Lumen gentium ES 13


13 Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego congregarlos (cf. Jn 11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. He 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Ac 2,42 gr.).

Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por el orbe comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así, «quien habita en Roma sabe que los de la India son miembros suyos» [23]. Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno. Pues es muy consciente de que ella debe congregar en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Ps 2,8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Ps 72,10 [71], 10; Is 60,4-7 Ap 21,24). Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu [24].

En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho. Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad [25], protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1P 4,10).

Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación.

[23] Cf. San J. Crisóstomo, In Io., hom. 65, 1: PG 59, 361.
[24] Cf. San Ireneo, Adv. haer. III, 16, 6; III, 22, 1-3: PG 7, 925C-926A y 958A, Harvey, 2, 87 y 120-123. Sagnard, Ed. Sources Chrét., p. 290-292 y 372ss.
[25] Cf. San Ignacio M., Ad Rom., praef.: Ed. Funk, I p.252.



14 El sagrado Concilio fija su atención en primer lugar en los fieles católicos. Y enseña, fundado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia. El mismo, al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo (cf. Mc 16,16 Jn 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella.

A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica. No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón» [26]. Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad [27].

Los catecúmenos que, movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella, y la madre Iglesia los abraza en amor y solicitud como suyos.

[26] Cf. S. Agustín, Bapt. c. Donat., V. 28, 39: PL 43, 197: " Es claro que cuando a propósito de la Iglesia se habla de "dentro" y "fuera" esto se refiere no al cuerpo sino al corazón". Cf. ib., III, 19, 26: col. 152; V. 18, 24: col. 189; In Io. Tr. 61, 2: PL 35, 1800, y en otros lugares.
[27] Cf. Lc 12,48: "Mucho se exigirá al que ha recibido mucho". Cf. también Mt 5,19-20 Mt 7,21-22 Mt 25,41-46 Jc 2,14.



15 La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro [28]. Pues hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador [29]; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además aceptan y reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen, Madre de Dios [30]. Añádase a esto la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que El ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y a algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre. De esta forma, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo y la actividad para que todos estén pacíficamente unidos, del modo determinado por Cristo, en una grey y bujo un único Pastor [31]. Para conseguir esto, la Iglesia madre no cesa de orar, esperar y trabajar, y exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia.

[28] Cf. León XIII, cart. apost., Praeclara gratulationis, 20 jun. 1894: ASS 26 (1893-94), p. 707.
[29] Cf. León XIII, enc. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-1896), p. 738. Enc.Caritatis studium, 25 jul. 1898: ASS 31 (1898-1899), p. 11. Pío XII mensaje radiofón.Nell'alba, 24 dic. 1941: AAS 34 (1942), p. 21.
[30] Cf. Pío XI, enc. Rerum Orientalium, 8 sept. 1928: AAS 20 (1928) 287. Pío XII, enc.Orientalis Ecclesiae, 9 abr. 1944: AAS 36 (1944), p. 137.
[31] Cf. Instr. S. C. S. Oficio, 20 dic. 1949: AAS 42 (1950) 142.



16 Por último, quienes todavía no recibieron el Evangelio, se ordenan al Pueblo de Dios de diversas maneras [32]. En primer lugar, aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo nació según la carne (cf. Rm 9,4-5). Por causa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección, pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf. Rm 11,28-29). Pero el designio de salvación abarca también a los que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero. Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Ac 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna [33]. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio [34] y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 Rm 1,25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos.

[32] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III 8,3, ad 1.
[33] Cf. Epist., S. C. S. Oficio al arzobispo de Boston: Denz., 3869-72.
[34] Cf. Eusebio de Cesar., Praeparatio Evangelica, 1, 1: PG 21, 28AB.



