Audiencias 1981 28

28 3. Durante los tres meses que he pasado en el hospital, frecuentemente me venía a la memoria aquel pasaje del libro del Génesis, que todos conocemos bien:

“Fue Abel pastor y Caín labrador; y al cabo del tiempo hizo Caín ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra, y se la hizo también Abel de los primogénitos de su ganado, de lo mejor de ellos; y agradase Yavé de Abel y su ofrenda, pero no de Caín y la suya. Se enfureció Caín y andaba cabizbajo; y Yavé le dijo: ¿Por qué estás enfurecido y por qué andas cabizbajo? ¿No es verdad que, si obraras bien, andarías erguido, mientras que, si no obras bien, estará el pecado a la puerta? Cesa, que él siente apego a ti y tú debes dominarle a él”.

“Dijo Caín a Abel, su hermano: Vamos al campo. Y cuando estuvieron en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le mató. Preguntó Yavé a Caín: ¿Dónde está tu hermano? Contestóle: No sé. ¿Soy acaso el guarda de mi hermano? ¿Qué has hecho?, - le dijo Él -. La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra...” (
Gn 4,2-10).

4. Me venía frecuentemente a la memoria, durante mis meditaciones en el hospital, este texto antiquísimo, el cual habla del primer atentado del hombre contra la vida del hombre - del hermano contra la vida del hermano -.

Así, pues, durante el tiempo en que el hombre atentó contra mi vida, era procesado y cuando recibía la sentencia, yo pensaba en el relato de Caín y Abel, que bíblicamente expresa el “comienzo” del pecado contra la vida del hombre. En nuestro tiempo, cuando este pecado contra la vida del hombre ha vuelto de nuevo y de un nuevo modo amenazador, mientras tantos hombres inocentes perecen a manos de otros hombres, la descripción bíblica se hace particularmente elocuente. Resulta aún más completa, aún más perturbadora del mandamiento mismo “No matarás”. Este mandamiento pertenece al Decálogo, que Moisés recibió de Dios y que, al mismo tiempo, está escrito en el corazón del hombre como ley interior del orden moral para todo el comportamiento humano. ¿Acaso no nos habla todavía más de la prohibición absoluta de “no matar” esa pregunta de Dios dirigida a Caín: “¿Dónde está tu hermano?”. Y apurando la respuesta evasiva de Caín, “¿Soy acaso el guarda de mi hermano?”, sigue la otra pregunta divina: “¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra”.

5. Cristo nos ha enseñado a perdonar. El perdón es indispensable también para que Dios pueda plantear a la conciencia humana los interrogantes sobre los que espera respuesta en toda la verdad interior.

En este tiempo, cuando tantos hombres inocentes perecen a manos de otros hombres, parece imponerse una necesidad especial de acercarse a cada uno de los que matan, acercarse con el perdón en el corazón y, al mismo tiempo, con la misma pregunta que Dios, Creador y Señor de la vida humana, hizo al primer hombre que había atentado contra la vida del hermano y se la habla quitado, había quitado lo que es propiedad sólo del Creador y del Señor de la vida.

Cristo nos ha enseñado a perdonar. Enseñó a Pedro a perdonar “hasta setenta veces siete” (Mt 8,22). Dios mismo perdona cuando el hombre responde a la pregunta dirigida a su conciencia y a su corazón, con toda la verdad inferior de la conversión.

Dejando a Dios mismo el juicio y la sentencia en su dimensión definitiva, no cesemos de pedir: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

Saludos

Saludo cordialmente a todas las personas, familias y grupos de lengua española aquí presentes, manifestándoles a la vez mi profunda benevolencia y aprecio por su visita.

29 Refiriéndome a los acontecimientos del pasado 13 de mayo, quiero repetir hoy la misma palabra de perdón que ya pronuncié el día 17 del mismo año. Sí, perdono al hermano que me hirió, como Cristo nos enseña a perdonar. Sólo así superamos las barreras de la enemistad y construimos espacios de entendimiento, de amor fraterno, en en un tiempo en el que se cometen tantos atentados contra vida del hombre, de la que sólo Dios es dueño. Dejemos a Él el juicio definitivo y sepamos perdonar. Con mi bendición apostólica.



