Audiencias 1981 12

Miércoles 25 de marzo de 1981



1. "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" (cf. Ps 39, 8, ss.; He 10,7). He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38).

Son las palabras del Verbo al entrar en el mundo, y las de María que acoge su anuncio. Con estas palabras os saludo, queridísimos hermanos y hermanas, en este día solemnísimo dedicado por la liturgia a la Anunciación del Señor. El corazón cristiano late de emoción y de amor al pensar en el instante inefable, en el que el Verbo se hizo uno de nosotros: et Verbum caro factum est. Desde los primeros siglos, el corazón de la Iglesia se ha dirigido con toda su devoción al hecho que celebramos hoy; recuerdo las fórmulas más antiguas del Credo, que se remontan, por lo menos, al siglo II, confirmadas solemnemente por los Concilios de Nicea, en el 325 y de Constantinopla en el 381; recuerdo el fresco de las catacumbas de Priscila, del siglo II, primer testimonio conmovedor de ese tributo que el arte cristiano ha dedicado sin descanso a la Anunciación del Señor con las páginas más brillantes de su historia; recuerdo la gran basílica construida en Nazaret, en el siglo IV, por iniciativa de la Emperatriz Santa Elena. También la solemnidad de hoy es muy antigua, y aunque sus orígenes no estén determinados con certeza cronológica por los estudiosos, ya a finales del siglo VII (aunque con orígenes ciertamente anteriores) había sido fijada definitivamente el 25 de marzo, porque antiguamente se creía que en ese día se había realizado la creación del mundo y la muerte del Redentor: de modo que la fecha de la fiesta de la Anunciación contribuyó a fijar la de Navidad (cf. F. Cabrol, Annonciation, Fête de l', en Dacl, I, 2, París, 1924, Col 2247). La solemnidad de hoy tiene, por esto, un gran significado, tanto mariológico, como cristológico.

2. María da su asentimiento al Ángel anunciador. La página de Lucas, aún en su concisión escueta, es riquísima de contenidos bíblicos veterotestamentarios, y de la inaudita novedad de la revelación cristiana: de ella es protagonista una mujer, la Mujer por excelencia (cf. Jn 2,4 Jn 19,26), elegida desde toda la eternidad para ser la primera e indispensable colaboradora del plan divino de salvación. Es la "almah" profetizada por Isaías (7, 14), la doncella de estirpe real que responde al nombre de Miriam, de María de Nazaret, humildísima y oculta aldea de Galilea (cf. Jn 1,46); la auténtica novitas cristiana, que ha colocado a la mujer en una altísima dignidad incomparable, inconcebible para la mentalidad judía del tiempo, como para la civilización greco-romana, comienza desde este anuncio que Gabriel dirige a María, en el nombre mismo del Señor. La saluda con palabras tan elevadas, que la atemorizan: "Kaire, Ave, ¡alégrate!" La alegría mesiánica resuena por primera vez en la tierra. "Kekaritoméne, gratia plena, ¡llena de gracia!". La Inmaculada está aquí esculpida en su plenitud misteriosa de elección divina, de predestinación eterna, de claridad luminosa. "Dominus tecum, ¡el Señor es contigo!". Dios está con María, miembro elegido de la familia humana para ser la madre del Emmanuel, de Aquel que es "Dios con nosotros": Dios de ahora en adelante, estará siempre, sin arrepentimientos, sin retractaciones, con la humanidad, hecho uno con ella para salvarla y darle su Hijo, el Redentor: y María es la garantía viviente, concreta, de esta presencia salvífica de Dios.

