Audiencias 1982 80

Diciembre de 1982

Miércoles 1 de diciembre de 1982

Vivir el matrimonio-sacramento según el Espíritu

1. Hemos analizado la Carta a los Efesios, y sobre todo el pasaje del capítulo 5, 22-33, en la perspectiva de la sacramentalidad del matrimonio. Ahora trataremos de considerar, una vez más, el mismo texto a la luz de las palabras del Evangelio y de las Cartas paulinas a los Corintios y a los Romanos.

El matrimonio —como sacramento que nace del misterio de la redención y que renace, en cierto sentido, del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia— es una expresión eficaz de la potencia salvífica de Dios, que realiza su designio eterno incluso después del pecado y a pesar de la triple concupiscencia, oculta en el corazón de cada hombre, varón y mujer. Como expresión sacramental de esa potencia salvífica, el matrimonio es también una exhortación a dominar la concupiscencia (tal como de ella habla Cristo en el sermón de la montaña). Fruto de este dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además el sermón de la montaña). Fruto de ese dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además el profundo sentido de la dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la dignidad del hombre en el corazón de la mujer), tanto en la convivencia conyugal, como en cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas.

2. La verdad, según la cual, el matrimonio, como sacramento de la redención, es concedido «al hombre de la concupiscencia», como gracia y a la vez como ethos, encuentra particular expresión también en la enseñanza de San Pablo, especialmente en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol, comparando el matrimonio con la virginidad (o sea, con la «continencia por el reino de los cielos») y declarándose por la «superioridad» de la virginidad, constata igualmente que «cada uno tiene de Dios su propio don: éste, uno, aquel, otro» (1Co 7,7). En virtud del misterio de la redención, corresponde, pues, al matrimonio un «don» particular, o sea, la gracia. En el mismo contexto el Apóstol, a dar consejos a sus destinatarios, recomienda el matrimonio «por el peligro de la incontinencia» (ib., 7, 2), y, luego, recomienda a los esposos que «el marido otorgue lo que es debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido» (ib., 7, 3). Y continúa así: «Mejor es casarse que abrasarse» (ib., 7, 9).

81 3. Basándose en estas fórmulas paulinas, se ha formado la opinión de que el matrimonio constituye un específico remedium concupiscentiae. Sin embargo, San Pablo, que, como hemos podido constatar, enseña explícitamente que el matrimonio corresponde un «don» particular y que en el misterio de la redención el matrimonio es concedido al hombre y a la mujer como gracia, expresa en sus palabras, sugestivas y a la vez paradójicas, sencillamente el pensamiento de que el matrimonio es asignado a los esposos como ethos. En las palabras paulinas «Mejor es casarse que abrasarse», el verbo «abrasarse» significa el desorden de las pasiones, proveniente de la misma concupiscencia de la carne (de manera análoga presenta la concupiscencia el Sirácida en el Antiguo Testamento: cf. Si 23,17). En cambio, el «matrimonio» significa el orden ético, introducido conscientemente en este ámbito. Se puede decir que el matrimonio es lugar de encuentro del eros con el ethos y de su recíproca compenetración en el «corazón» del hombre y de la mujer, como también en todas sus relaciones recíprocas.

4. Esta verdad —es decir, que el matrimonio, como sacramento que brota del misterio de la redención, es concedido al hombre «histórico» como gracia y a la vez como ethos— determina además el carácter del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia. Como sacramento de la Iglesia, el matrimonio tiene índole de indisolubilidad. Como sacramento de la Iglesia, es también palabra del Espíritu, que exhorta al hombre y a la mujer a modelar toda su convivencia sacando fuerza del misterio de la «redención del cuerpo». De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado de vida «según el Espíritu» que les es propio (cf. Rm 8,4-5 Ga 5,25). La redención del cuerpo significa, en este caso, también esa «esperanza» que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de cada día, esperanza de la temporalidad. En virtud de esta esperanza es dominada la concupiscencia de la carne como fuente de la tendencia a una satisfacción egoísta y la misma «carne», en la alianza sacramental de la masculinidad y feminidad, se convierte en el «sustrato» específico de una comunión duradera e indisoluble de las personas (communio personarum) de manera digna de las personas.