Miércoles 28 de octubre de 1981



1. Se acerca el final del mes de octubre, el mes del Santo Rosario. Deseo, con ocasión de esta última audiencia general de octubre, hacer referencia a la primera que tuvo lugar este mes. (Fue también la primera audiencia general, después de la pausa de algunos meses causada por el evento del 13 de mayo). La primera audiencia, después del intervalo, se celebró el día dedicado a la Santísima Virgen del Rosario.

Al final de octubre quiero, juntamente con vosotros, hermanos y hermanas, echar una mirada a la sencillez y, al mismo tiempo, a la profundidad de esta oración, a la que la Madre Santísima de modo particular nos invita, nos estimula y nos anima. Al rezar el Rosario, penetramos en los misterios de la vida de Jesús, que son, a la vez, los misterios de su Madre. Esto se advierte muy claramente en los misterios gozosos, comenzando por la anunciación, pasando por la visitación y el nacimiento en la noche de Belén, y luego por la presentación del Señor, hasta su encuentro en el templo, cuando Jesús tenía ya 12 años. Aunque pueda parecer que los misterios dolorosos no nos muestran directamente a la Madre de Jesús —con excepción de los dos últimos: el vía crucis y la crucifixión—, sin embargo, ¿podemos pensar que estuviese espiritualmente ausente la Madre, cuando su Hijo sufría de modo tan terrible en Getsemaní, en la flagelación y en la coronación de espinas? Y los misterios gloriosos son también misterios de Cristo, en los que encontramos la presencia espiritual de María, el primero entre todos el misterio de la resurrección. Al hablar de la ascensión, la Sagrada Escritura no menciona la presencia de María, pero, ¿pudo no estar ella presente, si inmediatamente después leemos que se hallaba en el cenáculo con los mismos Apóstoles, que habían despedido poco antes a Cristo que subía al cielo? Con ellos se prepara María a la venida del Espíritu Santo y participa en la misma el día de Pentecostés. Los dos últimos misterios gloriosos orientan nuestro pensamiento directamente a la Madre de Dios, cuando contemplamos su Asunción y Coronación en la gloria celeste.

El Rosario es una oración que se refiere a María unida a Cristo en su misión salvífica. Es, al mismo tiempo, una oración a María, nuestra mejor mediadora ante el Hijo. Es finalmente una oración que de modo especial rezamos con María, lo mismo que oraban juntos con Ella los Apóstoles en el Cenáculo, preparándose para recibir el Espíritu Santo.

2. Esto es cuanto deseo decir sobre esta oración tan entrañable, al final del mes de octubre. Al hacerlo, me dirijo a todos los que mediante su oración —no sólo la oración del Rosario, sino también la oración litúrgica y cualquier otra— me han ayudado durante los meses pasados. Ya he agradecido esto otras veces. Lo agradecí también durante la primera audiencia general de este mes. Pero las expresiones de esta gratitud nunca son suficientes. Hoy, pues, deseo manifestar una vez más mi agradecimiento, al darme cuenta de cuánto debo a todos los que me han ayudado y continúan todavía ayudándome con la oración.

La mayor parte de esta ayuda sólo la conoce Dios. Pero me han llegado en este período millares y millares de cartas, en las que personas de todas las partes del mundo me han expresado su participación y me han asegurado su oración. Quisiera, entre las muchas, leer una sola, la de una niña que me ha escrito: "Querido Papa, deseo que te cures pronto para que vuelvas a leer el Evangelio y la Palabra de Dios. Sé que has perdonado al hombre que te ha herido, y así yo también quiero perdonar a quien me espía o me da patadas. Haz que me porte siempre bien y haz que en todo lugar haya paz".

3. Hacia el final de la Carta de San Pablo a los Efesios encontramos las siguientes palabras: "...confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de toda armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires... Embrazad, pues, en todo momento el escudo de la fe, con que podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno... Con toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo con fervor y siempre en continuas súplicas por todos los santos, y por mí, a fin de que cuando hable me sean dadas palabras con que dar a conocer con libertad el misterio del Evangelio, del que soy embajador encadenado para anunciarlo con toda libertad y hablar de él como conviene" (Ep 6,10-20).

