LEON XIII, MAGISTERIO - TESTEM BENEVOLENTIAE: Carta al Emmo. Card. James Gibbons Sobre el "Americanismo"





PARTA HUMANO GENERI: Sobre el Santo rosario y la consagración del nuevo templo de la Virgen del Rosario, en Lourdes, Francia

Del Papa LEON PP. XIII (8 de Septiembre de 1901)

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica



1. El éxito de la labor papal en favor del rezo del Santo Rosario

Los inmortales beneficios que Jesucristo Redentor ha obtenido para el género humano están profundamente grabados en todas nuestras mentes, y en la Iglesia no solo se recuerdan con imperecedera conmemoración sino que su meditación diaria asocia al influjo que ejerce, cierta obligación de amor para con la Santísima Virgen, Madre de Dios.

Cuando dirigimos la mirada al lapso largo que dura Nuestro sumo Sacerdocio y tornamos Nuestra atención a lo actuado, nos invade un sentimiento grato y gozoso de consolación, al evocar aquellas cosas que Nos, siendo Dios autor de las buenas ideas y colaborador en su ejecución, hemos emprendido personalmente o hemos procurado que los católicos emprendiesen y promoviesen para mayor honra de la Virgen María.

Mas nos causa un singular gozo el que en Nuestras exhortaciones y disposiciones hayamos puesto mas al alcance de las inteligencias la santa practica del Rosario mariano; la hayamos introducido en las costumbres piadosas del pueblo cristiano; multiplicado las cofradías del Rosario; hecho florecer cada día mas el número y la piedad de los socios; estimulando las composición y amplia divulgación de muchos monumentos literarios por plumas eruditas; y finalmente, mandado dedicar el mes del Octubre al Rosario y celebrar su culto en toda la tierra con grande e inusitado esplendor.



2. El recuerdo de la labor de Santo Domingo en el sur de Francia

En el presente año, empero, del que surge el siglo veinte, Nos casi creyéramos faltar a Nuestro deber si dejáramos pasar la ocasión propicia, que, sin proponérselo Nos han ofrecido, el venerable hermano obispo de Tarbes, el clero y el pueblo de Lourdes, los cuales en el templo augusto, consagrado a Dios en honor de la Santísima Virgen del Rosario, han construido quince altares, que se han de dedicar a otros tantos misterios del Rosario.

Nos aprovechamos esta oportunidad con tanto mayor gozo cuanto que se trata de aquellas regiones de Francia que Son iluminadas con tantas y tan grandes mercedes de la Santísima Virgen como antiguamente fueron ennoblecidas por la presencia del Padre legislador, Santo Domingo; y en las cuales se halla el origen del santo Rosario. Pues, ningún cristiano ignora que el Padre, Santo Domingo, pasando de España a Francia, se opuso victoriosamente a la herejía albigense, que, cual perniciosa peste, invadía en aquel tiempo casi todo el Languedoc, en las proximidades de los montes Pirineos; y exponiendo y predicando los admirables y sagrados misterios de los distintos beneficios encendió la luz de la verdad en los mismos parajes que yacían envueltos en las tinieblas de los errores.



3. Los frutos del rezo y las razones del nombre "Rosario"

Pues, esos mismos efectos producen en cada uno de nosotros, especialmente las series de misterios que en el Rosario admiramos; conviene a saber, que con la frecuente meditación o recuerdo, el alma cristiana poco a poco e insensiblemente embeba la vitalidad en ellos contenida y se impregne de ella; que poco a poco e insensiblemente se sienta conducido a disponer sin pretensiones su vida en activa quietud, a soportar las adversidades con ecuanimidad y fortaleza de espíritu, a dar aliento a la esperanza de los bienes inmortales que nos están reservados en una patria mejor, y finalmente, a fortalecer y aumentar la fe, sin la cual buscamos en vano el remedio y el alivio de los males que nos agobian, o la conjuración de los peligros que nos amenazan.

