Audiencias 1981 35

35 3. Sin duda, los saduceos tratan la cuestión de la resurrección como un tipo de teoría o de hipótesis, susceptible de superación [3]. Jesús les demuestra primero un error de método: no conocen las Escrituras; y luego, un error de fondo: no aceptan lo que está revelado en las Escrituras —no conocen el poder de Dios—, no creen en Aquel que se reveló a Moisés en la zarza ardiente. Se trata de una respuesta muy significativa y muy precisa. Cristo se encuentra aquí con hombres que se consideran expertos y competentes intérpretes de las Escrituras. A estos hombres —esto es, a los saduceos— les responde Jesús que el solo conocimiento literal de la Escritura no basta. Efectivamente, la Escritura es, sobre todo, un medio para conocer el poder de Dios vivo, que se revela en ella a sí mismo, igual que se reveló a Moisés en la zarza. En esta revelación El se ha llamado a sí mismo "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y de Jacob"[4], de aquellos, pues, que habían sido los padres de Moisés en la fe, que brota de la revelación del Dios viviente. Todos ellos han muerto ya hace mucho tiempo; sin embargo, Cristo completa la referencia a ellos con la afirmación de que Dios "no es Dios de muertos, sino de vivos". Esta afirmación-clave, en la que Cristo interpreta las palabras dirigidas a Moisés desde la zarza ardiente, sólo pueden ser comprendidas si se admite la realidad de una vida, a la que la muerte no pone fin. Los padres de Moisés en la fe, Abraham, Isaac y Jacob, para Dios son personas vivientes (cf. Lc 20,38, "porque para El todos viven"), aunque, según los criterios humanos, haya que contarlos entre los muertos. Interpretar correctamente la Escritura, y en particular estas palabras de Dios, quiere decir conocer y acoger con la fe el poder del Dador de la vida, el cual no está atado por la ley de la muerte, dominadora en la historia terrena del hombre.

4. Parece que de este modo hay que interpretar la respuesta de Cristo sobre la posibilidad de la resurrección [5], dada a los saduceos, según la versión de los tres sinópticos. Llegará el momento en que Cristo dé la respuesta, sobre esta materia, con la propia resurrección; sin embargo, por ahora se remite al testimonio del Antiguo Testamento, demostrando cómo se descubre allí la verdad sobre la inmortalidad y sobre la resurrección. Es preciso hacerlo no deteniéndose solamente en el sonido de las palabras, sino remontándose también al poder de Dios, que se revela en esas palabras. La alusión a Abraham, Isaac y Jacob en aquella teofanía concedida a Moisés, que leemos en el libro del Éxodo (3, 2-6), constituye un testimonio que Dios vivo da de aquellos que viven "para El"; de aquellos que gracias a su poder tienen vida, aún cuando, quedándose en las dimensiones de la historia, sería preciso contarlos, desde hace mucho tiempo, entre los muertos.

5. El significado pleno de este testimonio, al que Jesús se refiere en su conversación con los saduceos, se podría entender (siempre sólo a la luz del Antiguo Testamento) del modo siguiente: Aquel que es —Aquel que vive y que es la Vida— constituye la fuente inagotable de la existencia y de la vida, tal como se reveló al "principio", en el Génesis (cf. Gn 1-3). Aunque, a causa del pecado, la muerte corporal se haya convertido en la suerte del hombre (cf. Gn 3,19)[6]6, y aunque le haya sido prohibido el acceso al árbol de la vida (gran símbolo del libro del Génesis) (cf. Gn 3,22), sin embargo, el Dios viviente, estrechando su alianza con los hombres (Abraham, Patriarcas, Moisés, Israel), renueva continuamente, en esta Alianza, la realidad misma de la Vida, desvela de nuevo su perspectiva y, en cierto sentido, abre nuevamente el acceso al árbol de la vida. Juntamente con la Alianza, esta vida, cuya fuente es Dios mismo, se da en participación a los mismos hombres que, a consecuencia de la ruptura de la primera Alianza, habían perdido el acceso al árbol de la vida, y en las dimensiones de su historia terrena habían sido sometidos a la muerte.

