Lumen gentium ES 42

Los consejos evangélicos

42 "Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en Él" (1Jn 4,16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El.

Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la Palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solicito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes.

Porque la caridad, como vinculo de la perfección y plenitud de la ley (Col 3,14), gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.

Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos (1Jn 3,16 Jn 15,13). Pues bien, ya desde los primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y siempre se encontraran otros llamados a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores.

El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que acepto libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a Él en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.

La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos, entre los que descuella el precioso don de la gracia divina que el Padre da a algunos (Mt 19,11 1Co 7,7) de entregarse más fácilmente solo a Dios en la virginidad o en el celibato, sin dividir con otro su corazón (1Co 7,32-34).

Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido considerada por la Iglesia en grandísima estima, como señal y estimulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.

La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que "sientan en si lo que se debe sentir en Cristo Jesús", que "se anonado a sí mismo tomando la forma de esclavo... hecho obediente hasta la muerte" (Ph 2,7-8), y por nosotros " se hizo pobre, siendo rico" (2Co 8,9).

Y como este testimonio e imitación de la caridad y humildad de Cristo, habrá siempre discípulos dispuestos a darlo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres y mujeres, que sigan más de cerca el anonadamiento del Salvador y la ponen en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad, pues ésos se someten al hombre por Dios en materia de perfección, mas allá de lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente.

Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: "Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan" (1Co 7,31).




CAPITULO VI - DE LOS RELIGIOSOS


La profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia

43 Los consejos evangélicos, castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia, como consejos fundados en las palabras y ejemplos del Señor y recomendados por los Apóstoles, por los padres, doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia se conserva perpetuamente.

La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupo de interpretar esos consejos, de regular su práctica y de determinar también las formas estables de vivirlos. De ahí ha resultado que han ido creciendo, a la manera de un árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor a partir de una semilla puesta por Dios, formas diversísimas de vida monacal y cenobítica (vida solitaria y vida en común) en gran variedad de familias que se desarrollan, ya para ventaja de sus propios miembros, ya para el bien de todo el Cuerpo de Cristo.

Y es que esas familias ofrecen a sus miembros todas las condiciones para una mayor estabilidad en su modo de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunidad fraterna en la milicia de Cristo y una libertad mejorada por la obediencia, en modo de poder guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión religiosa, avanzando en la vida de la caridad con espíritu gozoso.

Un estado, así, en la divina y jerárquica constitución de la Iglesia, no es un estado intermedio entre la condición del clero y la condición seglar, sino que de ésta y de aquélla se sienten llamados por Dios algunos fieles al goce de un don particular en la vida de la Iglesia para contribuir, cada uno a su modo, en la misión salvífica de ésta.


Naturaleza e importancia del estado religioso en la Iglesia

44 Por los votos, o por otros sagrados vínculos análogos a ellos a su manera, se obliga el fiel cristiano a la práctica de los tres consejos evangélicos antes citados, entregándose totalmente al servicio de Dios sumamente amado, en una entrega que crea en él una especial relación con el servicio y la gloria de Dios.

Ya por el bautismo había muerto el pecado y se había consagrado a Dios; ahora, para conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal trata de liberarse, por la profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra mas íntimamente al divino servicio.

Esta consagración será tanto más perfecta cuanto por vínculos más firmes y más estables se represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia.

Y como los consejos evangélicos tienen la virtud de unir con la Iglesia y con su ministerio de una manera especial a quienes los practican, por la caridad a la que conducen, la vida espiritual de éstos es menester que se consagre al bien de toda la Iglesia.

De ahí hace el deber de trabajar según las fuerzas y según la forma de la propia vocación, sea con la oración, sea con la actividad laboriosa, por implantar o robustecer en las almas el Reino de Cristo y dilatarlo por el ancho mundo. De ahí también que la Iglesia proteja y favorezca la índole propia de los diversos Institutos religiosos.

Por consiguiente, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un distintivo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana. Porque, al no tener el Pueblo de Dios una ciudadanía permanente en este mundo, sino que busca la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos, manifiesta mejor a todos los presentes los bienes celestiales -presentes incluso en esta vida- y, sobre todo, da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del Reino celestial.

