Discursos 1981 68


VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE


A LOS PROPIETARIOS Y OBREROS DE LAS PLANTACIONES


DE CAÑA DE AZÚCAR


« Reclaimed Area » de Bacolod

Viernes 20 de febrero de 1981



Queridos hermanos y hermanas:

1. "La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sea con vosotros" (Ph 1,2). Con esta bendición del Apóstol Pablo os saludo cordialísimamente. Es para mí una gran alegría venir hoy a vosotros en esta ciudad de Bacolod para encontrarme con el pueblo de Negros Occidental. Mi único pesar es que mi visita sea tan corta, pero muchas más comunidades de Filipinas me han invitado, del norte al sur de estas hermosas islas. Aunque sólo puedo estar con vosotros durante pocas horas, quiero que sepáis que todo encuentro con el pueblo filipino es especial para mí porque sois vosotros, el pueblo, jóvenes y mayores, los que lo hacéis así. Y por eso os digo desde el fondo de mi corazón: gracias por haber venido todos aquí esta tarde, gracias por hacerme sentir como en casa en Bacolod.

Madamo guid nga salamatl (¡Muchísimas gracias!).

Vengo en el nombre del Señor Jesús y como siervo suyo. Vengo como Obispo de Roma, Vicario de Cristo y hermano vuestro en la fe. Vengo como amigo de todo el pueblo, y especialmente de los jóvenes, que son tan numerosos aquí y cuyos rostros sonrientes me producen tan profunda alegría. Mi saludo fraternal vaya en primer lugar a vuestro Pastor, el obispo Antonio Yapsutco Fortich, que me invitó amablemente a esta isla, y a los demás obispos y sacerdotes presentes. En los sacerdotes, diocesanos y religiosos, en las hermanas religiosas, saludo a los sucesores de los primeros misioneros que, hace ya más de cuatro siglos, establecieron florecientes comunidades cristianas en estas tierras. Saludo en ellos a los incansables trabajadores por la fe, que mantuvieron vivo entre el pueblo el mensaje del Evangelio con desinteresado servicio y con generosa dedicación, colaborando con el obispo, con espíritu de unidad y con "la obediencia a la fe" (Rm 1,5).

2. Sin embargo, mi saludo cordial se dirige en particular a vosotros, hermanos y hermanas míos del laicado católico de Bacolod, a vosotros que sois un sector tan grande del único Pueblo de Dios, renacidos en Cristo y unidos por su Espíritu Santo. Porque creéis en Cristo y habéis sido regenerados en el sacramento del bautismo sois hijos de Dios. Porque creéis en Cristo podéis acercaros a El en el sacramento de la penitencia y recibir su amor en la Eucaristía. Sé cuánto estimáis los sacramentos y deseo alentaros a permanecer siempre fieles a ellos. Son fuente de vida y esperanza, y os darán fuerza para manteneros en verdad llamándoos cristianos, realmente cristianos. Y, cuando os vean a vosotros, la gente pueda decir: "Mirad cómo se aman". Amaos mutuamente, hermanos y hermanas míos, amaos mutuamente en Cristo, pues haciéndolo así seréis verdaderos testigos de Jesús, de su inmenso amor por todos los seres humanos. Jesús os necesita, queridos fieles de la Iglesia de Bacolod. Jesús os necesita porque su amor no enriquecerá el mundo sin el testimonio de vuestras vidas cristianas. Jesús no puede estar plenamente presente en vuestras ciudades y aldeas, en vuestras familias y escuelas, en vuestros talleres o en los campos donde os afanáis, a menos que vosotros, los laicos, le llevéis allí, le manifestéis allí por lo que hacéis y decís, le hagáis visible en vuestro mutuo amor.

3. El mensaje que hoy os traigo es un mensaje de amor, el mismo mensaje que la Iglesia ha llevado a todos los pueblos del mundo en el pasado y que nunca cesará de proclamar a las futuras generaciones. Es el mismo mensaje que vosotros. Iglesia de Bacolod, debéis llevar al pueblo de esta isla.

