Discursos 1980 591


VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

CEREMONIA DE DESPEDIDA


Aeropuerto Riem de Munich

592

Miércoles 19 de noviembre de 1980



Muy Ilustre Señor Presidente,
venerables cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado,
señoras y señores:

1. Mi viaje pastoral por tierra alemana está tocando a su fin. En el momento de la despedida quisiera expresar mi sincero agradecimiento: mi gratitud a Dios y a los hombres por el don de este acontecimiento único.

Acepte usted, muy Ilustre Señor Presidente, mis más profundas gracias por la acogida extraordinariamente afectuosa que me han dispensado en cada uno de los lugares que he visitado y cada uno de los habitantes de su país.

Un agradecimiento del todo particular querría dirigir a las numerosas personas que han prestado su ayuda, a todos aquellos que con tan gran resultado se han esforzado por llevar adelante la organización externa de este viaje y que seguramente han debido trabajar algunas horas extraordinarias. Pienso en este momento sobre todo en las administraciones locales, en la policía, en los servicios de protección —especialmente los pilotos de los helicópteros—, en el servicio de ayuda de la Orden de Malta, en los encargados del tráfico así como en las comisiones locales de cada una de las diócesis. A todos ustedes les digo de corazón: "Dios se lo pague".

En este viaje hemos recordado las más importantes etapas de la historia de la Iglesia y del pueblo de este país. Soy consciente de que he realizado una peregrinación a través de un país cuyas raíces cristianas se remontan hasta el tiempo de los romanos; un país en el que el santo obispo y mártir Bonifacio puso el fundamento de esta Iglesia local ya en el siglo octavo; un país del cual han surgido en la edad media una serie de Papas y Emperadores, de santos y maestros que han tenido gran importancia histórica. En el país en el que hace 700 años murió San Alberto, apellidado "El Grande" y en el que hace 450 años fue promulgada la "Confessio Augustana".

2. Si pienso con veneración en el lejano pasado y en algunos de sus más grandes hitos, no puedo tampoco relegar los acontecimientos de la historia más reciente. Hace no mucho tiempo he estado también en su país, como arzobispo y cardenal de Cracovia, precisamente en septiembre de 1978, con una delegación de obispos polacos. Aquella visita tuvo lugar sólo unas semanas después de la elección del Papa Juan Pablo I y —quién lo hubiera pensando entonces— sólo unos días antes de su muerte. Nadie podía sospechar que muy pronto la Providencia divina me habría confiado después de él la herencia de la Cátedra de Pedro.

Dos son los motivos que me dan ocasión de aludir a estos acontecimientos lejanos y cercanos, en este momento de la despedida. El primero consiste en el hecho de que aquella visita de los obispos polacos bajo la dirección del Primado de Polonia manifestaba que se había realizado un importante progreso, que todavía continúa, en las relaciones entre su país y el mío: estoy refiriéndome a aquel proceso que tiene como objetivo la superación de las trágicas consecuencias de la segunda guerra mundial, especialmente de aquellas consecuencias que penetran en el corazón de los hombres. Yo las conozco por propia experiencia porque yo he vivido profundamente con mi propio país la cruel realidad de esta guerra mundial. En este contexto experimento una inmensa gratitud por la devolución de la visita que hace poco han efectuado a Polonia un grupo de cardenales y obispos alemanes. Y os estaré muy agradecido a todos vosotros, queridos hermanos, si os seguís esforzando en la profundización de estos contactos. En este momento tenemos presente delante de nuestros ojos la ya milenaria historia, de la Iglesia y del cristianismo en esta nación en la que la vida de sus ciudadanos frecuentemente ha sido muy difícil. Esta nación es la que la divina Providencia os ha dado como más inmediatamente vecina por el lado oriental. El pensamiento fundamental para estas relaciones debería ser siempre la doctrina que expuso el Concilio Vaticano II sobre la recíproca comunicación de bienes entre las Iglesias, que se han enraizado en las diversas naciones, lenguas y relaciones históricas. Una tal comunicación de bienes espirituales pertenece a la esencia de esa "communio" que es propia de la Iglesia de Jesucristo.

