Audiencias 1981 21

Miércoles 13 de mayo de 1981


Nota [1]



1. En las semanas pasadas, durante nuestros encuentros en las audiencias generales de los miércoles, he desarrollado un ciclo de catequesis basadas sobre las palabras de Cristo en el sermón de la montaña.

Hoy, queridos hermanos y hermanas en Cristo, deseo comenzar una serie de reflexiones sobre otro tema, para subrayar dignamente una fecha que merece ser escrita con caracteres de oro en la historia de la Iglesia moderna: el 15 de mayo de 1891. Efectivamente, se cumplen 90 años desde que mi predecesor León XIII publicaba la fundamental Encíclica social "Rerum novarum", que no fue sólo una vigorosa y apremiante condena de la "inmerecida miseria" en que yacían los trabajadores de entonces, después del primer período de la aplicación de la máquina industrial al campo de la empresa, sino que, sobre todo, puso los fundamentos para una solución justa de los graves problemas de la convivencia humana que están comprendidos bajo el nombre de "cuestión social".

2. ¿Por qué, después de tantos años, la Iglesia recuerda todavía la Encíclica "Rerum novarum" ?

Son muchas las razones. Ante todo, la "Rerum novarum" constituye y es "la Carta Magna de la actividad social cristiana", como la definió Pío XII (Radiomensaje para el 50 aniversario de la "Rerum novarum", Discorsi e Radiomessaggi, 1942, vol III, pág. 911); y Pablo VI añadió que su "mensaje sigue inspirando la acción en favor de la justicia" (Octogesima adveniens, 1) en la Iglesia y en el mundo contemporáneo; ella es, además, demostración irrefutable de la viva y solícita atención de la Iglesia en favor del mundo del trabajo.

La voz de León XIII se elevó valiente en defensa de los oprimidos, de los pobres, de los humildes, de los explotados, y no fue sino el eco de la voz de Aquel que había proclamado bienaventurados a los pobres y los hambrientos de justicia. El Papa, siguiendo el impulso y la invitación "de la conciencia de su ministerio apostólico" (cf. Rerum novarum., 1), habló: no sólo tenía el derecho, sino también y sobre todo el deber. En efecto, lo que justifica la intervención de la Iglesia y de su Pastor Supremo en las cuestiones sociales, es siempre la misión recibida de Cristo para salvar al hombre en su dignidad integral.

3. La Iglesia está llamada por vocación a ser en todas partes la defensora fiel de la dignidad humana, la madre de los oprimidos y de los marginados, la Iglesia de los débiles y de los pobres. Quiere vivir toda la verdad contenida en las bienaventuranzas evangélicas, sobre todo, la primera, "Bienaventurados los pobres de espíritu"; la quiere enseñar y practicar lo mismo que hizo su Divino Fundador que vino "a hacer y a enseñar" (cf. Ac 1,1).

Como observaba el año pasado en mi discurso a los obreros de San Pablo en Brasil, "la Iglesia, cuando proclama el Evangelio, procura también lograr, sin por ello abandonar su papel específico de evangelización, que todos los aspectos de la vida social, en los que se manifiesta la injusticia, sufran una transformación para la justicia" (N. 3; 3 de julio de 1980). La Iglesia es consciente de esta alta misión suya: por esto se inserta en la historia de los pueblos, en sus instituciones, en su cultura, en sus problemas, en sus necesidades. Quiere ser solidaria con sus hijos y con toda la humanidad, compartiendo dificultades y angustias, y haciendo propias las legítimas reivindicaciones del que sufre o es víctima de la injusticia. Con la fuerza de las eternas palabras del Evangelio, denuncia todo lo que ofende al hombre en su dignidad de "imagen de Dios" (Gn 2,26) y en sus derechos fundamentales, universales, inviolables, inalienables; todo lo que obstaculiza su crecimiento según el plan de Dios. Esto forma parte de su servicio profético.

4. Con toda razón afirmó Pío XI que la Rerum novarum ha presentado a la humanidad un magnífico ideal social, sacándolo de las fuentes siempre vivas y vitales del Evangelio (cf. Quadragesimo anno, 16).

