Audiencias 1982 73

73 7. Efectivamente, hasta ahora nos hemos servido del término «sacramento» —de acuerdo, por una parte, con toda la tradición bíblico-patrística [1]—, en un sentido más amplio del que es propio de la terminología teológica tradicional y contemporánea, la cual con la palabra «sacramento» indica los signos instituidos por Cristo y administrados por la Iglesia, que expresan y confieren la gracia divina a la persona que recibe el sacramento correspondiente. En este sentido, cada uno de los siete sacramentos de la Iglesia está caracterizado por una determinada acción litúrgica, constituida mediante la palabra (forma) y la «materia» específica sacramental, según la difundida teoría hilemórfica que proviene de Tomas de Aquino y de toda la tradición escolástica.

8. En relación a este significado circunscrito así, nos hemos servido en nuestras reflexiones de un significado más amplio y quizás más antiguo y más fundamental del término «sacramento» [2]2. La Carta a los Efesios, y especialmente 5, 22-23, parece autorizarnos a esto de modo particular. Sacramento significa aquí el misterio mismo de Dios, que está escondido desde la eternidad, sin embargo no en ocultamiento eterno, sino sobre todo en su misma revelación y realización (también: en la relación mediante la realización). En este sentido se ha hablado también del sacramento de la creación y del sacramento de la redención. Basándonos en el sacramento de la creación, es cómo hay que entender la sacramentalidad originaria de matrimonio (sacramento primordial). Luego, basándonos en el sacramento de la redención podemos comprender la sacramentalidad de la Iglesia, o mejor, la sacramentalidad de la unión de Cristo con la Iglesia que el autor de la Carta a los Efesios presenta con la semejanza del matrimonio, de la unión nupcial del marido y de la mujer. Un atento análisis del texto demuestra que en este caso no se trata sólo de una comparación en sentido metafórico, sino de una renovación real (o sea, de una «recreación» esto es, de una nueva creación), de lo que constituía el contenido salvífico (en cierto sentido, la «sustancia salvífica» del sacramento primordial. Esta constatación tiene un significado esencial, tanto para aclarar la sacramentalidad de la Iglesia (y a esto se refieren las palabras tan significativas del primer capítulo de la Constitución Lumen gentium ) como también para comprender la sacramentalidad del matrimonio, entendido precisamente como uno de los sacramentos de la Iglesia.



Notas

[1] Cf. Leonis XIII Acta, vol. II, 1881, pág. 22.

[2] A este propósito, cf. el discurso de la audiencia general del miércoles, día 8 de septiembre de este año, nota 1, en L' Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 de septiembre de 1982, pág. 3.

Saludos

A todos los peregrinos de lengua española, venidos de España y de diversos países de América Latina, doy mi cordial saludo y bienvenida a esta audiencia.

Saludo de modo particular al grupo de sacerdotes claretianos aquí presentes.

Habéis venido a Roma para un curso de renovación y estudio sobre vuestra vida religiosa. permaneced siempre firmes en vuestro amor y servicio a la Iglesia, siguiendo el ejemplo que os dio vuestro fundador san Antonio María Claret



Miércoles 27 de octubre de 1982

La sacramentalidad del matrimonio basada en el "gran misterio" de Cristo y de la Iglesia

74
1. El texto de la Carta a los Efesios (
Ep 5,22-23) habla de los sacramentos de la Iglesia —y en particular del Bautismo y de la Eucaristía—, pero sólo de modo indirecto y en cierto sentido alusivo, desarrollando la analogía del matrimonio con referencia a Cristo y a la Iglesia. Y así leemos primeramente que Cristo, el cual «amó a la Iglesia y se entregó por ella» (5, 25), hizo esto «para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua con la palabra» (5, 26). Aquí se trata, sin duda, del sacramento del Bautismo, que por institución de Cristo se confiere desde el principio a los que se convierten. Las palabras citadas muestran con gran plasticidad de qué modo el Bautismo saca su significado esencial y su fuerza sacramental del amor nupcial del Redentor, en virtud del cual se constituye sobre todo la sacramentalidad de la Iglesia misma, sacramentum magnum. Quizá se pueda decir lo mismo también de la Eucaristía, que da la impresión de estar indicada por las palabras siguientes sobre el alimento del propio cuerpo, que cada uno de los hombres nutre y cuida «como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su Cuerpo» (5, 29-30). En efecto. Cristo nutre a la Iglesia con su Cuerpo precisamente en la Eucaristía.