593 Sí, efectivamente se trata también de esto. Nosotros debíamos hacer todo lo que estuviese en nuestro poder para dar a la vida y a la convivencia de los hombres y de las naciones de este continente una nueva base y una nueva forma y así poder superar las consecuencias de aquella terrible experiencia de nuestro siglo. Los mártires y los santos de todos los tiempos, hasta el Beato Maximiliano Kolbe, nos han mostrado que "el amor de Cristo es más fuerte", como decía el lema del último "Día de los católicos", celebrado en Berlín. A la luz de este principio fundamental la construcción de un futuro mejor para las naciones y para los hombres es no sólo posible, sino incluso una obligación de enorme peso para nosotros: la más apremiante tarea de nuestro tiempo en este segundo milenio después de Cristo, que ya ha entrado en su último capítulo.

Por eso estoy tan agradecido por la invitación a celebrar este viaje pastoral, que yo debía emprender este año entre ustedes, para ofrecerles mi servicio como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro.

3. El segundo motivo a que aludía antes está en el hecho de que la invitación, que me había dirigido en primer lugar el señor cardenal de Colonia y después todos los cardenales y obispos, significaba para mí no sólo una llamada del pasado lejano y reciente, sino también un desafío para el futuro, cuya orientación está ya indicada en la doctrina y en el espíritu del Concilio Vaticano II. Precisamente en su país, en el que nació Martín Lutero y en el que fue promulgada la "Confessio augustana" hace 450 años, este desafío del futuro me ha parecido extremadamente importante y decisivo.

¿De qué futuro se trata? Se trata de aquel futuro que para nosotros, como discípulos de Cristo, se deriva de la oración de Jesús en el Cenáculo, de esta oración: te ruego. Padre, "para que todos sean uno" (
Jn 17,21). Esta oración del Señor es para todos nosotros la fuente de una nueva vida y de un nuevo anhelo. Como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro me coloco total y absolutamente en la corriente de este anhelo; en él descubro yo la voz del Espíritu Santo y la voluntad de Cristo, a los cuales quiero ser obediente y fiel hasta el final.

Yo quiero servir a la unidad, quiero recorrer todos los caminos por los que Cristo, después de experiencias de siglos y de milenios, nos conduzca hacia la unidad en aquel rebaño en el que sólo El es el único y seguro Buen Pastor.

Por eso era mi gran deseo realizar esta visita precisamente en el año de este significativo aniversario ecuménico. Yo quisiera por tanto agradecer de corazón al Consejo de la Iglesia Evangélica de Alemania y al Círculo de trabajo de las Iglesias cristianas su disposición a tomar parte en el encuentro con el Papa y aceptar en su propio país el diálogo conmigo.

Tengo la firme esperanza de que la unidad de los cristianos en virtud del espíritu de la verdad y del amor se encuentra ya en camino. Sabemos cuán largo ha sido el tiempo de la separación y de la división. No sabemos, sin embargo, cuánto durará el camino hacia la unidad. Pero una cosa sabemos con certeza: Debemos continuar este camino con perseverancia, continuarlo sin detenernos. Mucho debemos hacer para ello, pero sobre todo perseverar en la oración, en una oración íntima y siempre llena de energía. La unidad sólo nos puede ser otorgada como un regalo por el Señor, como fruto de su pasión y de su resurrección en la oportuna "plenitud de los tiempos".

"Vigilad y orad" (Mt 26,41) en el huerto de Getsemaní de las numerosas experiencias de la historia, para que no caigáis en la tentación y para que no os detengáis en el camino.