Ahora bien: con razón han sido llamadas "Rosario" las oraciones marianas que, bajo la Inspiración y ayuda de Dios, Santo Domingo fue el primero en idear mezclándolas, en determinado orden, con los misterios de la Redención; pues, cuantas veces saludamos a María como "llena de gracia", según la alabanza angélica, tantas veces ofrecemos, mediante la alabanza repetida, a la Virgen una especie de rosas que despiden un perfume de gratísima dulzura; tantas veces se presentan en nuestra mente la excelsa dignidad de María y la gracia que Dios le concedió por el fruto bendito de su seno (Lc 1,42); tantas veces recordemos otros méritos singulares, por los cuales con su Hijo divino María fue hecha participante en la redención humana. ¡Cuan suave, pues, y cuan grata es a la Santísima Virgen la salutación angélica, porque, precisamente, al saludarla Gabriel con ella, sintió que había concebido del espíritu Santo al Verbo de Dios!



4. La consagración de los 15 altares en Lourdes, es una luz en las actuales tinieblas

Mas también en nuestros días, la antigua herejía, con el nombre cambiado y por obra de otras sectas, revive sorprendentemente en nuevas formas y seducciones de errores e impías mentiras, se vuelve a introducir en dichas regiones y corrompe y contamina extensamente con su contagio a los pueblos cristianos, a los cuales arrastra miserablemente a la perdición y condenación. Pues, Nos vemos, y en gran manera deploramos, la crudelísima tempestad, desatada ahora, especialmente en Francia contra las Familias religiosas en extremo beneméritas de la Iglesia y de los pueblos por las obras de piedad y de beneficencia que hacen.

Mas mientras Nos dolemos de estos males y Nos causa amarga pena la grave situación de la Iglesia, providencialmente sucede que se presenta a Nuestro espíritu una clara señal de salvación. Pues, tenemos por auspicio seguro y feliz - que la augusta Reina del cielo se digne confirmar-, el que en el próximo mes de octubre, como hemos dicho, se hayan de consagrar, en el templo de Lourdes, tantos altares cuantos Son los misterios del santísimo Rosario.



5. La ayuda e intercesión de la Santísima Virgen

Y ciertamente no hay cosa que tenga tanta fuerza para conciliarnos y merecernos la benevolencia de María como el culto que, en la mejor forma posible, tributamos a los misterios de nuestra redención, a los cuales Ella no asistió meramente sino en que intervino, y como también la sucesión ordenada de los hechos que ponemos delante de los ojos, desenvolviéndolos para la meditación y devoción.

Por eso, Nos no dudamos que la misma Virgen, Madre de Dios y piadosísima Madre nuestra, querrá atender benignamente a los deseos y suplicas que elevaran debidamente las innumerables muchedumbres de cristianos que en peregrinación afluirán ahí, y Ella unirá y confundirá sus ruegos con los de ellos, a fin de que, asociadas en alguna manera las plegarias, violenten el corazón de Dios, rico en misericordia, moviéndolo a escucharlos.

De este modo, la poderosísima Virgen y Madre, que un día coopero con su caridad para que los fieles naciesen en la Iglesia (San Agustín. De Sancta Virgine, c. 6) sea también ahora medianera e intercesora de nuestra salvación: quebrante y corte las múltiples cabezas de la hidra impía que hace vastos estragos por toda Europa; devuelva la paz a los espíritus angustiados y apresure, por fin, la vuelta a la vida privada y publica a Jesucristo, quien puede salvar para siempre a los que, por su medio, se aproximan a Dios (He 7,25).



6. Hace extensiva la epístola a todo el mundo cristiano

Entre tanto, Nos, dando públicas pruebas de Nuestra benevolencia a Nuestro venerable hermano, el obispo de Tarbes, al clero y pueblo de Lourdes, amados hijos Nuestros, hemos querido, con ésta Nuestra epístola apostólica, secundar todos y cada uno de sus deseos que poco ha nos manifestaron, y hemos mandado remitir un ejemplar auténtico de la misma a todos Nuestros hermanos en el apostolado, patriarcas, arzobispos, obispos y demás sagrados prelados esparcidos por el orbe católico, a fin de que también ellos sientan el mismo gozo y la misma alegría que embargan Nuestro corazón.



