Laudato Si ES 62


I. La luz que ofrece la fe

63 Si tenemos en cuenta la complejidad de la crisis ecológica y sus múltiples causas, deberíamos reconocer que las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad. Si de verdad queremos construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje. Además, la Iglesia Católica está abierta al diálogo con el pensamiento filosófico, y eso le permite producir diversas síntesis entre la fe y la razón. En lo que respecta a las cuestiones sociales, esto se puede constatar en el desarrollo de la doctrina social de la Iglesia, que está llamada a enriquecerse cada vez más a partir de los nuevos desafíos.

64 Por otra parte, si bien esta encíclica se abre a un diálogo con todos, para buscar juntos caminos de liberación, quiero mostrar desde el comienzo cómo las convicciones de la fe ofrecen a los cristianos, y en parte también a otros creyentes, grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de los hermanos y hermanas más frágiles. Si el solo hecho de ser humanos mueve a las personas a cuidar el ambiente del cual forman parte, «los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe»[36]. Por eso, es un bien para la humanidad y para el mundo que los creyentes reconozcamos mejor los compromisos ecológicos que brotan de nuestras convicciones.

[36] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 15: AAS 82 (1990), 156.


II. La sabiduría de los relatos bíblicos

65 Sin repetir aquí la entera teología de la creación, nos preguntamos qué nos dicen los grandes relatos bíblicos acerca de la relación del ser humano con el mundo. En la primera narración de la obra creadora en el libro del Génesis, el plan de Dios incluye la creación de la humanidad. Luego de la creación del ser humano, se dice que «Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno» (Gn 1,31). La Biblia enseña que cada ser humano es creado por amor, hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). Esta afirmación nos muestra la inmensa dignidad de cada persona humana, que «no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas»[37]. San Juan Pablo II recordó que el amor especialísimo que el Creador tiene por cada ser humano le confiere una dignidad infinita[38]. Quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas pueden encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso. ¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: «Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía» (Jr 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»[39].

[37] Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 357.
[38] Cf. Angelus (16 noviembre 1980): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (23 noviembre 1980), p. 9.
[39] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 711.

66 Los relatos de la creación en el libro del Génesis contienen, en su lenguaje simbólico y narrativo, profundas enseñanzas sobre la existencia humana y su realidad histórica. Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de « dominar » la tierra (cf. Gn 1,28) y de «labrarla y cuidarla» (cf. Gn 2,15). Como resultado, la relación originariamente armoniosa entre el ser humano y la naturaleza se transformó en un conflicto (cf. Gn 3,17-19). Por eso es significativo que la armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella ruptura. Decía san Buenaventura que, por la reconciliación universal con todas las criaturas, de algún modo Francisco retornaba al estado de inocencia primitiva[40]. Lejos de ese modelo, hoy el pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en las guerras, las diversas formas de violencia y maltrato, el abandono de los más frágiles, los ataques a la naturaleza.

[40] Cf. Legenda maior, VIII, 1: FF 1134.

67 No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite responder a una acusación lanzada al pensamiento judío-cristiano: se ha dicho que, desde el relato del Génesis que invita a « dominar » la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Esta no es una correcta interpretación de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. Porque, en definitiva, «la tierra es del Señor » (Ps 24,1), a él pertenece « la tierra y cuanto hay en ella » (Dt 10,14). Por eso, Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta: « La tierra no puede venderse a perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en mi tierra » (Lv 25,23).

68 Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo, porque « él lo ordenó y fueron creados, él los fijó por siempre, por los siglos, y les dio una ley que nunca pasará » (Ps 148,5-6). De ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al ser humano varias normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en relación con los demás seres vivos: « Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te desentenderás de ellos […] Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o sobre la tierra, y esté la madre echada sobre los pichones o sobre los huevos, no tomarás a la madre con los hijos » (Dt 22,4 Dt 22,6). En esta línea, el descanso del séptimo día no se propone sólo para el ser humano, sino también « para que reposen tu buey y tu asno » (Ex 23,12). De este modo advertimos que la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas.

