Discursos 1980 562


VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LAS ORGANIZACIONES ECLESIALES DE AYUDA


563

Museo de la catedral de Osnabrück

Domingo 16 de noviembre de 1980



Queridos hermanos y hermanas:

Como ya puse ayer de relieve en el momento de mi llegada a vuestro país, quiero que mi visita pastoral sea también expresión del reconocimiento y agradecimiento a los obispos, sacerdotes y laicos de vuestra Iglesia por el interés y generosidad con que hacen propias las necesidades de los hermanos y hermanas que, más allá de vuestras fronteras, se encuentran en las partes menos privilegiadas del mundo.

Mi sincero agradecimiento se dirige también a vosotros que representáis las diversas obras e iniciativas que tanto los obispos como las órdenes religiosas y los laicos han creado y continuamente sostienen para el servicio de la Iglesia universal: "Misereor", "Adveniat" "Missio", la Asociación de Cáritas Alemana y la Obra de San Bonifacio, por citar sólo las más importantes. Asimismo quisiera agradecer la contribución de los católicos alemanes en favor de los fondos de ayuda europea y de ayuda a los sacerdotes del Este.

La Iglesia universal se realiza en las Iglesias particulares que se encuentran en mutua comunión. Las obras e iniciativas que vosotros representáis han contribuido en gran medida a la profundización del espíritu de fraternidad entre los hombres. Conservad siempre, queridos hermanos y hermanas, y pedid continuamente a los fieles esta disposición para ayudar a los demás y estos sentimientos de dimensiones universales, que proceden de un corazón bueno y fraterno, al que el Señor concede la alegría de compartir su pan con los pobres y su fe en Cristo con todos los pueblos de la tierra. Que en este empeño os fortalezca Cristo el Señor con mi especial bendición apostólica.







VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA


A LOS EMIGRANTES POLACOS


Plaza de la catedral de Maguncia,

Domingo 16 de noviembre de 1980



Queridos connacionales,
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Doy gracias a la Divina Providencia y a los hombres por el hecho de que durante esta peregrinación por tierra alemana pueda encontrarme con mis connacionales, a quienes aquí en Alemania les ha tocado vivir y trabajar, crear su historia, la de sus familias, la del país y, al mismo tiempo, la historia de la salvación. Esa historia de los caminos de Cristo hacia el hombre y de los caminos del hombre hacia Dios es decisiva para el hombre, y solamente en ella puede el hombre encontrarse plenamente a sí mismo, considerar el valor y las posibilidades de su corazón y hallar un justo puesto en el mundo.

564 Precisamente esos caminos divinos de la salvación, de la gracia, de la potencia y del amor son los que deseamos volver a encontrar a lo largo de toda esta peregrinación, junto con la Iglesia en Alemania, con sus Pastores y sus fíeles, con nuestros hermanos en la fe en Cristo, y también con todos los hombres de buena voluntad.

2. Hallándonos ante esta milenaria catedral de Maguncia que, a lo largo de muchos siglos, fue escenario de las coronaciones de emperadores y de reyes, no se puede dejar de pensar en todo el proceso histórico de la formación de la convivencia de los pueblos en la Europa cristiana; especialmente cuando, en el horizonte de la historia, nacían a la existencia autónoma nuevas naciones, nuevos países que conquistaban, muchas veces a gran precio, su puesto en Europa, en el mundo y en la historia.

Conocemos ese proceso, sus luces y sus sombras, y sabemos que ni ha sido ni sigue siendo fácil. Sabemos que la cercanía geográfica, la vecindad, deben y pueden ser una bendición, pero, como todo lo que es humano, pueden también llegar a ser una maldición. Si esto es así, ello quiere decir que hay una tarea que realizar, una tarea ante cada uno de los hombres y también ante las naciones enteras. Así lo comprendía ya el segundo soberano de la historia de Polonia, el rey Boleslao Chrobry, que mediante la alianza con el emperador Otón III, introdujo a Polonia, como un miembro de pleno derecho, en la latina sociedad cristiana de Europa.