2. Sin embargo, se ve que ni el primero ni en el segundo caso podemos hablar de un tratado de sacramentos ampliamente desarrollado. Tampoco se puede hablar de ello cuando se trata del sacramento del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia. La Carta a los Efesios, expresando la relación nupcial de Cristo con la Iglesia, permite comprender que, basándonos en esta relación, la Iglesia misma es el «gran sacramento», el nuevo signo de la Alianza y de la gracia, que hunde sus raíces en la profundidad del sacramento de la redención, lo mismo que de la profundidad del sacramento de la creación brotó el matrimonio, signo primordial de la Alianza y de la gracia. El autor de la Carta a los Efesios proclama que ese sacramento primordial se realiza de modo nuevo en el «sacramento» de Cristo y de la Iglesia. Incluso por esta razón el Apóstol, en el texto «clásico» de Ef 5, 21-33, se dirige a los esposos a fin de que estén «sujeto, los unos a los otros en el temor de Cristo» (5, 21) y modelen su vida conyugal fundándola sobre el sacramento instituido desde el «principio» por el Creador: sacramento que halló su definitiva grandeza y santidad en la alianza nupcial de gracia entre Cristo y la Iglesia.

3. Aunque la Carta a los Efesios no hable directa e inmediatamente del matrimonio como de uno de los sacramentos de la Iglesia, sin embargo la sacramentalidad del matrimonio queda particularmente confirmada y profundizada en ella. En el «gran sacramento» de Cristo y de la Iglesia los esposos cristianos están llamados a modelar su vida y su vocación sobre el fundamento sacramental.

4. Después del análisis del texto clásico de Ep 5,21-33, dirigido a los esposos cristianos, donde Pablo les anuncia el «gran misterio» (sacramentum magnum) del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, es oportuno retornar a las significativas palabras del Evangelio, que ya hemos sometido anteriormente a análisis, viendo en ellas los enunciados-clave para la teología del cuerpo. Cristo pronuncia estas palabras, por decirlo así, desde la profundidad divina de la «redención del cuerpo» (Rm 8,23). Todas estas palabras tienen un significado fundamental para el hombre, precisamente dado que él es cuerpo, en cuanto es varón y mujer. Tienen un significado para el matrimonio, donde el hombre y la mujer se unen de tal manera que vienen a ser «una sola carne», según la expresión del libro del Génesis (2, 24), aunque, al mismo tiempo, las palabras de Cristo indiquen también la vocación a la continencia «por el reino de los cielos» (Mt 19,12).

5. En cada uno de estos caminos «la redención del cuerpo» no es sólo una gran esperanza de los que poseen «las primicias del Espíritu» (Rm 8,23), sino también un manantial permanente de esperanza de que la creación será «liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib. 8, 21). Las palabras de Cristo, pronunciadas desde la profundidad divina del misterio de la redención, y de la «redención del cuerpo», llevan en sí el fermento de esta esperanza: les abren la perspectiva tanto en la dimensión escatológica, como en la dimensión de la vida cotidiana. Efectivamente, las palabras dirigidas a los oyentes inmediatos se dirigen a la vez al hombre «histórico» de los diversos tiempos y lugares. Precisamente ese hombre que posee «las primicias del Espíritu... gime... suspirando por la redención del... cuerpo» (ib., 8, 23). En él se centra también la esperanza «cósmica» de toda la creación, que en él, en el hombre, «espera con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios» (ib., 8, 19).

6. Cristo conversa con los fariseos que le preguntan: «¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?» (Mt 19,3); le preguntan de este modo, precisamente porque la ley atribuida a Moisés admitía el llamado «libelo de repudio» (Dt 24,1). La respuesta de Cristo es ésta: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19,4-6). Si luego se trata del «libelo de repudio», Cristo responde así: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera» (ib., 19, 8-9). «El que se casa con la repudiada por el marido, comete adulterio» (Lc 16,18).

