Discursos 1980 555

JOANNES PAULUS PP. II






VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

CEREMONIA DE BIENVENIDA


Aeropuerto de Colonia-Bonn

Sábado 15 de noviembre de 1980



1. Con profundo sentimiento de gratitud hacia la Divina Providencia que en su insondable designio me llamó a la Sede de Pedro, piso hoy el suelo de Alemania, cuyas gentes y tierras había conocido y estimado ya personalmente en anteriores visitas.

Sinceramente, le doy gracias a usted, muy estimado Señor Presidente Federal, por las nobles palabras de saludo y correspondo cordialmente a las expresiones de tan alta estima con que me ha dado la bienvenida en nombre de su pueblo, por mi visita a la República Federal Alemana. Asimismo saludo con usted a las personalidades presentes de la vida política y social, al Cuerpo Diplomático aquí representado, así como a los ciudadanos de este país. Mi fraternal saludo va especialmente dirigido a los representantes de la Iglesia, ante todo al Emmo. Señor Cardenal Joseph Höffner, a quien manifiesto para todos los Pastores y fieles de la Iglesia católica en Alemania mis sentimientos de íntima unidad, mi afecto y mi amor.

2. Con alegría he correspondido a la amistosa invitación de la Conferencia Episcopal Alemana y del Señor Presidente Federal para esta visita a la República Federal Alemana. Como ya puse de relieve en el anuncio de la misma, el 10 de agosto de este año, quiero con el viaje de peregrinación a su país honrar a toda la gran nación alemana, cuya historia está tan estrechamente vinculada a la historia del cristianismo y de la Iglesia, y tan profundamente marcada por la tradición cristiana. En el correr de los siglos, muchos hombres y mujeres alemanes han dado una valiosísima aportación a la herencia espiritual y cultural de la Iglesia y de la humanidad entera, con el ejemplo de santidad, la genialidad en el campo del arte y de la ciencia, y especialmente con la profunda reflexión filosófica y con la investigación teológica.

Justamente en este día recordamos con la Iglesia en todo el mundo a un preclaro hijo de este país, que ha merecido incluso el calificativo de "El Grande", San Alberto, cuyo VII centenario de la muerte celebramos gozosamente. Testimoniar mi especial homenaje a su honrosa tumba y al lugar de su último e incansable quehacer, es notoriamente el motivo externo de esta peregrinación. En él honro asimismo al genio del pueblo alemán, honro ante todo a la Iglesia católica de este país, que como en el pasado ha continuado también en nuestros días siendo un miembro altamente considerado y vivo de la Iglesia universal. Su influjo espiritual continúa operando también hoy, más allá de los límites de este país, en toda la vida de la Iglesia; y no ha sido lo último la decisiva aportación de obispos y teólogos alemanes en las sesiones y deliberaciones del Concilio Vaticano II.

La conciencia de responsabilidad de los católicos alemanes sobre su puesto en la Iglesia encuentra una concreta expresión, entre otras, en las grandes y conocidas obras episcopales de ayuda, en su sacrificada entrega a las misiones y en las obras caritativas hacia los hermanos necesitados en todo el mundo. Por eso, con referencia a mis tres grandes viajes apostólicos anteriores a países del Tercer Mundo (México, África, Brasil), esta visita mía pretende ser una expresión de reconocimiento y agradecimiento para que la Iglesia y, colectivamente, los ciudadanos de su país se sientan de este modo vinculados en el espíritu de solidaridad universal con la población, que vive en la miseria, de aquellas regiones marcadas por el hambre y la enfermedad, por las catástrofes naturales y por las desgracias humanas, y les presten ayuda y colaboración con corazón generoso.

3. Pero como ya subraya el citado motivo exterior de mi visita, este viaje apostólico a la República Federal Alemana —como todos los viajes anteriores— tiene un decisivo carácter pastoral y religioso. Se proyecta sin excepción hacia todos los hombres de este país, a los que en nombre de Jesucristo debo acercarme como su amigo y hermano; de modo especial, sin embargo, se dirige a mis hermanos y hermanas en la fe: a los obispos, sacerdotes, religiosos o religiosas y laicos, en los múltiples campos de su vida y de su quehacer; con todos ellos espero encontrarme particularmente durante los cinco días de mi visita a diversos lugares. Me apremia saludar asimismo cordialmente a todos los hermanos de fe separados. Me alegro por el previsto encuentro personal con distinguidos representantes de sus Iglesias y de sus Comunidades eclesiales. Dios quiera que esta peregrinación mía, superando las fronteras confesionales, pueda contribuir a una gran comprensión y acercamiento mutuos entre todos los cristianos y a promover la convivencia pacífica de todos los hombres de este país.

He llegado a la República Federal Alemana justamente el año en que nuestros hermanos y hermanas evangélicos han celebrado el recuerdo de la Confessio Augustana, publicada hace cuatrocientos cincuenta años. Debo decir que tenía un deseo especial de estar con ellos justamente ahora. Ojalá que aquí, donde comenzó la Reforma, se redoble el esfuerzo, haciendo todo lo humanamente posible en fidelidad al único Señor de la Iglesia y a su mensaje, para que se cumpla su deseo y su oración: "Que todos sean uno" (Jn 17,21).

4. Por el encargo que me ha confiado el Señor, me siento especialmente enviado a los hermanos y hermanas en la Iglesia católica de este país para confirmarles en su fe y en su testimonio, ante el mundo de hoy, de Cristo crucificado y resucitado, para que correspondan resuelta y valientemente al creciente desafío que este mundo circundante, indiferente desde el punto de vista religioso, plantea a su vocación cristiana y a su responsabilidad en orden a una configuración cada vez más humana de la familia, del trabajo y de la sociedad.