4. Durante la primera audiencia de octubre di las gracias —haciendo referencia a los Hechos de los Apóstoles— porque "la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él" (esto es, por Pedro). Hoy me he referido a las palabras de la Carta a los Efesios para pedir, lo mismo que Pablo, que continuéis la oración, ahora que puedo reanudar nuevamente el servicio al Evangelio. Es un servicio de verdad y de amor. Un servicio a la Iglesia y, a la vez, al mundo. El autor de la Carta a los Efesios dice que este servicio de verdad es, al mismo tiempo, una auténtica lucha "contra los espíritus del mal", contra "los dominadores de este mundo tenebroso". Es una lucha y un combate.

5. De esta lucha habla también el Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes, con las siguientes palabras: "A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo. Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso humano puede servir a la verdadera felicidad de los hombres, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: 'No queráis vivir conforme a este mundo' (Rm 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento del pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres" (Gaudium et spes GS 37).

Y a continuación enseñan los padres conciliares: "A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro" (ib.).

30 Al reanudar nuevamente mi servicio tras la prueba que la Divina Misericordia me ha permitido superar, me dirijo a todos con las palabras de San Pablo: orad "por mí, a fin de que cuando hable me sean dadas palabras con que dar a conocer el misterio del Evangelio..."

6. El haber experimentado personalmente la violencia me ha hecho sentirme de modo más intenso cercano a los que en cualquier lugar de la tierra y de cualquier modo sufren persecuciones por el nombre de Cristo. Y también a todos aquellos que sufren opresión por la santa causa del hombre y de la dignidad, por la justicia y por la paz del mundo. Y, finalmente, a los que han sellado esta fidelidad suya con la muerte.

Al pensar en todos ellos, repito las palabras del Apóstol en la Carta a los Romanos: "Ninguno de nosotros para sí mismo vive y ninguno para sí mismo muere; pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos. Que por esto murió Cristo y resucitó, para dominar sobre muertos y Vivos" (
Rm 14,7-9).

Que sean estas palabras también para nosotros la preparación a la gran solemnidad de Todos los Santos y a la celebración del 2 de noviembre, en la que recordamos a Todos los Fieles Difuntos.

Saludos

Con un cordial saludo, doy la bienvenida a todas las personas, familias y grupos de los diversos países de lengua española que asiste a la audiencia de esta mañana.

Estamos terminando el mes del rosario, esa hermosa forma de oración tan sencilla y profunda, con la que nos acercamos a los misterios de gozo, de dolor y de gloria de Jesús, que son asimismo los misterios de la participación de su Madre Santísima en nuestra redención. Orad con frecuencia, sobre todo en familia, de esa forma.

Doy gracias de nuevo a cuantos con el rezo del rosario, de otras plegarias o de la oración litúrgica me han sostenido durante mi enfermedad. Seguid pidiendo por mí, para que continué mi servicio de verdad y amor a la iglesia y al mundo, en la lucha contra los poderes del mal. Con mi bendición apostólica.





Noviembre de 1981

Miércoles 4 de noviembre de 1981



1. Hoy, 4 de noviembre, la Iglesia recuerda, como todos los años, la figura de San Carlos Borromeo, obispo y confesor. Puesto que he recibido en el bautismo precisamente el nombre de este Santo, deseo dedicarle la reflexión de la audiencia general de hoy, haciendo referencia a todas las precedentes reflexiones del mes de octubre. En ellas he tratado —tras unos meses de intervalo, a causa de la estancia en el hospital— de compartir con vosotros, queridos hermanos y hermanas, los pensamientos que nacieron en mí bajo el influjo del evento del 13 de mayo. La reflexión de hoy se inserta también en esta trama principal. A todos aquellos que en el día de mi Santo Patrono se unen a mí en la oración, deseo repetir una vez más las palabras de la Carta a los Efesios, que ya cité el miércoles pasado: Orad "por todos los santos, y por mí, a fin de que cuando hable me sean dadas palabras con que dar a conocer con libertad el misterio del Evangelio, del que soy embajador..." (Ep 6,18-20).

31 2. San Carlos es precisamente uno de esos Santos, a quien le fue dada la palabra "para dar a conocer el Evangelio", del cual era "embajador", habiendo heredado su misión de los Apóstoles. El realizó esta misión de modo heroico con la entrega total de sus fuerzas. La Iglesia le miraba y, al mirarle, se edificaba: en una primera época, en el período del Concilio Tridentino, en cuyos trabajos participó activamente desde Roma, soportando el peso de una correspondencia nutrida, colaborando para llevar a feliz éxito la fatiga colegial de los padres conciliares, según las necesidades del Pueblo de Dios de entonces. Y se trataba de necesidades apremiantes. Luego, el mismo cardenal, como arzobispo de Milán, sucesor de San Ambrosio, se convierte en el incansable realizador de las resoluciones del Concilio. traduciéndolas a la práctica mediante diversos Sínodos diocesanos.

