Laudato Si ES 198


V. Las religiones en el diálogo con las ciencias

199 No se puede sostener que las ciencias empíricas explican completamente la vida, el entramado de todas las criaturas y el conjunto de la realidad. Eso sería sobrepasar indebidamente sus confines metodológicos limitados. Si se reflexiona con ese marco cerrado, desaparecen la sensibilidad estética, la poesía, y aun la capacidad de la razón para percibir el sentido y la finalidad de las cosas[141]. Quiero recordar que «los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes […] ¿Es razonable y culto relegarlos a la oscuridad, sólo por haber surgido en el contexto de una creencia religiosa?»[142]. En realidad, es ingenuo pensar que los principios éticos puedan presentarse de un modo puramente abstracto, desligados de todo contexto, y el hecho de que aparezcan con un lenguaje religioso no les quita valor alguno en el debate público. Los principios éticos que la razón es capaz de percibir pueden reaparecer siempre bajo distintos ropajes y expresados con lenguajes diversos, incluso religiosos.

[141] Cf. Carta enc. Lumen fidei (29 junio 2013), 34: AAS 105 (2013), 577: «La luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: esta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia».
[142] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 256: AAS 105 (2013), 1123.

200 Por otra parte, cualquier solución técnica que pretendan aportar las ciencias será impotente para resolver los graves problemas del mundo si la humanidad pierde su rumbo, si se olvidan las grandes motivaciones que hacen posible la convivencia, el sacrificio, la bondad. En todo caso, habrá que interpelar a los creyentes a ser coherentes con su propia fe y a no contradecirla con sus acciones, habrá que reclamarles que vuelvan a abrirse a la gracia de Dios y a beber en lo más hondo de sus propias convicciones sobre el amor, la justicia y la paz. Si una mala comprensión de nuestros propios principios a veces nos ha llevado a justificar el maltrato a la naturaleza o el dominio despótico del ser humano sobre lo creado o las guerras, la injusticia y la violencia, los creyentes podemos reconocer que de esa manera hemos sido infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar. Muchas veces los límites culturales de diversas épocas han condicionado esa conciencia del propio acervo ético y espiritual, pero es precisamente el regreso a sus fuentes lo que permite a las religiones responder mejor a las necesidades actuales.

201 La mayor parte de los habitantes del planeta se declaran creyentes, y esto debería provocar a las religiones a entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad. Es imperioso también un diálogo entre las ciencias mismas, porque cada una suele encerrarse en los límites de su propio lenguaje, y la especialización tiende a convertirse en aislamiento y en absolutización del propio saber. Esto impide afrontar adecuadamente los problemas del medio ambiente. También se vuelve necesario un diálogo abierto y amable entre los diferentes movimientos ecologistas, donde no faltan las luchas ideológicas. La gravedad de la crisis ecológica nos exige a todos pensar en el bien común y avanzar en un camino de diálogo que requiere paciencia, ascesis y generosidad, recordando siempre que «la realidad es superior a la idea»[143].

[143] Ibíd., 231: p. 1114.


CAPÍTULO SEXTO

EDUCACIÓN Y ESPIRITUALIDAD ECOLÓGICA

202 Muchas cosas tienen que reorientar su rumbo, pero ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración.


I. Apostar por otro estilo de vida

203 Dado que el mercado tiende a crear un mecanismo consumista compulsivo para colocar sus productos, las personas terminan sumergidas en la vorágine de las compras y los gastos innecesarios. El consumismo obsesivo es el reflejo subjetivo del paradigma tecnoeconómico. Ocurre lo que ya señalaba Romano Guardini: el ser humano «acepta los objetos y las formas de vida, tal como le son impuestos por la planificación y por los productos fabricados en serie y, después de todo, actúa así con el sentimiento de que eso es lo racional y lo acertado»[144]. Tal paradigma hace creer a todos que son libres mientras tengan una supuesta libertad para consumir, cuando quienes en realidad poseen la libertad son los que integran la minoría que detenta el poder económico y financiero. En esta confusión, la humanidad posmoderna no encontró una nueva comprensión de sí misma que pueda orientarla, y esta falta de identidad se vive con angustia. Tenemos demasiados medios para unos escasos y raquíticos fines.

[144] Das Ende der Neuzeit, Würzburg 19659, 66-67 (ed. esp.: El ocaso de la Edad Moderna, Madrid 1958, 87).