6. Cristo es la última palabra de Dios sobre este tema; efectivamente, la Alianza, que con El y por El se establece entre Dios y la humanidad, abre una perspectiva infinita de Vida: y el acceso al árbol de la vida —según el plano originario del Dios de la Alianza— se revela a cada uno de los hombres en su plenitud definitiva. Este será el significado de la muerte y de la resurrección de Cristo, éste será el testimonio del misterio pascual. Sin embargo, la conversación con los saduceos se desarrolla en la fase pre-pascual de la misión mesiánica de Cristo.El curso de la conversación según Mateo (22, 24-30), Marcos (12, 18-27) y Lucas (20, 27-36) manifiesta que Cristo —que otras veces, particularmente en las conversaciones con sus discípulos, había hablado de la futura resurrección del Hijo del hombre (cf., por ejemplo, Mt 17,9 Mt 17,23 Mt 20,19 y paral. )— en la conversación con los saduceos, en cambio, no se remite a este argumento. Las razones son obvias y claras. La conversación tiene lugar con los saduceos, "los cuales afirman que no hay resurrección" (como subraya el Evangelista), es decir, ponen en duda su misma posibilidad, y a la vez se consideran expertos de la Escritura del Antiguo Testamento y sus intérpretes calificados. Y, por esto, Jesús se refiere al Antiguo Testamento, y, basándose en él, les demuestra que "no conocen el poder de Dios"[7].

7. Respecto a la posibilidad de la resurrección, Cristo se remite precisamente a ese poder, que va unido con el testimonio del Dios vivo, que es el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y el Dios de Moisés. El Dios, a quien los saduceos "privan" de este poder, no es el verdadero Dios de sus Padres, sino del Dios de sus hipótesis e interpretaciones. Cristo, en cambio, ha venido para dar testimonio del Dios de la Vida en toda la verdad de su poder que se despliega en la vida del hombre.

[1] Aunque el Nuevo Testamento no conoce la expresión "la resurrección de los cuerpos" (que aparecerá por vez primera en San Clemente: 2 Clem 9, 1 y en Justino: Dial 80, 5) y utilice la expresión "resurrección de los muertos", entendiendo con ella al hombre en su integridad, sin embargo, es posible hallar en muchos textos del Nuevo Testamento la fe en la inmortalidad del alma y su existencia incluso fuera del cuerpo. (cf. por ejemplo: Lc 23,43 Ph 1,23-24 2Co 5,6-8).

[2] El texto de Lucas contiene algunos elementos nuevos en torno a los cuales se desarrolla la discusión de los exégetas.

[3] Como es sabido, en el judaísmo de aquel período no se formuló claramente una doctrina acerca de la resurrección; existían sólo las diversas teorías lanzadas por cada una de las escuelas.

Los fariseos, que cultivaban la especulación teológica, desarrollaron fuertemente la doctrina sobre la resurrección, viendo alusiones a ella en todos los libros del Antiguo Testamento. Sin embargo, entendían la futura resurrección de modo terrestre y primitivo, preanunciando por ejemplo un enorme aumento de la recolección y de la fertilidad en la vida después de la resurrección.

Los saduceos, en cambio, polemizaban contra esta concepción, partiendo de la premisa que el Pentateuco no habla de la escatología. Es necesario también tener presente que en el siglo I el canon de los libros del Antiguo Testamento no estaba aún establecido.

El caso presentado por los saduceos ataca directamente a la concepción farisaica de la resurrección. En efecto, los saduceos pensaban que Cristo era seguidor de ellos.

36 La respuesta de Cristo corrige igualmente tanto la concepción de los fariseos, como la de los saduceos.

[4] Esta expresión no significa: "Dios que era honrado por Abraham, Isaac y Jacob", sino: "Dios que tenía cuidado de los Patriarcas y los libraba".

Esta fórmula se vuelve a encontrar en el libro del Exodo: 3, 6; 3, 15; 46; 4, 5, siempre en el contexto de la promesa de liberación de Israel: el nombre del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es prenda y garantía de esta liberación.

"Dieu de X est synonyme de secours, de soutien et d'abri pour Israel". Un sentido semejante se encuentra en el Génesis 49, 24: "Por el poderío del fuerte de Jacob, por el nombre del Pastor de Israel. En el Dios de tu padre hallarás tu socorro" (cf.
Gn 49,24-25 cf. también: Gn 24,27 Gn 26,24 Gn 28,13 Gn 32,10 Gn 46,3).

Cf. F. Dreyfus, o.p., "L'argument scripturaire de Jésus en faveur de la résurrection des morts (Mc XII, 26-27), Révue Biblique 66, 1959, 218.