7. El horizonte de la «redención del cuerpo» se abre con estas palabras, que constituyen la respuesta a una pregunta concreta de carácter jurídico-moral; se abre, ante todo, por el hecho de que Cristo se coloca en el plano de ese sacramento primordial que sus interlocutores heredan de modo singular, puesto que heredan también la revelación del misterio de la creación, encerrada en los primeros capítulos del libro del Génesis.

Estas palabras contienen a la vez una respuesta universal, dirigida al hombre «histórico» de todos los tiempos y lugares, porque son decisivas para el matrimonio y para su indisolubilidad; efectivamente, se remiten a lo que es el hombre, varón y mujer, como ha venido a ser de modo irreversible por el hecho de ser creado «a imagen y semejanza de Dios»: el hombre que no deja de ser tal incluso después del pecado original, aún cuando éste le haya privado de la inocencia original y de la justicia. Cristo que, al responder a la pregunta de los fariseos, hace referencia al «principio», parece subrayar de este modo particularmente el hecho de que Él habla desde la profundidad del misterio de la redención, y de la redención del cuerpo. La redención, en efecto, significa como una «nueva creación», significa la apropiación de todo lo que es creado: para expresar en la creación la plenitud de justicia, equidad y santidad designada por Dios, y para expresar esa plenitud sobre todo en el hombre, creado como varón y mujer, «a imagen de Dios».

Así, en la óptica de las palabras de Cristo, dirigidas a los fariseos, sobre lo que era el matrimonio «desde el principio», volvemos a leer el texto clásico de la Carta a los Efesios (5, 22-33) como testimonio de la sacramentalidad del matrimonio, basada en el «gran misterio» de Cristo y de la Iglesia.

Saludos

75 Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo con afecto y doy mi cordial bienvenida a esta Audiencia a todos los peregrinos y grupos de lengua española, procedentes de España y de diversos Países de América Latina.

La Carta a los Efesios que semanalmente venimos comentando, habla de los sacramentos, particularmente del Bautismo y de la Eucaristía. Solamente de manera indirecta presenta el matrimonio como analogía referida a Cristo y a la Iglesia.

Esta Carta, expresando la relación esponsal de Cristo con la Iglesia, permite comprender la Iglesia misma y el “gran sacramento”, nuevo signo de la Alianza y de la gracia, que tiene su fundamento en el sacramento de la redención. También vemos que, del sacramento de la creación, emerge el matrimonio, signo primordial de dicha Alianza y de la gracia. Aunque en esta Carta no se hable directa e inmediatamente del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia, sin embargo la sacramentalidad del matrimonio está en ella particularmente confirmada y profundizada.

El misterio de la redención significa, en la Carta, casi como una “nueva creación”, es decir, la asunción de todo lo que ha sido creado: para expresar en la creación la plenitud de justicia, equidad y santidad querida por Dios, y para expresar esa plenitud sobre todo en el hombre, creado como varón y mujer “a imagen de Dios”.

A todos vosotros mi Bendición Apostólica, de modo especial a los queridos hijos e hijas de España, que espero visitar en los próximos días.

Noviembre de 1982

Miércoles 17 de noviembre de 1982



1. Quiero agradecer una vez más al Rey de España y a las autoridades del país, así como también a la Conferencia Episcopal Española, la invitación a la clausura del 400º Aniversario de la muerte de Santa Teresa de Jesús. No pude participar en la inauguración de este jubileo, hace un año, pero he podido ir a España para su conclusión solemne.

La solemnidad de la clausura del Año Teresiano tuvo lugar el día de Todos los Santos, primero en Ávila, donde nació la gran Santa reformadora del Carmelo y Doctora de la Iglesia, y luego en Alba de Tormes, donde terminó su vida terrena, el año 1982. De este modo se ha realizado la clausura del Año Teresiano en España con la presencia y la participación del Papa.

2. El Jubileo Teresiano tiene una elocuencia específica, no sólo dada la figura de la Santa, sino también indirectamente, teniendo presente el período en que ella vivió y que es muy importante para la historia de la Iglesia. Juntamente con la gran obra de Teresa de Jesús aparece en el horizonte del Carmelo renovado San Juan de la Cruz. Y por tanto, en el marco de la misma peregrinación, he podido visitar, el 4 de noviembre, también su tumba en Segovia. La misión de los dos Santos Doctores de la Iglesia se encuadra en el periodo inmediatamente posterior a la Reforma, y, a la vez, se coloca después del Concilio Tridentino, que comienza una renovación de la Iglesia Significativa para aquellos tiempos.