La Iglesia —y no sólo la de Milán— le debe una radical renovación del clero, a la cual contribuyó la institución de los seminarios, cuyo origen se remonta precisamente al Concilio de Trento. Y otras muchas obras, entre las cuales la institución de las cofradías, de las pías asociaciones, de los oblatos-laicos, que prefiguraban ya a la Acción Católica, los colegios, los hospitales para pobres, y finalmente la fundación de la Universidad de Brera en 1572. Los volúmenes de las "Acta Ecclesiae Mediolanensis" y los documentos que se refieren a las visitas pastorales, atestiguan esta intensa y clarividente actividad de San Carlos, cuya vida se podría sintetizar en tres expresiones magníficas: fue un Pastor santo, un maestro iluminado, un prudente y sagaz legislador.

Cuando, algunas veces en mi vida, he tenido ocasión de celebrar el Santísimo Sacrificio en la cripta de la catedral de Milán, donde descansa el cuerpo de San Carlos, se me presentaba ante los ojos toda su actividad pastoral dedicada hasta el fin al pueblo al que había sido enviado. Concluyó esta vida el año 1584, a la edad de 46 años, después de haber prestado un heroico servicio pastoral a las víctimas de la peste que habla afligido a Milán.

3. He aquí algunas palabras pronunciadas por San Carlos, indicativas de esa total entrega a Cristo y a la Iglesia, que inflamó el corazón y toda la obra pastoral del Santo. Dirigiéndose a los obispos de la región lombarda, durante el IV Concilio Provincial de 1576, les exhortaba así: "Estas son las almas para cuya salvación Dios envió a su único Hijo Jesucristo... El nos indicó también a cada uno de los obispos, que hemos sido llamados a participar en la obra de la salvación, el motivo más sublime de nuestro ministerio y enseñó que, sobre todo, el amor debe ser el maestro de nuestro apostolado, el amor que El (Jesús) quiere expresar por medio de nosotros, a los fieles que nos han sido confiados, con la predicación frecuente, con la saludable administración de los sacramentos, con los ejemplos de una vida santa... con un celo incesante" (cf. Sancti Caroli Borromei Orationes XII, Romae 1963. Oratio IV).

Lo que inculcaba a los obispos y a los sacerdotes, lo que recomendaba a los fieles, él lo practicaba el primero de modo ejemplar.

4. En el bautismo recibí el nombre de San Carlos. Me ha sido otorgado vivir en los tiempos del Concilio Vaticano II, el cual, como antes el Concilio Tridentino, ha tratado de mostrar el sentido de la renovación de la Iglesia según las necesidades de nuestro tiempo. Pude participar en este Concilio desde el primer día hasta el último. Me fue dado también —como mi Patrono— pertenecer al Colegio Cardenalicio. Traté de imitarle, introduciendo en la vida de la archidiócesis de Cracovia las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

Hoy, día de San Carlos, medito la gran importancia que tiene el bautismo, en el que recibí precisamente su nombre. Con el bautismo, según las palabras de San Pablo, somos sumergidos en la muerte de Cristo para recibir de este modo la participación en su resurrección. He aquí las palabras que escribe el Apóstol en la Carta a los Romanos: "Con Él hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque, si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (
Rm 6,4-5).

Mediante el bautismo, cada uno de nosotros recibe la participación sacramental en esa Vida que —merecida a través de la cruz— se ha revelado en la resurrección de nuestro Señor y Redentor. Al mismo tiempo, arraigándonos con todo nuestro ser humano en el misterio de Cristo, somos consagrados por primera vez en El al Padre. Se realiza en nosotros el primero y fundamental acto de consagración, mediante el cual, el Padre acepta al hombre como su hijo adoptivo: el hombre se entrega a Dios, para que en esta filiación adoptiva realice su voluntad y se convierta de manera cada vez más madura en parte de su Reino. El sacramento del bautismo comienza en nosotros ese "sacerdocio real", mediante el cual participamos en la misión de Cristo mismo, Sacerdote, Profeta y Rey.

