. Tal es nuestro deseo más ardiente.

Esta es, de consiguiente, la esperanza que nos guía y nos anima en medio de los grandes males que sufre la sociedad. ¡Ojala, gracias a tantas oraciones, María, la Madre de Dios y de los hombres, que nos ha dado el Rosario y que es su Reina, pueda hacer de suerte que esta esperanza se realice por completo! Nos tenemos confianza, venerables hermanos, en que vuestro concurso, nuestras enseñanzas y nuestros deseos contribuirán a la prosperidad de las familias, a la paz de los pueblos y al bien de la tierra.

LEON PP. XIII




PRAECLARA GRATULATIONIS: Sobre la unidad de la humanidad en la Fe


Del Papa LEON PP. XIII (20 de Junio de 1894)

A todos los príncipes y pueblos de la tierra salud y paz en el Señor



1 Motivo de la Encíclica: la concordia de todos en el homenaje y sus propios esfuerzos por la unidad de todos en la fe.

Las preclaras manifestaciones de felicitación publica que en el decurso del año pasado Nos vinieron de todas partes para celebrar Nuestro jubileo episcopal, y que hace poco tuvieron su corona con la insigne piedad de la nación española: ellos Nos consolaron principalmente porque en aquella unanimidad de sentimientos se reflejaba la unidad de la Iglesia y su admirable unión con el Sumo Pontífice.

En aquellos días parecía que el mundo católico, olvidado de toda otra preocupación, tuviera fija su mirada y sus pensamientos en el Vaticano. Embajadas de Príncipes, multitud frecuente de peregrinaciones, cartas llenas de afecto, augustísimas ceremonias significaban muy claramente la unidad de los católicos -solo un corazón y un alma sola- en la reverencia a la Sede Apostólica. Y aún nos resultaba ello tanto más grato, cuanto que mejor respondía a Nuestros pensamientos e intenciones. Pues, conociendo Nos bien la condición de los tiempos y recordando Nuestro deber, durante todo Nuestro pontificado siempre hemos tenido como mira, y en lo posible lo hemos procurado Nos por las enseñanzas y Nuestra actuación, el estrechar con Nos lo más íntimamente posible a todos los pueblos y a las naciones todas, y poner de relieve la multiforme acción benéfica del Pontificado romano. Damos, pues, sumas gracias y Nos declaramos, ante todo, obligados a la divina bondad, por cuyo singular beneficio hemos podido llegar a tan avanzada edad. Vaya luego Nuestra gratitud a los Príncipes, Obispos, al clero y a todos cuantos, mediante toda clase de demostraciones de piedad y de homenaje, honraron la dignidad del ministerio apostólico y ofrecieron, a la vez, oportuno consuelo a Nuestra persona.



2 La unión de todos los hombres en la fe, suma aspiración

Falto, naturalmente mucho para que Nuestro consuelo fuera pleno y perfecto; pues, en medio de los testimonios de alegría y de amor de los pueblos, en Nuestro ánimo estaba siempre fija una innumerable multitud, extraña a aquella armonía festiva de todos los católicos: los unos, por desconocer plenamente el Evangelio; los otros, porque, aun siendo cristianos, disienten de la fe católica. Grande era, y es aun, Nuestra tristeza por ello; ni es posible no sentir un grande e íntimo dolor, al pensar en ese grupo inmenso del género humano que equivocados de rumbo peregrinan lejos de nosotros.

Pues Dios todopoderoso, desea que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la Verdad (1Tm 2,4), y porque años y amarguras Nos acercan al final de la mortal carrera, Nos place imitar a nuestro Redentor y maestro, Jesucristo, que, al volverse al cielo, con la más ferviente plegaria pidió al Dios Padre que sus discípulos y seguidores fueran una sola cosa, en mente y en corazón: Ruego… que todos sean una cosa, como Tu, Padre, en mi, y yo en Ti, que también ellos sean en nosotros una cosa (Jn 17,20-21). Plegaria y suplica divina que, por haber sido hecha no por los que ya creían en Cristo, sino por los que debían creer más adelante, no sin razón creemos que signifiquen bien Nuestros deseos de trabajar a fin de que todos, en toda tierra y nación, sean llamados y movidos a la unidad de la fe divina.