4. Una vez más quisiera agradecerle de corazón a usted, muy Ilustre Señor Presidente Federal, y a todos los representantes de la autoridad del Estado, la invitación que me han dirigido.

Como despedida expreso mis mejores deseos de bendición para todos los ciudadanos de su país, incluidos todos sus hermanos y hermanas alemanas que viven más allá de las fronteras de su país, y aquellos que a veces desde generaciones emigraron en diversos países de la tierra.

Permítanme que una a estos deseos una invitación y un llamamiento. Desde la última catástrofe bélica, con sus espantosas imágenes, que como un terremoto cayeron sobre Europa y sobre nuestras respectivas patrias, ha pasado ya mucho tiempo. Y sin embargo, este llamamiento debe ser expresado todavía hoy y siempre de nuevo: un llamamiento para un mundo futuro que pueda ser, según las palabras del Concilio Vaticano II, "digno del hombre", y ello para todos los hombres de la tierra. Convendrán ustedes conmigo en que tal deseo representa un desafío. Pues el mundo del hombre y la vida en él sólo pueden llegar a ser dignas del hombre si el hombre mismo se esfuerza constantemente por hacer más digna su propia humanidad en todos los ámbitos y dimensiones de su existencia.

594 Estaré profundamente agradecido a la divina Providencia si este anhelado deseo se realiza en sus corazones y en el mundo que les rodea, si para cada uno en particular y para todos en conjunto llega a hacerse cada vez más realidad en medio de los demás hombres y naciones. Asimismo deberé estar sumamente agradecido si ustedes, hijos e hijas de una nación tan digna de consideración, herederos de una tan magnífica cultura, sucesores de tan grandes personalidades de la historia de Europa y del mundo, se van transformando cada vez más en precursores de aquella civilización del amor que es la única que puede hacer que nuestro mundo sea un mundo digno del hombre.

Ella debería ser la respuesta histórica del futuro a las dolorosas experiencias del pasado. Es éste el deseo que quisiera dirigir indirectamente a toda Europa, dentro de la cual vuestro país ha recibido de la divina Providencia un puesto central. Hay que desear a toda Europa que haga realidad en ella aquella civilización del amor que está inspirada por el Evangelio y que al mismo tiempo es profundamente humana. Ella corresponde a los más profundos deseos y necesidades del hombre, también en la dimensión social de su existencia. En este aspecto la civilización del amor se refiere a aquella forma de coexistencia y de convivencia entre los pueblos en la que Europa formaría una efectiva familia de pueblos. Así como en cualquier familia cada uno de sus miembros encuentra una completa atención y respeto, del mismo modo en esta familia de pueblos todas las naciones —grandes, medianas y pequeñas— deberían ser respetadas. Estas naciones tienen ya su propia larga historia, su plena identidad y su propia cultura. A esta propia madurez histórica corresponde el derecho a la propia autonomía, dentro de la cual, naturalmente, también deberían ser cuidadosamente respetados los derechos de las otras naciones.

En el período histórico que estamos comenzando hay que pensar en el futuro de Europa no desde una posición de fuerza y de prepotencia, ni desde una posición de predominio económico o de interés personal, sino desde la perspectiva de la civilización del amor, que es la que puede hacer posible a cada nación ser plenamente ella misma, permitiendo a la vez al conjunto de las naciones librarse de la amenaza de una nueva guerra y de la recíproca destrucción. El amor permite a todos considerarse efectivamente libres e iguales en dignidad. A este objetivo debe contribuir también la política con un espíritu de solidaridad que haga imposible el que cada uno se sirva del otro en su propio interés. ¡Lo cual excluye también cualquier forma de explotación o de opresión!

Estos son los deseos que quiero expresarles en. los últimos momentos de mi presencia en su país. En ellos incluyo igualmente todo mi agradecimiento por estos días que he podido pasar en su país, entre ustedes.

¡Que Dios bendiga este país y todos sus habitantes!

¡Que Dios bendiga Europa y su futuro!







VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA


A LAS PERSONALIDADES QUE ACUDIERON A RECIBIRLE


AL AEROPUERTO DE ROMA


Miércoles 19 de noviembre de 1980



Señor Ministro,
señores Cardenales,
señores Embajadores,
queridísimos hermanos:

595 1. Al regresar a Roma, mi sede episcopal, después de las vivas emociones de un breve pero intenso viaje, rico de encuentros y diálogos, expreso ante todo gratitud al Señor que me ha permitido visitar a los queridos hermanos de Alemania, y conversar personalmente con ellos y con las más altas autoridades civiles de ese noble país.

He podido así acercarme al alma religiosa y al corazón generoso de ese pueblo, por lo demás bien conocido para mí, admirando sus antiguas tradiciones de fe, sus testimonios de solidaridad humana, la voluntad de un testimonio cristiano cada vez más genuino, y apreciar, además, sus profundos valores éticos, fundamentales para un auténtico progreso civil. Estoy contento de haber podido aceptar la invitación de los obispos y de las supremas autoridades de la República Federal de Alemania para un encuentro tan significativo, realizado con ocasión del VII centenario de la muerte de San Alberto Magno, en cuyo honor he presidido una solemne liturgia en Colonia, donde está sepultado.

2. Entre los momentos más significativos, quiero recordar el encuentro con el mundo de la ciencia, de la cultura y de la vida universitaria, en la catedral de Colonia. Tuvo lugar bajo el signo y en la perspectiva de las enseñanzas del "Doctor universalis", Alberto Magno, personalidad excepcional de estudioso, de maestro, de pastor y de pacificador, convencido defensor de la distinción entre las ciencias humanas, asequibles con la sola luz de la razón, y la teología, ciencia de la Revelación divina. Memorables han sido también bajo el aspecto ecuménico, los encuentros en Maguncia con los representantes de otras Confesiones cristianas y de las Comunidades judías. El encuentro con los hermanos de las otras Confesiones cristianas ha estado inserto en la línea de las conmemoraciones del 450 aniversario de la conocida "Confessio augustana", que constituye también hoy una llamada a los cristianos de buena voluntad para recorrer con clara conciencia el camino de la búsqueda de la verdad y el camino hacia la unión.

Felices han sido además las horas que he pasado con los inmigrantes de varias naciones, entre los que destacaba un nutrido grupo de italianos, que cooperan con su trabajo inteligente al progreso de aquel país en el marco de una nueva creciente mentalidad europea.

Han marcado a esta peregrinación pastoral los encuentros en Fulda con los seminaristas, el clero, la Conferencia Episcopal y las organizaciones de laicos comprometidos en el servicio de la Iglesia y en el apostolado. Tuvieron lugar junto al sepulcro de San Bonifacio, apóstol y organizador de la Iglesia entre los pueblos germánicos, a los que vinculó íntimamente con la Sede Apostólica. Su sepulcro se considera como el centro religioso de la Alemania católica; junto a él se reúne cada año la Conferencia Episcopal, en reconocimiento de los valores de los orígenes y de la perennidad de la obra de ese gran obispo y mártir.

Tengo presente aún ante los ojos las muchedumbres, ya exultantes, ya silenciosas y orantes, además de las ciudades nombradas, de Bonn, Osnabrück, Altötting, y Munich, que han querido expresar su devoción al Sucesor de Pedro, reafirmando su comunión con la Sede Apostólica. Especialmente cercanos a mi corazón están los enfermos que he encontrado a lo largo del itinerario.

3. Al finalizar mi viaje, me complace renovar un saludo de recuerdo y lleno de buenos deseos al pueblo alemán, con un ferviente agradecimiento al Episcopado y a las autoridades civiles por la amable invitación y por la sensibilidad con que han facilitado mi propósito pastoral y han acompañado mi peregrinación.