La fórmula: "Dios de Abraham, Isaac y Jacob", en la que se citan los tres nombres de los Patriarcas, indicaba en la exégesis de los Patriarcas, indicaba en la exégesis judaica, contemporánea de Jesús, la relación de Dios con el Pueblo de la Alianza como comunidad.

Cf. E. Ellis, Jesus, The Sadducees and Qumram, New Testament Studies, 10, 1963-64, 275.

[5] Según nuestro modo actual de comprender este texto evangélico, el razonamiento de Jesús sólo mira a la inmortalidad; en efecto, si los Patriarcas viven después de su muerte ya ahora antes de la resurrección escatológica del cuerpo, entonces la constatación de Jesús mira a la inmortalidad del alma y no habla de la resurrección del cuerpo.

Pero el razonamiento de Jesús fue dirigido a los saduceos que no conocían el dualismo del cuerpo y del alma, aceptando sólo la bíblica unidad sico-fisica del hombre que es "el cuerpo y el aliento de vida". Por esto, según ellos, el alma muere juntamente con el cuerpo. La afirmación de Jesús, según la cual los Patriarcas viven, para los saduceos sólo podía significar la resurrección con el cuerpo.

[6] No nos detenemos aquí sobre la concepción de la muerte en el sentido puramente veterotestamentario, sino que tomamos en consideración la antropología teológica en su conjunto.

[7] Este es el argumento determinante que comprueba la autenticidad de la discusión con los saduceos.

37 Si la perícopa constituye "un añadido postpascual de la comundiad cristiana" (como pensaba, por ejemplo, R. Bultmann), la fe en la resurrección de los cuerpos estaría apoyada por el hecho de la resurrección de Cristo, que se imponía como una fuerza irresistible, como lo da a entender por ejemplo San Pablo (cf. 1Co 15,12).

Cf. J. Jeremias, Neutestamentliche Theologie, I Teil, Gutersloh 1971 (Mohn) ; cf., además, I. H. Marshall, The Golpel of Luke, Exeter 1978, The Paternoster Press, pág. 738.

La referencia al Pentateuco —mientras en el Antiguo Testamento hay textos que tratan directamente de la resurrección (como por ejemplo, Is 26, 19, o Da 12,2)— testimonia que la conversación se tuvo realmente con los saduceos, los cuales consideraban el Pentateuco la única autoridad decisiva.

La estructura de la controversia demuestra que ésta era una discusión rabínica, según los modelos clásicos que se usaban en las academias de entonces.

Cf. J. Le Moyne, o.s.b., Les Sadducéeus, París 1972, Gabalda, pág. 124 y s.; E Lohmeyer, Das Evangelium des Markus, Göttingen 1959, pág. 257; D. Daube, New Testament and Rabbinic Judaism, Londres 1956, págs. 158-163; J. Rademakers, s.j., La bonne nouvelle de Jèsus selon St. Marc, Bruselas 1974, Institut d'Etudes Théologiques, pág. 313.



Saludos

A todas y cada una de las personas de lengua española aquí presentes, especialmente a las religiosas y a los miembros de los grupos procedentes de España, Argentina y México, doy mi saludo cordial y mi bendición.

En mi discurso en italiano he hablado de la respuesta dada por Jesús a los Saduceos, que negaban la resurrección. El Maestro les indica que no conocen las Escrituras ni el poder infinito de Dios. Él, que posee en sí mismo la plenitud de Vida, sigue renovando la realidad de la Vida más allá de la muerte, ya que no es el Señor de los muertos, sino de los vivos. Ese Dios vivo y que da la vida eterna al hombre, es el verdadero Dios que nos muestra el Antiguo Testamento y que se revelará de manera completa en Jesucristo.





Miércoles 25 de noviembre de 1981



Queridísimos hermanos y hermanas en Cristo:

1. Hace exactamente cien años —el viernes 25 de noviembre de 1881— abría los ojos a la vida en Sotto il Monte el niño Angelo Giuseppe Roncalli. Ese mismo día, al atardecer, se convertía en cristiano aquel que, en el curso de su larga vida, singularmente rica de gracia, sería después sacerdote, obispo y finalmente Sucesor de Pedro.