5. Los que, como esposos, según el eterno designio divino se unen de manera que, en cierto sentido, se hacen «una sola carne», están llamados también, a su vez, mediante el sacramento, a una vida «según el Espíritu», capaz de corresponder al «don» recibido en el sacramento. En virtud de ese «don», llevando como esposos una vida «según el Espíritu», con capaces de volver a descubrir la gratificación particular de la que han sido hechos participes. En la medida en que la «concupiscencia» ofusca el horizonte de la visual interior, quita a los corazones la limpidez de deseos y aspiraciones, del mismo modo la vida «según el Espíritu» (o sea, la gracia del sacramento del matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a encontrar la verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad.

6. La vida «según el Espíritu» se manifiesta, pues, también en la «unión» recíproca (cf. Gn 4,1), por medio de la cual los esposos, al convertirse en «una sola carne», someten su feminidad y masculinidad a la bendición de la procreación: «Conoció Adán a su mujer, que concibió y parió..., diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón» (Gn 4,1). La «vida según el Espíritu» se manifiesta también en la conciencia de la gratificación, a la que corresponde la dignidad de los mismos esposos en calidad de padres, esto es, se manifiesta en la conciencia profunda de la santidad de la vida (sacrum), a la que los dos han dado origen, participando —como padres—, en las fuerzas del misterio de la creación. A la luz de la esperanza, que está vinculada con el misterio de la redención del cuerpo (cf. Rm 8,19-23), esta nueva vida humana, el hombre nuevo concebido y nacido de la unión conyugal de su padre y de su madre, se abre a las «primicias del Espíritu» (ib., 8, 23) «para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 21). Y si «la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (ib 8, 22), una esperanza especial acompaña a los dolores de la madre que va a dar a luz, esto es, la esperanza de la «manifestación de los hijos de Dios» (ib., 8, 19), la esperanza de la que todo recién nacido que viene al mundo trae consigo un destello.

7. Esta esperanza que está «en el mundo», impregnando —como enseña San Pablo— toda la creación, al mismo tiempo, no es «del mundo». Más aún: debe combatir en el corazón humano con lo que es «del mundo», con lo que hay «en el mundo». «Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,16). El matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como sacramento que brota en el misterio de la redención del cuerpo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, «viene del Padre». No procede «del mundo», sino «del Padre». En consecuencia, también el matrimonio, como sacramento, constituye la base de la esperanza para la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los padres y para los hijos, para las generaciones humanas. Efectivamente, por una parte, «pasa el mundo y también sus concupiscencias», por otra parte, «el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (ib., 2, 17). Con el matrimonio, como sacramento, está vinculado el origen del hombre en el mundo, y en él está también grabado su porvenir, y esto no sólo en las dimensiones históricas, sino también en las escatológicas.

8. A esto se refieren las palabras en las que Cristo se remite a la resurrección de los cuerpos, palabras que traen los tres sinópticos (cf. Mt 22,23-32 Mc 12,18-27 Lc 20,34-39). «Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo»: así dice Mateo y de modo parecido Marcos; y Lucas: «Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, hijos de la resurrección» (Lc 20,34-36). Estos textos ya han sido sometidos anteriormente a un análisis detallado.

9. Cristo afirma que el matrimoniosacramento del origen del hombre en el mundo visible temporal— no pertenece a la realidad escatológica del «mundo futuro».Sin embargo, el hombre, llamado a participar de este futuro escatológico mediante la resurrección del cuerpo, es el mismo hombre, varón y mujer, cuyo origen en el mundo visible temporal está unido al matrimonio como sacramento primordial del misterio mismo de la creación. Más aún, cada hombre, llamado a participar de la realidad de la resurrección futura, trae al mundo esta vocación, por el hecho de que en el mundo visible temporal tienen su origen por obra del matrimonio de sus padres. Así, pues, las palabras de Cristo, que excluyen el matrimonio de la realidad del «mundo futuro», al mismo tiempo desvelan indirectamente el significado de este sacramento para la participación de los hombres, hijos e hijas, en la resurrección futura.