7. Privilegios para la consagración del santuario de Lourdes

Por lo cual, con el deseo de que todo redunde en bien, felicidad, prosperidad y mayor gloria de Dios, no menos que en provecho de la universal Iglesia, concedemos, con Nuestra autoridad apostólica y por ésta Nuestra epístola, que Nuestro hijo Benito María Langénieux, cardenal de la Santa Romana Iglesia, pueda consagrar lícitamente, en Nuestro nombre y autoridad, el nuevo templo erigido en el pueblo de Lourdes, y consagrado a Dios en honor de la Santísima Virgen María del santísimo Rosario; que el mismo querido hijo Nuestro use libremente el palio, en la misa solemne, como si estuviese en su propia arquidiócesis; y que después de la misa solemne, pueda bendecir a los presentes, asimismo en Nuestro nombre y autoridad, con las acostumbradas indulgencias. Así lo concedemos sin que nada obste en contrario.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de Septiembre de 1901, año vigésimo cuarto de Nuestro Pontificado.

LEON, PAPA XIII








TAMETSI FUTURA: Sobre Jesucristo Redentor

LEÓN XIII 1 de noviembre de 1900


Venerables Hermanos: Salud y Bendición apostólica



1. Motivo: La profunda piedad de los peregrinos a Roma en el Año Santo y de los católicos del mundo.

Aun cuando los fieles que, preocupándose principalmente de la vida futura, están atentos a su salvación, se ven rodeados de amenazas y zozobras, por ser muchos e inminentes los peligros que amenazan su vida, tanto en el orden público como en el privado, no desmayan, sin embargo, teniendo aún en estos calamitosos días del siglo XIX algunas esperanzas y algún consuelo.

Y no se crea que nada importan a la salvación de las almas el pensamiento constante de la otra vida y de las cosas referentes a la fe y a la piedad cristiana: hechos a los que no es posible negarles asentimiento, demuestran que estas virtudes se han de confirmar y corroborar con más ahínco que en otros, en los tiempos que corren, pudiendo servir de saludable ejemplo el que, a pesar de los mil halagos del siglo y de tantas ofensas a la piedad como se ven por todas partes, una inmensa multitud de peregrinos de todas las naciones acuden a la sola indicación del Pontífice para prosternarse ante los sepulcros de los santos Apóstoles; y todos, ya pertenezcan a esta o la otra categoría social, dan claras muestras de su religión; y confiados en la indulgencia que les ofrece la Iglesia, buscan con tierna solicitud la manera de conseguir la bienaventuranza eterna.

¿A quién no llaman la atención estos hechos que están a la vista de todos, y a quién no enfervorizan el ánimo, más que de costumbre, para con el Salvador del género humano? Digno es, en verdad, de los mejores tiempos del cristianismo este sublime ardor de la fe cristiana en tantos miles de hombres que, con una sola voluntad y una sola idea invocan el nombre de Dios y pregonan las alabanzas de Cristo desde un confín al otro de la tierra; pues ciertamente que a estas como llamaradas del fervor religioso, ha de seguir un formidable incendio; tan heroico ejemplo no puede pasar inadvertido y ser indiferente a los demás. ¿Qué cosa más necesaria y más conveniente en estos días que restablecer ampliamente en los pueblos el espíritu cristiano y las antiguas virtudes?



2. La Iglesia debe dar a conocer a Cristo.

Es peligroso y malvado hacerse sordo a estos llamamientos, mucho más cuando son tan abundantes en número, y cuando desoyéndolos se desoyen y desprecian los medios que influyen en la renovación de esta piedad: si conociesen el don de Dios, y si considerasen que nada puede haber más miserable que el apartarse de las enseñanzas del Libertador del mundo y el abandonar las costumbres e instituciones cristianas, indudablemente resucitarían y procurarían huir de una muerte tan segura y horrible. Ahora bien; el defender y propagar en la tierra el reino del Hijo de Dios y el esforzarse a que los hombres se salven con la comunicación de los divinos beneficios, es precisamente misión de la Iglesia, y tan grande y tan exclusiva de ella, que en esta obra consiste principalmente toda su autoridad y poder.

