Audiencias 1981 7

7 5. Para entender mejor el pensamiento del autor de la primera Carta a los Tesalonicenses, es oportuno tener presente además otro texto, que encontramos en la primera Carta a los Corintios. Pablo expone allí su gran doctrina eclesiológica, según la cual, la Iglesia es Cuerpo de Cristo; aprovecha la ocasión para formular la argumentación siguiente acerca del cuerpo humano: «...Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido” (1Co 12,18); y más adelante: “Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor, y a los que tenemos por indecentes, los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros” (1Co 12,22-25).

6. Aunque el tema propio del texto en cuestión sea la teología de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, sin embargo en torno a este pasaje, se puede decir que Pablo, mediante su gran analogía eclesiológica (que se repite en otras Cartas, y que tomaremos a su tiempo), contribuye, a la vez, a profundizar en la teología del cuerpo. Mientras en la primera Carta a los Tesalonicenses escribe acerca del mantenimiento del cuerpo “en santidad y respeto”, en el pasaje que acabamos de citar de la primera Carta a los Corintios quiere mostrar a este cuerpo humano precisamente como digno de respeto; se podría decir también que quiere enseñar a los destinatarios de su Carta la justa concepción del cuerpo humano.

Por eso, esta descripción paulina del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios, parece estar estrechamente ligada a las recomendaciones de la primera Carta a los Tesalonicenses: “Que cada uno sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto” (1Th 4,4). Este es un hilo importante, quizá el esencial, de la doctrina paulina sobre la pureza.





Febrero de 1981

Miércoles 4 de febrero de 1981

Las enseñanzas de San Pablo sobre la pureza de corazón

1. En nuestras consideraciones del miércoles pasado sobre la pureza, según la enseñanza de San Pablo, hemos llamado la atención sobre el texto de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol presenta allí a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, y esto le ofrece la oportunidad de hacer el siguiente razonamiento acerca del cuerpo humano: "...Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido... Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros" (1Co 12,18 1Co 12,22-25).

2. La "descripción" paulina del cuerpo humano corresponde a la realidad que lo constituye: se trata, pues, de una descripción "realista". En el realismo de esta descripción se entreteje, al mismo tiempo, un sutilísimo hilo de valuación que le confiere un valor profundamente evangélico, cristiano. Ciertamente, es posible "describir" el cuerpo humano, expresar su verdad con la objetividad propia de las ciencias naturales; pero dicha descripción —con toda su precisión— no puede ser adecuada (esto es, conmensurable con su objeto), dado que no se trata sólo del cuerpo (entendido como organismo, en el sentido "somático"), sino del hombre, que se expresa a sí" mismo por medio de ese cuerpo, y en este sentido "es", diría, ese cuerpo. Así, pues, ese hilo de valoración, teniendo en cuenta que se trata del hombre como persona, es indispensable al describir el cuerpo humano. Además, queda dicho cuán justa es esta valoración. Esta es una de las tareas y de los temas perennes de toda la cultura: de la literatura, escultura, pintura e incluso de la danza, de las obras teatrales y finalmente de la cultura de la vida cotidiana, privada o social. Tema que merecería la pena de ser tratado separadamente.

3. La descripción paulina de la primera Carta a los Corintios 12, 18-25 no tiene, ciertamente, un significado "científico": no presenta un estudio biológico sobre el organismo humano, o bien, sobre la "somática" humana; desde este punto de vista, es una simple descripción "pre-científica", por lo demás concisa, hecha apenas con unas pocas frases. Tiene todas las características del realismo común y es, sin duda, suficientemente "realista". Sin embargo, lo que determina su carácter específico, lo que de modo particular justifica su presencia en la Sagrada Escritura, es precisamente esa valoración entretejida en la descripción y expresada en su misma trama "narrativo-realista". Se puede decir con certeza que esta descripción no sería posible sin toda la verdad de la creación y también sin toda la verdad de la "redención del cuerpo", que Pablo profesa y proclama. Se puede afirmar también que la descripción paulina del cuerpo corresponde precisamente a la actitud espiritual de "respeto" hacia el cuerpo humano, debido a la "santidad" (cf. 1Th 4, 3-5, 7-8) que surge de los misterios de la creación y de la redención. La descripción paulina está igualmente lejana tanto del desprecio maniqueo del cuerpo como de las varias manifestaciones de un "culto del cuerpo" naturalista.