10. El matrimonio, que es sacramento primordial —renacido, en cierto sentido, del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia— no pertenece a la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica (cf. Rm 8,23). El mismo matrimonio, concedido al hombre como gracia, como «don», destinado por Dios precisamente a los esposos, y a la vez asignado a ellos, con las palabras de Cristo, como ethos, ese matrimonio sacramental se cumple y se realiza en la perspectiva de la esperanza escatológica. Tiene un significado esencial para la «redención del cuerpo» en la dimensión de esta esperanza. De hecho, proviene del Padre y a Él se debe su origen en el mundo. Y si este «mundo pasa», y si con él pasan también la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, que proceden «del mundo», el matrimonio como sacramento sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer, dominando la concupiscencia, cumpla la voluntad del Padre. Y «el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre». (1Jn 2,17).

11. En este sentido, el matrimonio, como sacramento, lleva consigo también el germen del futuro escatológico del hombre, esto es, la perspectiva de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica, a la que corresponden las palabras de Cristo acerca de la resurrección: «En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento» (Mt 22,30): sin embargo, también lo que, «siendo hijos de la resurrección... son semejantes a los ángeles y... son hijos de Dios» (Lc 20,36), deben su propio origen en el mundo visible temporal al matrimonio y a la procreación del hombre y de la mujer. El matrimonio, como sacramento del «principio» humano, como sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza de este modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal, respecto al misterio de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica.

Saludos

Ante todo mi cordial saludo a todos y cada uno de los aquí presentes de lengua española; tanto a los grupos como a las personas procedentes de los diversos países.

82 Una palabra de especial saludo al grupo de renovación de las Religiosas Franciscanas de la Madre el Divino Pastor.

Queridas hermanas:

Sé que celebráis los 25 años de vida religiosa. Aprovechad esta pausa para renovaros de veras interiormente. Para adquirir ese nuevo conocimiento de Cristo que os confirme en la entrega hecha, en la fidelidad a una causa por la que vale la pena trabajar, sufrir y vivir. Os bendigo de corazón, así como a todos los hispanohablantes presentes en esta audiencia.



Miércoles 15 de diciembre de 1982

Significado nupcial y redentor del cuerpo en todos los caminos de la vida

1. El autor de la Carta a los Efesios, como ya hemos visto, habla de un «gran misterio», unido al sacramento primordial mediante la continuidad del plan salvífico de Dios. También él se remite al «principio», como había dicho Cristo en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19,8), citando las mismas palabras: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne» (Gn 2,24). Ese «misterio grande» es, sobre todo, el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia, que el Apóstol presenta a semejanza de la unidad de los esposos: «Lo aplico a Cristo y a la Iglesia» (Ep 5,32). Nos encontramos en el ámbito de la gran analogía, donde el matrimonio como sacramento, por un lado, es presupuesto y, por otro, descubierto de nuevo. Se presupone como sacramento del «principio» humano, unido al misterio de la creación. En cambio, es descubierto de nuevo como fruto del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, vinculado con el misterio de la redención.

2. El autor de la Carta a los Efesios, dirigiéndose a los esposos, les exhorta a plasmar su relación recíproca sobre el modelo de la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia. Se puede decir que —presuponiendo la sacramentalidad del matrimonio en su significado primordial— les manda aprender de nuevo este sacramento a base de la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla...» (Ep 5,25-26). Esta invitación dirigida por el Apóstol a los esposos cristianos, tiene su plena motivación en cuanto ellos, mediante el matrimonio como sacramento, participan en el amor salvífico de Cristo, que se expresa, al mismo tiempo, como amor nupcial de El a la Iglesia. A la luz de la Carta a los Efesios —precisamente por medio de la participación en este amor salvífico de Cristo— se confirma y a la vez se renueva el matrimonio como sacramento del «principio» humano, es decir, sacramento en el que el hombre y la mujer, llamados a hacerse «una sola carne», participan en el amor creador de Dios mismo. Y participan en él tanto por el hecho de que, creados a imagen de Dios, han sido llamados en virtud de esta imagen a una particular unión (communio personarum), como porque esta unión ha sido bendecida desde el principio con la bendición de la fecundidad (cf. Gn 1,28).