Nos hemos procurado hasta el día, de una manera difícil pero con gran solicitud y en la medida de Nuestras fuerzas aquel beneficio en el ejercicio de Nuestro Pontificado; y vosotros, oh Venerables Hermanos, en lo que os toca habéis obrado también de este modo, y aun habéis consumido en esta obra juntamente con Nos, todos vuestros pensamientos, vigilias y trabajos; pero ante las circunstancias actuales, debemos redoblar Nuestros esfuerzos y propagar ahora, con ocasión del año santo, el conocimiento y amor de Jesucristo enseñando, persuadiendo y exhortando, si es que han de escuchar Nuestra voz no tan sólo los que reciben siempre dócilmente las enseñanzas cristianas, sino también aquellos desgraciados que llamándose cristianos, viven sin fe y sin el verdadero amor de Dios, Nuestro Señor, de los cuales Nos compadecemos grandemente, queriendo atender a ellos de modo expreso para que sepan lo que han de hacer y a dónde han de ir si hacen caso de Nos y no Nos desatienden.



3. Horror de una humanidad sin Cristo.

El no haber conocido nunca a Jesucristo es una grande desgracia, pero desgracia, al fin, que no envuelve ingratitud ni maldad; mas el repudiarlo u olvidarlo, ya conocido, es un crimen, tan nefando y aborrecible, que parece no puede darse en el hombre; pues Cristo es el origen y el principio de todos los bienes, y el género humano, así como no pudo ser redimido sin su preciosísima sangre, así tampoco pudo ser conservado sin su divino poder. "En ningún otro hay salud; pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre, los hombres, por el cual podamos ser salvos" (Ac 4,12).

¿Qué vida será la de los mortales que arrojen de sí a Jesús que es la virtud y la sabiduría de Dios"? ¿Cuáles serán las costumbres, cuáles los excesos de aquellos hombres que están privados de la luz del Cristianismo?

Reflexionando un poco sobre estas cosas, entre las cuales se cuentan la obscura ceguedad de la mente, de que habla san Pablo (Rm 1,21), la depravación de la naturaleza, el libertinaje y el cúmulo de supersticiones que lo inficionan todo, a la vez se siente en el ánimo la compasión y el horror, estando esto en la conciencia del vulgo aunque no medite y reflexione sobre ellas con el detenimiento que merecen. No arrastraría a muchos la soberbia ni la desdicha enervaría sus buenos propósitos si guardaran en la memoria los inmensos beneficios que debe el hombre a Dios, evocando con frecuencia en su ánimo de dónde lo sacó Cristo y hasta qué punto lo ha ensalzado.



4. La expectación del Mesías

Desterrado y desheredado por tanto tiempo el linaje humano, día por día caminaba hacia su destrucción y ruina envuelto en aquellos males y en otros que trajo consigo el delito de nuestros primeros padres, sin que en lo humano cupiera remedio a tantas desgracias hasta que apareció, bajado del cielo, el libertador del género humano, Cristo Señor, con cuya venida se vio cumplida la promesa del Eterno, hecha en el principio del mundo, de que vendría a la tierra el Vencedor y Dominador de la serpiente y Restaurador de la dignidad humana, por lo cual las generaciones sucesivas miraban su venida con gran expectación y deseos.

Los ojos fijos en Él, el pueblo había entonado, durante mucho tiempo con toda solemnidad, las profecías de los sagrados vates que con anterioridad habían significado distinta y claramente los varios acontecimientos, las hazañas, las instituciones, las leyes, las ceremonias y los sacrificios del pueblo elegido, diciendo además que la perfecta y absoluta salud del género humano radicaban en Aquel que había de entregarse como Sacerdote futuro y que había de ser la víctima de expiación, el Restaurador de la libertad, el Rey de la paz el Doctor universal y el Fundador del imperio que permanecería en pie mientras durasen los siglos.



5. Cristo Redentor por la Cruz.

Con estos vaticinios y estos títulos tan varios en la forma, pero tan congruentes en el fondo, era designado aquel que, por la excesiva caridad con que nos amó, se había ofrecido para nuestra salvación. Por tanto, como llegase el tiempo de realizarse el divino decreto, el unigénito Hijo de Dios, hecho hombre satisfizo ubérrima y cumplidamente con su sangre al Dios ofendido por los hombres, y reivindicó para sí al género humano, a tanto precio redimido. No estáis redimidos por el oro y la plata corruptibles, sino por la preciosa sangre de Cristo, que es como la de un cordero inmaculado e inocente (1P 1,18-19).