4. El autor de la primera Carta a los Corintios 12, 18-25 tiene ante los ojos el cuerpo humano en toda su verdad; por lo tanto, al cuerpo impregnado, ante todo (si así se puede decir) por la realidad entera de la persona y de su dignidad. Es, al mismo tiempo, el cuerpo del hombre "histórico", varón y mujer, esto es, de ese hombre que, después del pecado, fue concebido, por decirlo así, dentro y por la realidad del hombre que había tenido la experiencia de la inocencia originaria. En las expresiones de Pablo acerca de los "miembros menos decentes" del cuerpo humano, como también acerca de aquellos que "parecen más débiles", o bien acerca de los "que tenemos por más viles", nos parece encontrar el testimonio de la misma vergüenza que experimentaron los primeros seres humanos, varón y mujer, después del pecado original. Esta vergüenza quedó impresa en ellos y en todas las generaciones del hombre "histórico", como fruto de la triple concupiscencia (con referencia especial a la concupiscencia de la carne). Y, al mismo tiempo, en esta vergüenza —como ya se puso de relieve en los análisis precedentes— quedó impreso un cierto "eco" de la misma inocencia originaria del hombre: como un "negativo" de la imagen", cuyo "positivo" había sido precisamente la inocencia originaria.

5. La "descripción" paulina del cuerpo humano parece confirmar perfectamente nuestros análisis anteriores. Están en el cuerpo humano los "miembros menos decentes" no a causa de su naturaleza "somática" (ya que una descripción científica y fisiológica trata a todos los miembros y a los órganos del cuerpo humano de modo "neutral", con la misma objetividad), sino sola y exclusivamente porque en el hombre mismo existe esa vergüenza que hace "ver" a algunos miembros del cuerpo como "menos decentes" y lleva a considerarlos como tales. La misma vergüenza parece, a la vez, constituir la base de lo que escribe el Apóstol en la primera Carta a los Corintios: "A los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia" (1Co 12,23). Así, pues, se puede decir que de la vergüenza nace precisamente el "respeto" por el propio cuerpo: respeto, cuyo mantenimiento pide Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 4). Precisamente este mantenimiento del cuerpo "en santidad y respeto" se considera como esencial para la virtud de la pureza.

8 6. Volviendo todavía a la "descripción" paulina del cuerpo en la primera Carta a los Corintios 12, 18-25, queremos llamar la atención sobre el hecho de que, según el autor de la Carta, ese esfuerzo particular que tiende a respetar el cuerpo humano y especialmente a sus miembros más "débiles" o "menos decentes", corresponde al designio originario del Creador, o sea, a esa visión de la que habla el libro del Génesis: "Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gn 1,31). Pablo escribe: "Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros" (1Co 12,24-25). La "escisión en el cuerpo", cuyo resultado es que algunos miembros son considerados "más débiles", "más viles", por lo tanto, "menos decentes", es una expresión ulterior de la visión del estado interior del hombre después del pecado original, esto es, del hombre "histórico". El hombre de la inocencia originaria, varón y mujer, de quienes leemos en el Génesis 2, 25 que "estaban desnudos... sin avergonzarse de ello", tampoco experimentaba esa" desunión en el cuerpo". A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo y que Pablo llama cuidado recíproco de los diversos miembros (cf. 1Co 12,25), correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía del "corazón". Esta armonía, o sea, precisamente la "pureza de corazón", permitía al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria, experimentar sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a los dos) la fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el substrato "insospechable" de su unión personal o communio personarum.

7. Como se ve, el Apóstol, en la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), vincula su descripción del cuerpo humano al estado del hombre "histórico". En los umbrales de la historia de este hombre está la experiencia de la vergüenza ligada con la "de desunión en el cuerpo", con el sentido del pudor por ese cuerpo (y especialmente por esos miembros que somáticamente determinan la masculinidad y la feminidad). Sin embargo, en la misma "descripción" Pablo indica también el camino que (precisamente basándose en el sentido de vergüenza) lleva a la transformación de este estado hasta la victoria gradual sobre esa "de desunión en el cuerpo", victoria que puede y debe realizarse en el corazón del hombre. Este es precisamente el camino de la pureza, o sea, "mantener el propio cuerpo en santidad y respeto". Al "respeto" del que trata en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 35), Pablo se remite de nuevo en la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), al usar algunas locuciones equivalentes, cuando habla del "respeto", o sea, de la estima hacia los miembros "más viles", "más débiles" del cuerpo, y cuando recomienda mayor "decencia" con relación a lo que en el hombre es considerado "menos decente". Estas locuciones caracterizan más de cerca ese "respeto", sobre todo, en el ámbito de las relaciones y comportamientos humanos en lo que se refiere al cuerpo; lo cual es importante tanto respecto al "propio" cuerpo, como evidentemente también en las relaciones recíprocas (especialmente entre el hombre y la mujer, aunque no se limitan a ellas).