17 Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también El envió a los Apóstoles (cf. Jn 20,21) diciendo: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28,19-20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con orden de realizarlo hasta los confines de la tierra (cf. Ac 1,8). Por eso hace suyas las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1Co 9,16), y sigue incesantemente enviando evangelizadores, mientras no estén plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a su vez, continúen la obra evangelizadora. El Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan en El hasta la plenitud. Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. La responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte [35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo, propio del sacerdote el llevar a su complemento la edificación del Cuerpo mediante el sacrificio eucarístico, cumpliendo las palabras de Dios dichas por el profeta: «Desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Ml 1,11) [36]. Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria.

[35] Cf. Benedicto XV, carta apost. Maximum illud: AAS 11 (1919) 440, especialmente p. 451 ss. Pío XI, enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 68-69; Pío XII, enc. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957) 236-237.
[36] Cf. Didaché, 14; ed. Funk, I, p. 32. San Justino Dial., 41:PG 6, 564. San Ireneo, Adv. Haer., IV, 17, 5: PG 7, 1023; Harvey, 2, pp. 199 s. Conc. Trid. ses. 22, cap. I: Denz. 939 (1742).



CAPÍTULO III - CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA, Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO

18 Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación.

Este santo Sínodo, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles lo mismo que El fue enviado por el Padre (cf.
Jn 20,21), y quiso que los sucesores de aquéllos, los Obispos, fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión [37]. Esta doctrina sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles, y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo [38] y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.

[37] Cf. Conc. Vat. I, const. dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus: Denz. 1821 (DS 3050s.).
[38] Cf. Conc. Flor., Decretum pro Graecis: Denz. 694 (DS 1307), y Con. Vat. I, ibid.: Denz., 1826 (DS 3059).


19 El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a doce para que viviesen con El y para enviarlos a predicar el reino de Dios (cf. Mc 3,13-19 Mt 10,1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc 6,13) los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cf. Jn 21,15-17). Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes (cf. Rm 1,16), para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de El a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen (cf. Mt 28,16-20 Mc 16,15 Lc 24,45-48 Jn 20,21-23), y así propagasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Ac 2,1-36), según la promesa del Señor: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra» (Ac 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc 16,20), recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra angular (cf. Ap 21,14 Mt 16,18 Ep 2,20) [39].

[39] Cf. Liber sacramentorum S. Gregorio, Praefacio in Cathedra S. Petri, in natali S. Mathiae et S. Thomae: PL 78, 50, 51 et 152; cf. Cod. Vat. Lat 3548, f. 19. San Hiliario, In Ps. 67, 10: PL 9, 450; CSEL, 22, p.286. San Jerónimo, Adv. Iovin. 1, 26: PL 23, 247A. San Agustín, In Ps.,86, 4: PL 37, 1103. San Gregorio, M., Mor. in Iob, XXVIII V: PL 76, 455-456. Primasio, Comm. in Ap. V: PL 68, 924BC. Pascasio Radb., In Mt. 1. 8, c. 16: PL 120, 561C. Cf. León XIII, carta Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888) 321.


20 Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta él fin del mundo (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada.

En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40], sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos [41], encomendándoles que atendieran a toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Ac 20,28). Y así establecieron tales colaboradores y les dieron además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio [42]. Entre los varios ministerios que desde los primeros tiempos se vienen ejerciendo en la Iglesia, según el testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, ordenados Obispos por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes [43], conservan la semilla apostólica [44]. Así, como atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron instituidos por los Apóstoles Obispos y sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta [45] y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo [46].

Los Obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, los presbíteros y diáconos [47], presidiendo en nombre de Dios la grey [48], de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno [49]. Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro; príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos [50]. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido [51], por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16) [52].