69 A la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria»[41], porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Ps 104,31). Precisamente por su dignidad única y por estar dotado de inteligencia, el ser humano está llamado a respetar lo creado con sus leyes internas, ya que «por la sabiduría el Señor fundó la tierra» (Pr 3,19). Hoy la Iglesia no dice simplemente que las demás criaturas están completamente subordinadas al bien del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas y nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad. Por eso los Obispos de Alemania enseñaron que en las demás criaturas «se podría hablar de la prioridad del ser sobre el ser útiles»[42]. El Catecismo cuestiona de manera muy directa e insistente lo que sería un antropocentrismo desviado: «Toda criatura posee su bondad y su perfección propias […] Las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas»[43].

[41] Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 2416.
[42] Conferencia Episcopal Alemana, Zukunft der Schöpfung – Zukunft der Menschheit. Erklärung der Deutschen Bischofskonferenz zu Fragen der Umwelt und der Energieversorgung (1980), II, 2.
[43] Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 339.

70 En la narración sobre Caín y Abel, vemos que los celos condujeron a Caín a cometer la injusticia extrema con su hermano. Esto a su vez provocó una ruptura de la relación entre Caín y Dios y entre Caín y la tierra, de la cual fue exiliado. Este pasaje se resume en la dramática conversación de Dios con Caín. Dios pregunta: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Caín responde que no lo sabe y Dios le insiste: «¿Qué hiciste? ¡La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo! Ahora serás maldito y te alejarás de esta tierra» (Gn 4,9-11). El descuido en el empeño de cultivar y mantener una relación adecuada con el vecino, hacia el cual tengo el deber del cuidado y de la custodia, destruye mi relación interior conmigo mismo, con los demás, con Dios y con la tierra. Cuando todas estas relaciones son descuidadas, cuando la justicia ya no habita en la tierra, la Biblia nos dice que toda la vida está en peligro. Esto es lo que nos enseña la narración sobre Noé, cuando Dios amenaza con exterminar la humanidad por su constante incapacidad de vivir a la altura de las exigencias de la justicia y de la paz: « He decidido acabar con todos los seres humanos, porque la tierra, a causa de ellos, está llena de violencia » (Gn 6,13). En estos relatos tan antiguos, cargados de profundo simbolismo, ya estaba contenida una convicción actual: que todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás.

71 Aunque «la maldad se extendía sobre la faz de la tierra» (Gn 6,5) y a Dios «le pesó haber creado al hombre en la tierra» (Gn 6,6), sin embargo, a través de Noé, que todavía se conservaba íntegro y justo, decidió abrir un camino de salvación. Así dio a la humanidad la posibilidad de un nuevo comienzo. ¡Basta un hombre bueno para que haya esperanza! La tradición bíblica establece claramente que esta rehabilitación implica el redescubrimiento y el respeto de los ritmos inscritos en la naturaleza por la mano del Creador. Esto se muestra, por ejemplo, en la ley del Shabbath. El séptimo día, Dios descansó de todas sus obras. Dios ordenó a Israel que cada séptimo día debía celebrarse como un día de descanso, un Shabbath (cf. Gn 2,2-3 Ex 16,23 Ex 20,10). Por otra parte, también se instauró un año sabático para Israel y su tierra, cada siete años (cf. Lv 25,1-4), durante el cual se daba un completo descanso a la tierra, no se sembraba y sólo se cosechaba lo indispensable para subsistir y brindar hospitalidad (cf. Lv 25,4-6). Finalmente, pasadas siete semanas de años, es decir, cuarenta y nueve años, se celebraba el Jubileo, año de perdón universal y «de liberación para todos los habitantes» (Lv 25,10). El desarrollo de esta legislación trató de asegurar el equilibrio y la equidad en las relaciones del ser humano con los demás y con la tierra donde vivía y trabajaba. Pero al mismo tiempo era un reconocimiento de que el regalo de la tierra con sus frutos pertenece a todo el pueblo. Aquellos que cultivaban y custodiaban el territorio tenían que compartir sus frutos, especialmente con los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros: «Cuando coseches la tierra, no llegues hasta la última orilla de tu campo, ni trates de aprovechar los restos de tu mies. No rebusques en la viña ni recojas los frutos caídos del huerto. Los dejarás para el pobre y el forastero» (Lv 19,9-10).