El Santo, cuyo nombre recibimos en el bautismo, debe hacernos constantemente conscientes de esta filiación divina que se ha convertido en nuestra parte. Debe también ayudar a cada uno a formar toda la vida humana a medida de lo que ha sido hecho por obra de Cristo: por medio de su muerte y resurrección. He aquí el papel que San Carlos realiza en mi vida y en la vida de todos los que llevan su nombre.

5. El evento del 13 de mayo me ha permitido mirar la vida de modo nuevo: esta vida, cuyo comienzo está unido a la memoria de mis padres y simultáneamente al misterio del bautismo y al nombre de San Carlos Borromeo.

¿Acaso no ha hablado Cristo del grano de trigo que, al caer en la tierra, muere para dar mucho fruto? (cf. Jn 12,24).

32 ¿Acaso no ha dicho Cristo: "El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará"? (Mt 16,25).

Y además: "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna" (Mt 10,28).

Y también: "Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

Todas estas palabras aluden a esa madurez interior, que la fe, la esperanza y la gracia de nuestro Señor Jesucristo hacen alcanzar en el espíritu humano.

Mirando mi vida en la perspectiva del bautismo, mirándola a través del ejemplo de San Carlos Borromeo, doy las gracias a todos los que hoy, en todo el período pasado, y continuamente, también ahora, me sostienen con la oración y a veces incluso con grandes sacrificios personales. Espero que, gracias a esta ayuda espiritual, podré alcanzar esa madurez que debe ser mi parte (así como también la de cada uno de nosotros) en Jesucristo crucificado y resucitado —para bien de la Iglesia y salvación de mi alma—, del mismo modo que ella fue la parte de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y de tantos Sucesores de San Pedro en la Sede romana, a la cual, según las palabras de San Ignacio de Antioquía, corresponde "presidir en la caridad" (Carta a los Romanos, Inscr. Funk, Patres Apostolici, I, 252).

Saludos

Quiero empezar estas palabras en lengua española dirigiendo un saludo cordial a casa persona, familia o grupo de dicha lengua aquí presentes, en especial al grupo procedente de Rosas (Gerona). Pido para todos la fidelidad a las exigencias del propio bautismo.

Me invita a aludir a ese tema la fiesta de San Carlos, de que recibí el nombre el día de mi bautismo. Con este sacramento nos convertimos en hijos de Dios, lo cual os compromete a una vida coherente, de acuerdo con las enseñanzas de Cristo.

Agradezco a todos sus plegarias. Con ellas confío llegar, también a través del sufrimiento que hube de experimentar tras el trece de mayo último, a una mayor madurez interior —que debe ser real en todos— en Cristo crucificado y resucitado.





Miércoles 11 de noviembre de 1981

La teología del cuerpo

33 1. Reanudamos hoy, después de una pausa más bien larga, las meditaciones que veníamos haciendo desde hace tiempo y a las que hemos llamado reflexiones sobre la teología del cuerpo.

Al continuar, conviene ahora que volvamos de nuevo a las palabras del Evangelio, en las que Cristo hace referencia a la resurrección: palabras que tienen una importancia fundamental para entender el matrimonio en el sentido cristiano y también «la renuncia” a la vida conyugal “por el reino de los cielos”.

La compleja casuística del Antiguo Testamento en el campo matrimonial no sólo impulsó a los fariseos a ir a Cristo para plantearle el problema de la indisolubilidad del matrimonio (cf.
Mt 19,3-9 Mc 10,2-12), sino también a los saduceos en otra ocasión para preguntarle por la ley del llamado levirato [1]. Los sinópticos relatan concordemente esta conversación (cf. Mt 22,24-30 Mc 12,18-27 Lc 20,27-40 Lc 20, las tres redacciones sean casi idénticas, sin embargo, se notan entre ellas algunas diferencias leves, pero, al mismo tiempo, significativas. Puesto que la conversación está en tres versiones, la de Mateo, Marcos y Lucas, se requiere un análisis más profundo, en cuanto que la conversación comprende contenidos que tienen un significado esencial para la teología del cuerpo.