Siguiendo las huellas del fundamental documento leoniano, mis venerados predecesores no han dejado de afirmar, en numerosas circunstancias, este derecho y este deber de la Iglesia de dar directrices morales en un campo, como el económico-social, que tiene vínculos directos con la finalidad religiosa y sobrenatural de su misma misión. El Concilio Vaticano II reanudó esta enseñanza subrayando que "es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Jesucristo" (Apostolicam actuositatem AA 7).

22 Aparece así la primera gran enseñanza de la celebración de este 90 aniversario: la de afirmar de nuevo el derecho y la competencia de la Iglesia a "ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas" (Gaudium et spes GS 76): el de hacer cada vez más conscientes a las Iglesias locales, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a los laicos de su derecho-deber de prodigarse por el bien de cada uno de los hombres, y de ser en todo momento los defensores y los artífices de la auténtica justicia en el mundo.

5. Al mirar serenamente los acontecimientos histórico-sociales que se han sucedido en el mundo del trabajo desde aquel lejano mayo de 1891, debemos reconocer con satisfacción que se han dado grandes pasos y se han realizado grandes transformaciones con el fin de hacer la vida de las clases obreras más conforme con su dignidad.

La "Rerum novarum" fue levadura y fermento de estas transformaciones fecundas. Por medio de ella el Romano Pontífice infundió en el alma obrera el sentimiento y la conciencia de su dignidad humana, civil y cristiana; favoreció la aparición de asociaciones sindicales obreras en los diversos países; advirtió a los gobernantes y a las naciones sus deberes hacia los débiles y pobres, invitando a los Estados a la creación de una política social, humana e inteligente que logró el reconocimiento, la formulación y el respeto del derecho de trabajo y el trabajo para todos los ciudadanos.

6. La "Rerum novarum" tiene, además, para la Iglesia una particular importancia porque constituye un punto de referencia dinámico de su doctrina y de su acción social en el mundo contemporáneo.

Durante los siglos, desde sus orígenes hasta hoy, la Iglesia se ha encontrado y confrontado siempre con el mundo y sus problemas, iluminándolos a la luz de la fe y de la moral de Cristo. Esto ha favorecido la formación y el resurgimiento, a lo largo del arco de la historia, de un cuerpo de principios de moral social cristiana, conocido hoy como doctrina social de la Iglesia. Es mérito del Papa León XIII el haber tratado, antes que nadie, de darle un carácter orgánico y sintético. Así comenzó por parte del Magisterio la nueva y delicada tarea, que es también un gran compromiso, de elaborar de nuevo para un mundo en cambio continuo, una enseñanza capaz de responder a las exigencias modernas, así como a las rápidas y continuas transformaciones de la sociedad industrial; y, al mismo tiempo, apto para tutelar los derechos tanto de la persona humana, como de las jóvenes naciones que entran a formar parte de la comunidad internacional.

7. Esta enseñanza social -como puse de relieve en Puebla-, "nace a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio auténtico, de la presencia de los cristianos en el seno de las situaciones cambiantes del mundo, en contacto con los desafíos que de ésas provienen" (Discurso inaugural, III 7). Su objeto es y será siempre la dignidad sagrada del hombre, imagen de Dios, y la tutela de sus derechos inalienables; su finalidad, la realización de la justicia entendida como promoción y liberación integral de la persona humana en su dimensión terrena y trascendente; su fundamento, la verdad sobre la misma naturaleza humana, verdad comprendida por la razón e iluminada por la Revelación, su fuerza propulsora, el amor como precepto evangélico y norma de acción. La Iglesia, forjadora de fina concepción siempre actual y fecunda de la vida social, al desarrollar en este último siglo, con la colaboración de sacerdotes y de laicos iluminados, su enseñanza social, de naturaleza religiosa y moral, no se limita a ofrecer principios de reflexión, orientaciones, directrices, constataciones o llamadas, sino que presentan también normas de juicio y directrices para la acción que cada uno de los católicos está llamado a poner en la base de su prudente experiencia, para traducirla luego concretamente en categorías operativas de colaboración y de compromiso (cf. Evangelii nuntiandi EN 38).