38 En esta audiencia, que por una feliz coincidencia, aunque sea casual, nos encuentra reunidos aquí en esta fecha tan significativa, no puedo menos de recordar de modo particular a ese gran predecesor mío cuya memoria bendicen nuestros corazones y está en la conciencia de todos los pueblos del mundo. Hace 100 años nacía aquel que, siguiendo el hilo de oro de la "buena Providencia" —como a él le gustaba llamarla—, dejaría un signo indeleble en la historia de la Iglesia de nuestro tiempo. Quisiera, juntamente con vosotros, fijar la atención en el significado, la importancia, la grandeza que ha tenido para la Iglesia y el mundo la presencia de ese hombre entre nosotros. Al hacer esto, pienso en la visita que realicé a su pueblo natal, ahora ya conocidísimo en todo cl mundo, el 26 del pasado mes de abril. Se trataba de mi tributo personal de afecto y veneración en este centenario a aquel que, al subir a la Sede de Pedro, tomó el nombre profético de Juan, nombre que mi inmediato predecesor y yo mismo hemos conservado en signo de amor y gratitud a ese gran Papa, juntamente con el nombre de Pablo, "Hubo un hombre enviado de Dios, de nombre Juan" (Jn 1,6): estas palabras que todos le han aplicado y que ciertamente lo presentaban como un signo de predilección divina, son todavía emblemáticas de su misión pontificia.

2. El Papa Juan ha sido un gran don de Dios a la Iglesia. No sólo porque —y bastaría esto para hacer su recuerdo imperecedero— vinculó su nombre al acontecimiento más grande y transformador de nuestro siglo: la convocación del Concilio Ecuménico Vaticano II, intuido por él —así lo confesó— como por una misteriosa e irresistible inspiración del Espíritu Santo; no sólo porque celebró el Sínodo Romano y quiso comenzar la revisión del código de derecho canónico. Ha sido un gran don de Dios porque ha hecho sentir viva la Iglesia al hombre de hoy. Fue, como el Bautista, un precursor. Indicó los caminos de la renovación, en el gran surco de la Tradición, como he desarrollado ampliamente en mis discursos de Sotto il Monte y de Bérgamo. Quiso "ser voz" (Jn 1,23) para preparar a Cristo un nuevo adviento en la Iglesia y en el mundo. En su mensaje de Pascua de 1962 dijo: "Es todavía Pedro, en su más reciente y humilde sucesor quien, rodeado de una inmensa corona de obispos se dispone, temeroso pero confiado, a hablar a las multitudes. Su palabra viene del fondo de 20 siglos, y no es suya: es de Jesucristo, Verbo del Padre y Redentor de todas las gentes, y es todavía El quien enseña a la humanidad los caminos maestros que llevan a la convivencia en la verdad y en la justicia" (21 de abril de 1962: Discorsi, IV, 221)

Esa voz sacudió al mundo. Por su sencillez y por lo directa que era, por su humildad y discreción, por su valentía y su fuerza. Por medio de esa voz se oyó netamente la Palabra de Cristo: en su llamada a la verdad, a la justicia, al amor y a la libertad, en las cuales habían de inspirarse las relaciones entre los hombres y entre los pueblos, según las líneas maestras de la gran Encíclica "Pacem in terris"; se oyó en el subrayado, tanto de los valores de la persona, núcleo único e irrepetible en el que se refleja directamente la gloria del rostro de Dios creador, redentor, como en los de la familia, núcleo social fundamental para la vida de la sociedad y de la Iglesia, a la que ofrece sus propios hijos como signo de esperanza y de promesa, especialmente en las vocaciones sacerdotales y religiosas; y se oyó al proponer de nuevo a los hombres los caminos de la oración y de la santidad. "Hubo un hombre enviado de Dios, de nombre Juan".

3. La nota dominante de esta acción suya en la Iglesia, fue su optimismo. Por esto, ese Pontífice ha sido y sigue siendo entrañable a nuestro corazón. Llamado a las responsabilidades del gobierno supremo de la Iglesia cuando sólo faltaban tres años, o poco más, para cumplir los 80 de vida, fue un joven, de mente y de corazón, como por un prodigio de naturaleza. Sabía mirar al futuro con esperanza inquebrantable; esperaba para la Iglesia y para el mundo la floración de una era nueva, confiada a la buena voluntad y a la recta intención de una nueva humanidad, más justa, más recta, más buena. El Concilio debía señalar una nueva primavera. cuando él solía repetir, debía ser un "nuevo Pentecostés"; una "nueva Pascua", esto es, "un gran despertar, una reanudación de camino más animoso" (Mensaje citado: Discorsi, IV, 221).