Junto a los otros dos importantes coloquios, esto es: aquel en el que Cristo hace referencia al “principio” (cf. Mt 19,3-9 Mc 10,2-12), y el otro en el que apela a la intimidad del hombre (al “corazón”), señalando al deseo y a la concupiscencia de la carne como fuente del pecado (cf. Mt 5,27-32), el coloquio que ahora nos proponemos someter a análisis, constituye, diría, el tercer miembro del tríptico de las enunciaciones de Cristo mismo: tríptico de palabras esenciales y constitutivas para la teología del cuerpo. En este coloquio Jesús alude a la resurrección, descubriendo así una dimensión completamente nueva del misterio del hombre.

2. La revelación de esta dimensión del cuerpo, estupenda en su contenido —y vinculada también con el Evangelio releído en su conjunto y hasta el fondo—, emerge en el coloquio con los saduceos, “que niegan la resurrección” (Mt 22,23); vinieron a Cristo para exponerle un tema que —a su juicio— convalida el carácter razonable de su posición. Este tema debía contradecir “las hipótesis de la resurrección”[2]. El razonamiento de los saduceos es el siguiente: “Maestro, Moisés nos ha prescrito que, si el hermano de uno viniere a morir y dejare la mujer sin hijos, tome el hermano esa mujer y dé sucesión a su hermano” (Mc 12,19). Los saduceos se refieren a la llamada ley del levirato (cf. Dt Dt 25,5-10), y basándose en la prescripción de esa antigua ley, presentan el siguiente “caso”: “Eran siete hermanos. El primero tomó mujer, pero al morir no dejó descendencia. La tomó el segundo, y murió sin dejar sucesión, e igual el tercero, y de los siete ninguno dejó sucesión. Después de todos murió la mujer. Cuando en la resurrección resuciten, ¿de quién será la mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer” (Mc 12,20-23)[3].

3. La respuesta de Cristo es una de las respuestas-clave del Evangelio, en la que se revela — precisamente a partir de los razonamientos puramente humanos y en contraste con ellos — otra dimensión de la cuestión, es decir, la que corresponde a la sabiduría y a la potencia de Dios mismo. Análogamente, por ejemplo, se había presentado el caso de la moneda del tributo con la imagen de César, y de la relación correcta entre lo que en el ámbito de la potestad es divino y lo que es humano (“de César”) (cf. Mt 22,15-22). Esta vez Jesús responde así: “¿No está bien claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios? Cuando en la resurrección resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos” (Mc 12,24-25). Esta es la respuesta basilar del “caso”, es decir, del problema que en ella se encierra. Cristo, conociendo las concepciones de los saduceos, e intuyendo sus auténticas intenciones, toma de nuevo inmediatamente el problema de la posibilidad de la resurrección, negada por los saduceos mismos: “Por lo que toca a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo habló Dios diciendo Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12,26-27).

Como se ve, Cristo cita al mismo Moisés al cual han hecho referencia los saduceos, y termina afirmando: “Muy errados andáis” (Mc 12,27).

4. Cristo repite por segunda vez esta afirmación conclusiva. Efectivamente, la primera vez la pronunció al comienzo de su exposición. Entonces dijo: “Estáis en el error y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios”: así leemos en Mateo (22, 29). Y en Marcos: “¿No está bien claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios?” (Mc 12,24). En cambio, la misma respuesta de Cristo, en la versión de Lucas (20, 27-36), carece de acento polémico, de ese “estáis en gran error”. Por otra parte, él proclama lo mismo en cuanto que introduce en la respuesta algunos elementos que no se hallan ni en Mateo ni en Marcos. He aquí el texto: “Díjoles Jesús: Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección” (Lc 20,34-36). Por lo que respecta a la posibilidad misma de la resurrección, Lucas — como los otros dos sinópticos — hace referencia a Moisés, o sea, al pasaje del libro del Éxodo 3, 2-6, en el que efectivamente, se narra que el gran legislador de la Antigua Alianza había oído desde la zarza que “ardía y no se consumía”, las siguientes palabras: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob” (Ex 3,6). En el mismo lugar, cuando Moisés preguntó el nombre de Dios, había escuchado la respuesta: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14).

Así, pues, al hablar de la futura resurrección de los cuerpos, Cristo hace referencia al poder mismo de Dios viviente. Consideraremos de modo más detallado este tema.

