LEON XIII, MAGISTERIO - Unicidad de la Iglesia

Unicidad de la Iglesia


6. Si, ciertamente, la verdadera Iglesia de Jesucristo es una; los testimonios evidentes y multiplicados de las Sagradas Letras han fijado tan bien este punto, que ningún cristiano puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan extraviar por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia, sino todos los caracteres de su constitución pertenecen al orden de las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la cuestión consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué unidad ha querido darle su Fundador.

Si examinamos los hechos, comprobaremos que Jesucristo no concibió ni instituyo una Iglesia formada de muchas comunidades que se asemejan por ciertos caracteres generales, pero distintas unas de otras y no unidas entre sí por aquellos vínculos que únicamente pueden dar a la Iglesia la individualidad y la unidad de que hacemos profesión en el símbolo de la fe: "Creo en la Iglesia una"…

"La Iglesia esta constituida en la unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio, de excelencia… Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella" (Clemente Alej., Stromata VII c. 17). Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que llama suya: "Yo edificaré mi Iglesia". Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.



7. Esto resulta más evidente aún si se considera el designio del divino Autor de la Iglesia. ¿Qué ha buscado, qué ha querido Jesucristo nuestro Señor en el establecimiento y conservación de la Iglesia? Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la continuación de la misma misión del mismo mandato que El recibió de su Padre.

Esto es lo que había decretado hacer y esto es lo que realmente hizo: "Como mi Padre me envió, os envió a vosotros" (Jn 20,21). "Como tu me enviaste al mundo, los he enviado también al mundo" (Jn 17,18). En la misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar "lo que había perecido"; esto es, no solamente algunas naciones o algunas ciudades, sino la universalidad del género humano, sin ninguna excepción en el espacio ni en el tiempo. "El Hijo del hombre ha venido… para que el mundo sea salvado por El" (Jn 3,17). "Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres por el que podamos ser salvados" (Ac 4,12). La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los hombres y extender a todas las edades la salvación operada por Jesucristo y todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto, según la voluntad de su Fundador, es necesario que sea única en toda la extensión del mundo y en toda la duración de los tiempos. Para que pudiera existir una unidad más grande sería preciso salir de los límites de la tierra e imaginar un género humano nuevo y desconocido.



8. Esta Iglesia única, que debía abrazar a todos los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares, Isaías la vislumbro y señalo por anticipado cuando, penetrando con su mirada en lo porvenir, tuvo la visión de una Montaña cuya cima, elevada sobre todas las demás, era visible a todos los ojos y que representaba la Casa de Dios, es decir, la Iglesia: "En los últimos tiempos, la Montaña, que es la Casa del Señor, estará preparada en la cima de las montanas" (Is 2,2).

Pero esta Montaña colocada sobre la cima de las montañas es única; única es esta Casa del Señor, hacia la cual todas las naciones deben afluir un día en conjunto para hallar en ella la regla de su vida. "Y todas las naciones afluirán hacia ella y dirán: Venid, ascendamos a la Montaña del Señor, vamos a la Casa del Dios de Jacob y nos enseñara sus caminos y marcharemos por sus senderos" (Is 2,3). Optato de Mileve dice a propósito de este pasaje: "Esta escrito en la profecía de Isaías: La ley saldrá de Sión, y la palabra de Dios, de Jerusalén".

No es, pues, en la Montaña de Sión donde Isaías ve el valle, sino en la Montaña santa, que es la Iglesia, y que llenando todo el mundo romano eleva su cima hasta el cielo… La verdadera Sión espiritual es, pues, la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido constituido Rey por Dios Padre, y que está en todo el mundo, lo cual es exclusivo de la Iglesia católica (De schism.donatist. III n. 2). Y he aquí lo que dice San Agustín: "¿Qué hay mas visible que una Montaña?" Y, sin embargo, hay montañas desconocidas que están situadas en un rincón apartado del globo… Pero no sucede así con esa Montaña, pues ella llena toda la superficie de la tierra y esta escrito de ella que está establecida sobre las cimas de las montanas (In epist. Ioann. tract. 1 n. 13).