Es en nombre de Cristo, y porque ella debe predicar su mensaje de amor a todo el mundo, por lo que la Iglesia habla abiertamente a favor de la dignidad del hombre, creado a imagen de Dios (cf. Gén Gn 1,26) y redimido por Jesucristo. Porque ella cree en Dios que confiere dignidad a toda persona humana, la Iglesia ve como misión propia abarcar en su solicitud al hombre en su totalidad: el hombre cuyo destino definitivo es Dios, el hombre que debe vivir, en la concreta realidad de su vida diaria, según la dignidad que le pertenece. Por estas razones, la Iglesia desea llevar el mensaje de salvación, que Cristo le ha confiado, a todo ser humano, a todo medio cultural y social, a toda la humanidad, pero en primer lugar a los que están más necesitados. Sin abandonar su tarea específica de evangelización, debe también esforzarse por asegurar que todos los aspectos de la vida del hombre y de la sociedad a la cual pertenece estén imbuidos del respeto a la dignidad humana y, por lo tanto, de justicia.

69 4. Hay en el mundo actual demasiadas situaciones de injusticia. Reina la injusticia cuando algunas naciones acumulan riquezas y viven en la abundancia, mientras otras naciones no pueden ofrecer a la mayoría del pueblo las necesidades básicas. Reina la injusticia cuando dentro de la misma sociedad algunos grupos tienen la mayor parte de la riqueza y del poder, mientras grandes estratos de la población no pueden proveer decentemente al sustento de sus familias, incluso tras horas de fatigosa labor en las factorías o en las plantaciones. Reina la injusticia cuando las leyes del crecimiento económico y de las cada vez mayores ganancias determinan las relaciones sociales, dejando en la pobreza y en la indigencia a aquellos que sólo pueden ofrecer el trabajo de sus manos. Consciente de tales situaciones, la Iglesia no vacilará en asumir la causa de los pobres y convertirse en la voz de los que no son escuchados cuando hablan en alto no para pedir caridad, sino para exigir justicia.

Sí, la preferencia por los pobres es una preferencia cristiana. Es una preferencia que expresa el afán de Cristo que vino a proclamar un mensaje de salvación a los pobres, pues los pobres son, en verdad, amados por Dios, y Dios es quien garantiza sus derechos. La Iglesia proclama su preferencia por los pobres dentro de la totalidad de su misión evangelizadora que se dirige a todo el pueblo. Ningún área de su misión pastoral será omitida en su solicitud por los pobres: la Iglesia les predicará el Evangelio, les invitará a la vida sacramental de la Iglesia y a orar, les hablará sobre el sacrificio y la resurrección, les incluirá en su apostolado social.

5. Ya he dicho que muchos de los aquí presentes estáis relacionados con el sector agrícola, y más específicamente con el cultive de la caña de azúcar, unos como propietarios, otros como colonos o trabajadores. Todos vivís unidos a la tierra y la tierra provee a vuestro sustento. A todos vosotros dirijo algunas palabras especiales en orden a aplicar el mensaje social de la Iglesia a vuestra peculiar situación.

Vosotros amáis la tierra, queréis a las fértiles llanuras. Pertenecéis a esta tierra y esta tierra os pertenece. En su amor gratuito Dios no sólo creó al hombre y la mujer, sino que les dio la tierra para que pudiera ser sustentada la vida humana con su esfuerzo. Desde el principio, y para beneficio de todos, Dios ha querido la interacción de tierra y trabajo para que pueda ser siempre promovida y protegida la total dignidad humana.

6. Sí, la dignidad humana debe ser promovida por la tierra. Puesto que la tierra es un don de Dios para el bien de todos, no es admisible usar este don de tal manera que los beneficios que produce sirvan sólo a un número limitado de personas, mientras otros —la inmensa mayoría— son excluidos de las riquezas que la tierra genera.