Y ese mismo estado imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre y que dejo propuesta a los discípulos que quisieran seguirle. Finalmente, pone a la vista de todos, de una manera peculiar, la elevación del Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias; demuestra también a la Humanidad entera la maravillosa grandeza de la virtud de Cristo que reina y el infinito poder del Espíritu Santo que obra maravillas en su Iglesia.

Por consiguiente, un estado cuya esencia está en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de una manera indiscutible, a su vida y a su santidad.


Bajo la autoridad de la Iglesia

45 Siendo un deber de la jerarquía eclesiástica al apacentar al Pueblo de Dios y conducirlo a los pastos mejores (Ez 34,14), toca también a ella dirigir con la sabiduría de sus leyes la práctica de los consejos evangélicos, con los que se fomenta de un modo singular la perfección de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

La misión jerarquía, siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba auténticamente después de una más completa ordenación, y, además esta presente con su autoridad vigilante y protectora en el desarrollo de los Institutos, erigidos por todas partes para la edificación del Cuerpo de Cristo, a fin de que crezcan y florezcan en todos modos, según el espíritu de sus fundadores.

El Sumo Pontífice, por razón de su primado sobre toda la Iglesia, mirando a la mejor providencia por las necesidades de toda la grey del Señor, puede eximir de la jurisdicción de los ordinarios y someter a su sola autoridad cualquier Instituto de perfección y a todos y cada uno de sus miembros.

Y por la misma razón pueden ser éstos dejados o confiados a la autoridad patriarcal propia. Los miembros de estos Institutos, en el cumplimiento de sus deberes para con la Iglesia según la forma peculiar de su Instituto, deben prestar a los Obispos la debida reverencia y obediencia según las leyes canónicas, por su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico.

La Iglesia no solo eleva con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de un estado canónico, sino que la presenta en la misma acción litúrgica como un estado consagrado a Dios. Ya que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, recibe los votos de los profesos, les obtiene del Señor, con la oración publica, los auxilios y la gracia divina, les encomienda a Dios y les imparte una bendición espiritual, asociando su oblación al sacrificio eucarístico.


Estima de la profesión de los consejos evangélicos

46 Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia demuestre mejor cada día a fieles e infieles, el Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, convirtiendo los pecadores a una vida correcta, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió.

Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos, aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente se han de tener en mucho, sin embargo, no es un impedimento para el desarrollo de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, la favorece grandemente.

Porque los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad del espíritu, excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como se demuestra con el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar mas la vida del hombre cristiano con la vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazo su Madre la Virgen. Ni piense nadie que los religiosos por su consagración, se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad terrena.

Porque, aunque en algunos casos no estén directamente presente ante los coetáneos, los tienen, sin embargo, presentes, de un modo más profundo, en las entrañas de Cristo y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en Dios y se dirija a Él, "no sea que trabajen en vano los que la edifican".

Por eso, este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los hombres y mujeres, hermanos y hermanas que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones, ilustran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en su consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados servicios.


Perseverancia

47 Esmérese por consiguiente todo el que haya sido llamado a la profesión de esos consejos, por perseverar y destacarse en la vocación a la que ha sido llamado, para que mas abunde la santidad en la Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad.




CAPITULO VII - INDOLE ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL


Índole escatológica de nuestra vocación en la Iglesia

48 La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Ac 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que esta íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (Ep 1,10 Col 1,20 2P 3,10-13).

Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Si a todos los hombres (Jn 12,32); resucitando de entre los muertos (Rm 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyo a su Cuerpo que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos participes de su vida gloriosa.

Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continua en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (Ph 2,12).

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (1Co 10,11), y la renovación del mundo esta irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.

Y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (2P 3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8,19-22).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es prenda de nuestra herencia" (Ep 1,14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (1Jn 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (Col 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).

Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor" (2Co 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (Rm 8,23) y ansiamos estar con Cristo (Ph 1,23).

Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucito por nosotros (2Co 5,15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (2Co 5,9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (Ep 6,11-13).

Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. He 9,27), si queremos entrar con El a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos (Mt 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (Mt 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (Mt 25,41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22,13 Mt 25,30).