9. Es preciso añadir que el Hijo de Dios decreto que la Iglesia fuese su propio Cuerpo místico, al que se uniría para ser su Cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano, que tomo por la Encarnación, la cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y natural Unión. Y así como tomo un cuerpo mortal único que entrego a los tormentos y a la muerte para pagar el rescate de los hombres, así también tiene un Cuerpo místico único en el que y por medio del cual hizo participar a los hombres de la santidad y de la salvación eterna. "Dios le hizo (a Cristo) jefe de toda la Iglesia, que es su cuerpo" (Ep 1,22-23).

Los miembros separados y dispersos no pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo. Pues San Pablo dice: "Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no Son sino un solo cuerpo: así es Cristo" (). Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y ligado. "Cristo es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo, unido y ligado por todas sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser edificado en la caridad" (Ep 4,15-16), así, pues, si algunos miembros están separados y alejados de los otros miembros, no podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. "Hay -dice San Cipriano- un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe, un solo pueblo que, por el vinculo de la concordia, está fundado en la unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su organismo" (San Cipriano, De cathol. Eccl. unitate n. 23). Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir sino a condición de estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su fuerza vital; separados, han de morir necesariamente. "No puede (la Iglesia) ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni respirar" (San Cipriano, De cathol. Eccl. unitate n. 23). Ahora bien: ¿en qué se parece un cadáver a un ser vivo? "Nadie jamás ha odiado a su carne, sino que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos" (Ep 5,29-30).

Que se busque, pues, otra cabeza parecida a Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar otra Iglesia fuera de la que es su cuerpo. "Mirad de lo que debéis guardaros, ved por lo que debéis velar, ved lo que debéis tener. A veces se corta un miembro en el cuerpo humano, o más bien se le separa del cuerpo una mano, un dedo, un pie. ¿Sigue el alma al miembro cortado? Cuando el miembro esta en el cuerpo, vive; cuando se le corta, pierde la vida, así el hombre, en tanto que vive en el cuerpo de la Iglesia, es cristiano católico; separado se hará herético. El alma no sigue al miembro amputado" (San Agustín, Serm. 267 n. 4).

La Iglesia de Cristo es, pues, única y, además, perpetúa: quien se separa de ella se aparta de la voluntad y de la orden de Jesucristo nuestro Señor, deja el camino de salvación y corre a su pérdida. " (Quien se separa de la Iglesia para unirse a una esposa adultera, renuncia a las promesas hechas a la Iglesia. Quien abandona a la Iglesia de Cristo no lograra las recompensas de Cristo… Quien no guarda esta unidad, no guarda la ley de Dios, ni guarda la fe del Padre y del Hijo, ni guarda la vida ni la salud" (San Cipriano, De cathol. Eccl. unitate n. 6).


Unidad de la Iglesia


10. Pero aquel que ha instituido la Iglesia única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza, que todos los que debían ser sus miembros habían de estar unidos por los vínculos de una sociedad estrechísima, hasta el punto de formar un solo pueblo, un solo reino, un solo cuerpo. "Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza en vuestra vocación" (Ep 4,4).

En vísperas de su muerte, Jesucristo sanciono y consagro del modo mas augusto su voluntad acerca de este punto en la oración que dirigió a su Padre: "No ruego por ellos solamente, sino por aquellos que por su palabra creerán en mi… a fin de que ellos también sean una sola cosa en nosotros… a fin de que sean consumados en la unidad" (Jn 17,20-23). Y quiso también que el vinculo de la unidad entre sus discípulos fuese tan intimo y tan perfecto que imitase en algún modo a su propia unión con su Padre: "os pido… que sean todos una misma cosa, como vos mi Padre estáis en mí y yo en vos" (Jn 27,21).


Unidad de fe y comunión


11. Una tan grande y absoluta concordia entre los hombres debe tener por fundamento necesario la armonía y la unión de las inteligencias, de la que se seguirá naturalmente la armonía de las voluntades y el concierto en las acciones. Por esto, según su plan divino, Jesús quiso que la unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el primero de todos los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el nombre de fieles.

"Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Ep 4,5), es decir, del mismo modo que no tienen más que un solo Señor y un solo bautismo, así todos los cristianos del mundo no deben tener sino una sola fe. Por esto el apóstol San Pablo no pide solamente a los cristianos que tengan los mismos sentimientos y huyan de las diferencias de opinión, sino que les conjura a ello por los motivos mas sagrados: "Os conjuro, hermanos míos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que no tengáis más que un mismo lenguaje ni sufráis cisma entre vosotros, sino que estéis todos perfectamente unidos en el mismo espíritu y en los mismos sentimientos" (). Estas palabras no necesitan explicación, Son por sí mismas bastante elocuentes.


La Sagrada Escritura


12. Además, aquellos que hacen profesión de cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una. El punto más importante y absolutamente indispensable, aquel en que yerran muchos, consiste en discernir de qué naturaleza es, de qué especie es esta unidad. Pues aquí, como Nos lo hemos dicho más arriba, en semejante asunto no hay que juzgar por opinión o conjetura, sino según la ciencia de los hechos hay que buscar y comprobar cuál es la unidad de la fe que Jesucristo ha impuesto a su Iglesia.

La doctrina celestial de Jesucristo, aunque en gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios, si hubiese sido entregada a los pensamientos de los hombres no podría por sí misma unir los espíritus. Con la mayor facilidad llegaría a ser objeto de interpretaciones diversas, y esto no solo a causa de la profundidad y de los misterios de esta doctrina, sino por la diversidad de los entendimientos de los hombres y de la turbación que nacería del choque y de la lucha de contrarias pasiones. De las diferencias de interpretación nacería necesariamente la diversidad de los sentimientos, y de ahí las controversias, disensiones y querellas, como las que estallaron en la Iglesia en la época mas próxima a su origen: He aquí por qué escribía San Ireneo, hablando de los herejes: "Confiesan las Escrituras, pero pervierten su interpretación" (San Ireneo, Adver. haeres. III c. 12 n. 12). Y San Agustín: "El origen de las herejías y de los dogmas perversos, que tienden lazos a las almas y las precipitan en el abismo, esta únicamente en que las Escrituras, que Son buenas, se entienden de una manera que no es buena" (San Agustín, In Ioann. evang. tract. 18 c. 5 n. 1).


El Magisterio de los apóstoles y sus sucesores


13. Para unir los espíritus, para crear y conservar la concordia de los sentimientos, era necesario, además de la existencia de las Sagradas Escrituras, otro principio. La sabiduría divina lo exige, pues Dios no ha podido querer la unidad de la fe sin proveer de un modo conveniente a la conservación de esta unidad, y las mismas Sagradas Escrituras indican claramente que lo ha hecho, como lo diremos más adelante. Ciertamente, el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido a ningún medio determinado, y toda criatura le obedece como un dócil instrumento. Es, pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía Jesucristo, cual es el principio de unidad en la fe que quiso establecer.

Para esto hay que remontarse con el pensamiento a los primeros orígenes del cristianismo. Los hechos que vamos a recordar están confirmados por las Sagradas Letras y Son conocidos de todos.

Jesucristo prueba, por la virtud de sus milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. "Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis" (Jn 10,37).

"Si no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho no habrían pecado" (Jn 15,24). "Pero si yo hago esas obras y no queréis creer en mí, creed en mis obras" (Jn 10,38). Todo lo que ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el deber no solo de aceptar en general toda su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba Negarse a creer, aunque solo fuera en un punto, a Dios cuando habla es contrario a la razón.



14. Al punto de volverse al cielo, envía a sus apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre le enviara, les ordeno que esparcieran y sembraran por todo el mundo su doctrina. "Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id y enseñad a todas las naciones… enseñadles a observar todo lo que os he mandado" (Mt 28,18-20). Todos los que obedezcan a los apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan perecerán.

"Quien crea y sea bautizado será salvo; quien no crea será condenado (Mc 16,16). Y como conviene soberanamente a la Providencia divina no encargar a alguno de una misión, sobre todo si es importante y de gran valor, sin darle al mismo tiempo los medios de cumplirla, Jesucristo promete enviar a sus discípulos el espíritu de verdad, que permanecerá con ellos eternamente. "Si me voy, os lo enviaré (al Paráclito)… y cuando este espíritu de verdad venga sobre vosotros, os enseñara toda la verdad" (Jn 16,7-13). "Y yo rogaré a mi Padre, y El os enviara otro Paráclito para que viva siempre con vosotros; éste será el espíritu de verdad" (Jn 14,16-17). "El os dará testimonio de mi, y vosotros también daréis testimonio" (Jn 15,26-27).