Una auténtica exigencia cristiana, por lo tanto, se presenta a quienes poseen o controlan la tierra. Sé que muchos de vosotros, que sois propietarios de plantaciones o colonos, estáis verdaderamente interesados por el bienestar de vuestros trabajadores, pero la Iglesia, consciente de sus responsabilidades, se siente impulsada a levantar ante vosotros una y otra vez el ideal de amor y de justicia, y a alentaros a comparar constantemente vuestras obras y actitudes con los principios éticos referentes a la prioridad del bien común y al fin social de la actividad económica. El derecho de propiedad es legítimo en sí mismo, pero no puede ser separado de su enorme dimensión social. En su Encíclica Populorum progressio, Pablo VI, haciéndose eco de la enseñanza del Concilio Vaticano II, estableció este principio muy claramente al escribir: "Dios ha destinado la tierra y todo lo que en ella se contiene para uso de todos los hombres y de todos los pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma justa, según la regla de la justicia, inseparable de la caridad (Gaudium et spes
GS 69). Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello están subordinados: no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización, y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera" (Nb 22). Los propietarios y colonos no debieran, por tanto, guiarse en primer lugar, por las leyes del crecimiento económico y el beneficio, ni por exigencias de competición o la acumulación egoísta de bienes, sino por las exigencias de justicia y por el imperativo moral de contribuir a un nivel de vida decente y de crear las condiciones que hagan posible para los trabajadores y la sociedad rural vivir una vida verdaderamente humana y ver respetados todos sus derechos fundamentales.

7. Asimismo los trabajadores, tanto duma-ans, sacadas u obreros industriales, deben guiarse por un concepto verdaderamente humano y cristiano de su tarea. En la labor humana reside el elemento superior de la empresa económica, pues a través suyo el hombre ejerce su dominio sobre el mundo material para la construcción de su propia dignidad humana (cf. Gaudium et spes GS 67). El hombre o la mujer que trabaja se convierte en un cooperador de Dios. Hecho a imagen de Dios, el hombre recibió la misión de gobernar el universo para que las riquezas puedan ser desarrolladas y usadas en beneficio de todos, en orden a otorgar a toda persona humana la posibilidad de vivir de acuerdo con su propia dignidad y así dar gloria a Dios. A todos los trabajadores de la caña de azúcar les digo, como digo a los trabajadores de todas partes: no olvidéis nunca la gran dignidad que Dios os ha donado, que nunca os degrade vuestro trabajo, sino recordad siempre la misión que Dios os ha confiado: ser, por el trabajo de vuestras manos, sus colaboradores en la continuación de su obra creadora. Ved en vuestro trabajo una labor de amor, pues vuestra tarea diaria expresa el amor por vuestros seres queridos y vuestras obligaciones por el bienestar de vuestra familia. Estad orgullosos de ser trabajadores de la tierra.

Al mismo tiempo, sabed que la Iglesia os sostiene en vuestro empeño por alcanzar vuestros derechos como trabajadores respetados. Hace ya noventa años la gran Encíclica social Rerum novarum describió muy claramente que el trabajador tiene derecho a un salario que le dé una justa participación en la riqueza que él ayuda a producir, y a que las condiciones del trabajo se adecuen no al siempre creciente beneficio económico de la empresa, sino a la inviolable dignidad del hombre como individuo, que atiende al mantenimiento de su familia, como constructor de la sociedad a la que pertenece. La enseñanza constante de la Iglesia ha sido que los trabajadores tienen derecho a unirse en asociaciones libres a fin de defender sus intereses y contribuir como miembros responsables al bien común. Tales asociaciones deben ser protegidas por leyes apropiadas que, más bien que restringir sus actividades, deberían garantizar la búsqueda libre del bienestar social de todos sus miembros y de los trabajadores en general.

8. Dondequiera que el pueblo trabaja unido, inspirado por el deseo de asegurar la dignidad de todo ser humano y de construir una sociedad basada en la justicia, la esperanza en un futuro mejor permanecerá viva, y los medios y recursos serán establecidos para compartir los frutos del progreso con toda la comunidad. Cuando sean respetados los legítimos derechos de todas las categorías, se crearán medios pacíficos para alcanzar el bien común y ninguno vacilará en poner toda la riqueza de sus talentos, aptitudes e influencia al servicio de sus hermanos y hermanas en la búsqueda común de una sociedad justa. Las acciones gubernamentales, guiadas por un verdadero interés en favor de la dignidad de la persona humana, no se convertirán en instrumentos de opresión o útiles a una clase o categoría. Las asociaciones libres de trabajadores que basan su acción sobre la incomparable dignidad del hombre, inspirarán confianza como socios en la búsqueda de las soluciones justas. Los trabajadores y patronos que aprendan a verse mutuamente como hermanos no quedarán encerrados en amargas disputas que dejen sin resolver los problemas y la solidaridad humana debilitada o arruinada. Cuando el hombre mismo, el hombre con su insuperable dignidad, sea la medida que se aplica a los problemas sociales, entonces no habrá lugar para la violencia en la lucha por la justicia. Adoptar al hombre como criterio de toda actividad social significa comprometerse uno mismo en la transformación de toda situación injusta sin destruir lo que se pretende proteger: una sociedad basada en la fraternidad, la justicia y el amor. La violencia no puede ser nunca un medio para solucionar los conflictos sociales, y la lucha de clases que opone un grupo a otro no puede crear la justicia desde la premisa de la destrucción y el desprecio del hombre. Para construir una sociedad verdaderamente humana en Filipinas, todo hombre y mujer debe optar por la justicia y el amor, por la solidaridad y la fraternidad, contra el egoísmo y el odio. ¡Elegid la dignidad humana y tendréis un futuro mejor!