3. Solamente los hombres santos son capaces de construir puentes estables entre las naciones, porque solamente los santos fundan su actividad sobre el amor; sobre el amor del hombre, porque construyen su vida y el futuro sobre Dios. "La caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce... porque Dios es amor" (
1Jn 4,7-8). Solamente lo que es construido sobre Dios, sobre el amor, es durable, como lo atestigua la veneración de que todavía sigue siendo objeto, en Trzebenica, la tumba de Santa Eduvigis, Patrona de la reconciliación.

Si el lugar de los creyentes y de los santos es ocupado por hombres sin Dios, entonces el egoísmo y el odio dictan su ley, como lo testimonia la sucesiva historia de la convivencia entre las naciones alemana y polaca.

4. En el transcurso de la historia, entre los acontecimientos que se suceden, entre las decisiones políticas, entre el odio o la amistad, en medio de todo ello son los hombres concretos quienes quieren vivir, desarrollarse, mantener la propia identidad, los derechos, la libertad, la fe, la dignidad: a éstos dirijo sobre todo mi pensamiento durante el presente encuentro.

En el siglo pasado, muchos polacos vinieron a Alemania por motivos económicos. Con un difícil y fatigoso trabajo, contribuyeron al desarrollo económico del país, que les ofreció trabajo y pan.

Después de la primera guerra mundial y después de haber recobrado Polonia la independencia, muchos de ellos permanecieron aquí. Y en los territorios limítrofes quedó un gran número de polacos que ya habitaban allí antes. Se organizaron en una Federación cultural polaca con el fin de fomentar la tradición y la cultura cristiana y polaca. Crearon diversas Organizaciones que casi siempre estaban dirigidas por sacerdotes, y que tenían gran solicitud por una armónica convivencia y por el vínculo cristiano del amor.

No era aquella una vida fácil. Quizá vosotros mismos, o vuestros padres, habéis estado expuestos a no pocas humillaciones y habéis sufrido, tanto por la religiosidad como por la actitud patriótica.

5. Los acontecimientos de la última guerra mundial influyeron seriamente sobre la convivencia de las naciones. Produjeron muchos sufrimientos, daños y desgracias.

Esos acontecimientos hicieron que, al concluir las actividades bélicas, se encontraran en territorio alemán casi dos millones de polacos. Algunos padecieron el infierno de los "lager"; otros, por el peso del enorme trabajo y otros también llevados por los acontecimientos de la guerra, no pudieron por diversos motivos, regresar a su patria. Pero no se rindieron a la desesperación. A pesar de las difíciles pruebas y aventuras, a pesar de la grave situación material debida a la destrucción de la guerra, supieron organizarse rápidamente.

565 Es un gran mérito de los sacerdotes polacos. Tras sufrir hasta el agotamiento en los campos de concentración, se dedicaron a organizar la vida religiosa para sus connacionales. Después de las terribles aventuras de la guerra, había que reconstruir de nuevo la fe; la fe en Dios y la fe en el hombre. Había que reconstruir de nuevo la confianza en el hombre, la fe en la propia dignidad humana. Y todo eso se podía hacer sobre el fundamento de Cristo, porque solamente sobre sus enseñanzas, sobre la ética cristiana del amor, de la conversión y del perdón se podía construir el futuro y la nueva convivencia interhumana. Es un gran mérito precisamente de esos sacerdotes, ex-prisioneros de los campos de concentración, si entre la gente que allí estuvo, al volver a la vida normal, fueron muchos los que no se rindieron en el período difícil, bajo cualquier aspecto, que siguió a la guerra, sino que encontraron de nuevo la fe, la dignidad y el amor.