204 La situación actual del mundo «provoca una sensación de inestabilidad e inseguridad que a su vez favorece formas de egoísmo colectivo»[145]. Cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecientan su voracidad. Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir. En este contexto, no parece posible que alguien acepte que la realidad le marque límites. Tampoco existe en ese horizonte un verdadero bien común. Si tal tipo de sujeto es el que tiende a predominar en una sociedad, las normas sólo serán respetadas en la medida en que no contradigan las propias necesidades. Por eso, no pensemos sólo en la posibilidad de terribles fenómenos climáticos o en grandes desastres naturales, sino también en catástrofes derivadas de crisis sociales, porque la obsesión por un estilo de vida consumista, sobre todo cuando sólo unos pocos puedan sostenerlo, sólo podrá provocar violencia y destrucción recíproca.

[145] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 1: AAS 82 (1990), 147.

205 Sin embargo, no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan. Son capaces de mirarse a sí mismos con honestidad, de sacar a la luz su propio hastío y de iniciar caminos nuevos hacia la verdadera libertad. No hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos. A cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle.

206 Un cambio en los estilos de vida podría llegar a ejercer una sana presión sobre los que tienen poder político, económico y social. Es lo que ocurre cuando los movimientos de consumidores logran que dejen de adquirirse ciertos productos y así se vuelven efectivos para modificar el comportamiento de las empresas, forzándolas a considerar el impacto ambiental y los patrones de producción. Es un hecho que, cuando los hábitos de la sociedad afectan el rédito de las empresas, estas se ven presionadas a producir de otra manera. Ello nos recuerda la responsabilidad social de los consumidores. «Comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico»[146]. Por eso, hoy «el tema del deterioro ambiental cuestiona los comportamientos de cada uno de nosotros»[147].

[146] Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), : AAS 101 (2009), 699.
[147] Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2010, 11: AAS 102 (2010), 48.

207 La Carta de la Tierra nos invitaba a todos a dejar atrás una etapa de autodestrucción y a comenzar de nuevo, pero todavía no hemos desarrollado una conciencia universal que lo haga posible. Por eso me atrevo a proponer nuevamente aquel precioso desafío: «Como nunca antes en la historia, el destino común nos hace un llamado a buscar un nuevo comienzo […] Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida»[148].

[148] Carta de la Tierra, La Haya (29 junio 2000).

208 Siempre es posible volver a desarrollar la capacidad de salir de sí hacia el otro. Sin ella no se reconoce a las demás criaturas en su propio valor, no interesa cuidar algo para los demás, no hay capacidad de ponerse límites para evitar el sufrimiento o el deterioro de lo que nos rodea. La actitud básica de autotrascenderse, rompiendo la conciencia aislada y la autorreferencialidad, es la raíz que hace posible todo cuidado de los demás y del medio ambiente, y que hace brotar la reacción moral de considerar el impacto que provoca cada acción y cada decisión personal fuera de uno mismo. Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad.


II. Educación para la alianza entre la humanidad y el ambiente

209 La conciencia de la gravedad de la crisis cultural y ecológica necesita traducirse en nuevos hábitos. Muchos saben que el progreso actual y la mera sumatoria de objetos o placeres no bastan para darle sentido y gozo al corazón humano, pero no se sienten capaces de renunciar a lo que el mercado les ofrece. En los países que deberían producir los mayores cambios de hábitos de consumo, los jóvenes tienen una nueva sensibilidad ecológica y un espíritu generoso, y algunos de ellos luchan admirablemente por la defensa del ambiente, pero han crecido en un contexto de altísimo consumo y bienestar que vuelve difícil el desarrollo de otros hábitos. Por eso estamos ante un desafío educativo.

210 La educación ambiental ha ido ampliando sus objetivos. Si al comienzo estaba muy centrada en la información científica y en la concientización y prevención de riesgos ambientales, ahora tiende a incluir una crítica de los «mitos» de la modernidad basados en la razón instrumental (individualismo, progreso indefinido, competencia, consumismo, mercado sin reglas) y también a recuperar los distintos niveles del equilibrio ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios. La educación ambiental debería disponernos a dar ese salto hacia el Misterio, desde donde una ética ecológica adquiere su sentido más hondo. Por otra parte, hay educadores capaces de replantear los itinerarios pedagógicos de una ética ecológica, de manera que ayuden efectivamente a crecer en la solidaridad, la responsabilidad y el cuidado basado en la compasión.