9. Queridos amigos de Bacolod, de Negros Occidental: Todos los que habéis venido desde lejos para estar conmigo hoy, sé que no os falta generosidad y coraje. En vuestras comunidades, en las ciudades y aldeas, mantenéis viva una maravillosa herencia de valores y cualidades que es vuestra fuerza para el futuro. Permanezca verdadero lo que sois: preservad vuestra alegría, vuestro amor a la familia, vuestra solidaridad dentro de cada comunidad y, sobre todo, vuestra determinación a compartir todo lo que sois y tenéis —incluso si es poco o humilde— con aquellos hermanos y hermanas vuestros que están necesitados. ¡Haciéndolo así vuestra comunidad será agraciada con el sello de la humanidad!

A todos mis hermanos y hermanas en Cristo les digo: mantened vivos en vuestros corazones vuestra confianza en Dios, vuestra fidelidad a la Iglesia y vuestra devoción a la Bienaventurada Virgen María.

70 Ha llegado para mí el momento de dejaros. Me gustaría estar más tiempo con vosotros, pero otros están esperando celebrar conmigo los lazos de amor que nos unen en Jesucristo. Gracias por vuestra presencia aquí y por compartir esta hora. Me siento muy enriquecido por haberme reunido con vosotros y por haber visto vuestro orgullo de filipinos y de cristianos.

Al volver a vuestras aldeas y a vuestras familias llevad con vosotros la bendición del Papa. Y decid a todos los que no han podido estar hoy aquí, decid a los ancianos y a los enfermos, que el Papa les ama y les lleva siempre en su corazón y en sus oraciones. Os bendigo a todos en el nombre de Jesucristo, nuestro misericordioso Salvador que nos ama.

Kabay pa nga bendisyonan kamo sang Dios! (¡Que Dios os bendiga, id con mi solicitud y amor!).











VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS REPRESENTANTES DE LA COMUNIDAD ISLÁMICA


Aeropuerto de Davao

Viernes 20 de febrero de 1981



Queridos hermanos:

Siempre es un placer para mí el encontrarme con los miembros de las comunidades musulmanas durante mis viajes, y saludarles en mi nombre y en nombre de todos sus hermanos y hermanas cristianos de todo el mundo.

1. Me dirijo a vosotros, deliberadamente, como "hermanos": esto es lo que somos realmente, porque somos miembros de la misma familia humana, cuyos esfuerzos, tanto si se es consciente de ello como si no, tienden hacia Dios y hacia la verdad que viene de El. Pero somos especialmente hermanos en Dios, quien nos creó y a quien tratamos de llegar, por nuestros propios caminos, a través de la fe, la oración y el culto, de la observancia de su ley y de la sumisión a sus designios.

Pero, ¿no sois, sobre todo, hermanos de los cristianos de este gran país, mediante lazos de nacionalidad, historia, geografía, cultura y esperanza de un futuro mejor, un futuro que estáis construyendo juntos? ¿No es cierto que, en Filipinas, musulmanes y cristianos están viajando en el mismo barco, para lo bueno y para lo malo, y que en las tormentas que agitan al mundo la seguridad de cada individuo depende de los esfuerzos y la cooperación de todos?

Permitid que me extienda un poco en este último punto.