3. Del diálogo entre la Criatura elegido y el Ángel de Dios continúan fluyendo otras verdades fundamentales para nosotros: "Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre... El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios" (Lc 1,31 s. 35) Viene Aquel que, por línea de Adán entra en las genealogías de Abraham y David (cf. Mt 1,1-17 Lc 3,23-38): El está en la línea de las promesas divinas, pero viene al mundo sin tener necesidad de la trayectoria de la paternidad humana, más aún, la sobrepasa en la línea de la fe inmaculada. Toda la Trinidad está comprometida en esta obra, como anuncia el Ángel: Jesús, el Salvador, es el "Hijo del Altísimo", el "Hijo de Dios"; está presente el Padre para proyectar su sombra sobre María, está presente el Espíritu Santo para descender sobre Ella y fecundar su seno intacto con su potencia. Como ha comentado sutilmente San Ambrosio, en su exposición a este pasaje del Evangelio de Lucas, se oyó ese día por vez primera la revelación del Espíritu Santo, y fue creída inmediatamente: "et auditur et creditur" (Exp. Ev. sec.Lucam, II, 15; ed. M. Adriaen, CCL, XIV, Turnholt, 1957, pág. 38).

El Ángel pide el asentimiento de María para que el Verbo entre en el mundo. La espera de los siglos pasados se centra en este punto; de él depende la salvación del hombre. San Bernardo, al comentar la Anunciación, expresa estupendamente este momento único, cuando dice, dirigiéndose a la Virgen: "Todo el mundo espera postrado a tus pies; y no sin motivo, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta" (In laudibus Virginis Mariae, Homilía IV, 8 en Sermones, I, ed. J. Leclerq y H. Rochais. S. Bernardi Opera Omnia, IV, Roma, 1966, págs. 58 y s.).

Y el asentimiento de María es un asentimiento de fe. Se encuentra en la línea de la fe. Por tanto, justamente el Concilio Vaticano II, al reflexionar sobre María como prototipo y modelo de la Iglesia, ha propuesto su ejemplo de fe activa precisamente en el momento de su Fiat: "María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres" (Lumen gentium LG 56).

Por esto, la solemnidad de hoy nos invita a seguir las mismas huellas de fe operante de María: una fe generosa, que se abre a la Palabra de Dios, que acoge la voluntad de Dios, sea cual fuere y de cualquier modo que se manifieste; una fe fuerte, que supera todas las dificultades, las incomprensiones, las crisis; una fe operante, alimentada como viva llama de amor, que quiere colaborar fuertemente con el designio de Dios sobre nosotros. "He aquí la esclava del Señor": cada uno de nosotros, como invita el Concilio, debe estar pronto a responder así, como Ella, en la fe y en la obediencia, para cooperar, cada uno en la propia esfera de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios.

4. La respuesta de María fue el eco perfecto de la respuesta del Verbo al Padre. El Aquí estoy de Ella es posible, en cuanto le ha precedido y sostenido el Aquí estoy del Hijo de Dios, el cual, en el momento del consentimiento de María, se convierte en el Hijo del hombre. Hoy celebramos el misterio fundamental de la Encarnación del Verbo. La Carta a los Hebreos nos hace como penetrar en los abismos insondables de ese abajamiento del Verbo, de su humillación por amor a los hombres hasta la muerte de cruz: "Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad" (He 10, 5, ss).

Me has preparado un cuerpo: la celebración de hoy nos lleva sin duda a la fecha de Navidad, dentro de nueve meses; pero ella, con pensamiento místicamente profundo que, como he dicho, fue bien captado por nuestros hermanos y hermanas de la Iglesia de los primeros siglos, nos lleva, sobre todo, a la próxima pasión, muerte y resurrección de Jesús. El hecho de que la Anunciación del Señor caiga dentro del período cuaresmal y en sintonía con él, nos hace comprender su significado redentor: la Encarnación está íntimamente ligada a la Redención, que Jesús realizó derramando su sangre por nosotros en la cruz.

13 Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad. ¿Por qué esta obediencia, por qué este abajamiento, por qué este sufrimiento? Nos responde el Credo: "Propter nos homines et propter nostram salutem: por nosotros los hombres y por nuestra salvación". Jesús bajó del cielo para hacer subir allá arriba con pleno derecho al hombre, y, haciéndolo hijo en el Hijo, para restituirlo a la dignidad perdida con el pecado. Vino para llevar a cumplimiento el plan originario de la Alianza. La Encarnación confiere para siempre al hombre su extraordinaria, única, e inefable dignidad. Y de aquí toma miren el camino que recorre la Iglesia. Como escribí en mi primera Encíclica: 'Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo cuando —como enseña el Concilio— 'mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre'. La Iglesia reconoce por tanto que su cometido fundamental es lograr que tal unión pueda actuarse y renovarse continuamente. La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención" (Redemptor hominis RH 13).