556 Con esta peregrinación, correspondo asimismo a la visita que los católicos alemanes me han hecho ya en gran número durante los dos primeros años de mi pontificado, en el curso de las semanales audiencias generales en el Vaticano. Si, por razones de tiempo, sólo puedo ir a ver algunos lugares notables, invito, sin embargo, de corazón a todos los creyentes y comunidades, especialmente a aquellos hermanos y hermanas que por la enfermedad o cualquier otra circunstancia están impedidos para participar personalmente en los encuentros, a que se unan espiritualmente con su oración y ofrecimiento a la gran comunidad orante durante las celebraciones de estos días. Que a través de nuestra común alabanza a Dios, en la que nos sentimos profundamente Iglesia y hacemos de ella una comunidad viva, este memorable encuentro del Sucesor de Pedro con el Pueblo de Dios en la República Federal Alemana, sea para todos tiempo de gracia y de renovación religiosa. San Alberto Magno solicite para nosotros la asistencia y bendición de Dios.

A usted, muy estimado Señor Presidente Federal, y a todos los que junto con usted me honran con su presencia, les agradezco sinceramente una vez más su amable recibimiento y la cordial hospitalidad que desde este momento se me ofrece en este país para mi visita pastoral que ahora comienzo.

¡Dios bendiga a todos los alemanes del mundo!

¡Dios proteja a la República Federal Alemana!







VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA


ANTE EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA Y AUTORIDADES CIVILES*


Castillo de Brühl, Bonn

Sábado 15 de noviembre de 1980



Muy Ilustre Señor Presidente Federal,
Muy Distinguido Señor Presidente del Parlamento,
Muy Distinguido Señor Canciller,
Hermanos en el Episcopado,
Señoras y Señores:

557 1. Es para mí motivo de particular alegría poder encontrarme durante mi visita a la República Federal de Alemania con todos ustedes, representantes de la vida política, cultural, económica y eclesial del Estado. En ustedes saludo también a todos aquellos que en este país tienen la responsabilidad del bienestar y del destino del pueblo entero.

Sinceramente expreso mi agradecimiento al Señor Presidente Federal por su cordial saludo de bienvenida, y a todos ustedes por honrarme con su presencia. Su distinguida consideración se dirige ciertamente no tanto a mi condición de Soberano del Estado Vaticano, de tan poca apariencia externa, cuanto a la misión religiosa que me ha sido confiada como Supremo Pastor de la Iglesia católica. Es sólo esto, siguiendo el espíritu de mis grandes predecesores en la Sede de Pedro y como respuesta a las nuevas exigencias pastorales de nuestro tiempo, lo que una y otra vez me mueve a abandonar durante unos días la Ciudad Eterna para realizar una visita pastoral a mis hermanos y hermanas en la fe en los diversos continentes e Iglesias particulares.'

2. Mis encuentros con las más altas autoridades del Estado y de la vida social durante mis viajes apostólicos no quieren reducirse a gestos de cortesía y de estima, sino que son al mismo tiempo expresión de la solidaridad y corresponsabilidad a las que la Iglesia, en virtud de su misión —respetando las respectivas competencias— y juntamente con el Estado, se siente obligada en el servicio a la comunidad y a los hombres. Aunque el objetivo puesto por Cristo a su Iglesia es otro, es decir, pertenece al orden religioso, sin embargo, de él derivan, como pone de relieve el Concilio Vaticano II, "funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina" (Gaudium et spes
GS 42).

La historia de su pueblo y de todo el Occidente cristiano es muy rica en luminosos ejemplos y preciosos frutos de esta colaboración en común responsabilidad y plena confianza entre Estado, sociedad e Iglesia. Fieles testigos de esta íntima conexión entre la vida de la fe y las formas de la vida social son no sólo las grandiosas catedrales, los antiguos monasterios y universidades con sus grandes bibliotecas y demás iniciativas culturales y sociales, sino también la misma civilización técnica y la cultura moderna, que no podrían ser rectamente entendidas sin la aportación que desde sus orígenes han recibido de modo decisivo del cristianismo, tanto en su aspecto histórico como espiritual y moral. Hasta las nuevas ideologías de carácter irreligioso o antirreligioso dan testimonio de la existencia y del alto valor de aquello que tratan de destruir y de negar con todas sus fuerzas.

3. Por esta notable aportación, de índole espiritual, religioso y cultural, le corresponde al pueblo alemán un especial reconocimiento en la historia de la Iglesia y del desarrollo espiritual de Europa. En su pasado, como en la vida de cada nación, hay también luces y sombras, ejemplos del más alto valor humano y cristiano, y al mismo tiempo abismos, pruebas, acontecimientos profundamente trágicos. Hay momentos en la Vida de esta nación que manifiestan un espíritu verdaderamente humano y cristiano, pero hay también otros que contradicen y atentan contra la convivencia nacional e internacional. Pero su país ha sabido siempre salir del derrumbamiento y de la ruina, como en la última guerra mundial, para levantarse y fortalecerse de nuevo. La estabilidad política, el progreso científico y técnico y la proverbial laboriosidad de sus habitantes han conducido a la República Federal de Alemania, durante las últimas décadas, al bienestar y a la paz social dentro de sus fronteras, y al respeto y al prestigio en la comunidad internacional. Permanece, sin embargo, todavía la dolorosa división de su pueblo, que espero pueda finalmente encontrar una merecida y pacífica solución en una Europa unida.

Permítanme, señores y señoras, que en este momento ponga de relieve los esfuerzos por la paz, con los que en gran medida su país ha contribuido a la comprensión entre todos los pueblos, y con especial gozo la creciente disposición a la comprensión entre sus ciudadanos y el pueblo polaco. En este punto corresponde un mérito no pequeño a los cristianos evangélicos, así como a los obispos y a los católicos de ambos países. En todos los momentos de relaciones difíciles entre los pueblos debe valer este principio fundamental: no es el resarcimiento de las injusticias y de los sufrimientos mutuamente inferidos y provocados, sino solamente la voluntad de reconciliación y la común búsqueda de nuevos caminos para una amistosa convivencia lo que debe construir y garantizar a las naciones un futuro mejor.