211 Sin embargo, esta educación, llamada a crear una «ciudadanía ecológica», a veces se limita a informar y no logra desarrollar hábitos. La existencia de leyes y normas no es suficiente a largo plazo para limitar los malos comportamientos, aun cuando exista un control efectivo. Para que la norma jurídica produzca efectos importantes y duraderos, es necesario que la mayor parte de los miembros de la sociedad la haya aceptado a partir de motivaciones adecuadas, y que reaccione desde una transformación personal. Sólo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación de sí en un compromiso ecológico. Si una persona, aunque la propia economía le permita consumir y gastar más, habitualmente se abriga un poco en lugar de encender la calefacción, se supone que ha incorporado convicciones y sentimientos favorables al cuidado del ambiente. Es muy noble asumir el deber de cuidar la creación con pequeñas acciones cotidianas, y es maravilloso que la educación sea capaz de motivarlas hasta conformar un estilo de vida. La educación en la responsabilidad ambiental puede alentar diversos comportamientos que tienen una incidencia directa e importante en el cuidado del ambiente, como evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar sólo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias. Todo esto es parte de una generosa y digna creatividad, que muestra lo mejor del ser humano. El hecho de reutilizar algo en lugar de desecharlo rápidamente, a partir de profundas motivaciones, puede ser un acto de amor que exprese nuestra propia dignidad.

212 No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente. Además, el desarrollo de estos comportamientos nos devuelve el sentimiento de la propia dignidad, nos lleva a una mayor profundidad vital, nos permite experimentar que vale la pena pasar por este mundo.

213 Los ámbitos educativos son diversos: la escuela, la familia, los medios de comunicación, la catequesis, etc. Una buena educación escolar en la temprana edad coloca semillas que pueden producir efectos a lo largo de toda una vida. Pero quiero destacar la importancia central de la familia, porque «es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida»[149]. En la familia se cultivan los primeros hábitos de amor y cuidado de la vida, como por ejemplo el uso correcto de las cosas, el orden y la limpieza, el respeto al ecosistema local y la protección de todos los seres creados. La familia es el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal. En la familia se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir « gracias » como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño. Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea.

[149] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991),
CA 39: AAS 83 (1991), 842.

214 A la política y a las diversas asociaciones les compete un esfuerzo de concientización de la población. También a la Iglesia. Todas las comunidades cristianas tienen un rol importante que cumplir en esta educación. Espero también que en nuestros seminarios y casas religiosas de formación se eduque para una austeridad responsable, para la contemplación agradecida del mundo, para el cuidado de la fragilidad de los pobres y del ambiente. Dado que es mucho lo que está en juego, así como se necesitan instituciones dotadas de poder para sancionar los ataques al medio ambiente, también necesitamos controlarnos y educarnos unos a otros.

215 En este contexto, «no debe descuidarse la relación que hay entre una adecuada educación estética y la preservación de un ambiente sano»[150]. Prestar atención a la belleza y amarla nos ayuda a salir del pragmatismo utilitarista. Cuando alguien no aprende a detenerse para percibir y valorar lo bello, no es extraño que todo se convierta para él en objeto de uso y abuso inescrupuloso. Al mismo tiempo, si se quiere conseguir cambios profundos, hay que tener presente que los paradigmas de pensamiento realmente influyen en los comportamientos. La educación será ineficaz y sus esfuerzos serán estériles si no procura también difundir un nuevo paradigma acerca del ser humano, la vida, la sociedad y la relación con la naturaleza. De otro modo, seguirá avanzando el paradigma consumista que se transmite por los medios de comunicación y a través de los eficaces engranajes del mercado.

[150] Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 14: AAS 82 (1990), 155.

III. Conversión ecológica

216 La gran riqueza de la espiritualidad cristiana, generada por veinte siglos de experiencias personales y comunitarias, ofrece un bello aporte al intento de renovar la humanidad. Quiero proponer a los cristianos algunas líneas de espiritualidad ecológica que nacen de las convicciones de nuestra fe, porque lo que el Evangelio nos enseña tiene consecuencias en nuestra forma de pensar, sentir y vivir. No se trata de hablar tanto de ideas, sino sobre todo de las motivaciones que surgen de la espiritualidad para alimentar una pasión por el cuidado del mundo. Porque no será posible comprometerse en cosas grandes sólo con doctrinas sin una mística que nos anime, sin «unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria»[151]. Tenemos que reconocer que no siempre los cristianos hemos recogido y desarrollado las riquezas que Dios ha dado a la Iglesia, donde la espiritualidad no está desconectada del propio cuerpo ni de la naturaleza o de las realidades de este mundo, sino que se vive con ellas y en ellas, en comunión con todo lo que nos rodea.

[151] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 261: AAS 105 (2013), 1124.