Y ahora dirijo a usted, Señor Ministro, mi sincero y agradecido aprecio por las nobles y cordiales palabras, con las que ha querido honrar mi regreso, en nombre del Presidente de la República y del Gobierno italiano. Dirijo, además, a cada uno de los presentes un pensamiento respetuoso y agradecido: a los señores cardenales; a las ilustres personalidades del Estado italiano, al representante del señor alcalde de Roma; a los distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático y a cuantos me han recibido con la bienvenida; a a los dirigentes de las sociedades aéreas Lufthansa y Alitalia, a los pilotos y tripulaciones y a todos los que se han afanado por el feliz resultado del viaje.

Elevo, una vez más, mi espíritu agradecido al Señor por la realización de este último esfuerzo pastoral, que deseo contribuya a la paz y a la solidaridad fraterna entre los pueblos de Europa, y os bendigo de corazón a los que estáis aquí presentes, a la Ciudad Eterna y a la querida Italia.








A LOS MIEMBROS DEL MOVIMIENTO NACIONAL ITALIANO


"RENOVACIÓN EN EL ESPÍRITU"


Domingo 23 de noviembre de 1980



Queridísimos hermanos y hermanas:

596 1. Gracias, ante todo, por esta gozosa visita y, en particular, por las oraciones que habéis elevado al Señor por mí y por las responsabilidades de mi servicio pastoral. Os diré con San Pablo, que tenía "un vivo deseo de veros, para comunicaros algún don espiritual, para confirmaros, o mejor, para consolarme con vosotros de nuestra común fe" (Rm 1,11-12).

Esta mañana tengo la alegría de encontrarme con vuestra asamblea, en la que veo jóvenes, adultos, ancianos, hombres y mujeres, solidarios en la profesión de la misma fe, animados por el aliento de una misma esperanza, estrechados juntamente por los vínculos de esa caridad que "se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rm 5,5). Nosotros sabemos que debemos a esta "efusión del Espíritu" una experiencia cada vez más profunda de la presencia de Cristo, gracias a la cual podemos crecer cada día en el conocimiento amoroso del Padre. Por tanto, justamente vuestro Movimiento presta particular atención a la acción, misteriosa pero real, que la tercera Persona de la Santísima Trinidad desarrolla en la vida del cristiano.

2. Las palabras de Jesús en el Evangelio son explícitas: "Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros" (Jn 14,16-17).

Antes de ascender al cielo, Jesús renueva a los Apóstoles la promesa de que serán bautizados "en el Espíritu Santo" (Ac 1,5) y, llenos de su poder (cf. Act Ac 2,2), darán testimonio de El en todo el mundo, hablando en lenguas extrañas según el Espíritu les daba (cf. Act Ac 2,4). En el libro de los Hechos, el Espíritu se presenta activo y operante en aquellos cuyas gestas se narran, ya sean los guías de la comunidad (cf. Act Ac 2,22-36 Ac 4,5-22 Ac 5, Ac 5,31 Ac 9,17 Ac 15, 28, etc. ) o simples fieles (cf. Act Ac 4,31-37 Ac 10,45-47 Ac 13, 50-52, etc. ).

No causa asombro que los cristianos de entonces sacasen de estas experiencias la íntima convicción de que "si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo" (Rm 8,9); y por esto se sintiesen comprometidos a no "apagar el Espíritu" (1Th 5,19), a "no entristecerlo" (Ep 4,30), sino a "dejarse guiar" por El (Ga 5,18), sostenidos por la esperanza de que "quien siembra en el Espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna" (Ga 6,8).

En efecto, Cristo ha confiado al Espíritu la misión de llevar a cumplimiento la "nueva creación", a la que El mismo dio comienzo con su resurrección. Del Espíritu, pues, debe esperarse la progresiva regeneración del cosmos y de a humanidad, entre el "ya" de la Pascua y el "todavía no" de la Parusía.