76 En este proceso España tuvo una parte muy importante. La renovación que comenzó en la Península Ibérica abrazó, por medio de los Santos carmelitas; la esfera de la vida espiritual, el campo de la ascética y de la mística, y, al racismo tiempo se extendió al campo del apostolado y de las misiones en el sentido moderno de la palabra. En el curso de mi peregrinación a España he podido visitar también los dos lugares que se vinculan con este radio de renovación: Loyola y Javier. El primero, en la Zona Vasca, es el lugar del nacimiento de San Ignacio fundador de la Compañía de Jesús; el segundo es el lugar de nacimiento de San Francisco Javier, gran pionero y patrono de las misiones. Los caminos misioneros del Santo, uno de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola, lo llevaron ante todo hacia el Extremo Oriente. Al mismo tiempo no hay que olvidar que entonces, ya desde casi un siglo después del descubrimiento de América, los misioneros se dirigían hacia Occidente para anunciar el Evangelio.

3. Así, pues, en el centro de la visita del Papa se encontraban los grandes Santos que ha engendrado la tierra española. Los Santos son también el coronamiento más pleno de la historia de la Iglesia en la Península Ibérica, historia que se remonta a los tiempos apostólicos. A esta Península se encaminó San Pablo en sus viajes misioneros. Sin embargo, ha quedado fijado, sobre todo, el acuerdo y la tradición de Santiago el Mayor en Compostela, en la extremidad Noroeste de España, adonde llegaban, durante muchos siglos, los peregrinos de los diversos países de Europa.

Uniéndose a su larga fila, el Papa ha querido hacer referencia a las tradiciones apostólicas de la Iglesia y de la nación en la Península Ibérica. Estas tradiciones continuaron incluso durante los siglos, cuando gran parte de la Península se hallaba bajo la dominación de los musulmanes, y se desarrollaron nuevamente cuando los Reyes Católicos, Isabel y Fernando reunieron bajo su poder a toda España.

La peregrinación a ese País me ha llevado a los centros más antiguos de la fe y de la Iglesia en el espacio de casi dos mil años. Esta fe y la Iglesia han dado frutos, en medida particular, con los Santos y los Beatos de todas las épocas. La beatificación de la humilde sierva de los pobres, Beata Ángela de la Cruz en Sevilla, ha sido el último sello de este proceso histórico.

4. Y, a la vez, esta peregrinación papal a España ha entrado en el contexto de toda la realidad contemporánea de la Iglesia, del Pueblo de Dios en la Península Ibérica. En el marco de la tradición secular han aparecido los problemas y los temas que componen la vida de la Iglesia y de la sociedad hoy, y que fueron confiados al Señor desde el primer día con la participación en el acto eucarístico de la Adoración Nocturna.

Desde este punto de vista, ha sido particularmente elocuente la visita a Toledo, sede primada de España, lugar de importantes Concilios en los siglos pasados de la Iglesia. Al mismo tiempo, la celebración eucarística en Toledo reunió a los representantes del apostolado de los laicos de todo el país, y a ellos estuvo dedicada la homilía de la santa Misa.

La problemática de la vida de los laicos encontró también su expresión durante la Santa Misa para las familias en Madrid. Durante el viaje, fue ésta la asamblea más numerosa de todas y en ella fueron puestos de relieve los problemas sobre la responsabilidad del matrimonio católico y de la familia.

Inmediatamente a su lado puede situarse el encuentro con la juventud en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid, donde se reunieron centenares de millares de jóvenes participantes (nada menos que más de medio millón), y la mayor parte hubieron de quedar fuera del estadio.

5. El camino de la visita a España llevaba no sólo a seguir las huellas de grandes Santos, sino también a los grandes centros que reúnen la parte más conspicua de la población, como Madrid, Barcelona, Sevilla. Valencia, Zaragoza. En las cercamos de Valencia visité también los terrenos afectados recientemente por el aluvión. En Barcelona el encuentro principal, además de la celebración eucarística central, estuvo dedicado al mundo del trabajo, a los obreros e industriales. En Sevilla la homilía se dirigía a los agricultores. Los hombres del mar tuvieron un encuentro especial en Santiago de Compostela. A la emigración y a los emigrados se dedicó el encuentro en Guadalupe. Luego, han ocupado no pequeño espacio en el programa de la visita los centros de la ciencia y de la cultura: el encuentro con los representantes de las Reales Academias de la investigación científica y de la Universidad en Madrid, completado con el encuentro con la juventud universitaria En Salamanca tuvo lugar el discurso a los cultivadores de las ciencias eclesiásticas, principalmente a los teólogos.