72 Los Salmos con frecuencia invitan al ser humano a alabar a Dios creador: «Al que asentó la tierra sobre las aguas, porque es eterno su amor» (Ps 136,6). Pero también invitan a las demás criaturas a alabarlo: «¡Alabadlo, sol y luna, alabadlo, estrellas lucientes, alabadlo, cielos de los cielos, aguas que estáis sobre los cielos! Alaben ellos el nombre del Señor, porque él lo ordenó y fueron creados» (Ps 148,3-5). Existimos no sólo por el poder de Dios, sino frente a él y junto a él. Por eso lo adoramos.

73 Los escritos de los profetas invitan a recobrar la fortaleza en los momentos difíciles contemplando al Dios poderoso que creó el universo. El poder infinito de Dios no nos lleva a escapar de su ternura paterna, porque en él se conjugan el cariño y el vigor. De hecho, toda sana espiritualidad implica al mismo tiempo acoger el amor divino y adorar con confianza al Señor por su infinito poder. En la Biblia, el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo, y esos dos modos divinos de actuar están íntima e inseparablemente conectados: «¡Ay, mi Señor! Tú eres quien hiciste los cielos y la tierra con tu gran poder y tenso brazo. Nada es extraordinario para ti […] Y sacaste a tu pueblo Israel de Egipto con señales y prodigios» (Jr 32,17 Jr 32,21). «El Señor es un Dios eterno, creador de la tierra hasta sus bordes, no se cansa ni fatiga. Es imposible escrutar su inteligencia. Al cansado da vigor, y al que no tiene fuerzas le acrecienta la energía» (Is 40,28-29).

74 La experiencia de la cautividad en Babilonia engendró una crisis espiritual que provocó una profundización de la fe en Dios, explicitando su omnipotencia creadora, para exhortar al pueblo a recuperar la esperanza en medio de su situación desdichada. Siglos después, en otro momento de prueba y persecución, cuando el Imperio Romano buscaba imponer un dominio absoluto, los fieles volvían a encontrar consuelo y esperanza acrecentando su confianza en el Dios todopoderoso, y cantaban: «¡Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos!» (Ap 15,3). Si pudo crear el universo de la nada, puede también intervenir en este mundo y vencer cualquier forma de mal. Entonces, la injusticia no es invencible.

75 No podemos sostener una espiritualidad que olvide al Dios todopoderoso y creador. De ese modo, terminaríamos adorando otros poderes del mundo, o nos colocaríamos en el lugar del Señor, hasta pretender pisotear la realidad creada por él sin conocer límites. La mejor manera de poner en su lugar al ser humano, y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque de otro modo el ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus propias leyes e intereses.


III. El misterio del universo

76 Para la tradición judío-cristiana, decir « creación » es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal.

77 «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos» (Ps 33,6). Así se nos indica que el mundo procedió de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora. El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado: « Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras, no lo habrías creado » (Sg 11,24). Entonces, cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. Hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de existencia, él lo rodea con su cariño. Decía san Basilio Magno que el Creador es también «la bondad sin envidia»[44], y Dante Alighieri hablaba del « amor que mueve el sol y las estrellas »[45]. Por eso, de las obras creadas se asciende «hasta su misericordia amorosa »[46].

[44] Hom. in Hexaemeron, 1, 2, 10: PG 29, 9.
[45] Divina Comedia. Paraíso, Canto XXXIII, 145.
[46] Benedicto XVI, Catequesis (9 noviembre 2005), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (11 noviembre 2005), p. 20.