3. Toda esta originaria y estable estructura del matrimonio como sacramento del misterio de la creación —según el «clásico» texto de la Carta a los Efesios (Ep 5,21-33) — se renueva en el misterio de la redención, ya que ese misterio asume el aspecto de la gratificación nupcial de la Iglesia por parte de Cristo. Esa originaria y estable forma del matrimonio se renueva cuando los esposos lo reciben como sacramento de la Iglesia, beneficiándose de la nueva profundidad de la gratificación del hombre por parte de Dios, que se ha revelado y abierto con el misterio de la redención, porque «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a ella, para santificarla...» (Ep 5,25-26). Se renueva esa originaria y estable imagen del matrimonio como sacramento, cuando los esposos cristianos —conscientes de la auténtica profundidad de la «redención del cuerpo»— se unen «en el temor de Cristo» (Ep 5,21).

4. La imagen paulina del matrimonio, asociada al «misterio grande» de Cristo y de la Iglesia, aproxima la dimensión redentora del amor a la dimensión nupcial. En cierto sentido, une estas dos dimensiones en una sola. Cristo se ha convertido en Esposo de la Iglesia, ha desposado a la Iglesia como a su Esposa, porque «se entregó por ella» (Ep 5,25). Por medio del matrimonio como sacramento (como uno de los sacramentos de la Iglesia) estas dos dimensiones del amor, la nupcial y la redentora, juntamente con la gracia del sacramento, penetran en la vida de los esposos. El significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad, que se manifestó por vez primera en el misterio de la creación sobre el fondo de la inocencia originaria del hombre, se une en la imagen de la Carta a los Efesios con el significado redentor, y de este modo queda confirmado y en cierto sentido «nuevamente creado».

5. Esto es importante con relación al matrimonio, a la vocación cristiana de los maridos y de las mujeres. El texto de la Carta a los Efesios (5, 21-33) se dirige directamente a ellos y les habla sobre todo a ellos. Sin embargo, esa vinculación del significado nupcial del cuerpo con su significado «redentor» es igualmente esencial y válido para la hermenéutica del hombre en general; para el problema fundamental de su comprensión y de la autocomprensión de su ser en el mundo. Es obvio que no podemos excluir de este problema el interrogatorio sobre el sentido de ser cuerpo, sobre el sentido de ser, en cuanto cuerpo, hombre y mujer. Estos interrogantes se plantearon por primera vez en relación con el análisis del «principio» humano, en el contexto del libro del Génesis. En cierto sentido, fue ese contexto quien exigió que se plantearan. Del mismo modo lo exige el texto «clásico» de la Carta a los Efesios. Y si el «misterio grande» de la unión de Cristo con la Iglesia nos obliga a vincular el significado nupcial del cuerpo con su significado redentor, en esta vinculación encuentran los esposos la respuesta al interrogante sobre el sentido de «ser cuerpo», y no sólo ellos, aunque sobre todo a ellos se dirija este texto de la Carta del Apóstol.