6. Todos vosotros, independientemente de las circunstancias y del tiempo de vuestra llegada, escribís aquí vuestra historia, aquí lleváis adelante vuestro diálogo con Dios, con el hombre, con el mundo. Queréis ser ciudadanos plenamente válidos y contribuir al desarrollo del país en que vivís. Queréis asegurar un futuro mejor a vuestros hijos y nietos. Aquí cada uno de vosotros imprime y deja una huella irrepetible de su existencia, de su vida, de su fe, de sus opciones, de sus decisiones. Cada uno debe, por tanto, proteger, estudiar y desarrollar cuanto hay en él, lo que hay dentro, lo que está escrito en su corazón; debe recordarse del suelo y de la herencia en que ha crecido, que lo ha formado y que constituye una parte integrante de su psique y de su personalidad.

Con ese espíritu se expresan los obispos de nuestro continente en el mensaje dirigido al mundo con ocasión del año jubilar de San Benito, Patrono de Europa. Allí leemos, entre otras cosas: "La libertad y la justicia exigen que los hombres y los pueblos tengan un espacio suficiente en que cultivar sus específicos valores. Cada pueblo y cada minoría étnica tienen su propia identidad, su propia tradición, su propia cultura. Esos valores particulares tienen grandísima importancia para la promoción humana y para la paz" (Solemne declaración de los obispos europeos, 28 de septiembre de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 9 de noviembre de 1980, pág. 8).

También la verdad revelada llega al hombre en el marco de una determinada cultura. Existe, por tanto, el gran peligro de que el abandono de los valores heredados de la cultura pueda en consecuencia conducir a la pérdida de la fe, especialmente cuando los valores de la cultura del nuevo ambiente no tienen el carácter cristiano que distingue la cultura nativa.

7. Existe también otro peligro. Hay que estar atentos a no dejarse fascinar irrazonablemente y a no dejarse atraer por la civilización técnica con el simultáneo riesgo para la fe, para la capacidad de amar; en una palabra, para todo cuanto afecta al hombre, a la plena dimensión del hombre, a su vocación.

Precisamente el arraigo en la tradición, en la cultura impregnada, como la polaca, de valores religiosos, hará que la "egoísta cultura y la egoísta tecnología del trabajo no lleguen a reducir al hombre al papel de mero instrumento de trabajo" (cf. Discurso en São Salvador da Bahia; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 20 de julio de 1980, pág. 12). Del valor del hombre, en definitiva, decide lo que él es, no lo que él tiene. Y si el hombre está dispuesto a perder su dignidad, su fe, la conciencia nacional, solamente para tener más, tal actitud no puede conducir a otra cosa que al desprecio de sí mismo.

En cambio, el hombre consciente de su identidad que procede de la fe y de la cultura cristiana de sus abuelos y de sus padres, conservará su dignidad encontrará el respeto de los demás y será miembro de pleno valor en la sociedad en que vive.

8. Una de las características más profundas de la religiosidad polaca es la devoción y el culto a María, Madre de Dios.

También aquí en Alemania, por dondequiera que se han instalado los polacos, han llevado en el corazón el amor í la Madre y le han confiado su tuerte. Se vio de modo especial en el periodo sucesivo a la segunda guerra mundial. Una de las primeras iniciativas pastorales fueron las peregrinaciones a santuarios marianos en Alemania. Hasta ahora, habéis ido cada año, en peregrinación, a Neviges, a Santa María Buchen en Altötting, u otros lugares, como por ejemplo, por las fiestas de Hannover.

En todos esos santuarios, así como en las iglesias en que os reunís regularmente, se encuentran imágenes de la Virgen de Czestochowa. Su efigie ha sido vista en casi todos vuestros estandartes. La Virgen Negra de Jasna Góra os habla del amor de Dios y os recuerda la tierra donde están vuestras raíces. Vosotros rezáis ante Ella, le confiáis vuestras familias, especialmente en este período en que la imagen de la Virgen de Czestochowa está visitando todos los centros pastorales de los polacos en Alemania. María, que en el momento de la Anunciación creyó en la palabra, fue la primera creyente de la Nueva Alianza, la Madre de nuestra fe; y Ella nos conduce al conocimiento más completo del Dios único en la Trinidad de las personas.