Además, ordeno aceptar religiosamente y observar santamente la doctrina de los apóstoles como la suya propia. "Quien os escucha me escucha, y quien os desprecia me desprecia" (Lc 10,16).

Los apóstoles, pues, fueron enviados por Jesucristo de la misma manera que El fue enviado por su Padre: "Como mi Padre me ha enviado, así os envió yo a vosotros" (Jn 20,21). Por consiguiente, así como los apóstoles y los discípulos estaban obligados a someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser otorgada a la palabra de los apóstoles por todos aquellos a quienes instruían los apóstoles en virtud del mandato divino. No era, pues, permitido repudiar un solo precepto de la doctrina de los apóstoles sin rechazar en aquel punto la doctrina del mismo Jesucristo.

Seguramente la palabra de los apóstoles después de haber descendido a ellos el espíritu Santo, resonó hasta los lugares más apartados.

Donde ponían el pie se presentaban como los enviados de Jesús. "Es por El (Jesucristo) por quien hemos recibido la gracia y el apostolado para hacer que obedezcan a la fe, para gloria de su nombre en todas las naciones" (Rm 1,5). Y en todas partes Dios hacia resplandecer bajo sus pasos la divinidad de su misión por prodigios. "Y habiendo partido, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba con ellos y confirmaba su palabra por los milagros que la acompañaban" (Mc 16,20).

¿De qué palabra se trata? De aquella, evidentemente, que abraza todo lo que habían aprendido de su Maestro, pues ellos daban testimonio públicamente y a la luz del sol de que les era imposible callar nada de lo que habían visto y oído.



15. Pero, ya lo hemos dicho, la misión de los apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las personas de los apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una misión publica e instituida para la salvación del género humano. Jesucristo, en efecto, ordeno a los apóstoles que predicasen "el Evangelio a todas las gentes", y que "llevasen su nombre delante de los pueblos y de los reyes", y que le sirviesen de testigos hasta en las extremidades de la tierra.

Y en cumplimiento de esta gran misión les prometió estar con ellos, y esto no por algunos años, o algunos periodos de años, sino por todos los tiempos, "hasta la consumación de los siglos". Acerca de esto escribe San Jerónimo: "Quien promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, muestra con esto que sus discípulos vivirán siempre, y que El mismo no cesara de estar con los creyentes" (San Jerónimo, In Matth. IV c. 28 v. 20).

¿Y como había de suceder esto únicamente con los apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de la vida de los apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que se ha transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los tiempos.



16. Los apóstoles, en efecto, consagraron a los obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus sucesores inmediatos en el "ministerio de la palabra". Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función y que les revistieran de la misma autoridad y les confiasen a su vez el cargo de enseñar.

"Tu, pues, hijo mío, fortifícate en la gracia que esta en Jesucristo, y lo que has escuchado de mi delante de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de instruir en ello a los otros" (2Tm 2,1-2). Es, pues, verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los obispos y todos los que sucedieron a los apóstoles fueron enviados por los apóstoles.

"Los apóstoles nos han predicado el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo, y Jesucristo fue enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los apóstoles es la de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la voluntad de Dios… Los apóstoles predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y después de haber examinado, según el espíritu de Dios, a los que eran las primicias de aquellas cristiandades, establecieron los obispos y los diáconos para gobernar a los que habían de creer en lo sucesivo… Instituyeron a los que acabamos de citar, y más tarde tomaron sus disposiciones para que, cuando aquéllos murieran, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio" (San Clemente Rm, Epist. I ad Co c. 42,44).

Es, pues, necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha ensenado, y de otra, la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así ensenada. San Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos: "Cuando nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio, declara que aquellos que no están con El Son sus enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como a sus adversarios a todos aquellos que no están enteramente con Él, y que no recogiendo con El ponen en dispersión su rebano: El que no está conmigo -dijo- esta contra mí, y el que no recoge conmigo esparce" (San Cipriano, Epist. 50 ad Magnum n. 1).