De aquí la lozanía y la intrepidez de sus iniciativas. De aquí su confianza en los jóvenes, a los que él llamó a asumir las grandes responsabilidades de la vida, individual y publica, sin desidia, sin vacilación, sin miedo. De aquí, sobre todo, su anhelo misionero que le hacía abrazar al mundo con amor apasionado, que se transformaba en oración: es sabido que tenía en su despacho un gran mapamundi para seguir más de cerca la vida de los pueblos de toda la tierra y que cada día, al rezar el tercer misterio gozoso del Rosario, encomendaba "a Jesús que nace, el número sin número de todos los niños..., de todas las estirpes humanas que, en las últimas 24 horas, de noche, de día, vienen a la luz en todas partes sobre la faz de la tierra" (A la Sociedad Italiana de Obstetricia y Ginecología, 5 de mayo de 1963: Discorsi, IV, 241). Este impulso misionero lo había absorbido y vivido desde los años que pasó en "Propaganda Fide", y luego en los contactos de radio cada vez más amplio en su servicio eclesial, hasta la Sede de San Pedro. Tuvo confianza en las poblaciones autóctonas; quiso dar una impronta cada vez más incisiva a la presencia de los hijos de esas tierras en el clero y en los obispos, subrayando su valor eclesiológico con las varias ordenaciones, tanto sacerdotales como episcopales, que él mismo hizo aquí en Roma, para poner en clara evidencia la tarea primariamente misionera del mandato de la Iglesia y de su Cabeza visible. Como dijo en una de estas ordenaciones de obispos misioneros, "el humilde Vicario de Cristo reúne cada mañana en torno a su cáliz a los hijos dispuestos en inmensa corona de todos los puntos de la tierra: con particular ternura se dirige a sus cooperadores en el apostolado, todavía innumerables, gracias a Dios, pero nunca suficientes para las exigencias y aspiraciones de la mies, obreros del Evangelio, distribuidos por todos los continentes" (8 de mayo de 1960 Discorsi, II, 337).

De esta esperanza optimista, como una spes contra spem (cf. Rm 4 Rm 18), que supo esperar de Dios con paciencia el momento de la gracia, y estimular en los hombres el consenso y la colaboración, surgió esa inmensa simpatía con la que nuestros contemporáneos acompañaron la obra de ese Pontífice y lloraron su muerte como la de un antiguo Patriarca, más aún, como la de un padre. A esta esperanza respondió la confianza de los jóvenes —ahora hombres maduros, ciertamente comprometidos, como deseo, en vivir y poner en práctica sus enseñanzas— que vieron en él a quien los invitaba a ocupar su sitio en la sociedad y en la Iglesia. Y en esa esperanza encuentra explicación la extraordinaria irradiación que, en todas las clases sociales y profesionales, tuvieron sus enseñanzas, su palabra y su obra, aún en el breve arco de ese intensísimo pontificado.

4. El Papa Juan, finalmente, tuvo en medida sensibilísima y extraordinaria el anhelo de la unidad. Fue un esfuerzo tenaz, entretejido de confianza en Dios y de simpatía en las relaciones humanas, de sano realismo y de generosa apertura, fue un programa seguido continuamente en todas las etapas de su vida, hasta las palabras que pronunció cuando se encontraba ya en el lecho de muerte: "Cristo ha confiado a su Iglesia particularmente el unum sint como testamento. La santificación del clero y del pueblo, la unión de los cristianos, la conversión del mundo son, pues, la tarea principal del Papa y de los obispos" (Discorsi, V, 618).

Ut unum sint! El testamento de Cristo en la hora de la Eucaristía y de la Pasión tuvo resonancia constante en el corazón del Papa Juan: esa frase que repitió innumerables veces nos dice cómo vivía el drama de la división entre los cristianos y la esperanza de la unión con el compromiso de proseguir —como dijo la tarde histórica de la jornada de la inauguración del Concilio, empleando de nuevo una expresión que le era tan familiar—, "tomando lo que une, dejando aparte, si lo hay, algo que pudiera ponernos un poco en dificultad" (11 de octubre de 1962: Discorsi, IV, 592).