9. Encontrándome aquí hoy ante vosotros, no puedo olvidar que nuestro precedente encuentro tuvo lugar en septiembre de 1978. Estuvimos aquí entonces junto con el primado que presidía la Delegación de obispos polacos invitada por los obispos alemanes. El punto central del encuentro con los connacionales fue el santuario de la Madre de Dios en Neviges. Todo esto tuvo lugar pocas semanas después de la elección de Juan Pablo I. Según la opinión humana, nadie podía prever que muy pronto me habría tocado a mí ser su sucesor en la Sede de San Pedro en Roma. Esa circunstancia imprime un especial significado a aquel encuentro.

566 Pero una vez más quiero volver a algunos años antes. En 1974, también entonces en septiembre, participé en Francfort a la conmemoración de las bodas de oro sacerdotales del llorado mons. Edward Lubowiecki (protonotario apostólico), que fue un íntimo colaborador antes de la guerra, del gran metropolitano de Cracovia, el cardenal Adam Stefan Sapieha y, después de la liberación del campo de concentración, se quedó aquí, primero como vicario general del arzobispo J. Gawlina, y luego como visitador canónico de los polacos en Alemania. Se me ha quedado grabada en la memoria aquella fecha, con el recuerdo de la figura del cardenal J. Döpfner, tan prematuramente fallecido, el cual quiso celebrar conmigo la Santa Misa en Dachau. Recordando la figura de mons. Lubowiecki, deseo al mismo tiempo formular mis mejores votos de bendición divina al actual rector de la Misión Católica Polaca, rvdo. Stefan Leciejewski, a todos los sacerdotes, a las religiosas y expreso mi más cordial "Szczesc Boze" a todos los connacionales.

Os agradeceré siempre vuestras oraciones.

De corazón imparto la bendición apostólica a vosotros aquí presentes, y a cuantos no han podido venir; a vuestras familias y a vuestros seres queridos. Con los más cordiales sentimientos abrazo a los enfermos y a las personas ancianas, a los solitarios, a los abandonados y a los olvidados por los demás.

Saludo y bendigo vivamente a los jóvenes y a los niños.

La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros.









VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA


A LOS REPRESENTANTES DEL CONSEJO


DE LA IGLESIA EVANGÉLICA DE ALEMANIA


Museo de la catedral de Maguncia

Lunes 17 de noviembre de 1980



Muy Ilustre Señor Presidente del Consejo,
distinguidos miembros del Consejo de la Iglesia evangélica en Alemania,
queridos hermanos en Cristo:

"La gracia y la paz con vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Rm 1,7). Con estas palabras del Apóstol de las Gentes saludo a ustedes y a todos aquellos a quienes ustedes representan. Quiero manifestar mi cordial agradecimiento a todos los que han hecho posible este encuentro en el país en que tuvo origen la Reforma. De modo especial debo agradecer a usted, Señor Presidente del Consejo, sus valiosas palabras, que nos han hecho presente la importancia de esta hora, y todavía más la de nuestra misión cristiana. Con plena conciencia de ello debemos esperar —como un día San Pablo— que nos "consolemos mutuamente" (Rm 1,12).

567 Nuestro encuentro en estas horas de la mañana constituye para mí un símbolo profundo, que querría expresar con las palabras de un viejo himno: "La aurora nace ya en lo alto, como aurora viene El a nosotros; en su Padre enteramente el Hijo y el Padre enteramente en la Palabra" (Laudes, lunes de la segunda semana del ciclo ordinario). Nuestro común deseo es también que Cristo, como luz de la vida y de la verdad, pueda brillar en medio de nosotros y en este país.

Recuerdo en este momento a Martín Lutero que en 1510-1511, como peregrino, pero también buscando y preguntando, llegó a Roma, a las tumbas de los Príncipes de los Apóstoles. Hoy vengo yo a ustedes, a los herederos espirituales de Martín Lutero; vengo como peregrino. Vengo para dar, en un mundo cambiado, un signo de la unidad en los misterios centrales de nuestra fe.