La doctrina social, dinámica y vital como toda realidad viviente, se compone de elementos duraderos y supremos, y de elementos contingentes, que permiten su evolución y desarrollo en sintonía con las urgencias de los problemas prioritarios, sin disminuir su estabilidad y la certeza en los principios y en las normas fundamentales.

8. Al recordar el 90 aniversario de la Encíclica leoniana, siguiendo las huellas y en consonancia con el Magisterio de mis predecesores, deseo, por tanto, volver a afirmar la importancia de la enseñanza social como parte integrante de la concepción cristiana de la vida.

Sobre este tema no he dejado, en los frecuentes encuentros con mis hermanos en el Episcopado, de recomendar a su pastoral solicitud la necesidad y la urgencia de sensibilizar a sus fieles sobre el pensamiento social cristiano, a fin de que todos los hijos de la Iglesia sean no sólo instruidos en la doctrina sino también educados en la acción social.

Hermanos y hermanas: Volveremos todavía más ampliamente sobre los varios temas y problemas que evoca el aniversario de la Encíclica "Rerum novarum". Para concluir esta reflexión de hoy quiero responder al interrogante planteado al comienzo. Sí, la Encíclica "Rerum novarurn" tiene también hoy vitalidad y validez estimulante y operante para el Pueblo de Dios, aún cuando haya aparecido en el lejano 1891. El tiempo no la ha agotado, sino corroborado; tanto, que los cristianos la sienten tan fecunda que pueden sacar de ella valentía y acción para los nuevos desarrollos del orden social en los que está interesado el mundo del trabajo. Continuemos, pues, viviendo su espíritu con impulso y generosidad, profundizando con amor operante en los caminos trazados por el actual Magisterio social e interpretando con ingenio creativo las experiencias de los tiempos nuevos.

[1] La audiencia general del miércoles 13 de mayo pasa a la historia por el triste episodio del sacrílego atentado contra el Papa, sobre el que referimos en la pág. 1. En realidad la audiencia no llegó a celebrarse. A las 5 de la tarde, la plaza de San Pedro estaba inundada de fieles: de 30 a 40 mil romanos y peregrinos. Entre ellos estaban los siguientes grupos de habla hispana: religiosas del Instituto de Hijas de María; religiosas de las Escuelas Pías, que toman parte en su IV conferencia general; el consejo general y las provinciales de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús; peregrinos de México, Guatemala, Bolivia y Argentina; 2, la peregrinación de la catedral de Castelló de Ampurias (Gerona), así como un grupo de matrimonios españoles. El Papa entró en la plaza en su "jeep" blanco y pasó, como siempre, junto a las vallas saludando a los presentes. Apenas había terminado de dar la primera vuelta, cuando sucedió el atentado. La inmensa multitud quedó atónita y sumida en la más profunda consternación. La única reacción común fue la plegaria. Los altavoces explicaron lo acaecido y la inmensa asamblea comenzó a rezar... La voz del Vicario de Cristo no llegó a oírse. Juan Pablo II tenía preparados sus discursos: la catequesis dedicada a conmemorar el 90 aniversario de la publicación de la Encíclica "Rerum novarum" de León XIII, la alocución anunciando la oración del "Consejo para la Familia" y los saludos a los diversos grupos de peregrinos. Publicamos estos textos que, aunque no han sido leídos, pasan a formar parte de las "enseñanzas pontificias" con un carácter especial por las circunstancias en que no fueron pronunciados. (L'Osservatore Romano, ed. en español, 17 de mayo de 1981, página 287)





23

Octubre de 1981

Miércoles 7 de octubre de 1981



1. Hoy, después de una larga interrupción[1], puedo reanudar las audiencias generales, que se han convertido en una de las formas fundamentales de servicio pastoral del Obispo de Roma.

La última vez, los peregrinos que habían venido a Roma, se reunieron para esta audiencia el día 13 de mayo. Sin embargo, no se pudo celebrar. Todos saben por qué motivo...