Y así, redimiendo verdadera y propiamente a todos los hombres ya sujetos a su imperio y potestad, puesto que Él mismo es su creador y conservador, los hizo de nuevo suyos. No os pertenecéis pues que habéis sido comprados a gran precio (1Co 6,1-9). De aquí que todas las cosas fueron restablecidas por Dios en Cristo.

El arcano de su voluntad, fundado en su mero beneplácito por el cual se propuso restaurar en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas (Ep 1,9-10).

Y como Jesús borrase el documento de aquel decreto que era contrario a Nosotros, fijándolo en la cruz (Col 2,14), las celestiales iras se aplacaron para siempre, quedando rotos los lazos de la antigua servidumbre en que estaba el conturbado y errante género humano, reconciliada ya la voluntad divina, devuelta la gracia, abiertas de par en par las puertas de la eterna bienaventuranza y restablecido el derecho con los medios de conseguirla.



6. El retorno a la dignidad humana.

Entonces, despierto el hombre de aquel mortífero y continuo letargo en que yacía, vio la luz de la verdad tan deseada que buscaron en vano siglos y siglos; desde luego conoció que había nacido para unos bienes más altos y seguros que los que se perciben con los sentidos frágiles y pasajeros, y en los cuales había puesto el fin de todos sus pensamientos y cuidados; conoció también que ésta era la constitución de la vida humana, que esta era la ley suprema y que todas las cosas deben dirigirse a Dios como a su fin para que habiendo salido de Él, a Él volvamos algún día. De este principio y fundamento surgió renovada la conciencia de la dignidad humana, y los corazones recibieron el sentimiento de la fraternal caridad de todos.

Entonces los deberes y los derechos, como era consiguiente, en parte fueron perfeccionados y en parte constituidos íntegramente, y a la vez, las virtudes se exaltaron hasta un punto que no lo pudo nunca sospechar siquiera ninguna filosofía; y de aquí que las ideas, las costumbres y la conducta de la vida tomaran otro rumbo, y cuando el conocimiento del Redentor hubo afluido copiosamente, y su virtud, que excluye la ignorancia y los antiguos vicios, se hubo fundido en las íntimas arterias de los pueblos, entonces se obtuvo aquella mudanza de cosas de las gentes que, adquirida por la humanidad cristiana, cambió radicalmente la faz de todo el orbe.



7. Universalidad de la Redención.

El recuerdo de todas estas cosas que hasta aquí hemos dicho, lleva consigo, Venerables Hermanos, un inmenso consuelo, al mismo tiempo que una gran fuerza para exhortar, puesto que debemos estar agradecidos y mostrar, en cuanto podamos, Nuestro mismo agradecimiento al Divino Salvador.

Nos hallamos separados desde muy antiguo de los principios, bases o fundamentos de nuestra restaurada salvación; sin embargo, nos ha de importar esto, cuando es perpetua la virtud de la redención, y sus beneficios son inmortales y han de permanecer eternamente; el que una vez reparó la naturaleza perdida por el pecado, la conserva y la ha de conservar para siempre: Se entregó El para la redención de todos… (1Tm 2,6). En Cristo, todo será vivificado… (1Co 15,22) Y su reino no tendrá fin (Lc 1,33) Así, pues, por voluntad eterna de Dios, está en Jesucristo puesta toda salvación no solamente de algunos sino de todos los mortales; pues aquellos que de Él se alejan asimismo por esto se condenan a su propia ruina, guiados por un cierto furor; y al mismo tiempo cuanto es de su parte hacen porque la sociedad humana, como arrebatada por gran ímpetu, caiga en aquellos grandes males e infortunios de que nos libró el Redentor por su misericordia y piedad.



8. Sin Cristo no hay salud.

Incurren en un error harto inconsistente, que los aparta muy lejos del fin deseado, quienes toman por caminos extraviados; del mismo modo, si se rechaza la clara y pura luz de la verdad, es porque los ánimos están ofuscados y como infatuados de la miserable perversidad de las opiniones.

¿Qué esperanza de salud puede haber para aquellos que abandonan el principio y fuente de la vida? Cristo es únicamente el camino, la verdad y la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6); de tal manera, que sin El necesariamente caen por tierra estos tres principios indispensables para la salvación de todos.