78 Al mismo tiempo, el pensamiento judío-cristiano desmitificó la naturaleza. Sin dejar de admirarla por su esplendor y su inmensidad, ya no le atribuyó un carácter divino. De esa manera se destaca todavía más nuestro compromiso ante ella. Un retorno a la naturaleza no puede ser a costa de la libertad y la responsabilidad del ser humano, que es parte del mundo con el deber de cultivar sus propias capacidades para protegerlo y desarrollar sus potencialidades. Si reconocemos el valor y la fragilidad de la naturaleza, y al mismo tiempo las capacidades que el Creador nos otorgó, esto nos permite terminar hoy con el mito moderno del progreso material sin límites. Un mundo frágil, con un ser humano a quien Dios le confía su cuidado, interpela nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder.

79 En este universo, conformado por sistemas abiertos que entran en comunicación unos con otros, podemos descubrir innumerables formas de relación y participación. Esto lleva a pensar también al conjunto como abierto a la trascendencia de Dios, dentro de la cual se desarrolla. La fe nos permite interpretar el sentido y la belleza misteriosa de lo que acontece. La libertad humana puede hacer su aporte inteligente hacia una evolución positiva, pero también puede agregar nuevos males, nuevas causas de sufrimiento y verdaderos retrocesos. Esto da lugar a la apasionante y dramática historia humana, capaz de convertirse en un despliegue de liberación, crecimiento, salvación y amor, o en un camino de decadencia y de mutua destrucción. Por eso, la acción de la Iglesia no sólo intenta recordar el deber de cuidar la naturaleza, sino que al mismo tiempo «debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo»[47].

[47] Id., Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), : AAS 101 (2009), 687.

80 No obstante, Dios, que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación, también es capaz de sacar algún bien de los males que nosotros realizamos, porque «el Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables»[48]. Él, de algún modo, quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo, donde muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador[49]. Él está presente en lo más íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de su criatura, y esto también da lugar a la legítima autonomía de las realidades terrenas[50]. Esa presencia divina, que asegura la permanencia y el desarrollo de cada ser, «es la continuación de la acción creadora»[51]. El Espíritu de Dios llenó el universo con virtualidades que permiten que del seno mismo de las cosas pueda brotar siempre algo nuevo: «La naturaleza no es otra cosa sino la razón de cierto arte, concretamente el arte divino, inscrito en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado. Como si el maestro constructor de barcos pudiera otorgar a la madera que pudiera moverse a sí misma para tomar la forma del barco»[52].

[48] Juan Pablo II, Catequesis (24 abril 1991), 6: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (26 abril 1991), p. 6.
[49] El Catecismo explica que Dios quiso crear un mundo en camino hacia su perfección última y que esto implica la presencia de la imperfección ydel mal físico; cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 310.
[50] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 36.
[51] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I 104,1, ad 4.
[52] Id., In octo libros Physicorum Aristotelis expositio, lib. II, lectio 14.

81 El ser humano, si bien supone también procesos evolutivos, implica una novedad no explicable plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros tiene en sí una identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con el mismo Dios. La capacidad de reflexión, la argumentación, la creatividad, la interpretación, la elaboración artística y otras capacidades inéditas muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico. La novedad cualitativa que implica el surgimiento de un ser personal dentro del universo material supone una acción directa de Dios, un llamado peculiar a la vida y a la relación de un Tú a otro tú. A partir de los relatos bíblicos, consideramos al ser humano como sujeto, que nunca puede ser reducido a la categoría de objeto.

82 Pero también sería equivocado pensar que los demás seres vivos deban ser considerados como meros objetos sometidos a la arbitraria dominación humana. Cuando se propone una visión de la naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés, esto también tiene serias consecuencias en la sociedad. La visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder: el ganador se lleva todo. El ideal de armonía, de justicia, de fraternidad y de paz que propone Jesús está en las antípodas de semejante modelo, y así lo expresaba con respecto a los poderes de su época: «Los poderosos de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Que no sea así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande sea el servidor » (Mt 20,25-26).

83 El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal[53]. Así agregamos un argumento más para rechazar todo dominio despótico e irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas. El fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador.

