LEON XIII, MAGISTERIO - 19. Inclinar el entendimiento ante Dios


20. Así conoceremos la verdad y seremos libres

La verdad que se deriva del magisterio de Cristo, pone de manifiesto lo que vale y en lo que debe estimarse cada cosa, y el hombre, imbuido en tal conocimiento, si obedeciere a la verdad que percibe, en lugar de hacer servir su razón a la concupiscencia, haría que ésta sirviese a aquélla, y, apartada de sí la pésima servidumbre del error y del pecado, se regeneraría entre la más excelente de todas las libertades. Conoceréis la verdad, y la verdad ha de libraros (Jn 8,32).

Queda bien patente, pues, que toda inteligencia que rechaza el imperio y tutela de Cristo con voluntad pérfida lucha contra Dios. Y emancipados los que así piensan de la potestad divina, no por esto serán más libres; puesto que han de caer en manos de otra cualquiera potestad humana, y han de elegir, como suele acaecer, un hombre cualquiera a quien oigan, obedezcan o sigan como maestro y guía. De ahí, cerrada su inteligencia a la comunicación de las cosas divinas, la hacen revolver en un círculo vicioso de una ciencia limitada y mezquina, y hasta en aquéllas mismas cosas que suelen conocerse más por medio de la razón natural son menos aptos para aprovechar debidamente.



21. Ceguedad de entendimiento.

Hay en la naturaleza de las cosas muchas a las cuales ayuda no poco la luz de la doctrina de lo alto para comprenderlas o explicarlas, y para castigar muchas veces Dios la culpa de su soberbia, permite que no vean la verdad tal cual ella es para que lleven el castigo en aquello mismo en que pecaron Por esto se ven hoy día muchísimos ingenios privilegiados por su erudición exquisita, que al investigar los misterios de la naturaleza persiguen teorías tan absurdas que puede decirse que nadie erró más torpemente que ellos.



22. El sacrificio del entendimiento.

Téngase, pues, por cosa cierta que ha de entregarse totalmente la inteligencia humana, para vivir vida de cristiano, a la autoridad divina. Y si por aquello de que la razón ceda a la autoridad, aquel orgullo íntimo que tanta fuerza tiene en nosotros se rebela y lamenta con dolor, se sigue que es más necesario todavía al cristiano el sacrificio del entendimiento que el de la voluntad.

Y por esto queremos recordar que los que se forjan en su mente una ley y manera de sentir y obrar más ancha y muelle en la vida cristiana, de preceptos más suaves y conformes con su floja inclinación y más benignos con la humana naturaleza, no han de ser jamás tolerados ni oídos con benevolencia. No comprenden los tales la fuerza de la fe y de las instituciones cristianas, no ven que a cada paso la Cruz nos sale al encuentro, como estandarte perpetuo y ejemplar para todos aquellos que real y verdaderamente, y no sólo de nombre, quieran seguir a Cristo.



23. Cristo es la Vida.

Propio es de solo Dios ser Vida verdadera; todas las otras naturalezas son participantes de la Vida, pero no han sido ellas la Vida jamás. Desde toda la eternidad, por su peculiar naturaleza, Cristo es la Vida, del mismo modo que es la Verdad, porque es Dios de Dios. Del Mismo, como de altísimo principio, fluye en el mundo toda vida y fluirá perpetuamente todo lo que es, es por El mismo; todo lo que vive, por El mismo vive, porque todas las cosas por el Verbo fueron hechas, y sin El nada se hizo de cuanto hay hecho (Jn 1,3)

Esto acaece en cuanto a la vida de la naturaleza, pero muchísimo más en la otra vida más excelente que debemos a Cristo y de la que hemos hecho mención, es a saber: la vida de la gracia, a la cual debemos referir todos nuestros pensamientos y acciones. Y en esto estriba toda la fuerza de la doctrina y leyes cristianas, en que muertos para el pecado vivamos para la justicia (1P 2,24), esto es, para la santidad y virtud en que consiste la vida moral de las almas con la esperanza cierta de una bienaventuranza perpetua.