Hoy, al comenzar, después de un largo intervalo de cinco meses, este encuentro tan entrañable para mí y para vosotros, no puedo menos de referirme al día 13 de mayo.

2. Pero antes no puedo dejar de manifestaros la emoción y el dolor que ayer me causó la noticia de la trágica muerte del Presidente egipcio Sadat.

Cayó en un acto de terrorismo de extrema gravedad y crueldad, que suscita sentimientos de amargura y consternación y nos deja pensativos y preocupados por las posibles consecuencias.

El Presidente Sadat se había hecho apreciar por sus cualidades de hombre, creyente en Dios, y por sus valientes iniciativas de paz, con las que había tratado de abrir nuevos caminos de solución al largo y sangriento conflicto entre árabes y judíos.

Os invito a rezar por este gran Estadista y por las otras víctimas del bárbaro atentado, entre las cuales hay un obispo de la Iglesia copto-ortodoxa; oremos también por sus familias, en particular por la esposa e hijos del Presidente, tan duramente afectados por lo sucedido.

Suba ahora nuestra petición a Dios para obtener que el pueblo egipcio y sus gobernantes puedan superar esta prueba, en convivencia fraterna y ordenado progreso, continuando en la búsqueda de la paz, que fue el anhelo de su Presidente; y para invocar que, en este tiempo perturbado por tantas violencias, temores y preocupaciones, el Señor acelere para los países de Medio Oriente el día de la reconciliación y de la paz.

3. "Misericordiae Domini, quia non sumus consumpti" (Lam 3, 22).

24 Estas son las palabras del Pueblo de Dios, que manifiesta a su Señor la gratitud por la salvación, y alaba mediante ellas a la Misericordia Divina.

Hoy deseo repetir estas palabras ante vosotros, queridos hermanos y hermanas, reunidos para la audiencia del miércoles. Deseo que ellas sean como el eco de aquel 13 de mayo, y de aquella audiencia general, que no se pudo celebrar a causa del atentado al Papa.

4. Durante estas largas semanas de hospitalización en el "Policlínico Gemelli" me ha venido con frecuencia a la mente el episodio de los primeros días de la Iglesia, en Jerusalén, descrito en los Hechos de los Apóstoles. Herodes había arrestado a Pedro: «deteniéndole, le metió en la cárcel, encargando su guarda a cuatro escuadras de soldados, con el propósito de exhibirle al pueblo después de la Pascua. En efecto, Pedro era custodiado en la cárcel; pero la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él. La noche anterior al día en que Herodes se proponía exhibirle al pueblo, hallándose Pedro dormido entre los soldados, sujeto con dos cadenas y guardada la puerta de la prisión por centinelas, un ángel del Señor se presentó en el calabozo, que quedó iluminado; y golpeando a Pedro en el costado, le despertó diciendo: "Levántate pronto"; y se cayeron las cadenas de sus manos. El ángel añadió: "Cíñete y cálzate tus sandalias". Hízolo así. Y agregó: "Envuélvete en tu manto y sígueme". Y salió en pos de él. No sabía Pedro si era realidad lo que el ángel hacía; más bien le parecía que fuese una visión.

»Atravesando la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que conduce a la ciudad. La puerta se les abrió por sí misma, y salieron y avanzaron por una calle, desapareciendo luego el ángel. Entonces, Pedro, vuelto en sí, dijo: "Ahora me doy cuenta de que realmente el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes y de toda la expectación del pueblo judío"» (
Ac 12,3-11).

Este episodio acaecido en los primeros días de la Iglesia en Jerusalén, me ha venido con frecuencia a la mente durante la estancia en el hospital. Aún cuando las circunstancias de entonces y las de hoy parecen tan distintas entre sí, sin embargo, le ha resultado difícil al convaleciente, que era el Sucesor de Pedro en la sede episcopal de Roma, no meditar estas palabras del Apóstol: "Me doy cuenta de que el Señor me ha arrancado de las manos de Herodes y de toda la expectación"...