Es mucho lo que nos urge en este encuentro fraterno, mucho más de lo que podamos decir en este breve espacio de tiempo con nuestras limitadas fuerzas. Permítanme expresar para comenzar nuestro diálogo lo que a mí especialmente me mueve. Lo haré en referencia al testimonio de la Carta a loa Romanos, aquel escrito que para Martín Latero era absolutamente decisivo. "Esta epístola es la verdadera función capital del Nuevo Testamento, y el más puro Evangelio", escribía en 1522.

A ejemplo del Apóstol de las Gentes debemos tomar todos conciencia de la necesidad de conversión que todos tenemos. No hay vida cristiana sin penitencia. "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (Unitatis Redintegratio
UR 7). "No nos juzguemos, pues, ya más los. unos a los otros". (Rm 14,13).Por el contrario, nosotros queremos admitir recíprocamente nuestras culpas. Aun en relación a la gracia de la unidad vale la frase: "Todos pecaron" (Rm 3,23). Deberíamos reconocer y decir esto con toda seriedad y extraer las consecuencias pertinentes. Más importante es aún reconocer de corazón las consecuencias que el Señor saca de los fallos humanos. Pablo dice expresamente: "Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). Dios no cesa de "tener de todos misericordia" (Rm 11,32). Dios dona a so Hijo, se dona a Sí mismo, dona perdón, justificación, gracia, vida eterna. Esto es lo que debemos confesar todos juntos.

Ustedes saben que algunas décadas de mi vida han estado marcadas por la experiencia del desafío que el cristianismo recibe del ateísmo y de la incredulidad. Por eso veo cada vez más claro lo que en este mundo significa nuestra común confesión de Jesucristo, de su palabra y de su obra, y en qué medida somos apremiados por los requerimientos de la hora presente a superar las diferencias que separan todavía nuestras Iglesias y a dar testimonio de nuestra creciente unidad.

Jesucristo es nuestra común salvación, El es el único mediador, "a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre" (Rm 3,25). Por El tenemos "paz con Dios" (Rm 5,1), y con cada uno de nosotros y unos con otros. Por la fuerza del Espíritu Santo nos hemos convertido en hermanos suyos, en hijos de Dios de un modo verdadero y esencial. "Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo" (Rm 8,17).

En la consideración de la Confessio augustana y en numerosos contactos, hemos descubierto de nuevo que esto es lo que juntos creemos y confesamos. Ya los obispos alemanes han dado testimonio de ello en su pastoral "Y venga tu Reino" (20 de enero de 1980). Decían a los católicos alemanes: "Nos alegramos no sólo de poder descubrir un consenso parcial en algunas verdades, sino una concordancia en las verdades centrales y fundamentales. Esto nos hace esperar la unidad también en aquellos ámbitos de nuestra fe y de nuestra vida en que hasta el momento estamos separados". La gratitud por lo que permanece y nos une no debe hacernos ciegos para ver todo aquello que todavía nos separa. Debemos tenerlo presente juntos, en la medida de lo posible, no para aumentar las grietas, sino para superarlas. No deberíamos quedarnos con la comprobación: "Así estamos y permanecemos por siempre separados y enfrentados". Unos con otros estamos llamados a esforzarnos por la plena unidad en la fe en un dialogo en la verdad y en el amor. Sólo la plena unidad nos brinda la posibilidad de reunimos en la única mesa del Señor con un mismo espíritu y una misma fe. De qué se trata ante todo en éstos esfuerzos, podríamos dejárnoslo decir por Lutero en sus exposiciones sobre la Carta-a los Romanos de 1516-1517. El enseña que "la fe en Cristo, por la cual somos justificados, no consiste sólo en creer en Cristo o más exactamente en la persona de Cristo, sino en creer en lo que es de Cristo". "Nosotros deberíamos creer en El y en lo que es suyo". A la cuestión "¿qué es esto?", responde Lutero refiriéndose a la Iglesia y a su auténtica predicación. Si las cosas que nos dividen fueran solamente "las ordenaciones eclesiásticas instituidas por los hombres (cf. Confessio augustana, VIII), entonces las dificultades podrían y deberían ser resueltas lo antes posible. Según la convicción católica, el disenso afecta a "lo que es de Cristo", a "lo que es suyo": su Iglesia y la misión de ésta, su mensaje y sus sacramentos, así como los ministerios instituidos para el servicio de la palabra y de los sacramentos. El diálogo conducido después del Concilio nos ha hecho avanzar bastante en relación con todo esto. Precisamente en Alemania se han dado varios pasos importantes. Esto nos debe infundir confianza ante los problemas que quedan aún por resolver.