[1]. Esta ley, contenida en el Deuteronomio 25, 7-10, se refiere a los hermanos que habitan bajo el mismo techo. Si uno de ellos moría sin dejar hijos, el hermano del difunto debía tomar por mujer a la viuda del hermano muerto. El niño nacido de este matrimonio era reconocido hijo del difunto, a fin de que no se extinguiese su estirpe y se conservase en la familia la heredad (cf. 3, 9-4, 12).

[2]. En el tiempo de Cristo los saduceos formaban, en el ámbito del judaísmo, una secta ligada al círculo de la aristocracia sacerdotal. Contraponían a la tradición oral y a la teología elaboradas por los fariseos, la interpretación literal del Pentateuco, al que consideraban fuente principal de la religión yahvista. Dado que en los libros bíblicos más antiguos no se hacía mención de la vida de ultratumba, los saduceos rechazaban la escatología proclamada por los fariseos, afirmando que “las almas mueren juntamente con el cuerpo” (cf. Joseph., Antiquitates Judaicae, XVII 1. 4, 16).

34 Sin embargo no conocemos directamente las concepciones de los saduceos, ya que todos sus escritos se perdieron después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, cuando desapareció la misma secta. Son escasas las informaciones referentes a los saduceos; las tomamos de los escritos de sus adversarios ideológicos.

[3]. Los saduceos, al dirigirse a Jesús para un “caso» puramente teórico, atacan, al mismo tiempo, la primitiva concepción de los fariseos sobre la vida después de la resurrección de los cuerpos; efectivamente, insinúan que la fe en la resurrección de los cuerpos lleva a admitir la poliandria, que está en contraste con la ley de Dios.



Saludos

Quiero expresar mis sentimientos de profunda estima y agradecimiento por su visitas a todas las personas, familias y grupos de los diversos países e lengua española que participan en la audiencia de esta mañana. encomiendo al Señor las intenciones y necesidades de todos vosotros, para que seáis fieles a Cristo y a su Iglesia.

Reanudando las reflexiones iniciadas hace algún tiempo sobre la teología del cuerpo y del matrimonio, os invito hoy a pensar en la realidad de la resurrección, una dimensión estupenda del misterio del hombre. Cristo, en efecto, nos enseña que los seres humanos resucitarán y después no volverán a unirse en matrimonio, sino que serán como los ángeles en el cielo. Se trata de una realidad que corresponde a la sabiduría y poder de Dios, eterno en su ser y que es Señor de los vivos. Con mi bendición apostólica a todos y cada uno.





Miércoles 18 de noviembre de 1981

La resurrección de los cuerpos según las palabras de Jesús a los saduceos

1. "Estáis en un error, y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios" (Mt 22,29); así dijo Cristo a los saduceos, los cuales —al rechazar la fe en la resurrección futura de los cuerpos— le habían expuesto el siguiente caso: "Había entre nosotros siete hermanos; y casado el primero, murió sin descendencia, y dejó la mujer a su hermano (según la ley mosaica del "levirato"); igualmente el segundo y el tercero, hasta los siete. Después de todos murió la mujer. Pues en la resurrección, ¿de cuál de los siete será la mujer?" (Mt 22,25-28).

Cristo replica a los saduceos afirmando, al comienzo y al final de su respuesta, que están en un gran error, no conociendo ni las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mc 12,24 Mt 22,29). Puesto que la conversación con los saduceos la refieren los tres Evangelios sinópticos, confrontemos brevemente los relativos textos.

2. La versión de Mateo (22, 24-30), aunque no haga referencia a la zarza, concuerda casi totalmente con la de Marcos (12, 18-25). Las dos versiones contienen dos elementos esenciales: 1) la enunciación sobre la resurrección futura de los cuerpos; 2) la enunciación sobre el estado de los cuerpos de los hombres resucitados [1]. Estos dos elementos se encuentran también en Lucas (20, 27-36)[2]. El primer elemento, concerniente a la resurrección futura de los cuerpos, está unido, especialmente en Mateo y en Marcos, con las palabras dirigidas a los saduceos, según las cuales, ellos no conocían "ni las Escrituras ni el poder de Dios". Esta afirmación merece una atención particular, porque precisamente en ella Cristo puntualiza las bases mismas de la fe en la resurrección, a la que había hecho referencia al responder a la cuestión planteada por los saduceos con el ejemplo concreto de la ley mosaica del levirato.


Audiencias 1981 28