6. La Iglesia en España realiza su misión introduciendo en la vida la doctrina del Concilio Vaticano II, todos los encuentros arriba indicados prueban cómo la Iglesia busca estar presente en el mundo contemporáneo. Convendría añadir aquí también el encuentro con el mundo de los medios de comunicación social, principalmente con los periodistas, y la visita a la Organización mundial del Turismo.

Sin embargo, conviene dedicar especial atención a los que de modo especial sirven, Con la propia vocación y actividad, a la misión de la Iglesia. En primer lugar, hay que mencionar aquí a la Conferencia del Episcopado, con la que me encontré, en su nueva sede, inmediatamente después de la llegada a España, la primera tarde.

77 La jornada sacerdotal se celebró el 8 de noviembre en Valencia, donde pude conferir la ordenación sacerdotal a 141 diáconos, y hablar a los sacerdotes representantes de todas las diócesis. A los seminaristas les dirigí un mensaje particular escrito.

Por separado, tuvieron lugar los encuentros con los representantes de las órdenes y de las congregaciones religiosas masculinas y de las órdenes y congregaciones religiosas femeninas, ambas en Madrid. Las congregaciones religiosas de clausura enviaron sus representantes a Ávila.

Los grandes méritos misioneros de la Iglesia en España fueron recordados durante el encuentro de Javier, donde 50 nuevos misioneros recibieron el crucifijo.

La misión de la Iglesia se realiza a través de la continua educación en la fe. A este importante problema estuvo dedicado un encuentro en Granada.

7. El Concilio Vaticano II ha recordado la verdad de la presencia particular de la Madre de Dios, María, en la misión de Cristo y de la Iglesia. Esta verdad está también especialmente viva en toda la tradición de la Iglesia en tierra española. De ella dan testimonio imágenes sagradas y esculturas en diversas catedrales e iglesias de aquella tierra. Dan testimonio las diversas invocaciones, mediante las cuales los Confesores de Cristo se dirigen a su Madre. Finalmente dan testimonio de ella los diversos santuarios, de los cuales menciono al menos el ya recordado de Guadalupe (en cierto sentido prototipo del americano en México) y el de Montserrat, cerca de Barcelona. Como lugar del acto mariano nacional se eligió el santuario de la Madre de Dios "del Pilar" en Zaragoza

8. Al recordar, al menos brevemente, todos estos encuentros, comprendidos los que tuve con la comunidad ecuménica, con los judíos y con mis compatriotas, encuentros con los vivos e incluso con los muertos —puesto que, en efecto, pude pasar en España precisamente el día de la Conmemoración de todos los Difuntos—, quiero manifestar una ferviente acción de gracias al Señor por la riqueza de sanas energías y de propósitos generosos que he encontrado en esta tierra de tradiciones tan antiguas e ilustres. Doy gracias en particular por la vitalidad de ese pueblo y por sus sentimientos profundamente religiosos. Del mismo modo también estoy agradecido al Señor por el compromiso de vida cristiana, que manifiesta esa Iglesia, a la que deseo de corazón, con la ayuda de Dios, resultados cada vez más eficaces y luminosos.

Y, a la vez, ruego para que esta visita sirva a la gran causa de la misión de la Iglesia en la sociedad de la España contemporánea e incluso de la Europa contemporánea: hoy y mañana. A este importante problema estuvo dedicado el último acto en la catedral de Santiago de Compostela con la presencia de los Reyes y de los representantes de diversos países y Episcopados europeos.

Que sobre los espléndidos fundamentos de dos mil años se formen las nuevas generaciones del Pueblo de Dios en la Península Ibérica y en el continente europeo.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Mi saludo más cordial y afectuoso a todos vosotros, amadísimos españoles y peregrinos de lengua española. En presencia vuestra quiero hoy dar una vez más mis sentidas gracias al Rey de España, así como a las Autoridades civiles y a la Conferencia Episcopal Española por haberme invitado a la clausura del cuarto centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, reformadora del Carmelo y Doctora de la Iglesia universal.