Debemos continuar el diálogo y los contactos. Las cuestiones que debemos examinar juntos exigen por su naturaleza un estadio más completo de lo que hoy aquí nos es posible hacer. Espero que encontremos caminos comunes para proseguir nuestro diálogo. Ciertamente en esta tarea colaborarán los obispos alemanes y los colaboradores del Secretaríado para la Unión de los Cristianos.

No debemos dejar nada por intentar. Debemos poner en práctica lo que une. Tenemos esta deuda con Dios y con el mundo. "Por tanto, trabajemos por la paz y por nuestra mutua edificación" (Rm 14,19). Cada uno de nosotros debe decir con San Pablo: "¡Ay de mí si no evangelizare!" (1Co 9,16). Hemos sido llamados a ser testigos del Evangelio, testigos de Cristo. A su mensaje corresponde que demos un testimonio común. Permitidme que repita algo que ya dije el 25 de junio de este año con ocasión del aniversario de la Confessio augustana: "La voluntad de Cristo y los signos de los tiempos nos apremian a un testimonio común en una creciente plenitud de la verdad y del amor".

Grandes y difíciles son las tareas que nos enfrentan. Si dependieran sólo de nuestras fuerzas deberíamos desesperarnos. Gracias a Dios "el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza" (Rm 8,26). Confiando en El podemos continuar nuestro diálogo, podemos emprender las tareas que se nos exigen. ¡Comencemos con el más importante de los diálogos, con la tarea más importante, recemos! Ante la incomprensible gracia de Dios recemos con el Apóstol de las Gentes:

"¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Porque, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O, ¿quién fue su consejero? O, ¿quién primero le dio para tener derecho a retribución?. Porque de El, y por El y para El son todas las cosas. A El gloria por los siglos de los siglos. Amén" (Rm 11,33-36).







VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA


A LOS REPRESENTANTES DE OTRAS CONFESIONES CRISTIANAS


568

Museo de la catedral de Maguncia

Lunes 17 de noviembre de 1980

¡Venerados hermanos en Cristo!

"Ved cuán bueno y deleitoso es convivir juntos los hermanos (Ps 133,1). ¿Cómo podríamos todos nosotros, en este momento, no vivir nuevamente la verdad de este Salmo? Nos hemos reunido como hermanos en el Señor. Fraternidad no es para nosotros una palabra vacía ni tampoco un sueño fugaz; es una feliz realidad —aquí, hoy y en cualquier parte donde los cristianos obedecen y siguen a su Señor—. La gracia de Dios nos une con El y entre nosotros. Con el Concilio Vaticano II podemos tener la confianza de que esta unión fraterna que existe entre todos los cristianos" es la "que lleva a la plena y perfecta unidad según Dios" (Unitatis redintegratio UR 5). Todos nosotros estamos resueltos a encontrarnos unidos en la única "Familia Dei"; estamos llamados "a la obra de la salvación y renovación de toda creatura, para que todas las cosas sean instauradas en Cristo y en El formen los hombres una sola familia y un único Pueblo de Dios" (Ad gentes AGD 1).

Toda la alegría suscitada por nuestro encuentro, por nuestra vocación y nuestra misión no nos debe hacer olvidar cuán poco hemos correspondido y correspondemos a la gracia de Dios. A pesar de nuestra profunda unión estamos, de hecho, separados en muchas cosas.