17. Penetrada plenamente de estos principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo como conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina.

Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. "Nada es mas peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica" (Autor del Tract. de fide orthod. contra Arianos).

Tal ha sido constantemente la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina ensenada por el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado un gran número de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras clases de herejías pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola de ellas, por ese mismo hecho se separa de la unidad católica.

"De que alguno diga que no cree en esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no se sigue que deba creerse y decirse cristiano católico. Pues puede haber y pueden surgir otras herejías que no están mencionadas en esta obra, y cualquiera que abrazase una sola de ellas cesaría de ser cristiano católico" (San Agustín, De haeresibus n. 88).



18. Este medio, instituido por Dios para conservar la unidad de la fe, de que Nos hablamos, está expuesto con insistencia por San Pablo en su epístola a los de Éfeso, al exhortarles, en primer término, a conservar la armonía de los corazones. "Aplicaos a conservar la unidad del espíritu por el vinculo de la paz" (Ep 4,3); y como los corazones no pueden estar plenamente unidos por la caridad si los espíritus no están conformes en la fe, quiere que no haya entre todos ellos más que una misma fe. "Un solo Señor y una sola fe".

Y quiere una unidad tan perfecta que excluya todo peligro de error, "a fin de que no seamos como niños vacilantes llevados de un lado a otro a todo viento de doctrina por la malignidad de los hombres, por la astucia que arrastra a los lazos del error". Y enseña que esta regla debe ser observada no durante un periodo de tiempo determinado, sino "hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida de los tiempos de la plenitud de Cristo". Pero ¿donde ha puesto Jesucristo el principio que debe establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: "Ha hecho a unos apóstoles, a otros pastores y doctores para la perfección de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo".



19. Esta es también la regla que desde la antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han defendido los Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: "Cuantas veces nos muestran los herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano da su asentimiento y su fe, parecen decir: En nosotros esta la palabra de la verdad. Pero no debemos creerlos ni apartarnos de la primitiva tradición eclesiástica, ni creer otra cosa que lo que las Iglesias de Dios nos han ensenado por la tradición sucesiva" (Orígenes, Vetus interpretatio commentariorum in Matth. n. 46).

Escuchad a San Ireneo: "La verdadera sabiduría es la doctrina de los apóstoles… que ha llegado hasta nosotros por la sucesión de los obispos… al transmitirnos el conocimiento muy completo de las Escrituras, conservado sin alteración" (San Ireneo, Adver. haeres. IV c. 33 n. 8).

He aquí lo que dice Tertuliano: "Es evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias apostólicas, madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada verdadera; pues que ella guarda sin duda lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles; los apóstoles, de Cristo; Cristo, de Dios… Nosotros estamos siempre en comunión con las Iglesias apostólicas; ninguna tiene diferente doctrina; éste es el mayor testimonio de la verdad" (Tertuliano, De praescript. c. 21).

Y San Hilario: "Cristo, sentado en la barca para enseñar, nos hace entender que los que están fuera de la Iglesia no pueden tener ninguna inteligencia con la palabra divina. Pues la barca representa a la Iglesia, en la que solo el Verbo de verdad reside y se hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera permanecen, estériles e inútiles como la arena de la ribera, no pueden comprenderle" (San Hilario, Commentar. in Matth. 31 n. 1).

Rufino alaba a San Gregorio Nacianceno y a San Basilio porque "se entregaban únicamente al estudio de los libros de la Escritura Santa, sin tener la presunción de pedir su interpretación a sus propios pensamientos, sino que la buscaban en los escritos y en la autoridad de los antiguos, que, a su vez, según era evidente, recibieron de la sucesión apostólica la regla de su interpretación" (Rufino, Hist. Eccl. II c. 9).


Integridad del depósito de la fe


20. Es, pues, incontestable, después de lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyo en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo ordeno, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declare la palabra de ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, cada cual debe creer con certidumbre que eso es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría de ello, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo seria el autor del error de los hombres. "Señor, si estamos en el error, vos mismo nos habéis engañado" (Ricardo de S. Victor, De Trinit. I c. 2). Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿puede ser permitido a nadie rechazar alguna de esas verdades sin precipitarse abiertamente en la herejía, sin separarse de la Iglesia y sin repudiar en conjunto toda la doctrina cristiana?