También honra especialmente a los responsables de la política, de la Iglesia y de la sociedad el hecho de que cada vez en mayor medida son conscientes de la responsabilidad que obliga a los países ricos respecto al Tercer Mundo responsabilidad a la que responden á través de programas e iniciativas estatales v eclesiásticas, así como por medio de las concretas acciones de ayuda por parte de los ciudadanos. También en este campo se han realizado cosas dignas de elogio. Sin embargo, como he tenido ocasión de constatar personalmente en mis cortos viajes apostólicos, y como resalta con gran insistencia la autorizada comisión Norte-Sur en su informe conclusivo, en algunos de estos países se deben emprender todavía mayores esfuerzos y más decididas medidas, a nivel nacional e internacional, para contrarrestar, de modo más eficaz y con mayores posibilidades de éxito, el hambre y la miseria estructural en los países y continentes menos privilegiados. Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, como subrayó el Papa Pablo VI en su Encíclica Populorum progressio, la más apremiante exigencia de esta hora ha de ser una respuesta y una colaboración de carácter comunitario más fuerte y más generosa en favor de los pueblos del Tercer Mundo, para poder así asegurar una paz duradera a nivel mundial. Para ello no resultará una aportación aceptable el que las naciones ricas se encierren en sí mismas.

4. Lo mucho positivo y bueno que, a pesar de algunos profetas de desventuras, existe en el mundo de hoy, gracias a las conquistas técnicas que poseen un enorme radio de acción para conformar de un modo cada vez más humano las condiciones de vida de la entera familia humana y de cada uno de los hombres, nos ofrece ocasión de alegría y de agradecimiento a Dios, que es también el Señor de nuestro tiempo. En virtud de su misión salvífica la Iglesia reclama y apoya toda posible iniciativa que pueda contribuir a la elevación y al completo desarrollo del hombre, tal como se muestra claramente a través de la colaboración en diálogo y confianza que ha sido llevada a cabo en este país por la Iglesia y el Estado en diversos campos y niveles.

Esta valoración de lo bueno y digno de reconocimiento que existe en la sociedad moderna no debe impedirnos reconocer al mismo tiempo las deficiencias y peligros a que de modo creciente se encuentra expuesto el hombre de hoy. Cuanto más luminosa es la luz, tanto más se ponen de manifiesto los aspectos sombríos y las oscuras amenazas de las deficiencias del desarrollo. Como dije el año pasado en mi discurso ante las Naciones Unidas, "un análisis critico de nuestra civilización contemporánea demuestra que ella, sobre todo durante el último siglo, ha contribuido, como nunca lo había hecho anteriormente, al desarrollo de los bienes materiales, pero ha engendrado también en teoría y más aún en la práctica, una serie de actitudes que, en medida más o menos relevante, han hecho disminuir la sensibilidad por la dimensión espiritual de la existencia humana; y esto, a causa de ciertas premisas, que han vinculado prevalentemente el sentido de la vida humana a múltiples condicionamientos materiales y económicos, es decir, a las exigencias de la producción, del mercado, del consumo, de la acumulación de riquezas, o de la burocratización con que se trata de organizar los correspondientes procesos" (2 de octubre de 1979; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 14).

Cada supuesto progreso es sólo progreso auténtico si sirve al hombre en su totalidad. Esta integridad del hombre incluye los valores materiales y también los espirituales y morales. Por consiguiente, también debemos "medir el progreso de la humanidad no sólo por el progreso de la ciencia y de la técnica..., sino al mismo tiempo y más aún por la primacía de los valores espirituales y por el progreso de la vida moral" (ib., pág. 13). Por ello sería una equivocación muy deplorable y de consecuencias catastróficas que la sociedad moderna confunda el legítimo pluralismo con la neutralidad de valores, y creer que en nombre de una democracia mal entendida puede paulatinamente ir renunciando en la vida pública a la utilización de normas éticas y de las categorías morales de bueno y malo.

5. Con creciente atención y cuidado hace frente la Iglesia a este desarrollo, cuyos perjudiciales efectos se manifiestan también en la vida intraeclesial. Desde su fundación por Jesucristo, el cual solemnemente había confesado delante de Pilato y poco antes de su muerte que El había nacido y que había venido al mundo para dar testimonio de tal verdad (cf. Jn Jn 18,37), la Iglesia, ¿en virtud de su misión, siempre ha proclamado, exigido y defendido con toda energía, juntamente con la gozosa noticia de la redención y de la salvación, y como su irrenunciable presupuesto, la dimensión espiritual y moral de la persona humana. Y hace esto no sólo por fidelidad a la doctrina revelada que le ha sido confiada, sino también por la conciencia de profunda responsabilidad que tiene en la defensa de la dignidad del hombre, para cuyo servicio y bien espiritual se reconoce enviada. La Iglesia proclama solemnemente que el hombre es imagen de Dios, de donde deriva su inviolable dignidad. Ahí se fundan en última instancia sus inalienables derechos fundamentales y los valores fundamentales de una convivencia social digna del hombre. La discusión sobre los derechos fundamentares que ha tenido, fugar en su país durante los últimos años subraya la particular actualidad y, necesidad de un nuevo descubrimiento de los sólidos fundamentos de nuestra civilización y sociedad actuales. En conformidad con la función profética que le ha sido otorgada, no puede renunciar nunca la Iglesia a la obligación de denunciar en nombre de la verdad como falta moral o como pecado lo que públicamente atenta contra la dignidad del hombre y contra el mandato de Dios. De modo particular no debe callar la Iglesia cuando se presente la amenaza de que se pueda disponer impunemente de un bien tan fundamental como la vida humana en cualquiera de sus formas o estadios de desarrollo.

558 La Iglesia ha sido enviada para dar testimonio de la verdad y aportar de este modo una valiosa contribución para la organización de la vida social y pública de modo adecuado a la dignidad del hombre. A tiempo y a destiempo recuerda siempre la alta dignidad y vocación del hombre en cuanto creación de Dios. Esta dignidad perceptible a todos se manifiesta en toda su claridad y grandeza en Jesucristo, en el mensaje de su vida y en su doctrina. Sólo en él experimenta el hombre —es una convicción fundamental de la fe cristiana— toda la verdad sobre sí mismo. "El hombre no es capaz de comprenderse a sí mismo hasta el fondo sin Cristo", como puse de relieve en mi homilía pronunciada en la plaza de 1a Victoria de Varsovia. "No puede comprender quién es, ni cuál es su verdadera dignidad, ni cuál es su vocación, ni su destino final" (2 de junio de 1979; L'Osservatore Romano, Edición en lengua Española, 10 de junio de 1979, pág. 6). Si los cristianos ponen como fundamento de su testimonio de vida y de su comportamiento social la verdad del hombre revelada en Cristo, entonces realizan un servicio para todos: te dignidad del hombre perceptible a todos y reconocida por todos alcanza su más clara y amplia vigencia.