5. La Iglesia no olvida —¿cómo podría hacerlo?— que el Verbo, en este acontecimiento que hoy recordamos, se ofrece al Padre por la salvación del hombre, por la dignidad del hombre. En este acto de ofrecimiento de sí mismo se contiene ya todo el valor salvífica de su misión mesiánica: todo está ya "in nuce" encerrado aquí, en esta misteriosa entrada, del "Sol de justicia" (cf. Mt 4,2) en las tinieblas de este mundo, que no lo acogieron (cf. Jn 1,5). Sin embargo, nos atestigua el Evangelista Juan: "Mas a cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre, que... son nacidos de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,12 ss.).

Sí, hermanos y hermanas queridísimos, hemos visto su gloria. La liturgia hoy nos la propone ante los ojos en su misteriosa e inefable grandeza, que nos sobrepuja con su magnificencia y nos sostiene con su humildad: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros".

Acojámosle.

Digámosle también nosotros: Aquí estoy, vengo a hacer tu voluntad. Estemos disponibles a la acción del Verbo, que quiere salvar al mundo también mediante la colaboración de cuantos hemos creído en El. Acojámosle. Y con Él, acojamos a cada uno de los hombres. Las tinieblas parecen todavía querer prevalecer siempre: la riqueza inicua, el egoísmo indiferente a los sufrimientos de los otros, la desconfianza recíproca, las enemistades entre los pueblos, el hedonismo que entenebrece la razón y pervierte la dignidad humana, todos los pecados que ofenden a Dios y van contra el amor del prójimo. Debemos dar, aún en medio de tantos anti-testimonios, el testimonio de la fidelidad; debemos ser, aún entre tantos anti-valores, el valor que vence al mal con su fuerza intrínseca. La cruz de Cristo nos da la fuerza para ello, la obediencia de María nos da el ejemplo. No nos echemos atrás. No nos avergoncemos de nuestra fe. Seamos astros que brillan en el mundo, luz que atrae, calor que persuade.

Con mi bendición apostólica.

Saludos

Deseo ahora dirigir una palabra de especial saludo a los miembros del grupo procedente de Ibi, Alicante.

Os agradezco los filiales sentimientos que habéis querido manifestarme con vuestra visita, así como los regalos ofrecidos y que serán destinados a niños minusválidos.

Os aliento a mirar vuestra vida con sentido cristiano, pensando en el bien de los demás y procurando llevar un poco más de serenidad y recursos educativos a todos, especialmente a la infancia. Con estos deseos imparto a vosotros, a vuestros familiares y paisanos la Bendición Apostólica.





Abril de 1981

14

Miércoles 1 de abril de 1981

La auténtica teología del cuerpo

1. Antes de concluir el ciclo de consideraciones concernientes a las palabras pronunciadas por Jesucristo en el sermón de la montaña es necesario recordar una vez más estas palabras y volver a tomar sumariamente el hilo de las ideas, del cual constituyen la base. Así dice Jesús: "Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón" (Mt 5,27-28). Se trata de palabras sintéticas que exigen una reflexión profunda, análogamente a las palabras con que Cristo se remitió al "principio". A los fariseos, los cuales —apelando a la ley de Moisés que admitía el llamado libelo de repudio—, le habían preguntado: "¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?", El respondió: "¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer?... Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne... Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mt 19,3-6). También estas palabras han requerido una reflexión profunda, para sacar toda la riqueza que encierran. Una reflexión de este género nos ha permitido delinear la auténtica teología del cuerpo.