Es importante que también nosotros, cristianos a quienes la Providencia ha puesto para vivir en los años conclusivos de este segundo milenio, reavivemos la íntima conciencia de los caminos misteriosos a través de los cuales ella persigue su designio de salvación. Dios se ha comunicado irrevocablemente en Cristo. Sin embargo, por medio del Espíritu vive y actúa el Resucitado permanentemente en medio de nosotros y puede hacerse presente en cada "aquí" y "ahora" de la experiencia humana en la historia.

Con gozo profundo y gratitud emocionada renovamos, por tanto, nuestro acto de fe en Cristo Redentor, sabiendo bien que "nadie puede decir Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo" (1Co 12 1Co 3). Es El quien nos reúne en un solo cuerpo en la unidad de la vocación cristiana y en la multiplicidad de los carismas. Es El quien obra la santificación y la unidad de la Iglesia (cf. Pontifical Romano, Rito de la confirmación, Nb 25 Nb 47).

3. El Concilio Vaticano II ha reservado una atención particular a la multiforme acción del Espíritu en la historia de la salvación: ha subrayado la "admirable providencia" con que El impulsa a la sociedad para progresar hacia metas cada vez más avanzadas de justicia, de amor, de libertad (cf. Gaudium et spes GS 26); ha ilustrado su presencia operante en la Iglesia, que está solicitada por El para realizar el plan divino (cf. Lumen gentium LG 17) mediante una comprensión cada vez más profunda de la Revelación (cf. Dei Verbum DV 5,8), conservaba íntegra en el fluir del tiempo (cf. Lumen gentium LG 25 Dei Verbum DV 10) y gracias a un compromiso siempre renovado de santificación (cf. Lumen gentium LG 4, 40, etc.) y de comunión en la caridad (cf. Lumen gentium LG 13 Unitatis redintegratio UR 2,4); finalmente ha puesto de relieve su acción en cada uno de los fieles, a quienes El estimula a un valiente testimonio apostólico (cf. Apostolicam actuositatem AA 3), fortaleciéndoles por medio de los sacramentos y enriqueciéndoles de "gracias especiales, con las que les hace aptos y prontos para ejercer diversas obras y funciones, útiles para la renovación y la mayor expansión de la Iglesia" (Lumen gentium LG 12).

¡Qué perspectivas tan amplias se abren, hijos queridísimos, ante nuestros ojos! Ciertamente, no faltan riesgos, porque la acción del Espíritu se desarrolla en "vasos de barro" (cf. 2Co 4,7), que pueden reprimir su libre expansión. Vosotros conocéis cuáles son: una excesiva importancia dada, por ejemplo, a la experiencia emocional de lo divino; la búsqueda desmedida de lo "espectacular" y de lo "extraordinario"; el ceder a interpretaciones apresuradas y desviadas de la Escritura; un replegarse intimista que rehúye del compromiso apostólico; la complacencia narcisista que se aísla y se cierra... Estos y otros son los peligros que se asoman a vuestro camino, y no sólo al vuestro. Os diré con San Pablo: "Probadlo todo, y quedaos con lo bueno" (1Th 5,21). Es decir, permaneced en actitud de constante y agradecida disponibilidad hacia todo don que el Espíritu desea difundir en vuestros corazones, pero no olvidando, sin embargo, que no hay carisma que no sea dado "para utilidad común" (1Co 12,7). Aspirad, en todo caso, a los "carismas mejores" (ib., v. 31). Y vosotros sabéis, a este propósito, cuál es "el camino mejor" (ib.): en una página estupenda San Pablo señala este camino en la caridad, que, por sí sola, da sentido y valor a los otros dones (cf. 1Co 13).