6. No quisiera, señores y señoras, concluir estas breves reflexiones sin hacer un llamamiento a todos ustedes, en especiar a aquellos que comparten conmigo las mismas convicciones de fe, para lograr que se manifieste de nuevo el fundamento cristiano de te historia de su pueblo y de los elementos constitutivos del Estado actual» tan impregnado por el espíritu cristiano. Una renovación moral verdaderamente profunda de la sociedad sólo puede ser auténticamente eficaz si viene de dentro» de sus propias raíces. Después del lamentable fracaso que en los últimos decenios han experimentado las grandes ideologías y mesianismos aparentemente tan llenos de promesas, que han llevado a la humanidad al borde del abismo, se atreve la Iglesia a recordar hoy con toda energía a los pueblos y a todos los que llevan la responsabilidad de las naciones que se vuelvan de nuevo al hombre, a su verdadera dignidad y a sus inalienables derechos fundamentales, en una palabra, al hombre en Cristo, para construir con él en una confianza llena de esperanza la actualidad que prepare un futuro mejor. Sólo de así puede venir, no sólo para cada nación en particular, sino para Europa y para toda la humanidad, la posibilidad de una existencia digna del hombre dentro de los peligros que continuamente se levantan de modo amenazador en el horizonte de la historia y de una vida verdaderamente plena de todos los pueblos y hombres en verdad, justicia y paz.

Por todo ello pido a Dios por todos ustedes, señoras y señores, y por todo su pueblo; pido a Dios, que es el origen y fin de la historia, luz y fuerza, así como su permanente protección y bendición.

*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española n.47 pp. 5, 8.







VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS FIELES ANTE LA CATEDRAL DEL BONN


Sábado 15 de noviembre de 1980



¡Alabado sea Jesucristo!

Os agradezco cordialmente, queridos hermanos y hermanas, que a estas altas horas me hayáis preparado a mi, peregrino apostólico por vuestra nación, un recibimiento tan cordial en esta ciudad de Bonn. Saludo a los presentes y a todos los habitantes de la capital estatal con las palabras de bendición del Salmista: «¡Reina la seguridad dentro de tus muros...! Por amor de mis hermanos y compañeros diré: "¡La paz contigo"» (Ps 121). Mi saludo vale especialmente para los altos representantes de las comunidades civiles y eclesiásticas. para el señor alcalde y el señor decano de la ciudad. Igualmente saludo a los representantes de las Iglesias cristianas, así como a los de la Comunidad judía.

Vuestra venerable basílica-catedral, en la que ahora nos encontramos, guarda como tesoro precioso en su cripta las tumbas de los patronos de vuestra ciudad, los Santos mártires romanos Casio y Florencio. Este antiguo lugar memorial del cristianismo os recuerda precisamente la raíz cristiana de vuestra ciudad y de vuestra cultura. La heroica confesión de Cristo hecha por estos dos testigos de la fe, cuyo aniversario celebráis tan festivamente cada año con el magistrado de la ciudad, os compromete. ¡Sed también vosotros, hoy, cristianos convencidos y que convencen! ¡Que la actual renovación de vuestro señorial templo sea una llamada para vosotros! También nosotros, las piedras vivas del templo espiritual de la Iglesia, debemos renovarnos continuamente en Jesucristo, hasta que lleguemos a estar completamente conformados a El.

"Por amor de la casa de Yavé, nuestro Dios, te deseo todo bien" (Ps 121). Con estas palabras del mismo Salmo postulo la permanente protección y bendición de Dios para vuestra ciudad y sus habitantes. ¡Dios bendiga a las familias y a sus hijos! ¡Bendiga a los ancianos! ¡A todos los que, enfermos, están en cama! El bendiga a todo el que se siente solo, al que está lleno de preocupaciones y desanimado.

Finalmente, nuestro deseo de bendición vale especialmente, en esta ciudad, para todos aquellos que tienen especial responsabilidad en los asuntos políticos, para el bien de vuestro pueblo y de la comunidad internacional de los pueblos. ¡Quiera Dios iluminar con su luz sus deliberaciones y decisiones!

Permitidnos, ahora, rezar por vuestra ciudad, por vuestro pueblo y por toda la Iglesia, tal como el Señor nos ha enseñado a rezar: "Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén".









VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

EN LA IGLESIA DE LOS FRAILES MENORES CONVENTUALES


DE COLONIA


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Sábado 15 de noviembre de 1980

Querida comunidad de Kolping:

La catedral donde acabo de estar posee dos torres poderosas, que se elevan hacia el cielo como testigos de la fe. La iglesia de los frailes menores, que es de la misma época, contiene dos torres espirituales de la fe: al eminente teólogo Duns Scoto y al gran pastor del pueblo Adolfo Kolping. Duns Scoto trató sobre el misterio de la Concepción Inmaculada de María y describió su posición en el plan divino de salvación. Este templo fue el primero que, al Norte de los Alpes, se consagró a la Inmaculada. En dicha iglesia descansa, junto al pensador, el pastor de almas, el escritor popular y el apóstol de la sociedad Adolfo Kolping.

Adolfo Kolping reclamó la nueva comprensión del valor interior del hombre, dado por Dios, en la familia, la profesión, la Iglesia, el Estado y la sociedad. Su programa reza así: El cristiano que vive cristianamente transforma el mundo. A Adolfo Kolping le tocó vivir en una época de profundo cambio político y social. El sabía bien que el individuo, dejado a sí mismo, puede contribuir bien poco a mejorar las cosas. Por ello organizó, con ánimo resuelto, las Asociaciones católicas de artesanos, que hoy constituyen la Obra internacional de Kolping. Con ello pretendía ofrecer seguridad y patria a los hombres que se encontraban en difícil situación social.