78 El jubileo teresiano ha quedado clausurado en Avila, donde nacío la Santa, y en Alba de Tormes, donde terminó su paso por este mundo. Al lado de Santa Teresa, compartiendo sus ansias de perfección, aparece en el Carmelo renovado la figura de San Juan de la Cruz, cuyo sepulcro tuve ocasión de venerar en Segovia. La misión de ambos Doctores coincide con el período posterior a la Reforma y al Concilio de Trento, época en que se inicia una significativa renovación para la Iglesia de entonces.

En este proceso de renovación, España desempeñó un papel de gran relieve no sólo en lo que se refiere a la esfera de la vida espiritual, en el campo de la ascética y mística, sino también a la implantación del Evangelio en otras tierras recién descubiertas, gracias al espíritu apostólico de sus misioneros, entre ellos San Ignacio y San Francisco Javier, naturales de Loyola y Javier respectivamente, lugares también visitados por mí.

Así pues, durante esta peregrinación a tierras españolas he sido llevado de la mano de los Santos. No olvidemos que la historia de la Iglesia en España se remonta a San Pablo y a Santiago el Mayor, cuyo recuerdo permanece en Santiago de Compostela, meta de peregrinos para los distintos países de Europa; una tradición apostólica que sigue dando frutos de santidad, como demuestra la beatificación de Sor Angela de la Cruz en Sevilla.

Al mismo tiempo me ha sido dado acercarme a la realidad contemporánea del Pueblo de Dios en España. En este contexto de amplio horizonte eclesial quiero recordar los encuentros con los representantes del apostolado seglar en Toledo, con las familias y los jóvenes en Madrid, con los agricultores en Sevilla, con el mundo del trabajo en Barcelona, con el mundo de la emigración en Guadalupe, con las gentes del mar en Santiago, a los que hay que añadir la visita a los centros de la ciencia y de la cultura en la Universidad de Madrid y en la Pontificia de Salamanca.

Todos estos encuentros muestran el interés de la Iglesia por estar presente en el mundo actual. En esta continua búsqueda por llevar el mensaje evangélico a todos los rincones de la sociedad, se ha de encuadrar el encuentro con los representantes de las comunicaciones sociales y la visita a la organización mundial del turismo. Particular significado asumen a este fin evangelizador los encuentros con quienes por vocación sirven a la misión de la Iglesia: la Conferencia Episcopal y los sacerdotes, religiosos y religiosas, misioneros, y en general los educadores en la fe a quienes me dirigí en Granada.

Quiero asimismo recordar, a honor de la piedad mariana que alienta la fe del pueblo español, los Santuarios dedicados a la Madre de Dios, que pude visitar: Guadalupe, Montserrat y la Virgen del Pilar en Zaragoza.

Al repasar ahora, aunque sea rápidamente, todos estos lugares, me salen del alma sentimientos de la más profunda gratitud al Señor y a la querida España. Al mismo tiempo pido en mis plegarias que esta visita redunde en bien para la Iglesia, para la sociedad española y para la Europa de nuestro tiempo: hoy y mañana. A este problema fue dedicado mi último encuentro en la Catedral de Santiago de Compostela, en presencia de los Reyes y de los representantes de los Países y Episcopados europeos.



Miércoles 24 de noviembre de 1982

La sacramentalidad del matrimonio a la luz del Evangelio

1. Hemos analizado la Carta a los Efesios y, sobre todo, el pasaje del capítulo 5, 22-23, desde el punto de vista de la sacramentalidad del matrimonio. Examinemos ahora el mismo texto desde la óptica de las palabras del Evangelio.