No tenemos duda alguna de que la "descripción" del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios tiene un significado fundamental para el conjunto de la doctrina paulina sobre la pureza.





Miércoles 11 de febrero de 1981

Las dos dimensiones de la pureza, según San Pablo

1. Durante nuestros últimos encuentros de los miércoles hemos analizado dos pasajes tomados de la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y de la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), con el fin de mostrar lo que parece ser esencial en la doctrina de San Pablo sobre la pureza, entendida en sentido moral, o sea, como virtud. Si en el texto citado de la primera Carta a los Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza consiste en la templanza, sin embargo, en este texto, igual que en la primera Carta a los Corintios, se pone también de relieve la nota del "respeto". Mediante este respeto debido al cuerpo humano (y añadimos que, según la primera Carta a los Corintios, el respeto es considerado precisamente en relación con su componente de pudor), la pureza, como virtud cristiana. en las Cartas paulinas se manifiesta como un camino eficaz para apartarse de lo que en el corazón humano es fruto de la concupiscencia de la carne. La abstención "de la impureza", que implica el mantenimiento del cuerpo "en santidad y respeto", permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la pureza es una "capacidad centrada en la dignidad del cuerpo, esto es, en la dignidad de la persona en relación con el propio cuerpo, con la feminidad y masculinidad que se manifiesta en este cuerpo. La pureza, entendida como "capacidad" es precisamente expresión y fruto de la vida "según el Espíritu" en el significado pleno de la expresión, es decir, como capacidad nueva del ser humano, en el que da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos dimensiones de la pureza —la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión carismática, o sea, el don del Espíritu Santo— están presentes y estrechamente ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo "templo (por tanto, morada y santuario) del Espíritu Santo".

2. "¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?", pregunta Pablo a los Corintios (1Co 6,19), después de haberles instruido antes con mucha severidad acerca de las exigencias morales de la pureza. "Huid la fornicación. Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo" (1Co 6,18). La nota peculiar del pecado al que el Apóstol estigmatiza aquí está en el hecho de que este pecado, al contrario de todos los demás, es "contra el cuerpo" (mientras que los otros pecados quedan "fuera del cuerpo"). Así, pues, en la terminología paulina encontramos la motivación para las expresiones "los pecados del cuerpo" o los "pecados carnales". Pecados que están en contraposición precisamente con esa virtud, gracias a la cual el hombre mantiene "el propio cuerpo en santidad y respeto" (cf. 1Th 4,3-5).

3. Estos pecados llevan consigo la "profanación" del cuerpo: privan al cuerpo de la mujer o del hombre del respeto que se les debe a causa de la dignidad de la persona. Sin embargo, el Apóstol va más allá: según él, el pecado contra el cuerpo es también "profanación del templo".Sobre la dignidad del cuerpo humano, a los ojos de Pablo, no sólo decide el espíritu humano, gracias al cual el hombre es constituido como sujeto personal, sino más aún la realidad sobrenatural que es la morada y la presencia continua del Espíritu Santo en el hombre —en su alma y en su cuerpo— como fruto de la redención realizada por Cristo. De donde se sigue que el "cuerpo" del hombre ya no es solamente "propio". Y no sólo por ser cuerpo de la persona merece ese respeto, cuya manifestación en la conducta recíproca de los hombres, varones y mujeres, constituye la virtud de la pureza. Cuando el Apóstol escribe: "Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios" (1Co 6,19), quiere indicar todavía otra fuente de la dignidad del cuerpo, precisamente el Espíritu Santo, que es también fuente del deber moral que se deriva de esta dignidad.