Ut unum sint! Esta consigna ha impulsado hasta hoy a la Iglesia en el camino, fatigoso pero progresivo y constructivo, que desde entonces se ha recorrido en etapas singularmente importantes y prometedoras y que, con la gracia de Dios, continúa incansablemente a todos los niveles. Que el Papa Juan asista desde el cielo a esta obra, como su modelo luminoso, como propulsor inspirado, como valioso intercesor.

5. Queridísimos hermanos y hermanas: Quisiera aludir todavía a los vínculos que ese gran Pontífice, de quien recordamos hoy precisamente el centenario del nacimiento, tuvo con mi tierra de origen, visitando la ciudad de Cracovia en 1912, celebrando la Santa Misa en la catedral y yendo varias veces en peregrinación al santuario de Jasna Góra. Y también los recuerdos personales, unidos con la celebración del Concilio, deben ser evocados aquí, aunque sea de paso. Es suficiente por hoy para continuar con impulso límpido y ardiente en el servicio a la sociedad y a la Iglesia, al que cada uno de nosotros está llamado en la propia vocación tener ante los ojos y en el corazón la figura de Juan XXIII, que nos llama de nuevo a nuestros deberes de amar a Cristo y servir al hombre. Como dije en Bérgamo: "Desde los umbrales de la casa campesina de Sotto il Monte, desde las colinas de la tierra bergamasca... se ve a la Iglesia como cenáculo de todos los pueblos y continentes, abierta hacia el futuro" (L'Osservatore Romano, ed. en Español, 3 de mayo de 1981, pág. 8). En esta perspectiva llena de promesas, desde esa humilde tierra de origen hasta la contigua basílica, donde reposan sus restos mortales en espera de la resurrección, miramos hoy la figura del Papa Juan, el Papa bueno, el Papa del Concilio, el Papa del ecumenismo, de las misiones, de la Iglesia que quiere abrazar al mundo, para pedirle que, desde el cielo nos bendiga una vez más a todos, y nos anime a todos para seguir sus huellas.

Saludos

39 Queridos hermanos y hermanas:

Al daros mi cordial saludo a todos y cada uno de vosotros, peregrinos de lengua española procedentes de España, de México, Guatemala y Argentina, os bendigo de corazón y os aseguro mi recuerdo en la plegaria por vuestras intenciones.

En esta Audiencia quiero recordar a mi predecesor el Papa Juan XXIII, que nacía hace exactamente cien años. Él fue un gran don de Dios a la Iglesia, a la que hizo sentir más cercana al hombre de hoy, orientándola con el Concilio Vaticano II hacia un profunda renovación, vista en la línea de la verdadera tradición eeelsial.

Él que tomó proféticamente el nombre de Juan, como el Precursor del Señor, infundió en la Iglesia un fuerte soplo de optimismo, de esperanza en el futuro, de confianza en los jóvenes , de nuevas iniciativas, de apertura misionera, de sensibilidad ecuménica.

Él, que fue llamado el Papa bueno, nos enseña a amar a Cristo y al hombre, guiados por María Santísima, nuestra Madre del cielo.





Diciembre de 1981

Miércoles 2 de diciembre de 1981

La resurrección de los cuerpos según las palabras de Jesús referidas por los Evangelios sinópticos

1. "Porque cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio" (Mc 12,25). Cristo pronuncia estas palabras, que tienen un significado clave para la teología del cuerpo, después de haber afirmado, en la conversación con los saduceos, que la resurrección corresponde a la potencia del Dios viviente. Los tres Evangelios sinópticos refieren el mismo enunciado, sólo que la versión de Lucas se diferencia en algunos detalles de la de Mateo y Marcos. Para los tres es esencial la constatación de que, en la futura resurrección los hombres, después de haber vuelto a adquirir sus cuerpos en la plenitud de la perfección propia de la imagen y semejanza de Dios —después de haberlos vuelto a adquirir en su masculinidad y feminidad—, "ni se casarán ni serán dados en matrimonio". Lucas en el capítulo 20, 34-35 expresa la misma idea con las palabras siguientes: "Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomaran mujeres ni maridos".