Cuando Adolfo Kolping fundó en Colonia sus primeras Asociaciones de artesanos, actuaba también en la ciudad Carlos Marx, quien exhortaba a la revolución y a la lucha de clases. Adolfo Kolping, en cambio, quería transformar la sociedad con la conducta cristiana de los hombres. Los fundamentos de su trabajo fueron el mensaje de Cristo y la doctrina social católica, que él difundió con su actividad literaria y a la que dio nuevo impulso. Me encuentro aquí para agradecer a Adolfo Kolping y a la Obra internacional de Kolping, que realiza su programa de manera actualizada, el contributo prestado a la solución de las cuestiones sociales. He oído, con gran alegría, que la Obra de Kolping se encuentra hoy difundida por veinte países y que se extiende también muy benéficamente por el Tercer Mundo. Me alegro especialmente de que por todas parles- muchos jóvenes se unan a vuestra Obra y en ella se formen para una conducta que los convierta en testimonios del mensaje de la Buena Nueva.

Conozco vuestro gran deseo de que el padre Kolping sea beatificado. A ello quiero alentaros y bendecir vuestros esfuerzos. Repito lo que aquí dije en 1978: "Necesitamos modelos como Adolfo Kolping para la Iglesia actual".







VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA


A LOS PROFESORES Y ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS


EN LA CATEDRAL DE COLONIA


Sábado 15 de noviembre de 1980



Estimados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas;
muy distinguidas señoras y señores:

1. Con gozo y agradecimiento les dirijo mi saludo, señoras y señores dedicados a la ciencia en la República Federal de Alemania y estudiantes de las escuelas superiores alemanas, escuelas que tanto han influido en la historia científica europea. Se han reunido aquí representando en cierto modo a tantos y tantos investigadores, maestros, auxiliares y estudiantes de universidades, academias y demás centros de investigación. Representan además a cuantos trabajan por el fenómeno a nivel estatal y no estatal de la ciencia, personas todas que ejercen un influjo de no poca transcendencia en el desarrollo de la ciencia y de la técnica, teniendo por tanto una especial responsabilidad para con los demás hombres.

560 2. El encuentro de hoy ha de ser entendido como un signo de la disposición al diálogo existente entre ciencia e Iglesia. El día y el lugar mismo en que estamos dan a este encuentro una significación particular. Hoy hace 700 años que murió en el convento de los dominicos, no lejos de esta catedral —cuya consagración presenciaría sin duda—, Alberto "el alemán", tal como sus contemporáneos lo llamaban. Posteriormente le fue otorgado el sobrenombre de "el Magno" por su erudición y magisterio excepcional.

Alberto desarrolló una múltiple y variada actividad en su tiempo; trabajó como religioso y predicador, como superior de la Orden, como obispo y como mediador de paz en su ciudad de Colonia. Pero su grandeza histórica la obtuvo como investigador y maestro, dominando ampliamente el saber de su tiempo y configurándolo en forma nueva con un intenso trabajo a lo largo de toda su vida. Ya sus coetáneos lo reconocieron como "auctor", como padre y promotor de la ciencia; la época posterior lo distinguió con el título de "doctor universalis". La Iglesia le cuenta entre sus santos y lo invoca como a uno de sus "doctores", título con el que lo celebra litúrgicamente.

Nuestro recuerdo de Alberto Magno no ha de ser, sin embargo, sólo un acto de piedad que a él le debemos. Más importante es dejar que se haga presente entre nosotros el sentido esencial de su obra, de una obra a la que no podemos menos de conferir una significación y un valor de solidez y permanencia. Tendamos brevemente nuestra mirada a la situación histórico-religiosa del tiempo de Alberto: la nota distintiva es la creciente divulgación de los escritos aristotélicos y de la ciencia árabe. El Occidente cristiano había reavivado y continuado científicamente hasta entonces el desarrollo de la tradición cristiana que se remontaba a la tardía antigüedad. Ahora le sale al encuentro una nueva explicación del mundo; es de horizontes amplios, pero de planteamiento no cristiano; se apoya únicamente en una racionalidad profana. Muchos pensadores cristianos, entre ellos personas altamente influyentes, vieron este reclamo sobre todo como un peligro. Creyeron que su deber era proteger contra él la identidad histórica de la tradición cristiana. Hubo también individuos y grupos radicales que, percibiendo un antagonismo insoluble entre esta racionalidad científica y la verdad de la fe, se decidieron a favor de esta "cientificidad".

Entre ambos extremos Alberto escoge el camino intermedio: se reconoce la verdad que reclama una ciencia basada en fundamentos racionales; se asume esta ciencia en cuanto a su contenido; se completa, se corrige y se continúa su desarrollo en su racionalidad específica. Así, a través de este proceso, la nueva ciencia pasa a ser patrimonio del mundo cristiano. Este encuentra ahora extraordinariamente enriquecida su antigua comprensión del mundo, sin tener por ello que renunciar a ningún elemento esencial de su tradición ni tampoco al elemento basilar de la fe; pues ningún conflicto serio puede existir entre una razón, que por su propia naturaleza, de origen divino, está ordenada a la verdad y capacitada para reconocer la verdad, y la fe, la cual tiene el mismo origen, es decir, Dios, fuente de toda verdad. La fe corrobora precisamente el derecho propio de la razón natural: lo presupone; porque al aceptarla presupone esa libertad que es propia exclusivamente del ser racional. Esto demuestra a su vez que fe y ciencia pertenecen a dos órdenes distintos de conocimiento, los cuales no son mutuamente transferibles. Resulta, sin embargo, que la razón no lo puede todo por sí misma; es limitada. Ella puede avanzar mediante una multitud de conocimientos individuales. Queda situada dentro de una pluralidad de ciencias particulares. La unidad existente entre el mundo, la verdad y la fuente originaria de ambos, la razón solamente la puede captar en su modo peculiar de conocimiento. También la filosofía y la teología, en cuanto ciencias, son esfuerzos que llevan el sello de la limitación; la unidad de la verdad solamente la pueden mostrar en la diversidad, es decir, en una sistematización flexible y abierta.