5. He citado este pasaje de los Hechos de los Apóstoles también por las palabras que encontramos en él y que han sido para mí, en ese período, una ayuda muy grande. Mientras " Pedro era custodiado en la cárcel"... "la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él" (Ac 12,5).

He experimentado, queridos hermanos y hermanas, de manera semejante a Pedro, apartado y destinado a la muerte, la eficacia de las oraciones de la Iglesia. Lo experimenté inmediatamente: de parte de los que estaban reunidos para la audiencia general que no se pudo celebrar. Experimenté la eficacia de esta oración el mismo día, el 13 de mayo, a medida que la noticia del atentado se divulgaba a través de los medios de comunicación por todo el mundo. Esta noticia ha suscitado reacciones provenientes de varias partes del mundo, de diversos países, de los Jefes de Estado, de los gobernantes de las naciones, de muchos hombres y de ambientes diversos. Pero sobre todo esa noticia ha reunido a los hombres en oración. Se han llenado las catedrales episcopales y las iglesias parroquiales. Han rezado unidos a nosotros los hermanos ortodoxos y protestantes. Pero no sólo ellos. Han orado también los seguidores de Moisés y de Mahoma. Y otros muchos.

Me resulta difícil pensar en todo esto sin emoción. Sin una profunda gratitud para todos. Hacia todos los que el día 13 de mayo se reunieron en oración. Y hacia todos los que han perseverado en ella durante todo este tiempo. Agradezco esta oración a los hombres, mis hermanos y hermanas. Estoy agradecido a Cristo Señor y al Espíritu Santo, el cual, mediante este evento, que tuvo lugar en la plaza de San Pedro el día 13 de mayo, a las 17:17 horas, ha inspirado a tantos corazones para la oración común.

Y, al pensar en esta gran oración, no puedo olvidar las palabras de los Hechos de los Apóstoles, que se refieren a Pedro: "La Iglesia oraba insistentemente a Dios por él" (Ac 12,5)

6. «Debitores facti sumus» (Rm 1,14).

Así es. Me he hecho todavía más deudor de todos. Soy deudor de los que han contribuido directamente a salvar mi vida y me han ayudado a recuperar la salud; de los doctores y médicos, las religiosas enfermeras y el personal laico del Policlínico Gemelli. Al mismo tiempo soy deudor de los que me han rodeado con esa amplia oleada de oración en todo el mundo. Soy deudor.

25 Y de nuevo me he hecho deudor de la Santísima Virgen y de todos los Santos Patronos. ¿Podría olvidar que el evento en la plaza de San Pedro tuvo lugar el día y a la hora en que, hace más de 60 años, se recuerda en Fátima, Portugal, la primera aparición de la Madre de Cristo a los pobres niños campesinos? Porque, en todo lo que me ha sucedido precisamente ese día, he notado la extraordinaria materna protección y solicitud, que se ha manifestado más fuerte que el proyectil mortífero.

Hoy celebramos la memoria de la Madre del Santo Rosario. Todo el mes de octubre es el mes del Rosario. Ahora que, a distancia de casi cinco meses, puedo encontrarme de nuevo con vosotros, queridos hermanos y hermanas, en la audiencia del miércoles, deseo que estas primeras palabras que os dirijo sean palabras de gratitud, de amor y de la más profunda confianza. Así como el Santo Rosario es y será siempre una oración de gratitud, de amor y de petición confiada: la oración de la Madre de la Iglesia.

Y a todos, animo e invito una vez más a esta oración, especialmente durante este mes del Rosario.

7. Aceptad, queridos participantes en este encuentro, estas primeras palabras, que nacen del recuerdo del 13 de mayo. Puesto que ellas no pueden abarcar todo, trataré de completarlas en los encuentros sucesivos.
* * *


[1] Después del terrible atentado del 13 de mayo, éste ha sido el primer encuentro semanal con peregrinos, realizado según la costumbre dramáticamente interrumpida el citado miércoles de la pasada primavera

Saludos

Saludo ahora cordialmente a todos los peregrinos, familias grupos de lengua española presentes en esta audiencia y procedentes de diversos países, en especial a las numerosas religiosas, alumnas y ex alumnas de colegios de Jesús-María, venidas a Roma para la beatificación de la Sierva de Dios Claudine Thévenet.