2. Como se deduce de estas palabras, el matrimonio, esa unión en la que, según dice el libro del Génesis, "el hombre... se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne" (2, 24) — unión propia del hombre desde el "principio"— pertenece exclusivamente a "este siglo".El matrimonio y la procreación, en cambio, no constituyen el futuro escatológico del hombre. En la resurrección pierden, por decirlo así, su razón de ser. Ese "otro siglo" del que habla Lucas (20, 35), significa la realización definitiva del género humano, la clausura cuantitativa del círculo de seres que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, a fin de que multiplicándose a través de la conyugal "unidad en el cuerpo" de hombres y mujeres, sometiesen la tierra. Ese "otro siglo" no es el mundo de la tierra, sino el mundo de Dios, el cual, como sabemos por la primera carta de Pablo a los Corintios, lo llenará totalmente, viniendo a ser "todo en todos" (1Co 15,28).

40 3. Al mismo tiempo, ese "otro siglo", que, según la Revelación, es "el Reino de Dios", es también la definitiva y eterna "patria" del hombre (cf. Flp Ph 3,20), es la "casa del Padre" (Jn 14,2). Ese "otro siglo", como nueva patria del hombre, emerge definitivamente del mundo actual, que es temporal —sometido a la muerte, o sea, a la destrucción del cuerpo (cf. Gn 3,19, "al polvo volverás")— a través de la resurrección. La resurrección, según las palabras de Cristo referidas por los sinópticos, significa no sólo la recuperación de la corporeidad y el restablecimiento de la vida humana en su integridad mediante la unión del cuerpo con el alma, sino también un estado totalmente nuevo de la misma vida humana. Hallamos la confirmación de este nuevo estado del cuerpo en la resurrección de Cristo (cf. Rm 6,5-11). Las palabras que refieren los sinópticos (Mt 22,30 Mc 12,25 Lc 20,34-35) volverán a sonar entonces (esto es, después de la resurrección de Cristo) —para aquellos que las habían oído, diría que casi con una nueva fuerza probativa y, al mismo tiempo, adquirirán el carácter de una promesa convincente. Sin embargo, por ahora nos detenemos sobre estas palabras en su fase "pre-pascual", basándonos solamente en la situación en la que fueron pronunciadas. No cabe duda de que ya en la respuesta dada a los saduceos, Cristo descubre la nueva condición del cuerpo humano en la resurrección, y lo hace precisamente mediante una referencia y un parangón con la condición de la que el hombre había sido hecho partícipe desde el "principio".

4. Las palabras: "ni se casarán ni serán dadas en matrimonio" parecen afirmar, a la vez, que los cuerpos humanos, recuperados y al mismo tiempo renovados en la resurrección, mantendrán su peculiaridad masculina o femenina y que el sentido de ser varón o mujer en el cuerpo en el "otro siglo" se constituirá y entenderá de modo diverso del que fue desde "el principio" y, luego en toda la dimensión de la existencia terrena. Las palabras del Génesis: "dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne" (2, 24), han constituido desde el principio esa condición y relación de masculinidad y feminidad que se extiende también al cuerpo, y a la que justamente es necesario definir "conyugal" y al mismo tiempo "procreadora" y "generadora"; efectivamente, está unida con la bendición de la fecundidad, pronunciada por Dios (Elohim) en la creación del hombre "varón y mujer" (Gn 1,27). Las palabras pronunciadas por Cristo sobre la resurrección nos permiten deducir que la dimensión de masculinidad y feminidad —esto es, el ser en el cuerpo varón y mujer— quedará nuevamente constituida juntamente con la resurrección del cuerpo en el "otro siglo".

5. ¿Se puede decir algo aún más detallado sobre este tema? Sin duda, las palabras de Cristo referidas por los sinópticos (especialmente en la versión de Lc 20,27-40) nos autorizan a esto. Efectivamente, allí leemos que "los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos... ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección" (Mateo y Marcos dicen sólo que "serán como ángeles en los cielos"). Este enunciado permite sobre todo deducir una espiritualización del hombre según una dimensión diversa de la de la vida terrena (e incluso diversa de la del mismo "principio"). Es obvio que aquí no se trata de transformación de la naturaleza del hombre en la angélica, esto es, puramente espiritual. El contexto indica claramente que el hombre conservará en el "otro siglo" la propia naturaleza humana sicosomática. Si fuese de otra manera, carecería de sentido hablar de resurrección.