24. La vida de la fe.

Se puede muy propiamente decir que nada alimenta mejor el espíritu de la justicia que la fe cristiana, la más apta también para la salvación. El justo vive de la fe (Ga 3,11). Sin la fe es imposible agradar a Dios (He 11,6). Así pues, el implantador y padre de la fe, y el que en nuestras almas la mantiene, no es otro que el mismo Jesucristo y El es quien sustenta y conserva en nosotros la vida moral, y esto de un modo muy principal por medio del ministerio de la Iglesia. Y con benigno y providentísimo parecer entregó a ésta todos los medios aptos para engendrar esta vida de fe de que hablamos, y, una vez engendrada, la conservaran y defendieran, y la hiciesen renacer si por acaso se extinguía. Pero toda esta fuerza procreatiz y conservadora de las virtudes se estrella si la norma y disciplina de las costumbres se apartan de la fe divina, y es cosa manifiesta que pretenden despojar al hombre de su altísima dignidad, despojándole de la vida sobrenatural y haciéndole revolver en los horrores de naturalismo grosero, los que intentan o quieren enderezar las costumbres hacia la honestidad por medio del magisterio único de la razón.



25. Sin fe no hay salvación

No se crea por esto que el hombre no pueda entender y discernir cosas naturales con la luz de su razón; pero aun cuando entendiese con ella todas las cosas, y sin nigún tropiezo guardase todo precepto en su vida, lo que no puede ser sin la gracia del Redentor por auxilio, nadie habría que pudiese confiar en su eterna salvación destituido de la fe. Si alguien no permaneciere en Mí, será echado fuera como una rama, y se secará, y lo recogerán, y lo echarán al fuego y arderá (Jn 15,6). El que no cretere será condenado (Mc 16,16). Y por fin, demasiadas pruebas y documentos tenemos ante Nosotros, de los frutos que acarrea este menosprecio de la fe. ¿por qué causa muchas ciudades trabajan y se esfuerzan hasta debilitarse, sino por establecer y aumentar por todos los medios posibles e imaginables la prosperidad pública?



26. La religión sostén de la sociedad civil

Dicen que la sociedad civil está ya harto segura y custodiada por sí misma, y que puede, cómodamente, subsistir sin el auxilio de las instituciones cristianas, y que con solo su esfuerzo puede alanzar la meta apetecida De ahí viene que los que tienen a su cargo la administración pública, lo hacen de un modo profano y de tal suerte, que en las leyes civiles y en la vida pública de los pueblos hoy nadie hallará nigún vestigio de la religión de nuestros antepasados.

No ven suficientemente lo que hacen, pues destruida la noción de la Divinidad que sanciona lo bueno y lo malo, es forzoso que las leyes menoscaben la autoridad del jefe del Estado y que la justicia vacile, siendo ambas cosas como son dos vínculos firmes y necesarios de toda conjunción y concordia civil. De igual manera, quitada de una vez la esperanza de los bienes inmortales, es muy natural apetecer con afán las cosas materiales y caducas, cada una de las cuales procura traer a sí con todas sus fuerzas y con ansia desmedida.

De aquí nacen los odios, las emulaciones y envidias, las determinaciones criminales, el descaro, la ruina de toda autoridad y el maquinar la disolución más loca y criminal de todo principio social. En el exterior, guerras y amenazas; en el interior, falta de seguridad absoluta; y laa vida común de los pueblos aparece manchada con toda suerte de crímenes.



27. El remedio social es más que humano

Pero en medio de tanta lucha de pasiones bajas, entre tantos peligros y en tales riesgos que amenazan, hay que buscar un remedio oportuno con madurez y reflexión. Reprimir a los malhechores, restablecer en su primitiva dulzura las costumbres, y por todos los medios evitar los delitos con la paternal tutela de las leyes, es cosa justa y debida, pero no estriba todo en esto.

Mucho más encumbrado está el remedio; una autoridad más alta se ha de invocar que la meramente humana, que toque los corazones, recuerde a todos sus deberes y haga a los hombres mejores, y ésta no es otra que aquella fuerza que ya una vez libró a todo el universo de males semejantes y de una perpetua ruina. Quien haga revivir y fortalecer el espíritu cristiano adormecido, y le libre de toda traba e impedimento, hará renacer también la sociedad humana.



28. Cristo y la cuestión social.

Era peligroso callar la lucha de clases, pero muy sano y conforme recomendar los derechos de ambos con mutua concordia. Si a Cristo oyen, cumplirán todos sus deberes, tanto los dichosos como los infortunados; los unos sentirán que deben cumplir con la caridad y la justicia si quieren ser salvos; los otros, con la resignación y el comedimiento. Admirablemente se afirmarán los cimientos de la sociedad doméstica, así impera el laudable temor a Dios: tanto al prohibir como al mandar, y por la misma razón muchas de las cosas que se prescriben por la naturaleza estarán en pleno vigor en los pueblos y en las naciones. Se verá cómo deba obedecerse a las potestades legítimas y acatar las leyes, según derecho, no armar sedición alguna y no tramar conspiraciones tampoco.