Nuestro encuentro en vuestra patria alemana nos confronta con el evento de la Reforma. Tenemos que pensar en aquello que la precedió y en lo que sucedió después. Si no suprimimos los hechos, nos daremos cuenta de que es la culpa humana la que ha conducido a la desgraciada separación de los cristianos y de que nuestros fallos dificultan siempre de nuevo el progreso hacia la unidad, que es posible y necesario. Quiero expresamente apropiarme lo que mi predecesor Adriano VI, en 1523, reconoció a la Dieta de Nuremberg: "Ciertamente no se ha acortado la mano del Señor, como si El no pudiera salvarnos: es nuestro pecado que nos separa de El... Todos nosotros, prelados y clérigos, nos hemos apartado del camino recto, y hace mucho tiempo que nadie practica el bien" (cf. Sal Ps 14,3). Por eso, todos debemos dar gloria a Dios, y humillarnos ante El. Cada uno de nosotros debe examinar por qué ha caído y juzgarse gustosamente a sí mismo antes de que sea juzgado por Dios en el día de su ira. Con el último Papa alemán, o más bien, holandés, digo: "La enfermedad está profundamente arraigada, y es múltiple; por eso hay que adelantar paso a paso y tratar, primero, con remedios adecuados los males peores y más peligrosos, para no empeorar las cosas más, con una reforma precipitada". Hoy, como entonces, la renovación de la vida cristiana es el primer y más importante paso hacia la unidad. "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (Unitatis redintegratio UR 7).

Mucho de lo que ha sucedido en vuestra patria, en el orden ecuménico, puede contribuir a este esfuerzo por la renovación y unificación. En ello se cuenta el que los separados se encontraran juntos durante los años de comunes sufrimientos y angustias, el martirio de los que ofrecieron su vida por la unidad en Cristo, el prolongado y en buena parte común esfuerzo de estudio, por la unidad cristiana, la preparación conjunta de la versión común de la Sagrada Escritura, los contactos oficiales regulares, los siempre renovados esfuerzos para hacer frente unidos a las exigencias de nuestro tiempo, la reflexión, ecuménicamente inspirada, sobre la intención y el testimonio de la Confessio Augustana y la celebración del 450 aniversario de la misma, el encuentro en la comunidad de trabajo de las Iglesias cristianas "para el testimonio y servicio común" (par. 1, del estatuto de la ACK).

¡Gracias a Dios, de corazón, por todo ello! ¡Que El conceda a todos fuerza y ánimo para no desfallecer en los múltiples esfuerzos por la completa unidad! ¡Que El conceda que la buena semilla crezca y dé abundantes frutos!

Ciertamente lo decisivo dependerá de que nos unamos siempre más "en el testimonio y servicio común". La unidad de la Iglesia pertenece indiscutiblemente a su esencia. Ella no es ningún fin en sí misma. El Señor la da "para que el mundo crea" (Jn 17,21). No escatimemos medios para testimoniar juntos lo que se nos ha dado en Cristo. El es el único "mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2,5). "En ningún otro hay salvación" (Ac 4,12). Todos los pasos dados hacia el centro nos comprometen y, a la vez, nos fortalecen para atrevernos a dar los pasos necesarios en dirección de nuestras hermanas y hermanos. Como el amor del Señor, tampoco el recto servicio en su seguimiento conoce límites. Toca a todas las dimensiones de la existencia humana y a todos los ámbitos de nuestro tiempo. Comprometámonos conjuntamente en pro "de la recta estimación de la dignidad de la persona humana, de la formación del bien de la paz, en la aplicación social continuada del Evangelio, en el desarrollo de las ciencias y de las artes con espíritu cristiano, y también en el uso de toda clase de remedios contra las desgracias de nuestra época, como son el hambre y las calamidades, el analfabetismo y la miseria, la escasez de viviendas y la injusta distribución de los bienes" (Unitatis redintegratio UR 12).