Reanudamos con este encuentro las audiencias ordinarias de los miércoles, interrumpidas desde el 13 de mayo pasado a causa del conocido atentado contra el Papa.

Agradezco vuestras oraciones y las de cuantos han rogado por mi restablecimiento durante estos cinco meses. os aseguro que correspondo con mi recuerdo ante el Señor y os doy como prueba de afecto una especial bendición.





Miércoles 14 de octubre de 1981



26 1. El miércoles pasado, durante la audiencia general, hice referencia al evento del 13 de mayo. Puesto que ese día se interrumpieron los encuentros que hemos reanudado de nuevo tras haber recuperado la salud, deseo compartir al menos brevemente con vosotros, el contenido de mis meditaciones en ese período de algunos meses, durante los que he pasado por una gran prueba divina.

Digo prueba divina. Efectivamente, aunque los acontecimientos del 13 de mayo —el atentado contra la vida del Papa y también sus consecuencias, vinculadas a la intervención y la cura en el Policlínico Gemelli— tengan su dimensión plenamente humana, sin embargo ésta no puede ofuscar una dimensión todavía más profunda: precisamente la dimensión de la prueba permitida por Dios. En esta dimensión se debe situar también todo lo que dije el pasado miércoles. Hoy deseo retornar una vez más sobre ello.

Dios me ha permitido experimentar, durante los meses pasados, el sufrimiento, me ha permitido experimentar el peligro de perder la vida. Me ha permitido, al mismo tiempo, comprender claramente y hasta el fondo que ésta ha sido una gracia especial suya para mí mismo como hombre y, a la vez —teniendo en cuenta el servicio que realizo como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro— una gracia para la Iglesia.

2. Así es, queridos hermanos y hermanas: sé que he recibido una gran gracia. Y, al recordar con vosotros lo acaecido el 13 de mayo y todo el período sucesivo, no puedo dejar de hablar de ello. Cristo, que es la luz del mundo, el Pastor de su rebaño, y sobre todo el Príncipe de los pastores, me ha concedido la gracia de poder, mediante el sufrimiento y con el peligro de la vida y de la salud, dar testimonio de su Verdad y de su Amor. Esto precisamente juzgo que ha sido una gracia particular que me ha hecho, y por esto expreso de modo especial mi gratitud al Espíritu Santo, que han recibido los Apóstoles y sus Sucesores el día de Pentecostés como fruto de la cruz y de la resurrección de su Maestro y Redentor.

Por lo cual, este año adquirió para mí un significado muy particular la fiesta de la venida del Espíritu Santo, cuando, junto con toda la Iglesia, y especialmente en unión con el Patriarcado Ecuménico, hemos dado gracias por el don del I Concilio de Constantinopla, celebrado hace 1600 años, añadiéndole aquí en Roma la conmemoración, después de 1550 años, del Concilio de Efeso. Desde los tiempos del Concilio Constantinopolitano I toda la Iglesia profesa: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida".

Precisamente a este Espíritu Santo "Dador de vida" se refirió Cristo, cuando, antes de su ascensión al Padre, decía a los Apóstoles: "Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra" (
Ac 1,8). Es el Espíritu Santo quien, desde el día de Pentecostés, ayudó a los Apóstoles a dar testimonio, primero en Jerusalén y luego en diversos países del mundo de entonces. Fue Él quien les dio la fuerza para testimoniar a Cristo ante todo el pueblo, y, cuando por esto iban a los tormentos, les concedió alegrarse por "padecer ultrajes por el nombre de Jesús. (Ac 5,41). Fue el Espíritu Santo quien condujo a Pablo de Tarso por los caminos del mundo de entonces. Fue el Espíritu Santo quien sostuvo a Pedro para dar testimonio de Cristo, primero en Jerusalén, luego en Antioquía, y finalmente aquí, en Roma, capital del Imperio. Este testimonio fue confirmado al final con el martirio, como también lo fue el testimonio de Pablo de Tarso, gran Apóstol de las Gentes.