217 Si «los desiertos exteriores se multiplican en el mundo porque se han extendido los desiertos interiores»[152], la crisis ecológica es un llamado a una profunda conversión interior. Pero también tenemos que reconocer que algunos cristianos comprometidos y orantes, bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las preocupaciones por el medio ambiente. Otros son pasivos, no se deciden a cambiar sus hábitos y se vuelven incoherentes. Les hace falta entonces unaconversión ecológica, que implica dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana.

[152] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.

218 Recordemos el modelo de san Francisco de Asís, para proponer una sana relación con lo creado como una dimensión de la conversión íntegra de la persona. Esto implica también reconocer los propios errores, pecados, vicios o negligencias, y arrepentirse de corazón, cambiar desde adentro. Los Obispos australianos supieron expresar la conversión en términos de reconciliación con la creación: «Para realizar esta reconciliación debemos examinar nuestras vidas y reconocer de qué modo ofendemos a la creación de Dios con nuestras acciones y nuestra incapacidad de actuar. Debemos hacer la experiencia de una conversión, de un cambio del corazón»[153].

[153] Conferencia de los Obispos católicos de Australia, A New Earth – The Environmental Challenge (2002).

219 Sin embargo, no basta que cada uno sea mejor para resolver una situación tan compleja como la que afronta el mundo actual. Los individuos aislados pueden perder su capacidad y su libertad para superar la lógica de la razón instrumental y terminan a merced de un consumismo sin ética y sin sentido social y ambiental. A problemas sociales se responde con redes comunitarias, no con la mera suma de bienes individuales: «Las exigencias de esta tarea van a ser tan enormes, que no hay forma de satisfacerlas con las posibilidades de la iniciativa individual y de la unión de particulares formados en el individualismo. Se requerirán una reunión de fuerzas y una unidad de realización»[154]. La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria.

[154] Romano Guardini, Das Ende der Neuzeit, 72 (ed. esp.: El ocaso de la Edad Moderna, 93).

220 Esta conversión supone diversas actitudes que se conjugan para movilizar un cuidado generoso y lleno de ternura. En primer lugar implica gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o los reconozca: «Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha […] y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará» (Mt 6,3-4). También implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal. Para el creyente, el mundo no se contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las capacidades peculiares que Dios le ha dado, la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo, ofreciéndose a Dios «como un sacrificio vivo, santo y agradable» (Rm 12,1). No entiende su superioridad como motivo de gloria personal o de dominio irresponsable, sino como una capacidad diferente, que a su vez le impone una grave responsabilidad que brota de su fe.

221 Diversas convicciones de nuestra fe, desarrolladas al comienzo de esta Encíclica, ayudan a enriquecer el sentido de esta conversión, como la conciencia de que cada criatura refleja algo de Dios y tiene un mensaje que enseñarnos, o la seguridad de que Cristo ha asumido en sí este mundo material y ahora, resucitado, habita en lo íntimo de cada ser, rodeándolo con su cariño y penetrándolo con su luz. También el reconocimiento de que Dios ha creado el mundo inscribiendo en él un orden y un dinamismo que el ser humano no tiene derecho a ignorar. Cuando uno lee en el Evangelio que Jesús habla de los pájaros, y dice que « ninguno de ellos está olvidado ante Dios » (Lc 12,6), ¿será capaz de maltratarlos o de hacerles daño? Invito a todos los cristianos a explicitar esta dimensión de su conversión, permitiendo que la fuerza y la luz de la gracia recibida se explayen también en su relación con las demás criaturas y con el mundo que los rodea, y provoque esa sublime fraternidad con todo lo creado que tan luminosamente vivió san Francisco de Asís.


IV. Gozo y paz

222 La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo. Es importante incorporar una vieja enseñanza, presente en diversas tradiciones religiosas, y también en la Biblia. Se trata de la convicción de que « menos es más ». La constante acumulación de posibilidades para consumir distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento. En cambio, el hacerse presente serenamente ante cada realidad, por pequeña que sea, nos abre muchas más posibilidades de comprensión y de realización personal. La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres.

223 La sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora. No es menos vida, no es una baja intensidad sino todo lo contrario. En realidad, quienes disfrutan más y viven mejor cada momento son los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a tomar contacto y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las necesidades insatisfechas y reducen el cansancio y la obsesión. Se puede necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar otros placeres y se encuentra satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida.