Las palabras de Cristo dirigidas a los fariseos (cf. Mt 19) se refieren al matrimonio como sacramento, o sea, a la revelación primordial del querer y actuar salvífico de Dios «al principio», en el misterio mismo de la creación. En virtud de este querer y actuar salvífico de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre sí de manera que se hacen «una sola carne» (Gn 2,24), estaban destinados, a la vez, a estar unidos «en la verdad y en la caridad» como hijos de Dios (cf. Gaudium et spes GS 24), hijos adoptivos en el Hijo Primogénito, amado desde la eternidad. A esta unidad y a esta comunión de personas, a semejanza de la unión de las Personas divinas (cf. Gaudium et spes GS 24), están dedicadas las palabras de Cristo, que se refieren al matrimonio como sacramento primordial y, al mismo tiempo, confirman ese sacramento sobre la base del misterio de la redención. Efectivamente, la originaria «unidad en el cuerpo» del hombre y de la mujer no cesa de forjar la historia del hombre en la tierra, aunque haya perdido la limpidez del sacramento, del signo de la salvación, que poseía «al principio».

79 2. Si Cristo ante sus interlocutores, en el Evangelio de Mateo y Marcos (cf. Mt 19 Mc 10), confirma el matrimonio como sacramento instituido por el Creador «al principio» —si en conformidad con esto, exige su indisolubilidad—, con esto mismo abre el matrimonio a la acción salvífica de Dios, a las fuerzas que brotan «de la redención del cuerpo» y que ayudan a superar las consecuencias del pecado y a construir la unidad del hombre y de la mujer según el designio eterno del Creador. La acción salvífica que se deriva del misterio de la redención asume la originaria acción santificante de Dios en el misterio mismo de la creación.

3. Las palabras del Evangelio de Mateo (cf. Mt 19,3-9 y Mc 10,2-12), tienen, al mismo tiempo, una elocuencia ética muy expresiva. Estas palabras confirman —basándose en el misterio de la redención— el sacramento primordial y, a la vez, establecen un ethos adecuado, al que ya en nuestras reflexiones anteriores hemos llamado «ethos de la redención». El ethos evangélico y cristiano, en su esencia teológica, es el ethos de la redención.Ciertamente, podemos hallar para ese ethos una interpretación racional, una interpretación filosófica de carácter personalista; sin embargo, en su esencia teológica, es un ethos de la redención, más aún: un ethos de la redención del cuerpo. La redención se convierte, a la vez, en la base para comprender la dignidad particular del cuerpo humano, enraizada en la dignidad personal del hombre y de la mujer. La razón de esta dignidad está precisamente en la raíz de la indisolubilidad de la alianza conyugal.

4. Cristo hace referencia al carácter indisoluble del matrimonio como sacramento primordial y, al confirmar este sacramento sobre la base del misterio de la redención, saca de ello, al mismo tiempo, las conclusiones de naturaleza ética: «El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10,11 s.; cf. Mt 19,9). Se puede afirmar que de este modo la redención se le da al hombre como gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo, y a la vez se le asigna como ethos: como forma de la moral correspondiente a la acción de Dios en el misterio de la redención. Si el matrimonio como sacramento es un signo eficaz de la acción salvífica de Dios «desde el principio», a la vez —a la luz de las palabras de Cristo que estamos meditando—, este sacramento constituye también una exhortación dirigida al hombre, varón y mujer, a fin de que participen concienzudamente en la redención del cuerpo.

5. La dimensión ética de la redención del cuerpo se delinea de modo especialmente profundo, cuando meditamos sobre las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña con relación al mandamiento «No adulterarás». «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,27-28). Hemos dedicado un amplio comentario a esta frase lapidaria de Cristo, con la convicción de que tiene un significado fundamental para toda la teología del cuerpo, sobre todo en la dimensión del hombre «histórico». Y, aunque estas palabras no se refieren directa e inmediatamente al matrimonio, como sacramento, sin embargo, es imposible separarlas de todo el sustrato sacramental, en que, por lo que se refiere al pacto conyugal, está colocada la existencia del hombre como varón y mujer: tanto en el contenido originario del misterio de la creación, como también, luego, en el contexto del misterio de la redención. Este sustrato sacramental se refiere siempre a las personas concretas, penetra en lo que es el hombre y la mujer (o mejor, en quién es el hombre y la mujer) en la propia dignidad originaria de imagen y semejanza con Dios, a causa de la creación, y al mismo tiempo en la misma dignidad heredada a pesar del pecado y «asignada» de nuevo continuamente como tarea al hombre mediante la realidad de la redención.