Repetimos: Alberto lleva a cabo la admirable apropiación de la ciencia racional, trasvasándola a un sistema en el que conserva y consolida su peculiaridad, propia, aun quedando orientada hacia el objetivo de la fe, de donde ella recibe su planteamiento decisivo. Alberto realiza así el estatuto de una intelectualidad cristiana, cuyos principios siguen teniendo todavía validez. En nada disminuimos la importancia de esta empresa si ahora afirmamos que la obra de Alberto, en cuanto a su contenido, pertenece y queda vinculada a un tiempo del pasado, a la historia. La "síntesis" que él aportó conserva el carácter de modelo y nosotros obramos correctamente si, al preguntarnos en nuestros días por la ciencia, la fe y la Iglesia, mantenemos sus principios e incluso su recuerdo.

3. Muchos ven el núcleo de estas preguntas en la relación existente entre la Iglesia y la moderna ciencia de la naturaleza, sintiéndose todavía un tanto molestos por los conocidos conflictos que surgieron al inmiscuirse la autoridad eclesiástica en el proceso de los adelanto» del saber científico. La Iglesia lo recuerda y lo lamenta; hoy conocemos el error y los defectos de aquel proceder. Podemos decir que tales conflictos han quedado superados gracias a la fuerza convincente de la ciencia, gracias ante todo al trabajo de una teología científica que, liberada de ataduras históricas, intenta una comprensión más profunda de la fe. Desde el Concilio Vaticano I el Magisterio de la Iglesia ha recordado de manera constante y de modo diverso —finalmente y de un modo explícito en el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes
GS 36)— aquellos principios que se podían ya percibir en la obra de Alberto Magno. Allá se señalaba expresamente la distinción entre los dos órdenes de conocimiento, el de la fe y el de la razón; se reconocía la autonomía y la libertad de las ciencias y se optaba por la libertad en la investigación. Nosotros no tememos, es más, damos por excluido el que una ciencia que se apoye en principios racionales y proceda con un método seguro pueda obtener resultados que entren en conflicto con la verdad de la fe. Esto podría suceder únicamente en caso de que se descuidara o se negara la diversidad existente en los dos órdenes de conocimiento.

Estas observaciones, que los científicos deben tener en cuenta, podrían contribuir a superar ese defecto histórico en la relación entre la Iglesia y la ciencia natural, posibilitando a su vez un diálogo mutuo y armonioso, como el que en múltiples campos se viene ya realizando. Se trata no sólo de superar el pasado, sino de dar solución a los nuevos problemas que las ciencias plantean a toda la cultura de nuestro tiempo.

El conocimiento científico de orden natural ha contribuido a una reorganización profunda de la técnica humana. Consecuentemente, las condiciones de la vida humana sobre la tierra han sufrido también un cambio extraordinario y han ido mejorando sucesivamente. El progreso del conocimiento científico ha venido a ser el motor de un progreso cultural común. La transformación mundial en el aspecto técnico constituyó para muchos el sentido y el objetivo último de la ciencia. Hoy se puede observar que el progreso de la civilización no siempre mejora las condiciones de vida. Hay consecuencias espontáneas e imprevisibles que pueden llegar a ser perniciosas y peligrosas. Menciono sólo el problema ecológico, originado precisamente por el progreso de la industrialización técnica y científica. Surgen, pues, serias dudas de que el progreso sirva en general al hombre. Tales dudas restan valor a la ciencia, entendida ésta desde el punto de vista técnico. Su sentido, su finalidad, su importancia para el hombre queda en interrogante.

Este interrogante cobra un peso especial ante la aplicación del pensamiento científico al hombre. Las así llamadas ciencias humanas han aportado ciertamente importantes y continuos conocimientos sobre la actuación y el comportamiento del hombre. Sin embargo, en una cultura determinada por la técnica ellas corren el peligro de ser utilizadas abusivamente para manipular al hombre, para dominarlo económica y políticamente.

Si la ciencia es entendida fundamentalmente como "ciencia técnica", se la puede concebir como la búsqueda de un sistema que conduzca a un triunfo técnico. Aquello que conduce al éxito vale como "conocimiento". El mundo presentado a la ciencia viene a ser como una simple suma de fenómenos sobre los que puede trabajar; su objeto, un conjunto funcional que se investiga únicamente por su funcionalidad. Tal ciencia podrá concebirse incluso como simple función. El concepto de verdad resulta superfluo; a veces se prescinde expresamente de él. La razón misma aparecerá finalmente como simple función o como instrumento de un ser, cuya existencia tiene sentido fuera del campo del conocimiento y de la ciencia; tal vez en el simple hecho de vivir.

Nuestra cultura está impregnada en todos sus sectores de una ciencia que procede de una perspectiva funcional. Esto vale también para el sector de los valores, de las normas y, sobre todo, de la orientación espiritual. Precisamente aquí la ciencia topa con sus propias limitaciones. Se habla de una crisis de legitimación de la ciencia, de una crisis de orientación en toda nuestra cultura científica. ¿Dónde está el núcleo de la ciencia? La ciencia misma no puede dar una respuesta completa a la pregunta suscitada en esta crisis, a la pregunta por el sentido. Las afirmaciones científicas son siempre particulares. Sólo llegan a ser adecuadas si reciben un determinado perfeccionamiento. Están en un proceso de desarrollo y en este proceso son corregibles y perfeccionares. Pero sobre todo, ¿cómo puede constituir el resultado de un proceso científico algo que se pone como base de dicho proceso y que por lo tanto es ya un presupuesto del mismo?