[40] Cf. Ac 6,2-6 Ac 11,30 Ac 13,1 Ac 14,23 Ac 20,17 1Th 5,12-13 Ph 1,1 Col 4,11 ypassim.
[41] Cf. Ac 20,25-27 2Tm 4,6 s, comparado con 1Tm 5,22 2Tm 2,2 Tt 1,5; San Clem. Rom., Ad Cor. 44, 3; ed. Funk, I, p. 156.
[42] San Clem. Rom., Ad Cor. 44, 2; ed. Funk, I, p. 154s.
[43] Cf. Tertul., Praescr. haer. 32: PL 2, 52s. S. Ignacio, M., passim.
[44] Cf. Tertul., Praescr. haer. 32: PL 2, 63.
[45] Cf. Sam Ireneo, Adv. haer. III, 3, 1: PG 7, 848A; Harvey, 2, 8; Sagnard, p. 100 s.: "manifestatam".
[46] Cf. San Ireneo, Adv. haer. III, 2, 2: PG 7, 847; Harvey, 2, 7; Sagnard, p. 100: "custoditur"; cf. ib. IV, 26, 2; col. 1053; Harvey, 2, 236, y IV, 33, 8; col. 1077; Harvey, 2, 262.
[47] San Ign. M., Philad. praef.: ed. Funk, I, p. 264.
[48] San Ign. M., Philad. 1, 1; Magn. 6, 1; ed. Funk, I, páginas 264 y 234.
[49] San Clemente Rom., l. c., 42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2: ed. Funk, I, 152, 156, 171s. San Ignacio M., Philad., 2; Smyrn. 8; Magn. 3; Trall. 7; ed. Funk, I. pp. 265s; 282; 232; 246s, etc. San Justino, Apol, 1, 65: PG 6, 428; San Cipriano, Epist. passim.
[50] Cf. León XIII, enc. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), p. 732.
[51] Cf. Conc. Trid., decr. De sacr. Ordinis, c.3 4: Denz. 960 (DS 1768); Conc. Vat. I, const. Dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus c. 4: Denz. 1828 (DS 3061). Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 209 y 212. Cod. Iur. Can., CIS 329, § 1.
[52] Cf. León XIII, epíst. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888) 321s.



21 En la persona, pues, de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles. Porque, sentado a la diestra del Padre, no está ausente la congregación de sus pontífices [53], sino que, principalmente a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cf. 1Co 4,15) va congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1Co 4,1), a quienes está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (cf. Rm 15,16 Ac 20,24) y la gloriosa administración del Espíritu y de la justicia (cf. 2Co 3,8-9).

Para realizar estos oficios tan excelsos, los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf. Ac 1,8 Ac 2,4 Jn 20,22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (cf. 1Tm 4,14 2Tm 1,6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal [54]. Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado [55]. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio. Pues según la Tradición, que se manifiesta especialmente en los ritos litúrgicos y en el uso de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere [56] la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter [57], de tal manera que los Obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo [58]. Pertenece a los Obispos incorporar, por medio del sacramento del orden, nuevos elegidos al Cuerpo episcopal.

[53] Cf. San León M., Serm. 5, 3: PL 54, 154.
[54] Conc. Trid., ses. 23, c. 3, cita 2 Tm, 1, 6-7, para demostrar que el orden es verdadero sacramento: Denz., 959 (DS 1766).
[55] En la Trad. Apost., 3, ed. Botte, Sources Chrét., pp. 27-30, al obispo se le atribuye "el primado del sacerdocio". Cf. Sacramentarium Leonianum, ed. C. Mohlberg, Sacramentarium Veronense (Romae 1955) p. 119: "para el ministerio del sumo sacerdocio... Completa en tus sacerdotes la cima del misterio"...: Idem, Liber Sacramentorum Romanae Ecclesiae (Romae 1960) pp. 121-122: "Confiéreles, Señor, la cátedra episcopal para regir tu iglesia y a todo el pueblo". Cf. PL 78, 224.
[56] Cf. Trad. Apost., 2, ed. Botte, p. 27.
[57] Conc. Trid., ses. 23, c. 4, enseña que el sacramento del orden imprime carácter indeleble: Denz. 960 (DS 1767). Cf. Juan XXIII, aloc. Iubilate Deo, 8 mayo 1960: AAS 52 (1960) 446. Pablo VI, homilía en Bas. Vaticana, 20 octubre 1963: AAS 55 (1963) 1014.