6. La imagen paulina del «misterio grande» de Cristo y de la Iglesia habla indirectamente también de la «continencia por el reino de los cielos», en la que ambas dimensiones del amor, nupcial y redentor, se unen recíprocamente de un modo diverso que en el matrimonial, según proporciones diversas. ¿Acaso no es el amor nupcial, con el que Cristo «amó a la Iglesia», su Esposa, «y se entregó por ella», de idéntico modo la más plena encarnación del ideal de la «continencia por el reino de los cielos» (cf. Mt 19,12)? ¿No encuentran su propio apoyo en ella todos los que —hombres y mujeres— al elegir el mismo ideal, desean vincular la dimensión nupcial del amor con la dimensión redentora, según el modelo de Cristo mismo? Quieren confirmar con su vida que el significado nupcial del cuerpo —de su masculinidad o feminidad—, grabado profundamente en la estructura esencial de la persona humana, se ha abierto de un modo nuevo, por parte de Cristo y con el ejemplo de su vida, a la esperanza unida a la redención del cuerpo. Así, pues, la gracia del misterio de la redención fructifica también —más aún, fructifica de modo especial— con la vocación a la continencia «por el reino de los cielos».

83 7. El texto de la Carta a los Efesios (5, 22-33) no habla de ellos explícitamente. Ese texto se dirige a los esposos y está construido según la imagen del matrimonio, que por medio de la analogía explica la unión de Cristo con la Iglesia: unión en el amor redentor y nupcial, al mismo tiempo. Precisamente este amor que, como expresión viva y vivificante del misterio de la redención, ¿no supera acaso el círculo de los destinatarios de la Carta, circunscritos por la analogía del matrimonio? ¿No abarca a todo hombre y, en cierto sentido, a toda la creación, como denota el texto paulino sobre la «redención del cuerpo» en la Carta a los Romanos (cf. Rm 8,23)? El «sacrammentum magnum» en este sentido es incluso un nuevo sacramento del hombre en Cristo y en la Iglesia: sacramento «del hombre y del mundo», del mismo modo que la creación del hombre, varón y mujer, a imagen de Dios, fue el originario sacramento del hombre y del mundo. En este nuevo sacramento de la redención está incluido orgánicamente el matrimonio, igual que estuvo incluido en el sacramento originario de la creación.

8. El hombre, que «desde el principio» es varón y mujer, debe buscar el sentido de su existencia y el sentido de su humanidad, llegando hasta el misterio de la creación a través de la realidad de la redención. Ahí se encuentra también la respuesta esencial al interrogante sobre el significado del cuerpo humano, sobre el significado de la masculinidad y feminidad de la persona humana. La unión de Cristo con la Iglesia nos permite entender de qué modo el significado nupcial del cuerpo se completa con el significado redentor, y esto en los diversos caminos de la vida y en las distintas situaciones: no sólo en el matrimonio o en la «continencia» (o sea, virginidad o celibato), sino también, por ejemplo, en el multiforme sufrimiento humano, más aún: en el mismo nacimiento y muerte del hombre. A través del «misterio grande», de que trata la Carta a los Efesios, a través de la nueva alianza de Cristo con la Iglesia, el matrimonio queda incluido de nuevo en ese «sacramento del hombre» que abraza al universo, en el sacramento del hombre y del mundo, que gracias a las fuerzas de la «redención del cuerpo» se modela según el amor nupcial de Cristo y de la Iglesia hasta la medida del cumplimiento definitivo en el reino del Padre.

El matrimonio como sacramento sigue siendo una parte viva y vivificante de este proceso salvífico.



Miércoles 22 de diciembre de 1982



Hermanos y hermanas queridísimos:

1. Nos encontramos ya en el culmen del Adviento. La Iglesia, por medio de su liturgia, nos ha hecho meditar, estos días de gracia, en el misterio de la doble venida de Cristo: la venida en la humildad de nuestra naturaleza humana, y la de su parusía definitiva. Por tanto, la liturgia nos recomienda que el Señor, que nos concede prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, nos encuentre velando en oración y cantando su alabanza (cf. Prefacio de Adviento, II).

En este tiempo los cristianos estamos invitados a meditar los acontecimientos admirables y misteriosos de la Encarnación del Hijo de Dios que se hace humilde, pobre, débil, frágil, en la conmovedora realidad de un Niño envuelto en pañales y colocado en un pesebre.