2. Me dirijo a vosotros como Cabeza espiritual de la Iglesia católica, que no tiene poder en asuntos políticos. Yo puedo solamente comunicaros la enseñanza y las palabras de Jesús: "Bienaventurados los pacíficos", dice en su Evangelio, "porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9). En otro lugar dice: "Por eso, cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los Profetas" (Mt 7,12). Estas palabras que he repetido a mis hermanos y hermanas, a mis hijos e hijas de la Iglesia católica, me permito repetirlas a vosotros en este momento.

71 3. Tenéis en común con los cristianos la misma ciudadanía, que habéis adquirido viviendo aquí y participando en la vida de la nación, con todas las obligaciones y deberes que ello comporta. Además de vuestra nacionalidad filipina y de las demás cualidades y valores comunes a todos los filipinos, vosotros sois conscientes de ser los portadores de ciertas cualidades específicas, entre las cuales la cultura del Islam es quizá la más obvia. Esto es lo que añade a vuestra común identidad nacional un elemento original que merece atención y respeto.

Vuestro bienestar total y el de vuestros hermanos y hermanas cristianos requiere un clima de mutua estima y confianza. Sabéis tan bien como yo que en el pasado este clima ha sido a menudo deteriorado, en detrimento de todos los interesados.

Pero queridos hermanos, sólo sabemos muy bien que no hay razón positiva por la que aquel pasado deba continuar escribiéndose hoy. Si acaso, debemos mirar hacia atrás con dolor, para asegurar el establecimiento de un futuro mejor. Y vosotros tenéis la tarea, envidiable y crucial, de ayudar a construir este futuro, el futuro de vuestros hijos musulmanes, así como como el armonioso futuro de toda la nación filipina.

Sé que tanto vosotros como vuestros hermanos y hermanas cristianos estáis siendo cada vez más conscientes de la responsabilidad que recae sobre vuestra generación. Desde hace unos años, habéis sentido la necesidad urgente de sentaros juntos, afrontar vuestros problemas y restablecer la estima y la confianza mutuas. Comenzó así un diálogo fructuoso, y desde entonces no pasa un año sin que os reunáis con vuestros conciudadanos cristianos, bajo los auspicios de corporaciones estatales o de instituciones privadas, en Marawi, Cotabato, Cagayan de Oro, Jolo, Zamboanga, Tagaytay y también en esta agradable ciudad de Davao.

4. Veo todos estos esfuerzos con gran satisfacción, y aliento decididamente su extensión. La sociedad no puede aportar a los ciudadanos la felicidad que éstos esperan de ella si la propia sociedad no está construida sobre el diálogo. El diálogo, a su vez, se construye sobre la confianza, y la confianza presupone no sólo la justicia, sino también la misericordia. Sin duda alguna, la igualdad y la libertad, que están en la base de toda sociedad, necesitan el derecho y la justicia. Pero, como dije en una reciente carta dirigida a toda la Iglesia católica, la justicia por sí misma no es suficiente: "...la igualdad introducida mediante la justicia se limita, sin embargo, al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es propia" (Dives in misericordia
DM 14).

Queridos musulmanes, mis hermanos:

Me gustaría añadir que nosotros los cristianos, como vosotros, buscamos la base y el modelo de la misericordia en Dios mismo, el Dios a quien vuestro Libro da el nombre, verdaderamente hermoso, de al-Rahman, mientras que la Biblia lo llama al-Rahum, el Misericordioso.

5. Solamente dentro de este marco de la religión y de las promesas que compartimos en la fe se puede hablar realmente de respeto mutuo, apertura y colaboración entre cristianos y musulmanes. Entonces vienen deseos de trabajar juntos, de construir una sociedad más fraterna. A pesar de la naturaleza geográfica de vuestro gran país, hoy es más oportuno que nunca el repetir el proverbio de que "ningún hombre es una isla".

¡Mis queridos amigos: Deseo que estéis convencidos de que vuestros hermanos y ¿hermanas cristianos os necesitan y tienen necesidad de vuestro amor. Y el mundo entero, con su anhelo de una paz, hermandad y armonía mayores, necesita ver una convivencia fraterna entre cristianos y musulmanes en una moderna, creyente y pacífica nación filipina.







VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE


A LOS SACERDOTES Y SEMINARISTAS


EN EL AUDITORIO DEL SAGRADO CORAZÓN


Cebú, jueves 19 de febrero de 1981



Queridos sacerdotes y seminaristas:

72 ¡Os saludo en el nombre de Jesús! Es una alegría para mí estar con vosotros, y a través vuestro saludar a los sacerdotes de todas las Filipinas, y bendecir y alentar a los seminaristas de toda esta nación.