3. Estas palabras que Cristo Señor y Redentor, Cristo eterno Pastor de las almas, dirigió a los Apóstoles antes de ir al Padre, se refieren a sus sucesores, y se refieren también a todos los cristianos. Efectivamente, los Apóstoles son el comienzo del nuevo Pueblo de Dios, como enseña el Concilio (cf. Ad gentes AGD 5). Pero si todos están llamados a dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado, lo están de modo particular aquellos que, después de los Apóstoles, han recibido en herencia el servicio pastoral y magisterial en la Iglesia. ¿Cuántos Sucesores de Pedro en esta Sede Romana han sellado con el sacrificio de la vida este testimonio del servicio pastoral y magisterial? Lo manifiesta la sagrada liturgia cuando, en el curso del año, recuerda a numerosos Sumos Pontífices que han seguido a Pedro, dando el testimonio de la sangre.

Es difícil hablar de estas cosas sin una profunda veneración, sin estremecimiento interior. En efecto, por el sacrificio de los que dieron testimonio de Cristo crucificado y resucitado, especialmente durante los primeros siglos, creció el Cuerpo místico de Cristo, surgió la Iglesia, profundizó en las almas y se consolidó en aquel mundo antiguo, que respondió a la Buena Nueva del Evangelio —tan frecuentemente— con persecuciones sangrientas.

4. Los que vienen a Roma, a las "tumbas de los Apóstoles", los que pisan las huellas de San Pedro y San Pablo, deben tener presente todo lo que hemos dicho. También yo soy peregrino aquí. Soy un forastero, que, por voluntad de la Iglesia, ha tenido que quedarse y ha tenido que asumir la sucesión en la Sede Romana después de tantos grandes Papas, Obispos de Roma. Y yo siento también profundamente mi debilidad humana, y por esto repito confiadamente las palabras del Apóstol: "virtus in infirmitate perficitur", "en la flaqueza llega al colmo el poder" (2Co 12,9). Y por esto, con gran agradecimiento al Espíritu Santo, pienso en esa debilidad que El me ha dado experimentar desde el día 13 de mayo, creyendo y confiando humildemente que haya podido servir para reforzamiento de la Iglesia y también para el mío personal. Esta es la dimensión de la prueba divina, que el hombre no puede descubrir fácilmente. No es fácil hablar de ella con palabras humanas. Sin embargo, es necesario hablar. Hay que confesar con la más profunda humildad ante Dios y ante la Iglesia esta gran gracia, que se ha convertido era mi heredad precisamente durante ese período, en el que todo el Pueblo de Dios se estaba preparando para una celebración particular de Pentecostés, dedicada este año al recuerdo del I Concilio de Constantinopla —después de 1600 años—, y también del Concilio de Efeso, después de 1550 años.

En Efeso resonó nuevamente en beneficio de toda la Iglesia de entonces la verdad sobre Cristo, unigénito Hijo de Dios, el cual por obra del Espíritu Santo se hizo verdadero hombre, concebido en el seno de María Virgen y nacido de Ella para la salvación del mundo. Por esto, María es verdadera Madre de Dios (Theotokos).

Así, pues, cuando medito, con vosotros, queridos hermanos y hermanas, la gracia recibida juntamente con la amenaza a la vida y con el sufrimiento, me dirijo de modo particular a Ella: a la que llamamos también "Madre de la divina gracia". Y pido que esta gracia "no sea estéril en mí" (cf. 1Co 15,10), lo mismo que cada una de las gracias que el hombre recibe: en todas partes y en cualquier tiempo. Pido que mediante cada gracia que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo efunden con abundancia, nazca esa fuerza, que crece en nuestra debilidad. Pido que crezca y se expanda también el testimonio de Verdad y de Amor, a los cuales nos ha llamado el Señor.

Saludos

27 Deseo manifestar ahora mi vivo aprecio por su presencia en esta audiencia, a cada una de las personas, familias y grupos de lengua española, procedentes de diversos lugares y países.