6. Cristo, que en el sermón de la montaña da la propia interpretación del mandamiento «No adulterarás» —interpretación constitutiva del nuevo ethos— con las mismas lapidarias palabras asigna como tarea a cada hombre la dignidad de cada mujer; y simultáneamente (aunque del texto sólo se deduce esto de modo indirecto) asigna también a cada mujer la dignidad de cada hombre [1]. Finalmente, asigna a cada uno —tanto al hombre como a la mujer— la propia dignidad: en cierto sentido, el «sacrum», de la persona y esto en consideración de su feminidad o masculinidad, en consideración del «cuerpo». No resulta difícil poner de relieve que las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña se refieren al ethos. Al mismo tiempo, no resulta difícil afirmar, después de una reflexión profunda, que estas palabras brotan de la profundidad misma de la redención del cuerpo. Aún cuando no se refieran directamente al matrimonio como sacramento, no es difícil constatar que alcanzan su propio pleno significado en relación con el sacramento: tanto el primordial, que está vinculado al misterio de la creación, como el otro en el que el hombre «histórico», después del pecado y a causa de su estado pecaminoso hereditario, debe volver a encontrar la dignidad y la santidad de la unión conyugal «en el cuerpo», basándose en el misterio de la redención.

7. En el sermón de la montaña —como también en la conversación con los fariseos acerca de la indisolubilidad del matrimonio— Cristo habla desde lo profundo de ese misterio divino. Y, a la vez, se adentra en la profundidad misma del misterio humano. Por esto apela al «corazón», a ese «lugar íntimo», donde combaten en el hombre el bien y el mal, el pecado y la justicia, la concupiscencia y la santidad. Hablando de la concupiscencia (de la mirada concupiscente: cf. Mt 5,28), Cristo hace conscientes a sus oyentes de que cada uno lleva en sí, juntamente con el misterio del pecado, la dimensión interior «del hombre de la concupiscencia» (que es triple: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida», 1Jn 2,16). Precisamente a este hombre de la concupiscencia se le da en el matrimonio el sacramento de la redención como gracia y signo de la alianza con Dios, y se le asigna como ethos. Y simultáneamente, en relación con el matrimonio como sacramento, le es asignado como ethos a cada hombre, varón y mujer; se le asigna a su «corazón», a su conciencia, a sus miradas y a su comportamiento. El matrimonio —según las palabras de Cristo (cf. Mt 19,4)— es sacramento desde «el principio» mismo y, a la vez, basándose en el estado pecaminoso «histórico» del hombre, es sacramento que surge del misterio de la «redención del cuerpo».



[1] El texto de San Marcos, que habla de la indisolubilidad del matrimonio, afirma claramente que también la mujer se convierte en sujeto de adulterio, cuando repudia al marido y se casa con otro (cf. Mc 10,12).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A todos vosotros, peregrinos de los diversos Países de lengua española, saludo con afecto y doy mi más cordial bienvenida a esta Audiencia.

Después de las reflexiones sobre la sacramentalidad del matrimonio, según la Carta a los Efesios, analizaremos ahora el mismo tema en el Evangelio.

80 Cristo, dirigiéndose a los Fariseos, confirma el matrimonio como sacramento instituido por el Creador “al principio”, abriéndolo a la acción salvífica de Dios, que ayuda a superar las consecuencias del pecado y a construir la unidad del hombre y de la mujer según su eterno designio.

La redención es la base para comprender la dignidad del cuerpo humano, fundamentada en la dignidad personal del hombre y de la mujer. La razón de esta dignidad está precisamente en la raíz de la indisolubilidad de la alianza conyugal.

Si el matrimonio como sacramento es un signo eficaz de la acción salvífica de Dios “desde el principio”, al mismo tiempo este sacramento constituye una exhortación al hombre, varón y mujer, a fin de que participe responsablemente en la redención del cuerpo. Precisamente al hombre de la triple concupiscencia ha sido dado en el matrimonio el sacramento de la redención como gracia y signo de la alianza con Dios, y le ha sido entregado como ethos.

El matrimonio - según la palabra de Cristo - es sacramento desde el “principio” y la vez, en base a la pecaminosidad “histórica” del hombre, es sacramento que brota del misterio de la “redención del cuerpo”.

A todos vosotros, queridos hijos de lengua española, mi cordial Bendición.




Audiencias 1982 73