Pero este Niño es precisamente el que guía, orienta, marca el comportamiento, las opciones y la vida de las personas que están a su lado o a quienes afecta de lleno su aparición. Está la anciana Isabel, que ha sentido florecer milagrosamente en su seno la vida de un hijo, esperado desde años, como una gracia del Señor: Juan el Bautista será el precursor del Mesías; está su marido Zacarías, cuya lengua se desata para cantar las grandes gestas de Dios en favor de su pueblo; están los pastores que pueden contemplar al Salvador, los Magos, desde años en búsqueda del Absoluto en los signos de los cielos y de los astros, y que se prosternan en adoración ante el recién Nacido, está el anciano Simeón, que ha esperado también desde hace mucho tiempo al Mesías, "luz de las gentes y gloria de Israel" (cf. Lc 2,32); Ana, la venerada profetisa que exulta de júbilo por la "redención de Jerusalén " (cf. Lc 2,38); José, el silencioso, vigilante, atento, tierno, paternal custodio y protector de la fragilidad del Niño; finalmente y, sobre todo Ella, la Madre, María Santísima, que ante el designio inefable de Dios se sumergió en su pequeñez, definiéndose "esclava" del Señor e insertándose con plena disponibilidad en el proyecto divino.

Pero al lado y alrededor de este Niño están, por desgracia, no sólo personas que lo han esperado, buscado, amado adorado; está también la muchedumbre indiferente de los peregrinos y de los habitantes de Belén, o, incluso el rey, potente y suspicaz, Herodes, que, con tal de mantener su poder, asesina a los pequeños inocentes con el propósito de eliminar al hipotético pretendiente al trono.

2. Ante el pesebre de Belén —como luego ante la cruz en el Gólgota— la humanidad hace ya una opción de fondo con relación a Jesús, una opción que, en último análisis, es la que el hombre está llamado a hacer improrrogablemente, día tras día, con relación a Dios, Creador y Padre. Y esto se realiza, ante todo y sobre todo, en el ámbito de lo íntimo de la conciencia personal. Aquí tiene lugar el encuentro entre Dios y el hombre.

Esta es la tercera venida, de la que hablan los Padres, o el "Adviento intermedio" analizado teológica y ascéticamente por San Bernardo: "En la primera venida, al Verbo se le vio en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua El mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, verá toda carne la salvación de Dios, y mirarán al que traspasaron. La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos lo ven en su interior, y así sus almas se salvan" (Sermo V, De medio adventu et triplici innovatione, 1: Opera, Ed. Cisterc., IV, 1966, pág. 188).

84 Este Adviento, en el que el hombre se inserta, impulsado por la gracia, imitando las actitudes interiores de todos los que esperaron, buscaron, creyeron y amaron a Jesús, está vivificado por la constante meditación y asimilación de la Palabra de Dios, que para el cristiano sigue siendo el primero y fundamental punto de referencia para su vida espiritual; está fecundado y animado por la plegaria de adoración y alabanza a Dios, de la cual son modelos incomparables los cánticos del "Benedictus" de Zacarías, el "Nunc dimittis" de Simeón, pero especialmente el "Magnificat" de María Santísima. Este Adviento interior se refuerza con la práctica constante de los sacramentos, en particular el de la reconciliación y el de la Eucaristía, que, purificándonos y enriqueciéndonos con la gracia de Cristo, nos hacen "hombres nuevos", en sintonía con la invitación urgente de Jesús: "Convertíos" (cf. Mt 3,2 Mt 4,17 Lc 5,32 Mc 1,15).

En esta perspectiva, para nosotros, cristianos, cada día puede y debe ser Adviento, puede y debe ser Navidad. Porque, cuanto más purifiquemos nuestras almas, cuanto más espacio demos al amor de Dios en nuestro corazón, tanto más podrá venir y nacer en nosotros Cristo. "Isabel —escribe San Ambrosio— es colmada después de haber concebido, María, antes... Se alegra de que María no haya dudado, sino creído, y por esto, había conseguido el fruto de su fe. "Feliz", le dice "tú que has creído". Pero felices también vosotros, los que habéis oído y creído; pues toda alma creyente concibe y engendra la Palabra de Dios y reconoce sus obras. Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor; que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios" (Expos. Evang. sec. Lucam II, 23. 26: CCL 14, págs. 41, 42).