En este segundo encuentro en la plaza de San Pedro tras aquel 13 de mayo último, cuyas consecuencias me han hecho experimentar una prueba permitida por Dios, que ha sido un agracia para mí mismo y para la Iglesia.

Con la fuerza del Espíritu Santo, he podido dar testimonio de la Verdad y del Amor de Cristo muerto y resucitado, unido al testimonio dado por tantos Predecesores míos ene esta sede de Pedro, que con su sacrificio consolidaron el nacimiento de la Iglesia.

A María Santísima, Madre de la divina gracia, pido que corrobore mis fuerzas en el constante testimonio a la Verdad y al Amor.





Miércoles 21 de octubre de 1981



1. También hoy, en este grato encuentro con vosotros, queridos hermanos y hermanas, quiero hablar de nuevo sobre el evento del 13 de mayo pasado. Hablo de él nuevamente para recordar lo que ya fue pronunciado ese día ante Cristo, que es Maestro y Redentor de nuestras almas, y que fue dicho en voz alta y públicamente, el domingo siguiente, 17 de mayo, en la oración del Regina caeli.

He aquí lo palabras que hoy no sólo cito, sino que repito también, para expresar la verdad contenida en ellas, que hoy lo mismo que entonces es la verdad de mi alma, de mi corazón y de mi conciencia:

“Amadísimos hermanos y hermanas: Sé que estos días, especialmente en esta hora del ‘Regina caeli’, estáis unidos a mí. Emocionado, os doy las gracias por vuestras oraciones y os bendigo a todos. Me siento particularmente cercano a las dos personas que resultaron heridas juntamente conmigo. Rezo por el hermano que me ha herido, al cual he perdonado sinceramente. Unido a Cristo, sacerdote y víctima, ofrezco mis sufrimientos por la Iglesia y por el mundo. A Ti, María, te digo de nuevo: ‘Totus tuus ego sum’”.

2.¡El perdón! Cristo nos ha enseñado a perdonar. Muchas veces y de varios modos Él ha hablado de perdón. Cuando Pedro le preguntó cuántas veces habría de perdonar a su prójimo, “¿hasta siete veces?”. Jesús contestó que debía perdonar “hasta setenta veces siete” (Mt 18,21 s.). En la práctica, esto quiere decir siempre: efectivamente, el número «setenta” por “siete” es simbólico, y significa, más que una cantidad determinada, una cantidad incalculable, infinita. Al responder a la pregunta sobre cómo es necesario orar, Cristo pronunció aquellas magníficas palabras dirigidas al Padre: “Padre nuestro que estás en los cielos”; y entre las peticiones que componen esta oración, la última habla del perdón: “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros las perdonamos” a quienes son culpables con relación a nosotros (“a nuestros deudores”). Finalmente, Cristo mismo confirmó la verdad de estas palabras en la cruz, cuando, dirigiéndose al Padre, suplicó: “¡Perdónalos!”, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 32,34).

“Perdón” es una palabra pronunciada por los labios de un hombre, al que se le habla hecho mal. Más aún, es la palabra del corazón humano. En esta palabra del corazón cada uno de nosotros se esfuerza por superar la frontera de la enemistad, que puede separarlo del otro, trata de reconstruir el interior espacio de entendimiento, de contacto, de unión. Cristo nos ha enseñado con la palabra del Evangelio y, sobre todo, con el propio ejemplo, que este espacio se abre no sólo ante el otro hombre sino, a la vez, ante Dios mismo. El Padre, que es Dios de perdón y de misericordia, desea actuar precisamente en este espacio del perdón humano, desea perdonar a aquellos que son capaces de perdonar recíprocamente, a los que tratan de poner en práctica estas palabras: “Perdónanos... como nosotros perdonamos”.

El perdón es una gracia, en la que se debe pensar con humildad y gratitud profundas. Es un misterio del corazón humano, sobre el cual es difícil explayarse. Sin embargo, quisiera detenerme sobre cuanto he dicho. Lo he dicho porque está estrechamente ligado al evento del 13 de mayo, en su conjunto.


Audiencias 1981 21