Resurrección significa restitución a la verdadera vida de la corporeidad humana, que fue sometida a la muerte en su fase temporal. En la expresión de Lucas (Lc 20,36) citada hace un momento (y en la de Mt 22,30 y Mc 12,25) se trata ciertamente de la naturaleza humana, es decir, sicosomática. La comparación con los seres celestes, utilizada en el contexto, no constituye novedad alguna en la Biblia. Entre otros, ya el Salmo, exaltando al hombre como obra del Creador, dice: "Lo hiciste poco inferior a los ángeles" (Ps 8,6). Es necesario suponer que en la resurrección esta semejanza se hará mayor; no a través de una desencarnación del hombre, sino mediante otro modo (incluso se podría decir: otro grado) de espiritualización de su naturaleza somática, esto es, mediante otro "sistema de fuerzas" dentro del hombre. La resurrección significa una nueva sumisión del cuerpo al espíritu.

6. Antes de disponernos a desarrollar este tema, conviene recordar que la verdad sobre la resurrección tuvo un significado clave para la formación de toda la antropología teológica, que podría ser considerada sencillamente como "antropología de la resurrección". La reflexión sobre la resurrección hizo que Santo Tomás de Aquino omitiera en su antropología metafísica (y a la vez teológica) la concepción filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo y se acercara a la concepción de Aristóteles [1]. En efecto, la resurrección da testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo, en el conjunto del compuesto humano, no está sólo temporalmente unido con el alma (como su "prisión" terrena, cual juzgaba Platón)[2], sino que, juntamente con el alma constituye la unidad e integridad del ser humano. Precisamente esto enseñaba Aristóteles [3], de manera distinta que Platón. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la resurrección. Efectivamente, la verdad sobre la resurrección afirma con claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden ser entendidas como un estado del alma sola, separada (según Platón: liberada) del cuerpo, sino que es preciso entenderla como el estado del hombre definitiva y perfectamente "integrado", a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura definitivamente esta integridad perfecta.

Aquí interrumpimos nuestra reflexión sobre las palabras pronunciadas por Cristo acerca de la resurrección. La gran riqueza de los contenidos encerrados en estas palabras nos llevará a volver sobre ellas en las ulteriores consideraciones.



Notas

[1] Cf. ad es.: "Habet autem anima alium modum essendi cum unitur corpori, et cum fuerit a corpore separata, manente tamen eadem animae natura; non ita quod uniri corpori sit ei accidentale, sed per rationem suae naturae corpori unitur..." (Santo Tomás, S. Th. I q.89, a I).

"Si autem hoc non est ex natura animae, sed per accidens hoc convenit eiex eo quod corpori alligatur, sicut Platonici posuerunt... remoto impedimento corporis, rediret anima ad suam naturam... Sed, secundum hoc, non esset anima corpori unita propter melius animae...; sed hoc esset solum propter melius corporis: quod est irrationabile, cum materia sit propter formam, et non e converso..." (ib.).

"Secundum se convenit animae corpori uniri... Anima humana manet in suo esse cum fuerit a corpore separata, habent aptitudinem et inclinationem naturalem ad corporis unionem" (S.Th I 76,1 ad 6).

[2] To mèn sôma estin hemin sêma (Platón, Gorgia 493 A; cf. también Fedón, 66 B; Cratilo 400 C.).

41 [3] A., De anima II, 412a, 19-22; cf. también Metaph.1029 b 11-1030 b 14.



Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A cada persona y grupo procedente de España, de Colombia, México, Argentina y de otros países de América Latina, doy mi saludo y bendición , y agradezco su venida a esta audiencia.

Continuando las reflexiones iniciada en las semanas precedentes, os invito a pensar en las futura resurrección de nuestros cuerpos. Cuando Cristo nos dice que los resucitados no tomarán ya mujer ni marido, enseña que el matrimonio y la procreación pertenecen exclusivamente a este mundo terreno y no se darán en el futuro.

En es otro mundo, la patria definitiva del hombre, que llamamos reino de Dios o casa del Padre, entraremos en la dimensión eterna del ser humano mediante la resurrección. Será una dimensión y estado nuevo de vida, en el que el cuerpo del hombre y de la mujer, mantendrá sus peculiaridades propias, revestido de inmortalidad y con una espiritualización de la naturaleza humana, que lo hará semejante a los ángeles.

Un saludo especial para los jóvenes de la «Cruzada Estudiantil de Colombia».

Queridos jóvenes: en vuestras tareas escolares y vida entera, procurad dar un claro testimonio de espíritu cristiano, deseosos de agradar siempre a Dios y de servirlo con predilección en los más necesitados, A vosotros, formadores y familiares, os doy mi cordial bendición apostólica.






Audiencias 1981 35