22 Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, según la cual los Obispos esparcidos por todo el orbe comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma en el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz [59], y también los concilios convocados [60] para decidir en común las cosas más importantes [61], sometiendo la resolución al parecer de muchos [62], manifiestan la naturaleza y la forma colegial del orden episcopal, confirmada manifiestamente por los concilios ecuménicos celebrados a lo largo de los siglos. Esto mismo está indicado por la costumbre, introducida de antiguo, de llamar a varios Obispos para tomar parte en la elevación del nuevo elegido al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio.

El Colegio o Cuerpo de los Obispos, por su parte, no tiene autoridad, a no ser que se considere en comunión con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando totalmente a salvo el poder primacial de éste sobre todos, tanto pastores como fieles. Porque el Romano Pontífice tiene sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el Cuerpo episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral, más aún, en el que perdura continuamente el Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal [63], si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano Pontífice. El Señor estableció solamente a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (
Mt 16,18-19) y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn 21,15 ss); pero el oficio de atar y desatar dado e Pedro (cf. Mt 16,19) consta que fue dado también al Colegio de los Apóstoles unido a su Cabeza (cf. Mt 18,18 Mt 28,16-20) [64]. Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola Cabeza, la unidad de la grey de Cristo. Dentro de este Colegio los Obispos, respetando fielmente el primado y preeminencia de su Cabeza, gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, incluso para bien de toda la Iglesia porque el Espíritu Santo consolida sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este Colegio se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico. No hay concilio ecuménico si no es aprobado o, al menos, aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos [65]. Esta misma potestad colegial puede ser ejercida por los Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de éstos o la acepte libremente, para que sea un verdadero acto colegial.

[58] San Cipriano, Epist. 63, 14 (PL 4, 386; Hartel, III B, p. 713): "el sacerdote hace las veces de Cristo". San J. Crisóstomo, In 2 Tim. hom., 2, 4 (PG 62,612): "el sacerdote es símbolo de Cristo". San Ambrosio, In Ps. 38, 25-26: PL 14, 1051-52; CSEL, 64, 203-204. Ambrosiaster,In 1 Tim. 5, 19: PL 17, 479C e In Eph., 4, 11-12: col. 387C. Teodoro Mops., Hom. Catech.XV, 21 y 24; ed. Tonneau, p. 497 y 503. Hesiquio Hieros., In Lev. 2, 9, 23: PG 93, 894B.
[59] Cf. Eusebio, Hist. Eccl. V, 24, 10: GCS II, 1, p. 495; ed. Bardy. Sources Chrét. II, p. 69. Dionisio, en Eusebio, ibid., VII, 5, 2: GCS II, 2, p. 638s; Bardy, II, pp. 168 s.
[60] Cf. sobre los Concilios antiguos, Eusebio, Hist. Eccl. V, 23-24: GCS II, 1, p. 488 ss.; Bardy, II, p. 66ss, et passim. Conc. Niceno, can., 5; Conc. Oec. Decr., p. 7.
[61] Tertuliano, De ieiun., 13: PL 2, 972B; CSEL 20, p.292, lín. 13-16.
[62] San Cipriano, Epist., 56, 3; Hartel, III B, p. 649; Bayard, p. 154.
[63] Cf. Relatio oficial de Zinelli, en el Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.109C.
[64] Cf. Conc. Vat. I, esquema de la const. dogm. II, De Ecclesia Christi, c. 4: Mansi, 53, 310. Cf. Relatio Kleutgen de schemate reformato: Mansi, 53, 321 B-322 B y la declaración de Zinelli: Mansi, 52, 1110A. cfr. también San León M., Serm. 4, 3: PL 54, 151A.
[65] Cf. Cod. Iur. Can. can. CIS 222 CIS 227.