1. "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación, diciendo a Sión: Reina tu Dios!" (
Is 52,7). Estas palabras del Profeta Isaías fácilmente vienen a la mente cuando recordamos el celo apostólico de aquellos sacerdotes misioneros que hace unos cuatro siglos empezaron a predicar el Evangelio de la salvación a las gentes de estas islas. Era la misteriosa obra de la gracia de Dios la que volvía ansiosos sus corazones y puso sus pies en movimiento hasta que la paz y la salvación fueron anunciadas en este país. Pensad en el sacerdote dominico fray Domingo de Salazar. El dejó su España natal para ir primero a Venezuela, luego a México, brevemente a Florida, y finalmente a Filipinas. Aquí llegó a ser el primer obispo de Filipinas, de Manila en 1578; aquí predicó la Buena Nueva no sólo a la población de estas islas, sino también a sus compatriotas, para persuadirlos de que el Evangelio del Señor significa justicia y no esclavitud para el pueblo que ellos habían venido a colonizar. Fue también el obispo Domingo de Salazar quien, en su regreso a España, recomendó la fundación de la provincia eclesiástica de Filipinas.

2. Vosotros sois los herederos de la labor misionera iniciada por fray Domingo y los primeros evangelizadores de estas islas: los sacerdotes agustinos, franciscanos, jesuitas y dominicos, cuyos pies evangelizantes serán por siempre llamados hermosos. Rindiendo homenaje a aquellos misioneros y a todos los demás misioneros —a los de todas las generaciones en Filipinas, incluyendo la presente generación— yo alabo la gracia de Dios que les sostuvo en el celo por su Reino. En los misteriosos designios de Dios vosotros habéis sido llamados por Cristo para anunciar su gozosa noticia aquí en vuestro propio hogar patrio. Reflexionemos juntos sobre esta labor sacerdotal que es hoy vuestra, hermanos sacerdotes, y para la cual, queridos seminaristas, debéis prepararos diligentemente también vosotros.

3. La fe en Jesucristo, que es Señor para siempre, es la respuesta a la cual Dios invita cuando envía su palabra a la tierra. Es la fe en el corazón de la vocación del sacerdote la que anima su ministerio y fundamenta el testimonio de su vida. En su Carta a los Romanos, San Pablo dice: "Si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salud... Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y, ¿cómo creerán sin haber oído de El? Y, ¿cómo oirán si nadie les predica? Según está escrito: '¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!'... Luego la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo" (Rm 10,9-10 Rm 10,14-16 Rm 10,17).

4. Predicar la Palabra de Dios: ésta es la tarea de cada generación. La "fe que viene por la audición" es una respuesta a la que Dios mismo invita, una respuesta que conduce a los hombres a confesar con sus labios que Jesús es el Señor y a convertirse en discípulos suyos. La proclamación de la Palabra y la respuesta de fe fundan el encuentro inicial, la comunidad básica de la Iglesia. Por este encuentro precisamente el apóstol sacerdotal es "enviado" a predicar: in persona Christi ofrece el Sacrificio de la Eucaristía, que recapitula la totalidad de la proclamación de la Palabra y en la cual la propia invitación de Cristo a creer y a ser formados en la Iglesia es continuamente escuchada por su pueblo. Como enseña el Concilio Vaticano II: "Por la sagrada ordenación y misión que reciben de los obispos, los presbíteros son promovidos para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se edifica incesantemente aquí, en la tierra, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo" (Presbyterorum ordinis PO 1).

5. Esta Iglesia es misionera por su propia naturaleza (cf. Ad gentes AGD 2). Todos los cristianos que creen y son hechos uno en Cristo participan en la tarea misionera del servicio apostólico al mundo. Pero "escuchar" la llamada a la fe —la palabra de salvación— debe ser una constante invitación a la conversión y a la renovación dentro de la misma Iglesia, y es a los Apóstoles y a sus sucesores en el Episcopado, junto con los sacerdotes sus colaboradores, a quienes el Señor ha confiado el papel de pastorear su pueblo misionero. Por propio designio de Dios, la Iglesia no puede existir sin esos hombres apostólicos "enviados" a predicar, para ser dentro de la misma Iglesia un signo sacramental de la perenne y fundamental llamada a "creer en nuestros corazones" que Jesús es Señor.