3 Los gentiles y la fe cristiana

Movidos por la caridad que acude con mayor premura allá donde mayor es la necesidad, Nuestro espíritu vuela primero hacia los pueblos más desgraciados de todos, esto es, a los que o nunca recibieron la luz del Evangelio o, si la recibieron, llegaron a perderla, ya por la propia inercia, ya por las vicisitudes de los tiempos, de suerte que ignoran plenamente a Dios. Y porque toda salvación viene de Cristo Jesús, pues no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el que debamos ser salvos (Ac 4,12). Nuestro máximo deseo es que todas las regiones del mundo puedan muy pronto ser penetradas y dominadas por el sacro nombre de Jesús. Y en ello nunca la Iglesia dejo de cumplir su deber. De hecho, ¿cual fue su mayor labor, cual su mayor entusiasmo y constancia en diecinueve siglos sino el cuidarse de conducir todos los pueblos a la verdad y vida cristianas? Aun hoy en día, con la máxima frecuencia, siguen la ruta de todos los mares hasta las tierras mas remotas, por misión recibida de Nos, los heraldos del Evangelio; y no pasa día sin que supliquemos al Señor se digne piadoso multiplicar sacerdotes dignos de ese apostolado, tales que, para dilatar el reino de Cristo, no rehuyan sacrificar comodidades, salud y, si fuere preciso, aún la vida misma.



4 Oración por la unidad de la fe

Tu, empero, Redentor y Padre del género humano, Cristo Jesús: date prisa y no aplaces el cumplimiento de aquella promesa tuya de que, todo lo atraerías a ti cuando fueses exaltado de la tierra (Jn 12,32). Ven pues, y revélate ya a esas muchedumbres privadas todavía de los beneficios tan preciosos que con tu sangre ganaste para los mortales; despierta a quienes aún moran en las tinieblas y en la sombra de la muerte (Ps 106,10, cfr Ps 87,7 Is 9,2 Mt 4,16), de modo que, iluminados por el resplandor de tu sabiduría y de tu virtud, en ti y por ti se reúnan en unidad.



5 Llamado a los disidentes en general a volver a la unidad de la fe

Al reflexionar sobre el misterio de esta unidad, a Nuestra mirada se ofrecen también, el conjunto de aquellos pueblos a quienes la piedad divina condujo hace ya mucho tiempo de los antiguos errores a la sabiduría evangélica. En efecto, nada hay más alegre en el recuerdo, ni de mayor alabanza para la providencia de Dios, que la memoria de aquellas épocas antiguas, cuando la fe cristiana era considerada universalmente como un patrimonio común e indiviso; cuando las naciones civilizadas, aunque separadas por tierras, razas y costumbres, y aún estando algunas veces, con harta frecuencia, en lucha las unas con las otras, sin embargo, en materia de religión todas se mantenían unánimes en la fe de Cristo.

Al recordar esto, es muy doloroso pensar que, con el correr de los tiempos, la desconfianza y la enemistad, engendro de desgraciados acontecimientos, han ido arrancando del seno de la Iglesia romana a pueblos enteros y florecientes. Mas, sea de ello lo que quiera, confiados en la gracia y misericordia del Dios omnipotente, único que conoce el momento oportuno para socorrer, y en cuyas manos está el inclinar la voluntad de los hombres a donde más le agrada, Nos dirigimos a esos mismos pueblos, y con paternal amor los exhortamos y conjuramos para que, compuestas en paz las discordias, retornen a la unidad.



6 Las iglesias orientales. El patrimonio común el primado. El Cisma

Ante todo, dirigimos una mirada de intenso afecto hacia el Oriente, allá donde tuvo principio la salvación del mundo. Si, el ansia de Nuestros deseos Nos hace concebir alegre esperanza de que las Iglesias orientales, ilustres por la fe aneja y por las glorias antiguas, no deberán continuar ya, sino que se volverán allá de donde partieron; y tenemos mayor confianza de ello porque no es muy grande la distancia que las separa de nosotros; más aun, con tal de quitar un poco, en lo que resta se está de acuerdo, de suerte que para la misma defensa de las doctrinas católicas, tomamos testimonios y pruebas así de la liturgia y de la enseñanza como de la práctica de los orientales. El punto principal de la discordia es el primado del Romano Pontífice. Pero escudríñense los orígenes, se investigue el sentimiento de los primitivos, consúltense las tradiciones de la edad que siguió a los orígenes. Y como consecuencia aparecerá luminosa la prueba de como en realidad pertenece a los Romanos Pontífices aquel divino oráculo de Cristo: Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16,18). De hecho, en el número de los Pontífices durante la antigüedad, se cuentan no pocos procedentes del Oriente mismo, un Anacleto, un Evaristo, un Aniceto, un Eleuterio, un Zosimo, un Agaton; a la mayoría de los cuales hasta les toco el sellar, mediante su sangre derramada, aquel gobierno de toda la Iglesia cristiana, por ellos mantenido con tanta sabiduría como santidad.