561 La ciencia por sí sola no puede dar respuesta al problema del significado de las cosas; esto no entra en el ámbito del proceso científico. Sin embargo, esa respuesta no admite una dilación ilimitada. Sí la difundida confianza en la ciencia queda frustrada, entonces surge fácilmente una actitud de hostilidad hacia la misma ciencia. En este espacio vacío irrumpen inmediatamente ciertas ideologías. Ellas adoptan a veces una actitud sin duda "científica"; pero su fuerza de convicción radica en la apremiante necesidad de una respuesta al problema del sentido de las cosas y en el interés por una transformación social o política. La ciencia funcionalística, que no tiene en cuenta los valores y que es extraña a la verdad, puede entrar al servicio de tales ideologías; una razón que es ya solamente instrumental corre el peligro de quedar esclavizada. Finalmente, en estrecha conexión con esta crisis de orientación cultural está también el resurgimiento de nuevas supersticiones, de sectas o de las así llamadas "nuevas religiones".

Esta desviaciones pueden ser previstas y evitadas desde la fe. Ahora bien, esa crisis común afecta igualmente al científico creyente. Tendrá que preguntarse por el espíritu y la orientación en que él mismo desarrolla su ciencia. Tendrá que proponerse, inmediata o mediatamente, la tarea de revisar continuamente el método y la finalidad de la ciencia bajo el aspecto del problema relativo al sentido de las cosas. Todos nosotros somos responsables de esta cultura y se nos exige nuestra colaboración para que la crisis sea superada.

4. En esta situación la Iglesia no aconseja prudencia y precaución, tino valor y decisión.

Ninguna razón hay para no ponerse de parte de la verdad o para adoptar ante ella una actitud de temor. La verdad y todo lo que es verdadero constituye un gran bien, al que nosotros debemos tender con amor y alegría. La ciencia es también un camino hacia lo verdadero; pues en ella se desarrolla la razón, esa razón dada por Dios que, por su propia naturaleza, está determinada, no hacia el error, sino hacia la verdad del conocimiento.

Esto tiene que servir también para la ciencia orientada en una dirección técnica y funcional. Concebir el conocimiento sólo como "método hacia el éxito" es simplificarlo demasiado. Lo contrario es, sin embargo, legítimo: concebir el éxito como una prueba para valorar el conocimiento del que procede. No podemos ver el mundo técnico, obra del hombre, como un dominio totalmente alejado de la verdad. Tampoco es éste un mundo completamente vacío de sentido. No se puede negar que las condiciones humanas de vida han mejorado de manera decisiva. Por otra parte, las dificultades originadas por las consecuencias nocivas del progreso de la civilización técnica no pueden hacer olvidar los bienes aportados por este mismo progreso.

No hay ningún motivo para ver nuestra cultura técnica y científica como algo contrario al mundo creado por Dios. Es evidente que el conocimiento científico puede ser utilizado tanto para el bien como para el mal. Quien investiga sobre los efectos del veneno podrá emplear ese conocimiento bien para salvar o bien para matar. Pero debe estar perfectamente claro el punto de referencia al que debemos mirar para distinguir el bien del mal. La ciencia técnica, orientada a la transformación del mundo, se justifica por su servicio al hombre y a la humanidad.

No puede decirse que el progreso haya ido demasiado lejos cuando todavía viven muchos hombres, pueblos enteros, en condiciones deprimentes e incluso inhumanas, que pueden ser mejoradas con la ayuda de los conocimientos técnico-científicos. Ante nosotros hay todavía tareas inmensas, a las cuales no nos podemos sustraer. Llevarlas a cabo es un servicio de fraternidad para con el prójimo; pues a él, como necesitado, le debemos esa obra de misericordia que socorre su necesidad.

Prestamos al prójimo un servicio fraternal porque en él reconocemos esa dignidad que, como persona moral, le pertenece; hablamos de dignidad personal. La fe nos enseña que lo característico del hombre está en ser imagen de Dios. La tradición cristiana añade que el hombre es un ser para sí mismo, no un medio para otro fin cualquiera. La dignidad personal del hombre es, por ello, la instancia por la que ha de juzgarse, fuera de toda aplicación cultural, el conocimiento técnico-científico. Esto tiene una importancia singular cuando el mismo hombre se convierte cada vez más en objeto de investigación, en objeto de técnicas humanas. No es que ello sea en sí algo prohibido; el hombre es también "naturaleza". Pero, ciertamente, de aquí surgen serios peligros y problemas que, en base al desarrollo mundial de la civilización técnica, sitúan ya hoy a la mayoría de los pueblos ante tareas totalmente nuevas. Estos peligros y problemas son desde hace tiempo objeto de una discusión internacional. Ello demuestra la profunda conciencia de responsabilidad que tiene la ciencia actual; demuestra a su vez que esta ciencia se hace cargo de esas preguntas fundamentales y que se esfuerza por llegar a una solución a través de medios científicos. Las ciencias humanas y sociales, pero también las ciencias culturales, no así la filosofía y la teología, han estimulado de múltiples maneras en el mundo científico-técnico la reflexión del hombre moderno sobre sí mismo y sobre su existencia. El espíritu de la conciencia moderna, que promueve el desarrollo de las ciencias naturales, se ha propuesto también como objetivo la investigación científica del hombre y de su entorno vital, tanto social como cultural. Con ello ha venido a la luz una profusión casi inimaginable de conocimientos, los cuales influyen necesariamente en la vida pública y privada. El sistema social de los estados actuales, los centros de sanidad y de formación, los proyectos económicos y las empresas culturales llevan en diverso modo el influjo de estas ciencias. Pero de aquí se deduce que la ciencia no anula al hombre. También en la cultura técnica puede el hombre permanecer libre, tal como corresponde a su dignidad; es más, el sentido de esta cultura tiene que ser precisamente el de acrecentar en él la libertad.

La valoración de la dignidad personal del hombre y de su decisivo significado no es ya solamente posible a través de la fe; en esa valoración interviene también la razón, la cual es capaz de discernir lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, y de reconocer la libertad como condición fundamental de la existencia humana. Es un signo confortante de que la razón sobrepasa lo mundano. Lo mismo hay que decir sobre la idea relativa a los derechos humanos, idea a la que ni siquiera pueden sustraerse aquellos que obran en contra de ella. Existe, pues, esperanza, y queremos alentar esta esperanza.