2. Siguiendo la referencia al "principio", hecha por Cristo, hemos dedicado una serie de reflexiones a los textos relativos del libro del Génesis, que tratan precisamente de ese "principio". De los análisis hechos ha surgido no sólo una imagen de la situación del hombre —varón y mujer— en el estado de inocencia originaria, sino también la base teológica de la verdad del hombre y de su particular vocación que brota del misterio eterno de la persona: imagen de Dios, encarnada en el hecho visible y corpóreo de la masculinidad o feminidad de la persona humana. Esta verdad está en la base de la respuesta dada por Cristo en relación al carácter del matrimonio, y en particular a su indisolubilidad. Es la verdad sobre el hombre, verdad que hunde sus raíces en el estado de inocencia originaria, verdad que es necesario entender, por tanto, en el contexto de la situación anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer en el ciclo precedente de nuestras reflexiones.

3. Sin embargo, al mismo tiempo, es necesario considerar, entender e interpretar la misma verdad fundamental sobre el hombre, su ser varón y mujer, bajo el prisma de otra situación: esto es, de la que se formó mediante la ruptura de la primera alianza con el Creador, o sea, mediante el pecado original. Conviene ver esta verdad sobre el hombre —varón y mujer— en el contexto de su estado de pecado hereditario. Y precisamente aquí nos encontramos con el enunciado de Cristo en el sermón de la montaña. Es obvio que en la Sagrada Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas narraciones, frases y palabras que confirman la misma verdad, es decir, que el hombre "histórico" lleva consigo la heredad del pecado original; no obstante, las palabras de Cristo, pronunciadas en el sermón de la montaña parecen tener —dentro de su concisa enunciación— una elocuencia particularmente densa. Lo demuestran los análisis hechos anteriormente, que han desvelado gradualmente lo que se encierra en estas palabras. Para esclarecer las afirmaciones concernientes a la concupiscencia, es necesario captar el significado bíblico de la concupiscencia misma —de la triple concupiscencia—, y principalmente de la concupiscencia de la carne. Entonces, poco a poco, se llega a entender por qué Jesús define esa concupiscencia (precisamente el "mirar para desear") como "adulterio cometido en el corazón". Al hacer los análisis relativos hemos tratado, al mismo tiempo, de comprender el significado que tenían las palabras de Cristo para sus oyentes inmediatos, educados en la tradición del Antiguo Testamento, es decir, en la tradición de los textos legislativos, como también proféticos y "sapienciales"; y, además, el significado que pueden tener las palabras de Cristo para el hombre de toda otra época, y en particular para el hombre contemporáneo, considerando sus diversos condicionamientos culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de que estas palabras, en su contenido esencial, se refieren al hombre de todos los lugares y de todos los tiempos. En esto consiste también su valor sintético: anuncian a cada uno la verdad que es válida y sustancial para él.

4. ¿Cuál es esta verdad? Indudablemente es una verdad de carácter ético, y, en definitiva, pues, una verdad de carácter normativo, lo mismo que es normativa la verdad contenida en el mandamiento "No adulterarás". La interpretación de este mandamiento, hecha por Cristo, indica el mal que es necesario evitar y vencer —precisamente el mal de la concupiscencia de la carne— y, al mismo tiempo, señala el bien al que abre el camino la superación de los deseos. Este bien es la "pureza de corazón", de la que habla Cristo en el mismo contexto del sermón de la montaña. Desde el punto de vista bíblico, la "pureza del corazón" significa la libertad de todo género de pecado o de culpa y no sólo de los pecados que se refieren a la "concupiscencia de la carne". Sin embargo, aquí nos ocupamos de modo particular de uno de los aspectos de esa "pureza", que constituye lo contrario del adulterio "cometido en el corazón". Si esa "pureza de corazón" de la que tratamos, se entiende según el pensamiento de San Pablo, como "vida según el Espíritu", entonces el contexto paulino nos ofrece una imagen completa del contenido encerrado en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña. Contienen una verdad de naturaleza ética, ponen en guardia contra el mal e indican el bien moral de la conducta humana; más aún, orientan a los oyentes a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la pureza de corazón. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la "pureza de corazón", indican, a la vez, los valores a los que el corazón humano puede y debe aspirar.

