Discursos 1980 647

647 ¿No es verdad que algunos días sentís la tentación de decir, como Felipe y Andrés antes de la multiplicación de los panes: "Esto, ¿qué es para tantos?" (Jn 6,9). Es verdad, ¿qué es esto ante tan inmensas necesidades que los modernos medios de comunicación nos ayudan a descubrir mejor? ¿Qué es esto, sobre todo, ante los medios de que disponen los poderosos, los ricos, los jefes políticos, los que detentan las mayores responsabilidades en el reparto de los bienes, en los preparativos o las decisiones de las guerras? Es verdad que hay que ser humildes, con tanta más razón cuanto que las miserias, las debilidades, los egoísmos y las injusticias las descubrimos también en nosotros. Humildes, pero nunca resignados. Nunca desanimados. Nunca inactivos. Los primeros cristianos no se dejaron desanimar por tales consideraciones, incluso cuando parecían perdidos en el inmenso Imperio Romano, rodeados de otras costumbres. Y tampoco se dejaron desanimar los modernos apóstoles de la caridad. En efecto, el cambio del mundo, que está en las manos de Dios y no sólo en las nuestras, comienza con la conversión de los corazones, del corazón de cada uno, del mío, del vuestro. Comienza por la manera de ser "prójimo", como el samaritano, para el que cada día encuentro en mi camino, o que miro de encontrar. Se trata de instaurar el clima de fraternidad querida por Cristo, de realizar concretamente una parte de él, y de prepararse a asumir mejor el día de mañana vuestras responsabilidades de hombres y de mujeres. Se trata, en una visión de fe, de unir a Cristo Redentor esas oraciones y esos gestos de amor realizados como "Iglesia" y de esperar la gracia de la resurrección que los transfigurará.

Hemos meditado largamente sobre la Iglesia, sobre su misión. Quizás habéis captado mejor de qué modo la Iglesia es nuestra Madre. Y esta maternidad de la Iglesia nos hace volver los ojos y el corazón a María, la Santísima Madre del Divino Redentor. Durante toda su vida, concibiendo a Cristo, sufriendo con El, "cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad... Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia" (Lumen gentium LG 61). Por esto es necesario contemplar continuamente a María para aprender, a ejemplo suyo, a construir la Iglesia; continuamente tenemos que dirigirle nuestras plegarias para insertarnos cada vez mejor en nuestro puesto en la Iglesia.

Hemos evocado, en realidad, la magnífica misión que le ha sido confiada a la Iglesia entera, y, dentro de ella, a cada comunidad eclesial en las que los jóvenes deben insertarse y actuar. Al bendeciros de corazón, pido al Espíritu Santo penetre vuestras almas con su luz y su fuerza. Orad también por la misión que me ha sido confiada por el Señor al servicio de la unidad de los cristianos: "Que todos sean uno... para que el mundo crea".

Amén.











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