23 La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles [66]. Por su parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares [67], formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única [68]. Por eso, cada Obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad.

Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo [69], están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal. Deben, pues, todos los Obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo místico de Cristo, especialmente de los miembros pobres, de los que sufren y de los que son perseguidos por la justicia (cf.
Mt 5,10); promover, en fin, toda actividad que sea común a toda la Iglesia, particularmente en orden a la dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los hombres. Por lo demás, es cierto que, rigiendo bien la propia Iglesia como porción de la Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el Cuerpo místico, que es también el cuerpo de las Iglesias [70].

El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al Cuerpo de los Pastores, ya que a todos ellos, en común, dio Cristo el mandato, imponiéndoles un oficio común, según explicó ya el papa Celestino a los Padres del Concilio de Efeso [71]. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, están obligados a colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente le ha sido confiado el oficio excelso de propagar el nombre cristiano [72]. Por lo cual deben socorrer con todas sus fuerzas a las misiones, ya sea con operarios para la mies, ya con ayudas espirituales y materiales; bien directamente por sí mismos, bien estimulando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren, pues, finalmente, los Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar con agrado una fraterna ayuda a las otras Iglesias, especialmente a las más vecinas y a las más pobres, dentro de esta universal sociedad de la caridad.

La divina Providencia ha hecho que varias Iglesias fundadas en diversas regiones por los Apóstoles y sus sucesores, al correr de los tiempos, se hayan reunido en numerosos grupos estables, orgánicamente unidos, los cuales, quedando a salvo la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, tienen una disciplina propia, unos ritos litúrgicos y un patrimonio teológico y espiritual propios. Entre las cuales, algunas, concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras como hijas y han quedado unidas con ellas hasta nuestros días con vínculos más estrechos de caridad en la vida sacramental y en la mutua observancia de derechos y deberes [73]. Esta variedad de las Iglesias locales, tendente a la unidad, manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa. De modo análogo, las Conferencias episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta.

[66] Cf. Conc. Vat. I. const. dogm. Pastor aeternus: Denz. 1821 (DS 3050s).
[67] Cf. San Cipriano, Epist. 66, 8 (Hartel, III, 2 P 733): "el obispo en la Iglesia y la Iglesia en el obispo".
[68] Cf. San Cipriano, Epist. 55, 24 (Hartel, p. 642, lín. 13): "única Iglesia, dividida en muchos miembros por todo el mundo". Epist. 36, 4: Hartel, p. 575, lín. 20-21.
[69] Cf. Pío XII, enc. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957) 237.
[70] Cf. San Hilario Pict., In Ps. 14, 3: PL 9, 206; CSEL, 22, p. 86. San Gregorio M., Moral. IV, 7, 12: PL 75, 643C. Ps. Basilio, In Is. 15, 296: PG 30, 637C.
[71] San Celestino, Epist. 18, 1-2, ad Conc. Eph.: PL 50, 505AB; Schwartz, Acta Conc. Oec. I, 1, 1, p. 22. Cf. Benedicto XV. epist. apost. Maximum illud: AAS 11 (1919) 440. Pío XI, enc.Rerum Ecclesiae, 28 febr. 1926: AAS 18 (1926) 69. Pío XII, enc. Fidei Donum, l. c.
[72] León XIII, enc. Grande munus, 30 sept. 1880: AAS 13 (1880) 145. Cf. Cod. Iur. Can. can. CIS 1327 CIS 1350 § 2.
[73] Sobre los derechos de las Sedes patriarcales, cf. Conc. Niceno, can. 6 de Alexandria et Antiochia, y can. 7 de Hierosolymis: Conc. Oec. Decr., p. 8. Conc. Later. IV, año 1215, constit. V: De dignitate Patriarcharum: ibid., p. 212, Conc. Ferr.-Flor.: ibid. p. 504.



Lumen gentium ES 13