9. Nadie ve al Padre si no por Cristo.

Consideramos ahora lo que la realidad misma enseña diariamente y lo que aun en la mayor afluencia de bienes mortales experimenta todo el mundo, a saber: que nada puede haber fuera de Dios en que la voluntad humana descanse de un modo absoluto y completo. El único fin del hombre es Dios, y la vida que hacemos en la tierra es una verdadera semejanza e imagen de cierta peregrinación. Ahora bien; para nosotros Jesucristo es el camino, porque desde esta vida mortal, tan llena de trabajos y de dudas, no podemos de ninguna manera llegar a Dios, sumo, único y principal de los bienes, si no somos guiados y conducidos por Cristo. Nadie viene al Padre sino por mí (Jn 14,6).

¿Y cómo podríamos conseguir esto sino por El? Pues, en primer lugar y muy principalmente por su gracia, la cual, sin embargo, sería vacía o vana en el hombre que desprecia sus preceptos y leyes. Pues para conseguir esto, una vez adquirida la salud por Cristo, hizo que su ley fuese la custodia y directora del género humano con cuyo gobierno se separasen los hombres de sus maldades y se dirigiesen seguros a su Dios. Id y enseñad a todas las gentes… enseñándoles a observar todo lo que Yo os he mandado… (Mt 28,19-20). Guardad mis mandamientos (Jn 14,15). De donde resulta que es lo más principal y necesario para la profesión de la fe cristiana el mostrarse dócil a los preceptos de Jesucristo y sujetar completamente la voluntad a El como a nuestro dueño y supremo Rey.



10. La naturaleza viciada.

Cosa grande y difícil de conseguir y que muchas veces requiere trabajo intenso y esfuerzo y constancia, pues aunque la humana naturaleza fue reparada por la misericordia del Redentor, sin embargo, todavía en cada uno de nosotros queda cierta enfermedad, la enfermedad y el vicio de la naturaleza.

Los diversos apetitos traen al hombre de acá para allá, y fácilmente lo impelen hacia los halagos de los placeres mundanos para que siga más bien lo que le agrada que lo mandado por Jesucristo. De aquí que hemos de poner todo nuestro empeño en rechazar con todas nuestras fuerzas a las pasiones en obsequio de Cristo; las cuales si no obedecen a la razón se constituyen en dueñas y señoras del hombre haciéndolo su siervo y quitando el hombre entero a Cristo.

Los hombres de entendimiento extraviado, réprobos en cuanto a la fe, se ve que son esclavos, pues sirven a una triple pasión, la sensualidad y el orgullo y las diversiones humanas (St. Aug., De vera relig., 37); y en esta lucha de tal manera debe el hombre empeñarse que lleve con agrado por causa de Cristo las molestias e innumerables incomodidades que en este mundo ha de sufrir.



11. Necesidad del vencimiento.

Difícil es, en verdad, rechazar lo que con tanta fuerza nos atrae y nos deleita: duro y áspero el despreciar, sujetándose al imperio y voluntad de Cristo Nuestro Señor, aquéllas cosas que consideramos como bienes del cuerpo y de fortuna; pero es necesario que el hombre cristiano se muestre sufrido y fuerte en sobrellevar esto que se le ha dado para su vida, si quiere conducirse bien.

¿Nos hemos olvidado acaso cuyo es el cuerpo y cuya es la cabeza de que somos miembros? Con grande gozo llevó la cruz el que nos prescribió la abnegación de nosotros mismos.

Y en esta disposición del alma de que hablamos consiste precisamente la dignidad de la naturaleza humana. Pues los mismos sabios de la antigüedad bien han reconocido que el dominarse a sí mismos y hacer que la parte inferior del alma se sujete a la superior, no indica debilidad o abatimiento de la voluntad, sino antes bien cierta generosa virtud, en gran manera conveniente a la razón, y que es, a la vez, digna del hombre.