Pues tal es la naturaleza de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La Iglesia profesa efectivamente que la fe es "una virtud sobrenatural por la que, bajo la inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que lo que nos ha sido revelado por El es verdadero; y lo creemos no a causa de la verdad intrínseca de las cosas, vista con la luz natural de nuestra razón, sino a causa de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades y que no puede engañarse ni engañarnos" (Concilio Vaticano I, ses.3 c. 3).

"Si hay, pues, un punto que haya sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de la fe divina". Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el orden moral hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de la fe. "Quien se hace culpado en un solo punto, se hace trasgresor de todos" (Jc 2,10). Esto es aún más verdadero en los errores del entendimiento. No es, en efecto, en el sentido mas propio como pueda llamarse trasgresor de toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si puede aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda la ley, ese desprecio no aparece sino por una suerte de interpretación de la voluntad del pecador. Al contrario, quien en un solo punto rehúsa su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda la fe, pues rehúsa someterse a Dios en cuanto a que es la soberana verdad y el motivo propio de la fe. "En muchos puntos están conmigo, en otros solamente no están conmigo; pero a causa de esos puntos en los que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás" (San Agustín, Enarrat. in Psalm. 54 n. 19).

Nada es mas justo; porque aquellos que no toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su propio juicio y no en la fe, y al rehusar "reducir a servidumbre toda inteligencia bajo la obediencia de Cristo (2Co 10,5) obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. "Vosotros, que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en el Evangelio" (San Agustín, Contra Faustum manich. XVII c. 3).



21. Los Padres del concilio Vaticano I nada dictaron de nuevo, pues solo se conformaron con la institución divina y con la antigua y constante doctrina de la Iglesia y con la naturaleza misma de la fe cuando formularon este decreto: "Se deben creer como de fe divina y católica todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios escrita o transmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o por su magisterio ordinario y universal, propone como divinamente revelada" (Concilio Vaticano I, ses.3 c. 3).

Siendo evidente que Dios quiere de una manera absoluta en su Iglesia la unidad de la fe, y estando demostrado de qué naturaleza ha querido que fuese esa unidad, y por qué principio ha decretado asegurar su conservación, séanos permitido dirigirnos a todos aquellos que no han resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con San Agustín: "Pues que vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto provecho y utilidad, ¿dudaremos en acogernos en el seno de esta Iglesia que, según la confesión del género humano, tiene en la Sede Apostólica y ha guardado por la sucesión de sus obispos la autoridad suprema, a despecho de los clamores de los herejes que la asedian y han sido condenados, ya por el juicio del pueblo, ya por las solemnes decisiones de los concilios, o por la majestad de los milagros? No querer darle el primer lugar es seguramente producto de una soberana impiedad o de una arrogancia desesperada. Y si toda ciencia, aún la más humilde y fácil, exige, para ser adquirida, el auxilio de un doctor o de un maestro, ¿puédase imaginar un orgullo mas temerario, tratándose de libros de los divinos misterios, negarse a recibirlo de boca de sus intérpretes y sin conocerlos querer condenarlos?" (San Agustín, De utilit. credenci c. 17 n. 35).


Fe y vida cristiana


22. Es, pues, sin duda deber de la Iglesia conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y pureza. Pero su papel no se limita a eso, y el fin mismo para el que la Iglesia fue instituida no se agoto con esta primera obligación. En efecto, por la salud del género humano se sacrifico Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordeno a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de los sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la disciplina.

Todo esto debe encontrarse en la Iglesia, pues esta encargada de continuar hasta el fin de los siglos las funciones del Salvador; la religión que, por la voluntad de Dios, en cierto modo toma cuerpo en ella es la Iglesia sola quien la ofrece en toda su plenitud y perfección; e igualmente todos los medios de salvación que, en el plan ordinario de la Providencia, Son necesarios a los hombres, solo ella es quien los procura.



LEON XIII, MAGISTERIO - Unicidad de la Iglesia