4. La realidad de la redención, que es también "redención del cuerpo", constituye esta fuente. Para Pablo, este misterio de la fe es una realidad viva, orientada directamente hacia cada uno de los hombres. Por medio de la redención, cada uno de los hombres ha recibido de Dios, nuevamente, su propio ser y su propio cuerpo. Cristo ha impreso en el cuerpo humano —en el cuerpo de cada hombre y de cada mujer— una nueva dignidad, dado que en El mismo el cuerpo humano ha sido admitido, juntamente con el alma, a la unión con la Persona del Hijo-Verbo. Con esta nueva dignidad, mediante la "redención del cuerpo", nace a la vez también una nueva obligación, de la que Pablo escribe de modo conciso, pero mucho más impresionante: "Habéis sido comprados a precio" (1Co 6,20). Efectivamente, el fruto de la redención es el Espíritu Santo, que habita en el hombre y en su cuerpo como en un templo. En este don, que santifica a cada uno de los hombres, el cristiano recibe nuevamente su propio ser como don de Dios. Y este nuevo doble don obliga. El Apóstol hace referencia a esta dimensión de la obligación cuando escribe a los creyentes, que son conscientes del don, para convencerles de que no se debe cometer la "impureza", no se debe "pecar contra el propio cuerpo" (1Co 6,18). Escribe: "El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo" (1Co 6,13). Es difícil expresar de manera más concisa lo que comporta para cada uno de los creyentes el misterio de la Encarnación. El hecho de que el cuerpo humano venga a ser en Jesucristo cuerpo de Dios-Hombre logra, por este motivo, en cada uno de los hombres, una nueva elevación sobrenatural, que cada cristiano debe tener en cuenta en su comportamiento respecto al "propio" cuerpo y, evidentemente, respecto al cuerpo del otro: el hombre hacia la mujer y la mujer hacia el hombre. La redención del cuerpo comporta la institución en Cristo y por Cristo de una nueva medida de la santidad del cuerpo. A esta santidad precisamente se refiere Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) cuando habla de "mantener el propio cuerpo en santidad y respeto".

5. En el capítulo 6 de la primera Carta a los Corintios, en cambio, Pablo precisa la verdad sobre la santidad del cuerpo, estigmatizando con palabras incluso drásticas la "impureza", esto es, el pecado contra la santidad del cuerpo, el pecado de la "impureza": "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque serán dos, dice, en una carne. Pero el que se allega al Señor se hace un espíritu con El" (1Co 6,15-17). Si la pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de la "vida según el Espíritu", esto quiere decir que en ella fructifica el misterio de la redención del cuerpo como parte del misterio de Cristo, comenzado en la Encarnación y, a través de ella, dirigido ya a cada uno de los hombres. Este misterio fructifica también en la pureza, entendida como un empeño particular fundado sobre la ética. El hecho de que hayamos "sido comprados a precio" (1Co 6,20), esto es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente un compromiso especial, o sea, el deber de "mantener el propio cuerpo en santidad y respeto". La conciencia de la redención del cuerpo actúa en la voluntad humana en favor de la abstención de la "impureza", más aún, actúa a fin de hacer conseguir una apropiada habilidad o capacidad, llamada virtud de la pureza.

9 Lo que resulta de las palabras de la primera Carta a los Corintios (6, 15-17) acerca de la enseñanza de Pablo sobre la virtud de la pureza como realización de la vida "según el Espíritu", es de una profundidad particular y tiene la fuerza del realismo sobrenatural de la fe. Es necesario que volvamos a reflexionar sobre este tema más de una vez.





Marzo de 1981

Miércoles 4 de marzo de 1981



1. El Miércoles de Ceniza —este miércoles— constituye el comienzo de la Cuaresma. Al imponer sobre nuestras cabezas la ceniza, de acuerdo con una tradición antiquísima, deseamos manifestar no sólo la fugacidad del mundo visible y la ley de la muerte, a la cual está sometido en este mundo también el hombre; sino que deseamos manifestar, al mismo tiempo, nuestra disposición a participar en el misterio pascual de Cristo, que conduce a la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. La liturgia de la ceniza que el Obispo de Roma preside, conforme a la tradición, en la iglesia estacional de Santa Sabina en el Aventino, es la primera llamada a la conversión de los corazones y a entrar en el camino de la Cuaresma (ayuno de 40 días), según el espíritu de la Iglesia. Al escuchar su voz, no endurezcáis vuestros corazones, sino hacedlos día tras día más sensibles a la voz del Señor crucificado.