12. Esperanza de bienes eternos

Por lo demás, hemos de sufrir y padecer mucho: tal es la presente condición del hombre. No puede el hombre gozar una vida exenta de dolores y llena de goces y felicidad sin borrar de algún modo el decreto, la voluntad de su divino Fundador y Creador, que quiso se perpetuasen las consecuencias de aquel primer pecado. Muy conveniente es, por lo tanto, no esperar en la tierra el término de los dolores, sino fortalecer Nuestro ánimo para mejor soportarlos, con lo cual somos instruidos con la esperanza cierta de los mayores bienes.

Pues Cristo no asignó a las riquezas, ni a la vida delicada ni a los hombres, ni al poder, sino a la paciencia con lágrimas y afán de justicia y al corazón limpio, la felicidad sempiterna en el cielo.



13. El Reino de Cristo.

Fácilmente se deduce de lo expuesto qué se puede esperar del error y soberbia de aquellos que, despreciando el reino de Cristo ponen y encumbran al hombre mortal sobre todas las cosas y proclaman que es preciso acatar en todo la humana razón y la naturaleza vana, mientras no pueden ni alcanzan a definir cuál sea este reinado.

El reino de Cristo tiene su fuerza y forma en la caridad divina, y su principio y fundamento en el amar santa y ordenadamente. De lo cual fluye necesariamente, que todo deber ha de ser guardado inviolablemente; que en nada se han de mermar los derechos ajenos: que se han de reputar por inferiores las cosas humanas a las celestes, y anteponer el amor de Dios a todas las cosas. Y esta dominación del hombre sobre sí mismo todo estriba en el amor de Cristo, a quien rechazar o empeñarse en no conocer es propio de alma vacía de caridad y falta de devoción.

Gobierne, pues, el hombre en nombre de Jesucristo, pero con esta sola y única condición: la de servir a Dios primeramente e inspirar en la ley divina su norma y sistema de vida.



14. La ley le Cristo.

Entendemos por ley de Cristo, no solamente los preceptos naturales de las costumbres y todo lo que los antiguos recibieron directamente de Dios y que Cristo perfeccionó a maravilla declarándolo y sancionándolo sabiamente; sino que entendemos además comprendido en ello el resto de su doctrina y todas las cosas verbalmente establecidas por El. Y de todo ello la Cabeza es la Iglesia; aun más, de nada se hace Jesucristo Autor o Legislador que la Iglesia no lo comprenda o abrace como propio.



15. Ministerio de la Iglesia.

Por fin, con el ministerio de la Iglesia, quiso perpetuar gloriosamente el cargo que le señaló su Padre, dándole y confiriéndole por una parte todos los auxilios conducentes a la salvación del linaje humano, y por otra, sancionando seriamente que en lo sucesivo los hombres obedeciesen a la Iglesia y con todo empeño la tuviesen por guía en la carrera de esta vida mortal: Quien a vosotros oye, a Mí oye; quien a vosotros desprecia, a Mí desprecia (Lc 10,16). Por lo cual la ley de Cristo se ha de buscar totalmente en la Iglesia, y así el camino seguro para el hombre serán Cristo y la Iglesia a la vez; Aquél por sí mismo y por su naturaleza, y ésta por mandato especial y divino y por comunicación de la potestad. De todo lo dicho se sigue con evidencia que todos aquellos que pretenden alcanzar la salvación fuera de la Iglesia siguen caminos extraviados y en vano se esfuerzan para conseguirlo.



16. Carácter público de la ley de Cristo.

Y lo mismo acaece con los individuos que con las naciones, las cuales forzosamente caen en el abismo de la ruina si se apartan del Camino. El Hijo de Dios procreador y redentor de la naturaleza humana es Rey y Señor de todo el universo mundo y tiene la potestad y sumo dominio sobre cada uno de los hombres en particular y sobre toda sociedad civil que ellos constituyan. Dióle toda potestad y honor y reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas servirán al Mismo (Da 7,14). Yo, pues; estoy constituido como rey por El… Y te daré las gentes en herencia tuya, y tu posesión tendrá por límites los términos de la tierra (Ps 2).

Debe, pues, en toda sociedad humana estar en vigor la ley de Cristo, de suerte que no tenga carácter privado solamente, sino público, y sea a la vez guía y maestra de toda norma de vida. Y porque esto ha sido dispuesto así y así decretado por Dios, a nadie es lícito el impugnarlo; y así mal proveerán los intereses y beneficios de los estados quienes pretendan establecer los cimientos de todo orden social fuera de un régimen genuinamente cristiano.