Animados por la caridad, no sólo os pondréis en espontánea y dócil escucha de aquellos "a quienes el Espíritu Santo ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios" (Ac 20,28), sino que sentiréis también la necesidad de abriros a una comprensión cada vez más atenta de los otros hermanos, con el deseo de llegar a tener con ellos verdaderamente "un solo corazón y una sola alma" (Ac 4,32). De aquí brotará la auténtica renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha deseado y que vosotros tratáis de facilitar con la oración, con el testimonio, con el servicio. La "renovación en el Espíritu", efectivamente, he recordado en la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae, "tendrá una verdadera fecundidad en la Iglesia, no tanto en la medida en que suscite carismas extraordinarios, cuanto si conduce al mayor número posible de fieles, en su vida cotidiana, a un esfuerzo humilde, paciente y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio de El" (Nb 72).

597 Al invocar sobre vosotros y sobre vuestro compromiso la amorosa y asidua protección de Aquella que "por obra del Espíritu Santo, concibió en su seno y dio a luz al Hijo de Dios encarnado" (cf. Le LE 1,35), os concedo de corazón mi bendición apostólica, que gustosamente extiendo a cuantos forman parte del Movimiento y a todas las personas que os son queridas en el Señor.









MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


CON MOTIVO DEL XI CONGRESO EUCARÍSTICO


NACIONAL DE CHILE


24 de noviembre de 1980



Señor Cardenal Enviado Especial,
Venerables Hermanos en el Episcopado,
Amadísimos hijos e hijas,

Se clausura hoy, a la sombra de ese Santuario Mariano de Maipú, que tanto dice al corazón de todo chileno, el XI Congreso Eucarístico Nacional de Chile. El Episcopado le ha dado un lema que me es muy querido y que encierra una vibrante invitación a un comprometido programa de vida: No teman, abran las puertas a Cristo.

En esta solemne circunstancia estoy especialmente con vosotros, uniendo mi devoción a la vuestra, mi homenaje al vuestro, para juntos adorar a Cristo, que en el sacramento de la Eucaristía nos ha dejado el pan de vida eterna, el pan de la hermandad, el alimento para los viandantes hacia la patria final.

Sé que en los meses pasados el Congreso se ha desarrollado en cada diócesis mediante un plan pastoral de evangelización y catequesis, que ha culminado en una solemne Eucaristía. Hoy coronamos esa vivencia eclesial en las diversas comunidades locales con esta celebración final en torno al sacramento del Amor, unidos en estrecha fraternidad con todos los hermanos venidos de las diferentes partes del País y con tantos otros que viven esta jornada, asociados espiritualmente a los actos de clausura del Congreso.

Me complazco en reiterar hoy a vosotros aquella invitación - cuyos ecos llegan aún hasta mí desde los umbrales de mi Pontificado - a desechar todo temor y a abrir totalmente las puertas a Cristo.

Ello quería ser un toque de atención, una llamada, para que los cristianos, las personas de buena voluntad, las sociedades y sistemas se abrieran a la aceptación y respeto de esos valores genuinamente humanos y que hallan su expresión más alta en lo planes divinos. Por ello, muy oportunamente tal invitación se ha hecho principio inspirador de este Congreso que gira en torno a la Eucaristía, manifestación suma del Amor, “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad”.

En efecto, cuando el Señor nos invita a participar en el banquete - una llamada a todos sin distinción - desaparece toda diferencia de raza o clase social, y la participación de todos es idéntica, porque significa y exige la supresión de todo cuanto divide a los hombres, y facilita el encuentro de todos a un nivel más alto, donde toda oposición o diferencia debe quedar superada, donde se venzan obstáculos y se establezcan nuevas relaciones interpersonales e intercomunitarias. Ello debe conducir a la satisfacción de las exigencias de la justicia, precisamente por el establecimiento de esas nuevas relaciones, que la caridad originada en la Eucaristía crea en el interior de la misma comunidad.

598 Efectivamente, la fuerza vital de la Iglesia y la de cada cristiano, hombre o mujer, alcanza su plenitud precisamente en la Eucaristía. Por eso la comunidad cristiana no se edifica y consolida si no tiene su raíz y su quicio en la celebración de la Eucaristía.