5. De aquí la pregunta: ¿Que verdad, válida para todo hombre, se contiene en las palabras de Cristo? Debemos responder que en ellas se encierra no sólo una verdad ética, sino también la verdad esencial sobre el hombre, la verdad antropológica. Precisamente, por esto, nos remontamos a estas palabras al formular aquí la teología del cuerpo, en íntima relación y, por decirlo así, en la perspectiva de las palabras precedentes, en las que Cristo se había referido al "principio". Se puede afirmar que, con su expresiva elocuencia evangélica, se llama la atención, en cierto sentido, a la conciencia, presentándole el hombre de la inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas. No tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que el hombre dejó ya detrás de sí en el momento en que cometió el pecado original: le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón, que le es posible y accesible también en la situación de estado hereditario de pecado. Esta es la pureza del "hombre de la concupiscencia" que, sin embargo, está inspirado por la palabra del Evangelio y abierto a la "vida según el Espíritu" (en conformidad con las palabras de San Pablo), esto es, la pureza del hombre de la concupiscencia que está envuelto totalmente por la "redención del cuerpo" realizada por Cristo. Precisamente por esto en las palabras del sermón de la montaña encontramos la llamada al "corazón", es decir, al hombre interior. El hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica: para que vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención.

El significado normativo de las palabras de Cristo está profundamente arraigado en su significado antropológico, en la dimensión de la interioridad humana.

6. Según la doctrina evangélica, desarrollada de modo tan estupendo en las Cartas paulinas, la pureza no es sólo abstenerse de la impureza (cf. 1Tes 1Th 4,3), o sea, la templanza, sino que, al mismo tiempo, abre también camino a un descubrimiento cada vez más perfecto de la dignidad del cuerpo humano; la cual está orgánicamente relacionada con la libertad del don de la persona en la autenticidad integral de su subjetividad personal, masculina o femenina. De este modo, la pureza, en el sentido de la templanza, madura en el corazón del hombre que la cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto sentido, debe ser "sentida con el corazón", para que las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer —e incluso la simple mirada— vuelvan a adquirir ese contenido de sus significados. Y precisamente este contenido se indica en el Evangelio por la "pureza de corazón".

7. Si en la experiencia interior del hombre (esto es, del hombre de la concupiscencia) la "templanza" se delinea, por decirlo así, como función negativa, el análisis de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña y unidas con los textos de San Pablo nos permite trasladar este significado hacia la función positiva de la pureza de corazón. En la pureza plena el hombre goza de los frutos de la victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que escribe San Pablo, exhortando a "mantener el propio cuerpo en santidad y respeto" (1Th 4,4). Más aún, precisamente en una pureza tan madura, se manifiesta en parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es "templo" (cf. 1Cor 1Co 6,19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum pietatis), que restituye a la experiencia del cuerpo — especialmente cuando se trata de la esfera de las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer— toda su sencillez, su limpidez e incluso su alegría interior. Este es, como puede verse, un clima espiritual muy diverso de la "pasión y libídine" de las que escribe San Pablo (y que, por otra parte, conocemos por los análisis precedentes; baste recordar al Sirácida (26, 13. 15-18). Efectivamente, una cosa es la satisfacción de las pasiones y otra la alegría que el hombre encuentra en poseerse más plenamente a sí mismo, pudiendo convertirse de este modo también más plenamente en un verdadero don para otra persona.

Las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, orientan al corazón humano precisamente hacia esta alegría. Es necesario que a esas palabras nos confiemos nosotros mismos, los propios pensamientos y las propias acciones, para encontrar la alegría y para donarla a los demás.





15

Miércoles 8 de abril de 1981

Valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia

1. Nos conviene concluir ya las reflexiones y los análisis basados en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, con las cuales apeló al corazón humano, exhortándole a la pureza: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5,27-28). fiemos dicho repetidas veces que estas palabras, pronunciadas una vez a los determinados oyentes de ese sermón, se refieren al hombre de todo tiempo y lugar, y apelan al corazón humano, en el que se inscribe la más intima y, en cierto sentido, la más esencial trama de la historia. Es la historia del bien y del mal (cuyo comienzo está unido, en el libro del Génesis, con el misterioso árbol de la ciencia del bien y del mal) y, al mismo tiempo, es la historia de la salvación, cuya palabra es el Evangelio, y cuya fuerza es el Espíritu Santo, dado a los que acogen el Evangelio con corazón sincero.