2. En este día, en los umbrales de la Cuaresma, quiero daros cuenta de ese particular servicio pastoral del Obispo de Roma, que ha tenido lugar en la segunda mitad del mes pasado, el viaje a Extremo Oriente, que comenzó el 16 y terminó el 27 de febrero. El motivo principal del viaje fue la petición que me presentó el arzobispo de Manila, cardenal Jaime L. Sin, ya al comienzo de mi servicio en la Sede Romana, para elevar a los altares por vez primera a un hijo de la Iglesia en Filipinas, coincidiendo con el IV centenario de la existencia y de la actividad de la sede episcopal de Manila. Este primer Beato de la tierra filipina, que ha obtenido la glorificación, es Lorenzo Ruiz, un laico y padre de familia. Juntamente con un numeroso grupo de misioneros, compuesto por eclesiásticos y laicos, hombres y mujeres, pertenecientes la mayor parte a la Orden de los Dominicos, y provenientes de España, de Francia, de Italia y del mismo Japón, Lorenzo Ruiz sufrió el martirio por la fe en Cristo el año 1637.

3. Así, pues, el motivo directo de mi viaje estuvo vinculado principalmente con el hecho del martirio, uno de cuyos protagonistas fue un hijo de la Iglesia en Filipinas; pero el hecho mismo tuvo lugar en Japón, en fechas que se suceden a poca distancia, en 1633, 1634 y 1637.

He querido ir a Extremo Oriente, a Filipinas y a Japón, para tributar homenaje a los mártires de la fe, tanto a los que habían llegado de la vieja Europa, como también a los indígenas. La Iglesia que nace de la cruz de Cristo en el Calvario a través de todos los siglos y en diversos lugares, madura mediante el testimonio de la cruz, mediante el martirio por la fe, aceptado conscientemente, deliberadamente y con amor por los confesores de Cristo: "Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

La Iglesia en Extremo Oriente, durante el curso de los siglos, ha pasado a través del testimonio de la cruz, ha crecido sobre el fundamento de la sangre del martirio, que sufrieron tanto los misioneros provenientes de Europa, como los confesores de Cristo de aquellas tierras, alcanzando pronto la maduración con la mayor prueba del amor. Este fundamento ya ha sido puesto abundantemente en los diversos países de Asia y de Extremo Oriente.

4. Por esto, aún cuando las proporciones cuantitativas nos inducen a mirar a las Iglesias locales de Extremo Oriente y del continente asiático todavía como pequeñas islas en el mar de las otras religiones, de las tradiciones y de las culturas; sin embargo, al mismo tiempo, la profundidad del fundamento echado mediante el martirio de tantos cristianos nos permite ver allí al cristianismo preparado ya desde los fundamentos y maduro en virtud del testimonio de la cruz de Cristo.

Mi pensamiento y mi corazón se han dirigido en el curso de los días pasados, de modo particular, a este testimonio y a este fundamento, no sólo allí donde realizaba directamente mi peregrinación, sino también en todos los territorios del gigantesco continente y de los amplios archipiélagos que lo circundan. Y si la historia de dos milenios parece dar tal vez un testimonio mayor de las dificultades que de un encuentro recíproco entre el cristianismo y las tradiciones religiosas de Asia y de Extremo Oriente, sin embargo, la elocuencia de este fundamento no puede menos de encontrar eco.

Hoy, después del Concilio Vaticano II, miramos todo esto con esperanza todavía mayor, teniendo ante los ojos la Declaración sobre las Relaciones de la Iglesia católica con las Religiones no cristianas. Creemos profundamente que Dios, en su amor paterno, quiere "que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,4). Miramos con respeto cada uno de los rayos de esas verdades, que se manifiestan también fuera del cristianismo. Al mismo tiempo, no cesamos de orar y de actuar en esta dirección, para que se revele a todos los pueblos la plenitud del divino misterio de la salvación,que está en Cristo Jesús. En esto consiste precisamente la misión de la Iglesia, que ella emprende continuamente "a tiempo y a destiempo" (2Tm 4,2), alegrándose también con la alegría de esa pequeña grey, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc 12,32).