[53] En esta perspectiva se sitúa la aportación del P. Teilhard de Chardin; cf. Pablo VI, Discurso en un establecimiento químico-farmacéutico (24 febrero 1966): Insegnamenti 4 (1966), 992-993; Juan Pablo II, Carta al reverendo P. George V. Coyne (1 junio 1988): Insegnamenti 5/2 (2009), 60; Benedicto XVI, Homilía para la celebración de las Vísperas en Aosta (24 julio 2009):L’Osservatore romano, ed. semanal en lengua española (31 julio 2009), p. 3s.


IV. El mensaje de cada criatura en la armonía de todo lo creado

84 Cuando insistimos en decir que el ser humano es imagen de Dios, eso no debería llevarnos a olvidar que cada criatura tiene una función y ninguna es superflua. Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios. La historia de la propia amistad con Dios siempre se desarrolla en un espacio geográfico que se convierte en un signo personalísimo, y cada uno de nosotros guarda en la memoria lugares cuyo recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido entre los montes, o quien de niño se sentaba junto al arroyo a beber, o quien jugaba en una plaza de su barrio, cuando vuelve a esos lugares, se siente llamado a recuperar su propia identidad.

85 Dios ha escrito un libro precioso, «cuyas letras son la multitud de criaturas presentes en el universo»[54]. Bien expresaron los Obispos de Canadá que ninguna criatura queda fuera de esta manifestación de Dios: «Desde los panoramas más amplios a la forma de vida más ínfima, la naturaleza es un continuo manantial de maravilla y de temor. Ella es, además, una continua revelación de lo divino»[55]. Los Obispos de Japón, por su parte, dijeron algo muy sugestivo: «Percibir a cada criatura cantando el himno de su existencia es vivir gozosamente en el amor de Dios y en la esperanza»[56]. Esta contemplación de lo creado nos permite descubrir a través de cada cosa alguna enseñanza que Dios nos quiere transmitir, porque «para el creyente contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa»[57]. Podemos decir que, «junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche»[58]. Prestando atención a esa manifestación, el ser humano aprende a reconocerse a sí mismo en la relación con las demás criaturas: «Yo me autoexpreso al expresar el mundo; yo exploro mi propia sacralidad al intentar descifrar la del mundo»[59].

[54] Juan Pablo II, Catequesis (30 enero 2002), 6: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (1 febrero 2002), p. 12.
[55] Conferencia de los Obispos Católicos de Canadá. Comisión para los Asuntos Sociales, Carta pastoral You love all that exists... all things are yours, God, Lover of Life (4 octubre 2003), 1.
[56] Conferencia de los Obispos Católicos de Japón, Reverence for Life. A Message for the Twenty-First Century (1 enero 2001), n. 89.
[57] Juan Pablo II, Catequesis (26 enero 2000), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (28 enero 2000), p. 3.
[58] Id., Catequesis (2 agosto 2000), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (4 agosto 2000), p. 8.
[59] Paul Ricoeur, Philosophie de la volonté II. Finitude et culpabilité, Paris 2009, 2016 (ed. esp.: Finitud y culpabilidad, Madrid 1967, 249).

86 El conjunto del universo, con sus múltiples relaciones, muestra mejor la inagotable riqueza de Dios. Santo Tomás de Aquino remarcaba sabiamente que la multiplicidad y la variedad provienen «de la intención del primer agente», que quiso que «lo que falta a cada cosa para representar la bondad divina fuera suplido por las otras»[60], porque su bondad «no puede ser representada convenientemente por una sola criatura»[61]. Por eso, nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus múltiples relaciones[62]. Entonces, se entiende mejor la importancia y el sentido de cualquier criatura si se la contempla en el conjunto del proyecto de Dios. Así lo enseña el Catecismo: «La interdependencia de las criaturas es querida por Dios. El sol y la luna, el cedro y la florecilla, el águila y el gorrión, las innumerables diversidades y desigualdades significan que ninguna criatura se basta a sí misma, que no existen sino en dependencia unas de otras, para complementarse y servirse mutuamente»[63].

[60] Summa Theologiae
I 47,1.
[61] Ibíd. I 47,1
[62] Cf. ibíd., art. I 47,2, ad 1; I 47,3.
[63]Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 340.