2. Si la llamada de Cristo al “corazón” humano, y antes aún, su referencia al “principio” nos permite construir, o al menos, delinear una antropología, que podemos llamar “teología del cuerpo”, esta teología es, a la vez, pedagogía. La pedagogía tiende a educar al hombre, poniendo ante él las exigencias, motivándolas e indicando los caminos que llevan a su realización. Los enunciados de Cristo también tienen este fin: se trata de enunciados “pedagógicos”. Contienen una pedagogía del cuerpo, expresada de modo conciso y, al mismo tiempo, muy completo. Tanto la respuesta dada a los fariseos con relación a la indisolubilidad del matrimonio, como las palabras del sermón de la montaña que se refieren al dominio de la concupiscencia, demuestran —al menos indirectamente— que el Creador ha asignado al hombre como tarea el cuerpo, su masculinidad y feminidad; y que en la masculinidad y feminidad le ha asignado, en cierto sentido, como tarea su humanidad, la dignidad de la persona, y también el signo transparente de la “comunión” interpersonal, en la que el hombre se realiza a sí mismo a través del auténtico don de sí. Al poner ante el hombre las exigencias conformes a las tareas que le han sido confiadas, el Creador indica, a la vez, al hombre, varón y mujer, los caminos que llevan a asumirlas y a realizarlas.

3. Analizando estos textos-clave de la Biblia hasta la raíz misma de los significados que encierran, descubrimos precisamente esa antropología que puede llamarse “teología del cuerpo”. Y esta teología del cuerpo funda después el método más apropiado de la pedagogía del cuerpo, es decir, de la educación (más aún, de la autoeducación) del hombre. Esto adquiere una actualidad particular para el hombre contemporáneo, cuyos conocimientos en el campo de la biofisiología y de la biomedicina han progresado mucho. Sin embargo, esta ciencia trata al hombre bajo un determinado “aspecto” y, por lo tanto, es más bien parcial que global. Conocemos bien las funciones del cuerpo como organismo, las funciones vinculadas a la masculinidad y a la feminidad de la persona humana. Pero esta ciencia, de por sí, no desarrolla todavía la conciencia del cuerpo como signo de la persona, como manifestación del espíritu. Todo el desarrollo de la ciencia contemporánea que se refiere al cuerpo como organismo, tiene más bien carácter de conocimiento biológico, porque está basado sobre la separación, en el hombre, entre lo que en él es corpóreo y lo que es espiritual. Al servirse de un conocimiento tan unilateral de las funciones del cuerpo como organismo, no es difícil llegar a tratar el cuerpo, de manera más o menos sistemática, como objeto de manipulación; en este caso el hombre deja, por así decirlo, de identificarse subjetivamente con el propio cuerpo, porque se le priva del significado y de la dignidad que se derivan del hecho de que este cuerpo es precisamente de la persona. Nos hallamos aquí en la frontera de problemas que frecuentemente exigen soluciones fundamentales, imposibles sin una visión integral del hombre.

4. Precisamente aquí aparece claro que la teología del cuerpo, cual nace de esos textos-clave de las palabras de Cristo, se convierte en el método fundamental de la pedagogía, o sea, de la educación del hombre desde el punto de vista del cuerpo, en la plena consideración de su masculinidad y feminidad. Esa pedagogía puede ser entendida bajo el aspecto de una específica “espiritualidad del cuerpo”; efectivamente, el cuerpo, en su masculinidad o feminidad, es dado al espíritu humano (lo que de modo estupendo ha sido expresado por San Pablo en el lenguaje que le es propio) y por medio de una adecuada madurez del espíritu se convierte también él en signo de la persona, de lo que la persona es consciente, y auténtica “materia” en la comunión de las personas. En otros términos: el hombre, a través de su madurez espiritual, descubre el significado esponsalicio del propio cuerpo. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña indican que la concupiscencia, de por sí, no revela al hombre ese significado, sino que, al contrario, lo ofusca y oscurece. El conocimiento puramente “biológico” de las funciones del cuerpo como organismo, unidas con la masculinidad y feminidad de la persona humana, es capaz de ayudar a descubrir el auténtico significado esponsalicio del cuerpo, solamente si va unido a una adecuada madurez espiritual de la persona humana. Sin esto, ese conocimiento puede tener efectos incluso opuestos; y esto lo confirman múltiples experiencias de nuestro tiempo.