10 5. Esta alegría ha sido compartida también por mis hermanos y hermanas, a quienes he encontrado en los caminos de mi viaje. Ya el primer día en Karachi, ciudad de más de tres millones de habitantes, en Pakistán, donde más de 100.000 cristianos se apiñaban en torno a sus obispos, con el cardenal Joseph Cordeiro, arzobispo de Karachi, a la cabeza.

6. De Filipinas es difícil hablar suficientemente y sería necesario decir mucho, aunque sólo fuera porque he permanecido allí más tiempo. Sin embargo, no seria bueno conformarse sólo con el papel de un corresponsal o de un cronista. Filipinas es el país de Extremo Oriente, en el que la Iglesia católica ha hundido más profundamente sus raíces y, además, se ha identificado con la sociedad aborigen y ha elaborado muchas formas, tanto tradicionales como modernas, de apostolado y de pastoral. Como ejemplo de las tradicionales, se pueden recordar las varias formas de la llamada "religiosidad popular", en las cuales parece participar también la parte culta de aquella sociedad. Las formas modernas —particularmente las Universidades Católicas y también las escuelas— han comenzado a funcionar ya desde hace algunos siglos (baste recordar la Universidad de los padres dominicos) y continúan desarrollándose; lo mismo vale por lo que se refiere a la actividad caritativa.

Pero precisamente en relación con esta situación particularmente privilegiada de la Iglesia en Filipinas, se impone también el pensamiento sobre los deberes particulares, que esta Iglesia debe plantearse en el campo de la evangelización de Extremo Oriente; es preciso orar mucho más para que ella descubra estos deberes y se haga capaz de afrontarlos.

7. La breve visita a la Isla de Guam, en medio del archipiélago de las Marianas, permite pensar con gozo en los notables éxitos de la evangelización en aquella región del Pacífico y desear que "la Palabra del Señor se anuncie a las islas más lejanas" (cf. Jer
Jr 31,10).

8. Una elocuencia particular ha tenido la estancia en Japón.Por primera vez los pies del Obispo de Roma han pisado ese archipiélago, en el cual la historia del cristianismo se escribe desde los tiempos de San Francisco Javier; primeramente, un período de intenso desarrollo, luego, largos años de persecuciones sangrientas; esto ha manifestado la estupenda prueba de fidelidad de los cristianos japoneses, particularmente de la región de Nagasaki. Finalmente, el período contemporáneo, en el que la Iglesia puede actuar de nuevo sin obstáculos; período en el que se han desarrollado muchas instituciones e instrumentos modernos —recordemos las 11 Universidades Católicas entre las cuales la "Sophia University" de Tokio— y en el cual, a la vez, el proceso de cristianización prosigue muy lentamente, mucho más lentamente que en e! siglo XVI. Sin embargo, también estos pocos días de permanencia me han permitido darme cuenta de cómo la Iglesia y el cristianismo constituyen cierto punto de referencia en la vida espiritual de la sociedad japonesa. Puede ser que esta lentitud de la cristianización en nuestros tiempos derive de la misma fuente que la secularización del mundo occidental, ligada al progreso intenso (¡y unilateral!) de la civilización científica y técnica. Efectivamente, desde este punto de vista, Japón se halla entre los países más avanzados de todo el mundo.

Una etapa importante de la visita a Japón ha sido Hiroshima: la primera ciudad víctima de la bomba atómica, el 6 de agosto de 1945 (tres días después también Nagasaki).

Tanto el recuerdo de los intrépidos mártires japoneses de los siglos pasados, como también la elocuencia de Hiroshima, me han ofrecido la oportunidad de dirigir mis primeros pasos hacia Extremo Oriente precisamente en esta dirección, hacia Japón.

9. Este reciente viaje ha sido ciertamente el más largo de los que he realizado hasta ahora, vinculados con mi servicio en la Sede de Pedro. Su itinerario ha cubierto casi todo el globo. Incluso en la última etapa he tenido la oportunidad de detenerme en Anchorage, Alaska, adorando a Dios con el Sacrificio eucarístico, juntamente con todos aquellos que en los confines septentrionales del continente americano dan testimonio de su amor y de su presencia hasta "los extremos de la tierra" (Ac 1,8).