17. Cristo y la razón humana.

Apartada de Jesús, la razón humana cae en la abyección privada de luz y de socorro, se oscurece la noción de toda causa, la cual, como tiene a Dios por autor, engendra la sociedad común, la que consiste principalmente en que los ciudadanos por medio de la ayuda de la unión y vínculo civil consigan el bien natural, entendiéndose por tal aquel que está muy por encima de todo lo terreno y es congruente con todo don perfecto y perfectísimo. Ocupadas las mentes en tal confusión de ideas entran por un camino dudoso tanto los que mandan como los que obedecen, y no tienen norma segura ni para permanecer firmes.

De qué suerte sea desdichado y calamitoso errar el camino recto, se verá por lo pernicioso que sea también apartarse de la verdad. La primera, absoluta y esencial verdad es el mismo Cristo, como que es el Verbo de Dios, consubstancial y coeterno con el Padre y uno mismo con El. Yo soy la Verdad, el Camino y la Vida (Jn 14,6). Así, pues, si se busca la verdad, es menester que la razón humana obedezca en todo a Jesucristo y a su magisterio, por lo mismo que la misma verdad habla por boca del mismo Cristo



18. Doctrina no humana sino divina

Muchísimas cosas hay en las que puede espaciarse libremente el ingenio humano como en un campo ubérrimo y feracísimo, contemplando e investigando y esto no sólo por concesión, sino hasta por exigencia de la naturaleza misma. Pero es ilícito y contra la razón natural no querer limitar los fueros de la mente humana, en sus ciertos y propios linderos, y, rechazando las leyes de la debida modestia, despreciar la autoridad del magisterio de Cristo. Porque la doctrina de la cual depende nuestra salvación, versa toda ella acerca de Dios y acerca de cosas todas divinísimas, y nunca ciencia humana alguna bastó para crearla, antes bien, únicamente el Hijo de Dios la recibió y sacó toda de su Padre Celestial: Las palabras que me diste, son las que a ellos he dado (Jn 17,8).

Por lo cual es necesario que comprenda muchas cosas, no que repugnen a la recta razón, ya que esto no puede ser en modo alguno, sino otras cuya alteza no podemos abarcar con el pensamiento ni comprender con nuestro limitado raciocinio, como es el entender tal cual es en sí Dios Nuestro Señor. Ahora bien, si tantas cosas existen ocultas y tan secretas por su naturaleza misma, que no puedan ser investigadas por ninguna humana diligencia, acerca de cuya existencia nigún entendimiento se atreverá a dudar; será ciertamente propio de los que abusan con perversidad de su libre albedrío no admitir la existencia de cosas puestas muy sobre el alcance humano, porque no es dado al hombre percibirlas tales cuales sean.



19. Inclinar el entendimiento ante Dios

A esto pertenece el rechazar todo dogma y declarar inadmisible la sagrada religión cristiana. Pero hay que inclinar el entendimiento con humildad y sin condiciones en obsequio de Jesucristo hasta tanto que sea aquel como cautivo de la divinidad e imperio de Este, reduciendo a cautiverio todo entendimiento en obsequio de Jesucristo (2Co 10,5). Y este total obsequio es el que Cristo quiere se le tribute, y lo quiere con todo derecho, pues es Dios, y por lo mismo, así como ha de imperar en las voluntades de los hombres, ha de hacer lo mismo en las inteligencias. Y al servir el hombre a Cristo con su inteligencia, no lo hace servilmente, sino de un modo muy conforme a la razón y a su cautiva excelencia, pues con su voluntad acata el imperio, no de un hombre cualquiera, sino del autor suyo y monarza de todo, que es Dios mismo, al cual debe estar sujeto por ley de naturaleza. Y no se diga en manera alguna que se oprime su dignidad ante la opinión humana, antes bien, aquélla se ensalza con una verdad eterna e inmutable. Así, pues, todo bien intelectual y toda la plenitud de la libertad se alcanzan en ello.



LEON XIII, MAGISTERIO - TESTEM BENEVOLENTIAE: Carta al Emmo. Card. James Gibbons Sobre el "Americanismo"