Al traer a la memoria estos requerimientos del decreto sobre el Ecumenismo, quisiera remitir al mismo tiempo a sus últimas palabras. Reconociendo que la "reconciliación de todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humana", el Concilio pone "toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, en la virtud del Espíritu Santo. 'Y la esperanza no quedará fallida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado' (Rm 5,5)" (Unitatis redintegratio UR 24).

Oremos: ¡Señor, danos la fuerza de la esperanza, el fuego del amor, la luz de la fe! Oremos todos juntos como el Señor nos enseñó a orar:

569 "Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Porque tuyo es el reino y el poder y la gloria por siempre. Amén".







VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA


A LOS REPRESENTANTES DE LA COMUNIDAD JUDÍA


Museo de la catedral de Maguncia

Lunes 17 de noviembre de 1980



Shalom!

¡Estimados señores, queridos hermanos!

Os agradezco estas amables y sinceras palabras de saludo. Este encuentro era algo que llevaba muy metido en el corazón dentro del marco de este viaje apostólico, y os agradezco que hayáis aceptado mi deseo. ¡La bendición de Dios venga sobre esta hora!

1. Si los cristianos consideran a todos los hombres como hermanos y se deben comportar según esta apreciación, cuánto más vale este sagrado deber cuando se encuentran con quienes pertenecen al pueblo judío. En la "Declaración sobre las Relaciones de la Iglesia con el Judaísmo", los obispos de la República Federal Alemana han puesto como encabezamiento esta frase: "Quien se encuentra con Jesucristo, se encuentra con el Judaísmo". Querría hacer mía también esta expresión. La fe de la Iglesia en Jesucristo, hijo de David e hijo de Abraham (cf. Mt 1,1), contiene de hecho lo que los obispos llaman en esta Declaración "la herencia espiritual de Israel para la Iglesia" (parte II), una herencia viva que debe ser comprendida y conservada por nosotros, cristianos católicos, en toda su profundidad y riqueza.

2. Las concretas relaciones de fraternidad entre judíos y católicos en Alemania adquieren un valor enteramente especial en el oscuro trasfondo de la persecución y exterminio del judaísmo intentado en este país. Las víctimas inocentes en Alemania y en otras partes, las familias deshechas y dispersas, los valores culturales y los tesoros artísticos aniquilados para siempre, son una trágica demostración del extremo a que pueden conducir la discriminación y el desprecio de la dignidad humana, ante todo si están animados por perversas teorías sobre una supuesta diferente dignidad de las razas y sobre la clasificación de los hombres entre los que valen y merecen la vida, y los que no valen y no merecen la vida. Ante Dios todos los hombres tienen el mismo valor y todos son igualmente importantes.

En conformidad con este espíritu, procuraron también algunos cristianos durante la persecución, frecuentemente con peligro de sus vidas, impedir o aliviar los sufrimientos de sus hermanos judíos. A ellos en esta hora quisiera expresarles mi reconocimiento y gratitud. Como también a aquellos que, como cristianos, afirmando a la vez su pertenencia al pueblo judío, acompañaron hasta el fin a sus hermanos y hermanas por el camino del sufrimiento, como la gran Edith Stein, llamada en religión Teresa Benedicta de la Cruz, cuya memoria se tiene justamente en alta estima.

Quisiera mencionar también a Franz Rosenzweig y a Martin Buber, quienes a través de su creativa producción en lengua hebrea y alemana, han logrado construir un estupendo puente en orden a un más profundo encuentro de ambos campos culturales.

Ustedes mismos han puesto de relieve en su discurso de bienvenida que con múltiples iniciativas, los católicos y la Iglesia han dado una aportación decisiva al establecimiento en este país de una nueva convivencia con los conciudadanos judíos. Este reconocimiento y la necesaria colaboración de ustedes, me llena de alegría. Por mi parte, quisiera expresar también mi admiración agradecida por las pertinentes iniciativas de ustedes, incluida la reciente fundación de vuestro Instituto Superior de Enseñanza en Heidelberg.


Discursos 1980 562