10. Al hablaros de todo esto, en la audiencia general de hoy, primer miércoles de Cuaresma, agradezco ante todo las oraciones, que me han ayudado en este largo camino; luego, ruego juntamente con vosotros para que los frutos de la conversión y de la esperanza lleguen a cuantos en todo el orbe terrestre no cesan de buscar el rostro del Señor (cf. Ps 26 [27], 8)





Miércoles 18 de marzo de 1981

La doctrina paulina sobre la pureza

11 1. En nuestro encuentro de hace algunas semanas, centramos la atención sobre el pasaje de la primera Carta a los Corintios, en el que San Pablo llama al cuerpo humano "templo del Espíritu Santo". Escribe: "¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados aprecio" (1Co 6,19-20). "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?" (1Co 6,15). El Apóstol señala el misterio de la "redención del cuerpo", realizado por Cristo, como fuente de un particular deber moral, que compromete a los cristianos a la pureza, a esa que el mismo Pablo define en otro lugar como la exigencia de "mantener el propio cuerpo en santidad y respeto" (1Th 4,4).

2. Sin embargo, no descubriremos hasta el fondo la riqueza del pensamiento contenido en los textos paulinos, si no tenemos en cuenta que el misterio de la redención fructifica en el hombre también de modo carismático. El Espíritu Santo que, según las palabras del Apóstol, entra en el cuerpo humano como en el propio "templo", habita en él y obra con sus dones espirituales. Entre estos dones, conocidos en la historia de la espiritualidad como los siete dones del Espíritu Santo (cf. Is 11, 2, según los Setenta y la Vulgata), el más apropiado a la virtud de la pureza parece ser el don de la "piedad" (eusebeía, donum pietatis)[1]. Si la pureza dispone al hombre a "mantener el propio cuerpo en santidad y respeto", como leemos en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), la piedad, que es don del Espíritu Santo, parece servir de modo particular a la pureza, sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la redención. Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros... y que no os pertenecéis?", adquieren la elocuencia de una experiencia y se convierten en viva y vivida verdad en las acciones. Abren también el acceso más pleno a la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo y de la libertad del don vinculada con él, en la cual se descubre el rostro profundo de la pureza y su conexión orgánica con el amor.

3. Aunque el mantenimiento del propio cuerpo "en santidad y respeto" se forme mediante la abstención de la "impureza" —y este camino es indispensable—, sin embargo, fructifica siempre en la experiencia más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el "principio", según la imagen y semejanza de Dios mismo, en todo el ser humano y, por lo tanto, también en su cuerpo. Por esto, San Pablo termina su argumentación de la primera Carta a los Corintios en el capítulo 6 con una significativa exhortación: "Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo"(v. 20). La pureza como virtud, o sea, capacidad de "mantener el propio cuerpo en santidad y respeto", aliada con el don de la piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el "templo" del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano, a través del cual se manifiestan la masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa belleza singular que penetra cada una de las esferas de la convivencia recíproca de los hombres y permite expresar en ella la sencillez y la profundidad, la cordialidad y la autenticidad irrepetible de la confianza personal. (Quizá tendremos más tarde ocasión para tratar ampliamente este tema. El vínculo de la pureza con el amor y también la conexión de la misma pureza en el amor con el don del Espíritu Santo que es la piedad, constituye una trama poco conocida por la teología del cuerpo, que, sin embargo, merece una profundización particular. Esto podrá realizarse en el curso de los análisis que se refieren a la sacramentalidad del matrimonio).

4. Y ahora una breve referencia al Antiguo Testamento. La doctrina paulina acerca de la pureza, entendida como "vida según el Espíritu", parece indicar una cierta continuidad con relación a los libros "sapienciales" del Antiguo Testamento. Allí encontramos, por ejemplo, la siguiente oración para obtener la pureza en los pensamientos, palabras y obras: "Señor, Padre y Dios de mi vida... No se adueñen de mí los placeres libidinosos y de la sensualidad y no me entregues al deseo lascivo" (Si 23,4-6). Efectivamente, la pureza es condición para encontrar la sabiduría y para seguirla, como leemos en el mismo libro: "Hacia ella (esto es, a la sabiduría) enderecé mi alma y en la pureza la he encontrado" (Si 51,20). Además, se podría también, de algún modo, tener en consideración el texto del libro de la Sabiduría (Sg 8,21) conocido por la liturgia en la versión de la Vulgata: "Scivi quoniam aliter non possum esse continens, nisi Deus det; et hoc ipsum erat sapientiae, scire, cuius esset hoc donum"[2].