Son bien conocidos en que época, por qué razones, con qué motivos y por cuáles autores se origino esa desgraciada discordia. Antes que el hombre separase lo que Dios había unido, venerado era el nombre de la Sede Apostólica entre los pueblos todos del mundo cristiano; y al Pontífice Romano, como a sucesor legitimo de San Pedro, y por consiguiente Vicario de Jesucristo en la tierra, Oriente y Occidente le obedecían concordes y sin titubeo alguno.

Por eso, cuando se piensa en los comienzos del cisma, aún Focio mismo se dio gran prisa por enviar a Roma legados que expusieran sus cosas; y el sumo pontífice Nicolás I, sin oposición por parte de nadie, desde Roma envió sus representantes a Constantinopla, para que investigaran sutilmente en la causa del patriarca Ignacio, y con verdad y plenitud de testimonios informaran luego a la Sede Apostólica; de donde resulta que la historia integra de aquel hecho claramente confirma el primado de la Sede Romana, de la cual comenzaba entonces la separación.

Más tarde, en los dos Concilios ecuménicos posteriores, tanto en el segundo de Lyon como en el de Florencia, nadie ignora como espontánea y unánimemente todos -latinos y griegos- sancionaron como dogma la suprema potestad de los Pontífices de Roma.



7 Mejor voluntad actual y manifestaciones de mutua amistad

Intencionalmente recordamos estos hechos, precisamente porque suponen una invitación para de nuevo entrar en la paz; tanto más cuanto que los orientales parece que ahora -así al menos lo creemos- alimentan mejor ánimo hacia los católicos y aún cierta inclinación de benevolencia. Buena prueba de ello se ofreció no hace mucho cuando, con motivo de piadosas peregrinaciones, los católicos fueron muy bien recibidos en Oriente, con singulares muestras de cortesía y amistad.

Por eso, a todos vosotros que vivís separados de la Iglesia católica, se abre Nuestro corazón (2Co 6,11), sin distinción alguna, de rito griego o de cualquier otro oriental, pero diferentes de la Iglesia católica Deseamos bien que cada uno recuerde aquel discurso tan afectuoso como grave de Besarión a vuestros antepasados: "¿Qué excusa tendremos ante Dios por estar separados de nuestros hermanos, cuando por recogernos y unirnos en un solo redil bajo El del cielo, se encarno y fue crucificado? ¿Cuál será nuestra defensa ante la posteridad? No toleremos esto, Padres egregios, no propiciemos tal pronunciamiento de separación; no estemos personalmente tan mal aconsejados, ni aconsejemos tan mal a los nuestros".



8 Debe ser unión de doctrina y de gobierno

Pensad seriamente ante el Señor cuales Son Nuestros deseos. No Son razones humanas, sino el amor divino lo que Nos mueve a exhortaros a la paz y unión con la Iglesia de Roma; Unión, que la entendemos perfecta y total, pues no sería tal toda otra que consigo trajera tan solo una cierta comunidad de dogmas y una correspondencia en el amor fraternal. La verdadera unión entre los cristianos es la que quiso e instituyo Jesucristo mismo, fundador de su Iglesia; esto es, la constituida por la unidad de la fe y la unidad del régimen. No tenéis por qué temer que Nos o Nuestros sucesores vayamos a disminuir vuestros derechos, las prerrogativas patriarcales, las costumbres litúrgicas de cada una de las Iglesias. Pues tal fue el pensamiento -es ahora, y será en lo futuro-, el criterio y la conducta de la Sede Apostólica: adaptarse ampliamente y con equidad a los orígenes y costumbres de los diversos pueblos.

Por lo contrario, una vez restablecida la comunión con nosotros, seria maravillosa la floración y la gloria de vuestras Iglesias. Que Dios, benignísimo, acoja vuestra misma oración: Señor, aniquila los cismas de las iglesias (De la liturgia de San Basilio: pausón la schismata toón ekklesioon); y esta otra: Congrega a los dispersos y haz que vuelvan los errantes, y únelos a tu santa Iglesia católica y apostólica (De la liturgia de San Basilio).