5. Desde este punto de vista es necesario considerar con perspicacia las enunciaciones de la Iglesia contemporánea. Su adecuada comprensión e interpretación, como también su aplicación práctica (esto es, precisamente, la pedagogía) requiere esa profunda teología del cuerpo que, en definitiva, ponemos de relieve sobre todo con las palabras-clave de Cristo. En cuanto a las enunciaciones contemporáneas de la Iglesia, es necesario conocer el capítulo titulado “dignidad del matrimonio y de la familia y su valoración”, de la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, parte II, cap. I) y, sucesivamente, de la Encíclica de Pablo VI Humanae vitae. Sin duda alguna, las palabras de Cristo, a cuyo análisis hemos dedicado mucho espacio, no tenían otro fin que la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia; de donde se deduce la convergencia fundamental entre ellas y el contenido de los dos mencionados documentos de la Iglesia contemporánea. Cristo hablaba al hombre de todo tiempo y lugar; las enunciaciones de la Iglesia tienden a actualizar las palabras de Cristo y, por esto, deben interpretarse según la clave de esa teología y de esa pedagogía, que encuentran raíz y apoyo en las palabras de Cristo.

Es difícil realizar un análisis global de los citados documentos del Magisterio supremo de la Iglesia. Nos limitaremos a entresacar algunos pasajes de ellos. He aquí de qué modo el Vaticano II —al poner entre los problemas más urgentes de la Iglesia en el mundo contemporáneo “la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia”— caracteriza la situación existente en este ámbito: “La dignidad de esta institución (es decir, del matrimonio y de la familia) no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación” (Gaudium et spes GS 47). Pablo VI, al exponer en la Encíclica Humanae vitae este último problema, escribe entre otras cosas: “Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y (...) llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como a compañera, respetada y amada” (Humanae vitae HV 17).

¿Acaso nos encontramos ahora en la órbita de la misma urgencia, que en otra ocasión provocó las palabras de Cristo sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, como también las del sermón de la montaña, relativas a la pureza de corazón y al dominio de la concupiscencia de la carne, palabras que desarrolló más tarde con tanta perspicacia el Apóstol Pablo?

6. En la misma línea el autor de la Encíclica Humanae vitae, al hablar de las exigencias propias de la moral cristiana presenta, al mismo tiempo, la posibilidad de cumplirlas, cuando escribe: “EI dominio del instinto mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética —Pablo VI utiliza este término—, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Pero esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo (precisamente este esfuerzo ha sido llamado antes ‘ascesis’), pero, gracias a su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales... Favorece la atención hacia el otro cónyuge, ayuda a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y hace profundizar más su sentido de responsabilidad...” (Humanae vitae HV 21).

7. Detengámonos en estos pocos pasajes. Ellos —especialmente el último— demuestran de manera clara cuán indispensable es, para una comprensión adecuada de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia contemporánea, esa teología del cuerpo, cuyas bases hemos buscado sobre todo en las palabras de Cristo mismo. Precisamente la teología del cuerpo —como ya hemos dicho— se convierte en el método fundamental de toda la pedagogía cristiana del cuerpo. Haciendo referencia a las palabras citadas, se puede afirmar que el fin de la pedagogía del cuerpo está precisamente en hacer, ciertamente, que “las manifestaciones afectivas” —sobre todo las “propias de la vida conyugal”— estén en conformidad con el orden moral, o sea, en definitiva, con la dignidad de las personas. En estas palabras retorna el problema de la relación recíproca entre el “eros” y el “ethos”, de los que ya hemos tratado. La teología, entendida como método de la pedagogía del cuerpo, nos prepara también a las reflexiones ulteriores sobre la sacramentalidad de la vida humana y, en particular, de la vida matrimonial.


Audiencias 1981 12