Según este concepto, no es tanto la pureza condición de la sabiduría, cuanto sería la sabiduría condición de la pureza, como de un don particular de Dios. Parece que ya en los textos sapienciales, antes citados, se delinea el doble significado de la pureza: como virtud y como don. La virtud está al servicio de la sabiduría, y la sabiduría predispone a acoger el don que proviene de Dios. Este don fortalece la virtud y permite gozar, en la sabiduría, los frutos de una conducta y de una vida que sean puras.

5. Como Cristo en su bienaventuranza del sermón de la montaña, la que se refiere a los "puros de corazón", pone de relieve la "visión de Dios", fruto de la pureza y en perspectiva escatológica, así Pablo, a su vez, pone de relieve su irradiación en las dimensiones de la temporalidad, cuando escribe: "Todo es limpio para los limpios, mas para los impuros y para los infieles nada hay puro, porque su mente y su conciencia están contaminadas. Alardean de conocer a Dios, pero con las obras le niegan..." (Tt 1,15 ss). Estas palabras pueden referirse también a la pureza, en sentido general y específico, como a la nota característica de todo bien moral. Para la concepción paulina de la pureza, en el sentido del que hablan la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y la primera Carta a los Corintios (6, 13-20), esto es, en el sentido de la "vida según el Espíritu", parece ser fundamental —como resulta del conjunto de nuestras consideraciones— la antropología de nacer de nuevo en el Espíritu Santo (cf. también Jn 3,5 ss). Esta antropología crece de las raíces hundidas en la realidad de la redención del cuerpo, realizada por Cristo: redención cuya expresión última es la resurrección. Hay razones profundas para unir toda la temática de la pureza a las palabras del Evangelio, en las que Cristo se remite a la resurrección (y esto constituirá el tema de la ulterior etapa de nuestras consideraciones). Aquí la hemos colocado sobre todo en relación con el ethos de la redención del cuerpo.

6. El modo de entender y de presentar la pureza —heredado de la tradición del Antiguo Testamento y característico de los libros "sapienciales"— era ciertamente una preparación indirecta, pero también real, a la doctrina paulina acerca de la pureza entendida como "vida según el Espíritu". Sin duda, ese modo facilitaba también a muchos oyentes del sermón de la montaña la comprensión de las palabras de Cristo cuando, al explicar el mandamiento "no adulterarás", se remitía al "corazón" humano. El conjunto de nuestras reflexiones ha podido demostrar de este modo, al menos en cierta medida, con cuánta riqueza y con cuánta profundidad se distingue la doctrina sobre la pureza en sus mismas fuentes bíblicas y evangélicas.

[1] La eusebeía o pietas en el período helenístico-romano se refería generalmetne a la veneración de los dioses (como "devoción"), pero conservaba todavía el sentido primitivo más amplio del respeto a las estructuras vitales.

La eusebeía definía el comportamiento recíproco de los consanguíneos, las relaciones entre los cónyuges, y también la actitud debida por las legiones al César y por los esclavos a los amos.

En el Nuevo Testamento, solamente los escritos más tardíos, aplican la eusebeía a los cristianos; en los escritos más antiguos este término caracteriza a los "buenos paganos" (Ac 10,2 Ac 10,7 Ac 17,23).

Y así la eusebeía helénica, como también el "donum pietatis", aun refiriéndose indudablemente a la veneración divina, cuentan con una amplia base en la connotación de las relaciones interhumanas (cf. W. Foerster, art. eusebeía en "Theological Dictionary of the New Testament", ed. G. Kilttel-G. Bromiley, vol.VII, Grand Rapids 1971, Erdminans, págs. 177-182).

12 [2] Esta versión de la Vulgata, conservada por la Neo-Vulgata y por la liturgia, citada bastantes veces por Agustín (De S. Virg., par. 43; Confess., VI, 11; X, 29; Serm. CLX, 7), cambia, sin embargo, el sentido del original griego, que se traduce así: "Sabiendo que no la habría obtenido de otro modo (= la Sabiduría), si Dios no me la hubiese concedido...".






Audiencias 1981 7