3. Por tanto, no podemos transformar y degradar la Navidad en una fiesta de inútil despilfarro, en una manifestación caracterizada por el fácil consumismo: la Navidad es la fiesta de la humildad, de la pobreza, Al desasimiento, del abajamiento del Hijo de Dios, que viene a darnos su amor infinito; por tanto, se debe celebrar con auténtico espíritu de compartir, de compartir con los hermanos que tienen necesidad de nuestra ayuda cariñosa. Debe ser una etapa fundamental para meditar sobre nuestra conducta con relación a; "Dios que viene"; y a este Dios que viene podemos encontrarlo en un niño indefenso que gime; en un enfermo que siente decaer inexorablemente las fuerzas de su cuerpo; en un anciano, que después de haber trabajado durante toda la vida, se halla de hecho marginado y soportado en nuestra sociedad moderna, basada sobre la productividad y el éxito.

En las Vísperas de hoy la Iglesia eleva a Cristo esta espléndida oración: "¡O Rex gentium et desideratus; earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum: veni et salva hominem quem de limo formasti"! ¡Oh Cristo, Rey de las naciones, esperado y deseado durante siglos por la humanidad herida y dispersa por el pecado; Tú que eres la piedra angular sobre la que la humanidad puede volver a construirse a sí misma y recibir una definitiva e iluminadora guía para su caminar en la historia; Tú que has unificado, mediante tu entrega sacrificial al Padre, los pueblos divididos, ven y salva al hombre, mísero y grande, hecho por Ti "con barro de la tierra", y que lleva en sí tu imagen y semejanza!

Con estos deseos doy a todos los que estáis aquí mi felicitación afectuosa y cordial: ¡Feliz Navidad!



Miércoles 29 de diciembre de 1982



1. Esta última audiencia general del año está toda ella impregnada de la luz de la Santa Navidad que acabamos de celebrar, y nos lleva además a reflexionar sobre la inminente celebración, tan rica de significado humano, del paso del año viejo al nuevo.

En efecto, la historia del hombre, iluminada por el misterio del Dios hecho hombre, Nuestro Señor Jesucristo, adquiere una clara orientación hacia el mundo de lo divino La fiesta de Navidad da un sentido cristiano a la sucesión de los acontecimientos y a los sentimientos humanos, proyectos y esperanzas, y permite descubrir en este rítmico y aparentemente mecánico correr del tiempo, no sólo las líneas de tendencia del peregrinaje humano, sino también los signos, las pruebas y las llamadas de la Providencia y Bondad divina.

2. ¿Vamos hacia lo mejor? ¿Vamos hacia lo peor? Para el cristiano no hay duda: la redención de Cristo, que comienza en la santa noche de Navidad, lleva progresivamente a la humanidad redimida y que acoge esta redención, al triunfo sobre el mal y sobre la muerte.

Ciertamente a medida que se va hacia Dios aumentan pruebas y dificultades. Esto vale tanto para el camino de la Iglesia coma para cada uno de los cristianos Las fuerzas hostiles a la verdad y a la justicia —como nos explica todo el libro del Apocalipsis— aumentan, en el curso de la historia, sus tramas y su violencia contra quien quiere seguir el camino del Redentor. Por tanto, en definitiva, a pesar de los riesgos y las derrotas parciales, la historia marcha hacia el triunfo del bien, hacia la victoria final de Cristo.

3. Así, pues, para el cristiano el progreso histórico es una realidad y una esperanza cierta; no es sin embargo el simple resultado de una especie de proceso dialéctico que nos exima de nuestro compromiso personal por la justicia y la santidad; y el hecho de estar colocados, mediante la redención, en una corriente de gracia divina que nos lleva hacia el reino, no quita la lamentable posibilidad, por parte de cualquiera de nosotros, de substraerse voluntariamente a la fuerza benéfica de ese influjo divino.