Restituyamos, pues, así la fe una y santa, que la más remota antigüedad nos ha trasmitido inalterablemente así a vosotros como a nosotros: es la fe que guardaron inviolada vuestros padres y antepasados; es la misma que con el esplendor de las virtudes y la grandeza del ingenio y la excelencia de la doctrina ilustraron a porfía Atanasio, Basilio, Gregorio de Nacianzo, Juan Crisóstomo, los dos Cirilos, y muchísimos otros, cuya gloria común pertenece igualmente al Oriente y al Occidente.



9 Mensaje especial a los pueblos eslavos

Os queremos hablar de modo especial a vosotros, los pueblos todos de los Esclavos, de nombre tan glorioso en la historia. Bien sabéis cuán bien merecieron de los Eslavos los santos Cirilo y Metodio, vuestros padres en la fe, a los que, no hace muchos años, Nos hemos tributado singulares honores. Por sus virtudes y sus trabajos, algunos pueblos de vuestra estirpe tuvieron la cultura y la salvación.

De donde nació, y duro largamente entre los Eslavos y los Pontífices de Roma una hermosa y singular relación, de beneficios por una parte, de piedad fidelísima por la otra. Y si la malicia de los tiempos ha apartado a una gran parte de vuestros antepasados de la fe de Roma, pensad cuan gran mérito seria para vosotros si os volvierais a la unidad. Porque la Iglesia jamás se cansa de volver a llamaros a su seno, dispuesta siempre a ofreceros todo auxilio de salud, prosperidad y grandeza.



10 La situación de los protestantes. Disminución del acervo dogmático y de la autoridad de la Biblia.

Con no menor afecto hemos de recordar a aquellos otros pueblos, a quienes en época más cerca las vicisitudes de las cosas y de las personas separaron de la Iglesia romana. Olvidando las distintas circunstancias de los siglos pasados, se sobrepongan a toda consideración humana; y con un espíritu ansioso de verdad y de salud, se dispongan a considerar la Iglesia, tal como fue establecida por Cristo. Y si quisieran parangonar con ella sus iglesias particulares, y examinar en qué parte se encuentra la religión, muy pronto habrán de conceder que, olvidando la creencia primitiva, a través de sucesivas variaciones se fueron llegando a erróneas novedades en muchos puntos y de gran importancia; y no querrán negar que de aquel patrimonio de verdad que los novadores llevaron consigo en su separación, quede ya ni siquiera formula alguna de fe entre ellos, que sea indudable y tenga autoridad.

Más aun, las cosas han llegado a tal punto que muchos no temen ya destruir el fundamento mismo, sobre el que se apoya toda religión y la esperanza toda del género humano, es decir, la divina naturaleza de Jesucristo, Salvador nuestro.

Igualmente, los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, que antes reconocían como divinamente inspirados, los despojan ya de dicha autoridad; cosa que necesariamente había de suceder, luego de haber concedido a cada uno la facultad de interpretarlos a su gusto.



11 El naturalismo y racionalismo entre los protestantes.

De allí resulto que cada uno, rechazando toda norma ajena de conducta, reconociera como única guía y regla de vida la conciencia; de allí también, que lucharan entre si las opiniones y sectas, cayendo a menudo en las máximas del naturalismo y del racionalismo. Y por ello, desesperando ya de encontrarse acordes en la doctrina, andan exaltando la fraternal unión por la caridad, para recomendarla a todos. Qué buena razón tienen para ello, pues todos hemos de estar unidos por la mutua caridad; es lo que, sobre toda cosa, mando Jesucristo, que el amor mutuo fuese siempre el distintivo de sus discípulos. Mas ¿como una caridad perfecta podrá jamás unir a los corazones, cuando la fe no haya puesto en concordia a los espíritus?



12 Las razones de las conversiones e invitación a la Unión.

Por estas razones, muchísimos de los aludidos, siguiendo su recto juicio y sus ansias de verdad, buscaron en la Iglesia Católica el seguro camino de la salvación, pues, comprendían que, de ningún modo, podrían estar unidos a Jesucristo, su cabeza, si no se adhirieran a su cuerpo que es la Iglesia, ni que podrían recibir la fe genuina de Cristo si siguieran repudiando el magisterio legitimo, entregado a Pedro y sus sucesores.