29. Vuelta de la sociedad a Cristo.

Y así, donde quiera que presida la ley cristiana y ninguna potestad se lo impida, allí espontáneamente se conservará el orden establecido por la Divina Providencia y la prosperidad e incolumidad florecerán de consuno. La salud universal reclama, pues, volver allí de donde nunca se debiera haber salido, es a saber, a Aquel que es camino, verdad y vida, y no sólo cada uno en particular, sino toda la sociedad en común. Conviene que ésta sea otra vez restituida a Cristo su Señor, y se ha de conseguir que la vida derivada de El llene a todos los miembros y partes de la sociedad, y se saturen de ella los mandatos y prohibiciones legales, las costumbres populares, las enseñanzas llanas y caseras, los derechos conyugales, la norma de vida doméstica, los alcázares de los opulentos y los talleres de los obreros.

Y no ignore nadie que de esto depende en su mayor parte la suavidad de costumbres de las gentes tan deseadas y apetecidas, porque ésta crece y se alimenta no sólo de aquellas cosas que sirven de pábulo al cuerpo, como las riquezas y comodidades, sino de aquellas que pertenecen al espíritu y forman las costumbres loables y el culto de todo linaje de virtudes.



30. Dar a conocer a Cristo.

Entre los que están lejos de Cristo muchos más lo están por ignorancia que por voluntad perversa, y mientras a muchísimos hallamos deseosos de conocer con todo afán el estado social del orbe y del hombre mismo, a poquísimos vemos ocupados en querer conocer al Hijo de Dios. Primero, pues, hay que destruir la ignorancia con el conocimiento de El, para que desconocido no sea repudiado o despreciado.

Y exhortamos a los cristianos de todo lugar, condición y jerarquía que por todos los medios imaginables y según la medida de sus fuerzas trabajen para que sea conocida la persona del Redentor, tal cual ella es y merece, a la cual si cada uno mira y considera con cabal juicio y sinceramente, verá con toda claridad no haber nada más saludable en el mundo que su ley, ni más divino y altísimo que su doctrina.

Vuestra autoridad y cooperación, Venerables Hermanos, ha de contribuir por modo muy poderoso a tan noble fin, lo mismo que la diligencia y empeño de todo vuestro clero. Pensad que es la parte principal de Nuestro oficio imprimir en los corazones del pueblo la verdadera noción y la imagen real de Jesucristo, y por medio de la literatura, la oratoria, en los colegios, en las escuelas de enseñanza primaria, y donde quiera que se ofrezca ocasión de explicar sus beneficios y su caridad ardentísima.



31. Enseñar los derechos de Dios

De lo que se ha llamado derechos del hombre demasiadas cosas ha oido el pueblo; oiga alguna vez por fin, algo de los derechos de Dios. Que éste sea el tiempo más oportuno para ello lo indican el amor de muchos a las cosas de piedad recientemente despertado, como dijimos, y de un modo particular la devoción tan manifiesta a la persona del Redentor que hemos de legar, Dios mediante, al siglo venidero en prenda de mejores días. Pero como se trata de una cosa que no hay que esperar de otra parte a no ser de la gracia divina, unidos en afán y canridad instemos con súplicas fervientes a la misericordia del Todopoderoso, a fin de que no permita que perezcan aquellos a quienes libró con su preciosa sangre derramada, que mire propicio a la generación presente que mucho ciertamente delinquió, pero mucho también a su vez ha sufrido y muy ásperamente en expiación de su delito y que abrazando con benignidad a todos los hombres y pueblos, se acuerde de aquellas palabras suyas: Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas a Mí (Jn 12,32).

En prenda, pues, de los dones celestiales y en testimonio de Nuestra paternal benevolencia, os damos a vosotros, Venerables Hermanos, y al clero y pueblo vuestro, de todo corazón la Bendición Apostólica.

Dado en Roma en San Pedro, el 1º de noviembre de 1900, de Nuestro pontificado el vigésimo tercero.

LEÓN PAPA XIII





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