En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal (2Co 5,10); y al fin del mundo "saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn 5,29 Mt 25,46).

Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rm 8,18 2Tm 2,11-12), con fe firme esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tt 2,13), quien "transfigurara nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Ph 3,21) y vendrá "para ser" glorificado en sus santos y para ser "la admiración de todos los que han tenido fe" (2Th 1,10).


Comunión de la Iglesia celestial con la Iglesia peregrinante

49 Así, pues, hasta cuando el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles (Mt 25,31) y destruida la muerte le sean sometidas todas las cosas (1Co 15,26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios, porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en Él se unen entre sí, formando una sola Iglesia (Ep 4,16). Así que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales.

Por lo mismo que los bienaventurados están mas íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella misma ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (1Co 12,12-27).

Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan "de la presencia del Señor" (2Co 5,8); por El, con El y en Él no cesan de interceder por nosotros ante el Padre, presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (1Tm 2,5), los méritos que en la tierra alcanzaron; sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia lo que falta a las tribulaciones de Cristo (Col 1,24). Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.


Relaciones de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celestial

50 La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservo con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2M 12,46).

Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidas; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profeso peculiar veneración e imploro piadosamente el auxilio de su intercesión.

A éstos, luego se unieron también aquellos otros que habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo, y, en fin, otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas lo hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles.

Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. He 13,14 He 11,10), y al mismo tiempo aprendemos cual sea, entre las mundanas vicisitudes, al camino seguro conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea a la santidad.

Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro, en la vida de aquellos, hombres como nosotros que con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo (2Co 3,18). En ellos, El mismo nos habla y nos ofrece su signo de ese Reino suyo hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan grande nube de testigos que nos cubre (cf. He 12,1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.

Y no solo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aun mas, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna (Ep 4,1-6).

Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios.

Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ello, "invoquémoslos humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios.

En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la "corona de todos los santos", y por El a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado".

Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza en forma nobilísima, especialmente cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos, con fraterna alegría, la alabanza de la Divina Majestad, y todos los redimidos por la Sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cantico de alabanza de Dios Uno y Trino.

Al celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión, "venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, del bienaventurado José y de los bienaventurados Apóstoles, mártires y santos todos".


El Concilio establece disposiciones pastorales

51 Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad tan venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o aun están purificándose después de la muerte; y de nuevo confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino.

Junto con esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde para que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que acaso se hubieran introducido y restauren todo conforme a la mejor alabanza de Cristo y de Dios.

Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores cuanto en la intensidad de un amor practico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión".

Y, por otro lado, expliquen a los fieles que nuestro trato con los bienaventurados, si se considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo enriquece ampliamente.

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo (
He 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad, correspondemos a la intima vocación de la Iglesia y participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo.

Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminara la ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (Ap 21,24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad, adorara a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Ap 5,12), a una voz proclamando "Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Ap 5,13-14).




CAPITULO VIII - LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA


Proemio

52 El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, "cuando llego la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" (Ga 4,4-5). "El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarno por obra del Espíritu Santo de María Virgen".

Este misterio divino de salvación se nos revela y continua en la Iglesia, a la que el Señor constituyo como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria, "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo".


I. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y LA IGLESIA

53 En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entrego la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble vinculo, esta enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas.

Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aun, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, ensenada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.


Intención del Concilio

54 Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el Divino Redentor, realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos.

Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquélla, que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros.


II. OFICIO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA ECONOMIA DE LA SALVACION


La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento

55 La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo.

Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (
Gn 3,15).

Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Is 7,14 Mi 5,2-3 Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.


María en la Anunciación

56 El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas las cosas y que fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio.

Por eso, no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de gracia" (
Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra" (Lc 1,38).

Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagro totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente.

Con razón, pues, los Santos Padres estima a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero".

Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ato la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desato por la fe"; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y afirman con mayor frecuencia: "La muerte vino por Eva; por María, la vida".


La Bienaventurada Virgen y el Nino Jesús

57 La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en a salvación prometida, y el precursor salto de gozo (Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagro su integridad virginal.

Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presento al Señor en el Templo, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo seria signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc 2,34-35).

Al Nino Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (Lc 2,41-51).



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