85 En su significado profundo el verdadero progreso histórico que, como dice el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes GS 39), es preparación al reino de Dios, no puede más que ser el efecto de los esfuerzos humanos sostenidos por la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. El Verbo divino, al encarnarse, redimió el tiempo y la historia, llevándoles hacia la salvación del hambre y su bienaventuranza en la visión beatífica y dándoles un impulso progresivo incontenible, si bien contrastado.

4. Hemos celebrado el domingo pasado la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret, modelo de todas las familias cristianas.

Vale especialmente para la familia el problema que nos hemos planteado en términos generales: ¿Los valores de la familia están decayendo? ¿Los valores de la familia se están reforzando? También aquí nuestra respuesta de fe no puede ser más que una respuesta de esperanza y de sano optimismo cristiano, que no cierra los ojos a la gravedad de los fenómenos involutivos reales, sino que sabe reconocer también los fenómenos de crecimiento y saca de las dificultades que ofrecen ciertos procesos de decadencia la ocasión para una búsqueda más fervorosa de la santidad y de un valiente testimonio también en este sector fundamental de la vida, como es el de la familia.

El año litúrgico, con sus festividades periódicas que tienden a recordarnos y hacernos vivir los principales fundamentos del pensar y el actuar cristiano, es un inestimable don de Dios, presente en nuestra historia: un don, se puede decir, de la santa Navidad. Las festividades litúrgicas sostienen de este modo nuestra fidelidad al mensaje evangélico, permitiéndonos al mismo tiempo hacer fructificar continuamente su infinita virtualidad.

La fiesta de la Sagrada Familia es uno de los principales puntos luminosos que nos ofrece la liturgia en nuestro camino terreno; con ellos podemos comprender el significado escatológico del tiempo y cómo verdaderamente Cristo, elevado en la cruz, atrae a Sí todas has cosas (cf. Jn 12,32)

5. La liturgia, de la que estamos viviendo en estos días algunos momentos particularmente intensos, nos ilumina así acerca del sentido del tiempo y de la historia, por lo cual, si surge en nosotros la impresión de que el mal está aumentando y triunfando, ella nos responde con el misterio de la Navidad, que nos introduce en el de la cruz. No, no aumenta el mal: aumentan las pruebas. Y puesto que Dios, junto con la prueba da también la fuerza para superarla (cf. 1Cor 1Co 10,13), la abundancia del mal, que nos quiere herir y seducir, termina por transformarse en una sobreabundancia de bien y de gloria. Por eso San Pablo pudo decir que "donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). En el curso del tiempo aumentan los ataques contra el reino de Dios y contra los que quieren seguir piadosamente a Cristo; pero aumenta también el don de fortaleza que les concede el Espíritu Santo, de modo que al final todo se resuelve en la victoria para cuantos han permanecido fieles.

Esta es, queridos hermanos y hermanas, la perspectiva con la que debemos encaminarnos a afrontar y vivir el año nuevo que tenemos delante. La vida de aquí abajo no es por sí misma, un cómodo y garantizado viaje hacia lo mejor. Desde los primeros años de nuestra vida nos damos cuenta de ello si tenemos los ojos abiertos. Lo mejor es ciertamente una perspectiva real; la humanidad, guiada por el Pueblo de Dios, está marchando en esta dirección; pero para cada uno de nosotros esta marcha hacia lo "mejor" no está privada de riesgos y de dificultades; y sobre todo está sometida cada día a la prueba de nuestra responsabilidad, debe ser el objeto de una elección libre.

La luz de Belén y la luz del Pesebre nos indican la dirección hacia lo mejor, nos hablan de la victoria final del bien, nos animan a caminar con esperanza y sin miedo, "sin apartarnos ni a la derecha ni a la izquierda" (Jos 23,6).

Damos gracias a la Santísima Trinidad por esta luz. Damos gracias a María, la Madre del Señor, que con su asentimiento permitió que esta luz descendiese sobre la tierra. Damos gracias por las pruebas pasadas y estemos preparados para actuar virilmente, como verdaderos hijos de la luz.









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