Se multiplican también las voces que no están dispuestas a conformarse con la limitación inmanente de las ciencias y que se preguntan por una verdad total, en la que la vida humana quede colmada. Es como si el saber y la investigación científica se abrieran a lo ilimitado, pero una y otra vez volvieran incesantemente a su situación originaria. La antigua pregunta por la relación entre ciencia y fe no ha quedado superada con el desarrollo de las ciencias modernas, al contrario; precisamente en un mundo cada vez más científico descubre toda la importancia y la fuerza vital que encierra.

5. Hasta ahora hemos hablado prevalentemente de la ciencia, puesta al servicio de la cultura y, con ello, al servicio del hombre. Sería, sin embargo, demasiado poco limitarse a este aspecto. En presencia de la crisis nos es necesario recordar que la ciencia no es sólo un servicio para otros fines. El conocimiento de la verdad lleva en sí mismo su propio sentido. Es una realización de carácter humano y personal, un bien humano de alta estima. La pura "teoría" es incluso un modo de "praxis" humana y al creyente le espera una "praxis" suprema, una praxis que le une para siempre con Dios: es la visión, que es, pues, una "teoría".

562 Hablábamos de la "crisis de legitimación de la ciencia". Sí; la ciencia tiene su sentido y su derecho si es reconocida como ciencia capaz de tender a la verdad, y la verdad es reconocida a su vez como un bien humano. Entonces queda justificada también la exigencia de la libertad de ciencia ante la verdad, porque, ¿cómo podrá un bien humano conseguir su realización sino a través de la libertad? La ciencia tiene que ser libre también en el sentido de que su desarrollo no puede quedar determinado por fines inmediatos, por ventajas sociales o por intereses económicos. Esto no significa que ella tenga que estar separada por principio de la praxis. Pero para tender a la praxis tiene que estar previamente determinada por la verdad, tiene que ser por tanto libre para la verdad.

La ciencia libre, comprometida únicamente con la verdad, no se deja aprisionar por el modelo del funcionalismo u otro modelo que limite la comprensión de la racionalidad científica. La ciencia tiene que estar abierta, tiene que ser también pluralista; no tenemos por qué temer ante la pérdida de una orientación unitaria. Tal orientación está presente en el trinomio de la razón personal, la libertad y la verdad; aquí es donde arraiga y se afianza la pluralidad de perspectivas concretas.

No tengo intención de considerar ahora la ciencia de la fe en el horizonte de una racionalidad así entendida. La Iglesia desea una investigación teológica autónoma, distinta del Magisterio eclesiástico, pero conscientemente comprometida con él en el servicio común a la verdad de la fe y al Pueblo de Dios No habrá que excluir que surjan tensiones e incluso conflictos. Tampoco esto hay que excluirlo nunca de la relación entre Iglesia y ciencia. El fundamento está en la limitación de nuestra razón, que en su campo tiene los propios límites y que, por ello, está expuesta al error. Sin embargo, siempre podemos tener la esperanza de una solución conciliadora si construidnos sobre la base de esa capacidad que posee la razón de tender a la verdad.

En tiempos pasados los defensores de la ciencia moderna lucharon contra la Iglesia con el siguiente lema: razón, libertad y progreso. Hoy, ante la crisis del sentido de la ciencia, ante las múltiples amenazas para su libertad y ante las dudas que el progreso suscita, los frentes de la lucha se han cambiado. Hoy es la Iglesia la que entra en batalla,

— por la razón y la ciencia, a quien ésta ha de considerar con capacidad para la verdad, capacidad que la legitima cómo acto humano;

.— por la libertad de la Ciencia, mediante la cual la ciencia misma adquiere su dignidad como bien humano y personal;

— por el progreso al servicio de la humanidad, la cual tiene necesidad de la ciencia para asegurar su vida y su dignidad.

Con esta tarea la Iglesia y los cristianos están en el centro de la división de nuestro tiempo. Una solución segura a las apremiantes preguntas por el sentido de la existencia humana, por la importancia de la acción y por las perspectivas de una esperanza en crecimiento es solamente posible en la unión renovada del pensamiento científico con la fuerza de la fe. que impulsa al hombre hacia la verdad. La lucha por un nuevo humanismo sobre el que pueda fundamentarse el desarrollo del tercer milenio tendrá éxito sólo si en ella el conocimiento científico entra de nuevo en relación viva con la verdad, la cual se revela al hombre como regalo de Dios. La razón humana es un grandioso instrumento para el conocimiento y la configuración del mundo. Sin embargo, para llevar a su realización el amplio abanico de todas las posibilidades humanas, ella necesita una apertura a la palabra de la verdad eterna, que en Cristo se ha hecho hombre.

Al principio decía que este encuentro de hoy debe ser un signo de esa disponibilidad al diálogo que entre ciencia e Iglesia existe. Con estas reflexiones, ¿no queda patente la urgencia de ese diálogo? Ambas partes debieran proseguirlo con serenidad, atención y constancia. Nos necesitamos mutuamente.

Desde hace siglos se conservan y se veneran en esta catedral los restos de unos sabios que, al comienzo de la nueva era iniciada con la Encarnación de Dios, se preocuparon por rendir homenaje al verdadero Señor del mundo. Estos hombres, en los que se concentraba el saber de su tiempo, se convirtieron así en ejemplo de todos los que buscan la verdad. La ciencia alcanzada con la razón encuentra su plenitud en la contemplación de la verdad divina. El hombre que camina hacia esta verdad no sufre pérdida alguna de su libertad, sino que es conducido a la libertad plena y la realización total de una existencia verdaderamente humana en la entrega confiada al Espíritu que se nos ha dado mediante la obra redentora de Jesucristo.

A los científicos, a los estudiantes y a todos ustedes, a todos los aquí reunidos, les pido que en sus esfuerzos por el conocimiento científico no pierdan nunca de vista el último objetivo de su trabajo y de toda su- vida Para ello les recomiendo especialmente dos virtudes: la virtud de la valentía, capaz de proteger la ciencia en un mundo titubeante, alejado de la verdad y necesitado de sentido, y la virtud de la humildad, con la que reconocemos la limitación de la razón ante una Verdad que la desborda. Son las dos virtudes de Alberto Magno.







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