Por otra parte, si el culto eucarístico es vivido de veras, cada comunidad, cada cristiano en particular, comprobará que aumenta su conciencia de la dignidad de todo hombre, la cual se convertirá en motivo de una adecuada relación con el prójimo, a nivel personal e institucional.

La Eucaristía es también sacramento de unidad, ya que “nosotros siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros”. Los católicos de Chile os habéis congregado en ese Santuario, para dar testimonio de tal unidad, participando del mismo Cuerpo y Sangre de Cristo, que construyen la Iglesia como auténtica comunidad del Pueblo de Dios. Partiendo de esa unidad profunda que significa y realiza la Eucaristía, es posible llamarnos unos a otros hermanos. ¡Qué profundas consecuencias derivan de aquí para nuestra vida individual y social!

La Eucaristía es asimismo vínculo de caridad que fortalece la vida cristiana en el cumplimiento del amor a Dios y al prójimo, un amor que encuentra su fuente en el Amor por excelencia. En efecto, cada vez que participamos en la Eucaristía de manera consciente, “se abre en nuestra alma una dimensión real de aquel amor inescrutable que encierra en sí todo lo que Dios ha hecho por nosotros los hombres y que hace continuamente”. Como consecuencia, para que la celebración de la Eucaristía sea sincera y plena, debe orientar a cada cristiano hacia la eficaz ayuda a los hermanos, así como a las diversas formas de verdadero testimonio cristiano. Sólo así podrá decirse que el contacto con Cristo le conduce a un abrirse a El y, por El, a todos los demás, al hombre imagen de Dios.

La clausura de este Congreso Eucarístico Nacional en la solemnidad de Cristo Rey es una invitación a abrir de par en par vuestro corazón y vuestra sociedad actual a Cristo, para que, en un clima de constante respeto, individual y social, a los valores religiosos y humanos de cada persona, El establezca su “reino eterno y universal: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz”.

Finalmente, elevo mi plegaria para que la fe cristiana, alimentada en la Eucaristía, inspire la conducta privada y pública en vuestra sociedad, de modo que Chile pueda ir construyendo su futuro en un clima verdaderamente cristiano de concordia, de justicia, de respeto de los derechos de cada uno. Invocando la protección maternal de Nuestra Señora de Maipú, os doy con afecto mi Bendición: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.









ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


AL INSTITUTO SECULAR CRISTO REY


Lunes 24 de noviembre de 1980





Hermanos queridísimos:

1. Estoy muy contento por poderme encontrar con vosotros, que en estos días os habéis reunido en Roma para renovar juntos vuestra profesión de fe cristiana ante las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo, y para celebrar, con intensa espiritualidad, la profesión perpetua, la emisión de votos y la admisión de nuevos socios en el aspirantado de vuestro instituto secular.

Este conjunto de circunstancias me atestiguan tanto la coherencia constante de vuestro benemérito instituto con sus finalidades originarias, como su continuo, fecundo crecimiento interior, así como su generoso compromiso por la venida del Reino de Dios, al que todos vosotros, en la varia y múltiple diversidad profesional de trabajadores, artesanos, empleados, profesores, dirigentes industriales, os habéis dedicado de manera totalmente especial ante Dios y ante la Iglesia.

Por tanto, bienvenidos a la casa del Papa, que os acoge con afecto y os dirige su cordial saludo. Mi pensamiento deferente se dirige al profesor Giuseppe Lazzati, rector magnífico de la Universidad Católica de Milán, en torno al cual, en el lejano 1938, se reunió un grupo de laicos con la clara conciencia y el ardiente deseo de ofrecer al mundo contemporáneo, por laicos que viven en el mundo, un testimonio significativo del mensaje evangélico, vivido en toda su novedad y radicalidad.


Discursos 1980 591