224 La sobriedad y la humildad no han gozado de una valoración positiva en el último siglo. Pero cuando se debilita de manera generalizada el ejercicio de alguna virtud en la vida personal y social, ello termina provocando múltiples desequilibrios, también ambientales. Por eso, ya no basta hablar sólo de la integridad de los ecosistemas. Hay que atreverse a hablar de la integridad de la vida humana, de la necesidad de alentar y conjugar todos los grandes valores. La desaparición de la humildad, en un ser humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin límite alguno, sólo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente. No es fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o lo que está mal.

225 Por otro lado, ninguna persona puede madurar en una feliz sobriedad si no está en paz consigo mismo. Parte de una adecuada comprensión de la espiritualidad consiste en ampliar lo que entendemos por paz, que es mucho más que la ausencia de guerra. La paz interior de las personas tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común, porque, auténticamente vivida, se refleja en un estilo de vida equilibrado unido a una capacidad de admiración que lleva a la profundidad de la vida. La naturaleza está llena de palabras de amor, pero ¿cómo podremos escucharlas en medio del ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la apariencia? Muchas personas experimentan un profundo desequilibrio que las mueve a hacer las cosas a toda velocidad para sentirse ocupadas, en una prisa constante que a su vez las lleva a atropellar todo lo que tienen a su alrededor. Esto tiene un impacto en el modo como se trata al ambiente. Una ecología integral implica dedicar algo de tiempo para recuperar la serena armonía con la creación, para reflexionar acerca de nuestro estilo de vida y nuestros ideales, para contemplar al Creador, que vive entre nosotros y en lo que nos rodea, cuya presencia «no debe ser fabricada sino descubierta, develada»[155].

[155] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 71: AAS 105 (2013), 1050.

226 Estamos hablando de una actitud del corazón, que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido. Jesús nos enseñaba esta actitud cuando nos invitaba a mirar los lirios del campo y las aves del cielo, o cuando, ante la presencia de un hombre inquieto, « detuvo en él su mirada, y lo amó » (Mc 10,21). Él sí que estaba plenamente presente ante cada ser humano y ante cada criatura, y así nos mostró un camino para superar la ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados.

227 Una expresión de esta actitud es detenerse a dar gracias a Dios antes y después de las comidas. Propongo a los creyentes que retomen este valioso hábito y lo vivan con profundidad. Ese momento de la bendición, aunque sea muy breve, nos recuerda nuestra dependencia de Dios para la vida, fortalece nuestro sentido de gratitud por los dones de la creación, reconoce a aquellos que con su trabajo proporcionan estos bienes y refuerza la solidaridad con los más necesitados.


V. Amor civil y político

228 El cuidado de la naturaleza es parte de un estilo de vida que implica capacidad de convivencia y de comunión. Jesús nos recordó que tenemos a Dios como nuestro Padre común y que eso nos hace hermanos. El amor fraterno sólo puede ser gratuito, nunca puede ser un pago por lo que otro realice ni un anticipo por lo que esperamos que haga. Por eso es posible amar a los enemigos. Esta misma gratuidad nos lleva a amar y aceptar el viento, el sol o las nubes, aunque no se sometan a nuestro control. Por eso podemos hablar de una fraternidad universal.

229 Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco. Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de una verdadera cultura del cuidado del ambiente.

230 El ejemplo de santa Teresa de Lisieux nos invita a la práctica del pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad. Una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo. Mientras tanto, el mundo del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo del maltrato de la vida en todas sus formas.

231 El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor. El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no sólo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas»[156]. Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una «civilización del amor»[157]. El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción»[158]. En este marco, junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad. Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese modo madura y se santifica.

[156] Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), : AAS 101 (2009), 642.
[157] Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS 68 (1976), 709.
[158] Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 582.

232 No todos están llamados a trabajar de manera directa en la política, pero en el seno de la sociedad germina una innumerable variedad de asociaciones que intervienen a favor del bien común preservando el ambiente natural y urbano. Por ejemplo, se preocupan por un lugar común (un edificio, una fuente, un monumento abandonado, un paisaje, una plaza), para proteger, sanear, mejorar o embellecer algo que es de todos. A su alrededor se desarrollan o se recuperan vínculos y surge un nuevo tejido social local. Así una comunidad se libera de la indiferencia consumista. Esto incluye el cultivo de una identidad común, de una historia que se conserva y se transmite. De esa manera se cuida el mundo y la calidad de vida de los más pobres, con un sentido solidario que es al mismo tiempo conciencia de habitar una casa común que Dios nos ha prestado. Estas acciones comunitarias, cuando expresan un amor que se entrega, pueden convertirse en intensas experiencias espirituales.


Laudato Si ES 198