87 Cuando tomamos conciencia del reflejo de Dios que hay en todo lo que existe, el corazón experimenta el deseo de adorar al Señor por todas sus criaturas y junto con ellas, como se expresa en el precioso himno de san Francisco de Asís:

«Alabado seas, mi Señor,
con todas tus criaturas,
especialmente el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas, y bellas.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire, y la nube y el cielo sereno,
y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy humilde, y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello, y alegre y vigoroso, y fuerte»[64].

[64] Cántico de las criaturas: FF 263.

88 Los Obispos de Brasil han remarcado que toda la naturaleza, además de manifestar a Dios, es lugar de su presencia. En cada criatura habita su Espíritu vivificante que nos llama a una relación con él[65]. El descubrimiento de esta presencia estimula en nosotros el desarrollo de las «virtudes ecológicas»[66]. Pero cuando decimos esto, no olvidamos que también existe una distancia infinita, que las cosas de este mundo no poseen la plenitud de Dios. De otro modo, tampoco haríamos un bien a las criaturas, porque no reconoceríamos su propio y verdadero lugar, y terminaríamos exigiéndoles indebidamente lo que en su pequeñez no nos pueden dar.

[65] Cf. Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil, A Igreja e a questão ecológica (1992), 53-54.
[66] Ibíd., 61.


V. Una comunión universal

89 Las criaturas de este mundo no pueden ser consideradas un bien sin dueño: «Son tuyas, Señor, que amas la vida» (Sg 11,26). Esto provoca la convicción de que, siendo creados por el mismo Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. Quiero recordar que «Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación»[67].

[67] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 215: AAS 105 (2013), 1109.

90 Esto no significa igualar a todos los seres vivos y quitarle al ser humano ese valor peculiar que implica al mismo tiempo una tremenda responsabilidad. Tampoco supone una divinización de la tierra que nos privaría del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad. Estas concepciones terminarían creando nuevos desequilibrios por escapar de la realidad que nos interpela[68]. A veces se advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona humana, y se lleva adelante una lucha por otras especies que no desarrollamos para defender la igual dignidad entre los seres humanos. Es verdad que debe preocuparnos que otros seres vivos no sean tratados irresponsablemente. Pero especialmente deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre nosotros, porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros. Dejamos de advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria, sin posibilidades reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen, ostentan vanidosamente una supuesta superioridad y dejan tras de sí un nivel de desperdicio que sería imposible generalizar sin destrozar el planeta. Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos.

[68] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), : AAS 101 (2009), 650.

91 No puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos. Es evidente la incoherencia de quien lucha contra el tráfico de animales en riesgo de extinción, pero permanece completamente indiferente ante la trata de personas, se desentiende de los pobres o se empeña en destruir a otro ser humano que le desagrada. Esto pone en riesgo el sentido de la lucha por el ambiente. No es casual que, en el himno donde san Francisco alaba a Dios por las criaturas, añada lo siguiente: «Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor». Todo está conectado. Por eso se requiere una preocupación por el ambiente unida al amor sincero hacia los seres humanos y a un constante compromiso ante los problemas de la sociedad.


92 Por otra parte, cuando el corazón está auténticamente abierto a una comunión universal, nada ni nadie está excluido de esa fraternidad. Por consiguiente, también es verdad que la indiferencia o la crueldad ante las demás criaturas de este mundo siempre terminan trasladándose de algún modo al trato que damos a otros seres humanos. El corazón es uno solo, y la misma miseria que lleva a maltratar a un animal no tarda en manifestarse en la relación con las demás personas. Todo ensañamiento con cualquier criatura «es contrario a la dignidad humana»[69]. No podemos considerarnos grandes amantes si excluimos de nuestros intereses alguna parte de la realidad: «Paz, justicia y conservación de la creación son tres temas absolutamente ligados, que no podrán apartarse para ser tratados individualmente so pena de caer nuevamente en el reduccionismo»[70]. Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra.

[69] Catecismo de la Iglesia Católica,
CEC 2418.
[70] Conferencia del Episcopado Dominicano, Carta pastoral Sobre la relación del hombre con la naturaleza (21 enero1987).


Laudato Si ES 62