Ellos comprobaron que en la Iglesia estaba expresada la forma y figura de la verdadera Iglesia, fácilmente reconocible por las notas que le puso Dios su fundador. Y entre ellos se enumeran no pocos, hombres de ingenio agudo y sutil para investigar las antigüedades, los cuales con extraordinarios escritos ilustraron la ininterrumpida sucesión apostólica de la Iglesia romana, la integridad de los dogmas en ésta, la constancia en su disciplina. Ante ejemplos tales, más aún con el corazón que con las palabras, os llamamos a vosotros, hermanos Nuestros, que hace ya tres siglos andáis separados de nosotros sobre la fe de Cristo, y también a todos los demás, quienesquiera seáis, que luego por cualquier razón os hayáis separado de nosotros: Encontrémonos todos en la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios (Ep 4,13).

Unidad ésta, que nunca falto en la Iglesia católica, y que jamás faltara en modo alguno: dejad que Nos os invitemos a ella, y que con amor os tendamos la mano. Mirad que la Iglesia, madre común, os está llamando hace ya mucho tiempo; pensad que con ansia fraternal os están esperando todos los católicos, a fin de que santamente honréis a Dios con nosotros, profesando un solo Evangelio y una sola fe, manteniéndonos en una sola esperanza, y unidos por una sola caridad perfecta.



13 También los católicos deben cuidar su Unión.

Para completar la armonía de unidad tan deseada, Nos resta dirigirnos a todos aquellos a quienes en el mundo entero, hace ya tiempo que Nos consagramos solicitud, pensamientos y preocupación en afán solo de su salvación, es decir, a los católicos, a quienes la profesión de su fe, al hacerles obedientes a la Sede Apostólica, los mantiene unidos con Cristo. Y no es que se les deba exhortar a la unidad, puesto que por divina benignidad participan ya de ella; pero conviene avisarles, puesto que por todas partes aumentan los peligros, para que no se dejen perder aquel tan gran don de Dios, por su inercia o por su descuido.

Por ello, deben ajustar su pensamiento y su acción, en cada caso, a las enseñanzas que ya hemos dado otras veces, ya al dirigirnos a los pueblos católicos todos, ya a algunos de ellos: pero, sobre todo, cuiden bien de tener como norma y ley para sí mismos el obedecer en todas y cada una de las cosas al magisterio eclesiástico y a la autoridad de la Iglesia, y ello no con restricciones y desconfianza, sino con todo su ánimo y con toda su voluntad.



14 ¿Qué es la Iglesia, y cual su misión? Sus relaciones con el Estado.

Para ello, piensen seriamente cuan pernicioso sea a la unidad cristiana aquel error que bajo las más diversas formas de pensar ha oscurecido la mente de muchos, y hasta les ha borrado el carácter especial esencial y la verdadera noción de la Iglesia. Esta, por voluntad y disposición de Dios que la ha formado, es sociedad perfecta en su género; tiene como oficio propio el enseñar a la humana familia los preceptos y doctrinas del Evangelio, y, al tutelar la santidad de las costumbres y el ejercicio de las cristianas virtudes, conducirla a aquella felicidad que a cada uno le espera en el cielo.

Por ser sociedad perfecta, tiene un principio de vida suyo plenamente, no recibido de fuera, sino innato en ella por voluntad divina; por su virtud tiene innata la potestad de hacer leyes, sin que ni en el hacerlas ni en el interpretarlas dependa de nadie; en consecuencia, también debe ser libre en todas las materias que la pertenecen.

Mas tal libertad sea tal que no admita ni rivalidad ni odio, pues la Iglesia misma no se mueve ni por ambición ni por mira alguna particular: su única voluntad y su único propósito es el mantener en los hombres los deberes de las virtudes, y de ese modo proveer a su eterna salvación. Sin embargo, fue siempre su costumbre mostrarse maternalmente benigna e indulgente; más aun, no pocas veces, cediendo a las necesidades y circunstancias de los pueblos, deja de usar sus derechos: buena prueba de ello Son los Concordatos, pactados a menudo con los imperios.

Nada tan ajeno a ella como invadir los derechos del Estado; justo es, por lo tanto, que el Estado respete los derechos de la Iglesia, guardándose muy bien de tocar ni una parte de ellos.



LEON XIII, MAGISTERIO - 4. Lecciones de los misterios gozosos.