6. Hoy en día hay algunos que ignoran o interpretan mal esta importante dimensión de la naturaleza de la Iglesia, y sugieren que sólo disminuyendo la importancia del sacerdocio puede dárseles a los laicos su auténtico lugar en la Iglesia. Quizá ello se deba a una reacción ante esos sacerdotes que, por humana debilidad o ceguera espiritual, no han asumido con mucha seriedad la profunda lección que Jesús enseñó cuando replicó a la demanda de la madre de Santiago y Juan: "Vosotros sabéis que los príncipes de las naciones las subyugan y que los grandes imperan sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que de entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro siervo, así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,25-28).

Con todo, una actitud que vea oposición o rivalidad entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles no logra percibir el designio de Dios al instituir el sacramento de las sagradas órdenes dentro de su Iglesia. La Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II enseña claramente que "aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo" (Lumen gentium LG 10). En el sacerdocio ministerial de las órdenes sagradas. Dios ha dejado en su Iglesia un signo visible por el cual el diálogo divino que él ha iniciado —la palabra salvífica que invita a una respuesta de fe— está sacramentalmente y, por lo tanto, eficazmente, representado. El sacerdocio es, pues, un sacramento cuya "celebración" afecta a la Iglesia entera, y toda la Iglesia —laicos y clérigos igualmente— debe cuidar que tal "celebración" no sea menoscabada a causa de un celo mal entendido o inadecuado por una multiplicación de ministerios entendidos como una sustitución del sacerdocio ministerial.

7. ¡Jesús es Señor! Esta proclamación de la Palabra alcanza su momento culminante en la Eucaristía: "Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan... Por lo cual la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica" (Presbyterorum ordinis PO 5). La celebración de la Eucaristía es el corazón del ministerio sacerdotal y de la vida cristiana, porque es el servicio del amor de Cristo mismo que se inmola. A través de cada Eucaristía la Iglesia se forma continuamente de nuevo a sí misma y recibe su forma definitiva: Cristo, por medio del ministerio de sus sacerdotes, reúne juntos a todos sus discípulos, para hacerles uno en su amor, y enviarles delante para ser portadores de la unidad y amor del banquete eucarístico como ejemplo y modelo de toda comunidad humana y de servicio.

8. Mis hermanos sacerdotes: Esta Iglesia misionera, este pueblo eucarístico, cuenta con vosotros para la proclamación auténtica de la Buena Nueva. Pero si vais a ser eficaces predicadores de lo Palabra, debéis ser hombres de fe profunda, y a un tiempo oyentes y operadores de la palabra. Pues con San Pablo debemos decir siempre: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor; y cuanto a nosotros, nos predicamos siervos vuestros por amor de Jesús" (2Co 4,5). Por esta razón no debemos dejar nunca de examinar cuidadosamente cómo vivimos nuestra vida sacerdotal, para que no llegue a ser un antitestimonio que desfigure la presencia sacramental que el Señor quiere que realicemos en y para su Iglesia.

9. A este respecto os ofrezco hoy tres breves reflexiones sobre cómo vivir la vida sacerdotal según la mente y el corazón de Cristo.

73 En primer lugar, Jesús ha llamado a los sacerdotes a una especial intimidad con El. La verdadera naturaleza de nuestra labor lo requiere. Si hemos de predicar a Cristo y no a nosotros mismos, debemos conocerle íntimamente en la Escritura y en la oración. Si hemos de guiar a otros al encuentro y a la respuesta de fe, nuestra propia fe debe ser ella misma un testimonio. En la Sagrada Escritura la Palabra de Dios está siempre ante nosotros. Hagamos, por tanto,, de la Escritura el alimento de nuestra oración diaria y el objeto de nuestro regular estudio teológico. Sólo así podemos poseer la Palabra de Dios —y ser poseídos por la Palabra— en esa intimidad reservada para aquellos a quienes Jesús dijo: "Os llamo amigos" (Jn 15,15).

La segunda consideración que deseo ofreceros concierne a la unidad del sacerdocio. Los padres del Concilio Vaticano II nos recuerdan que "todos los presbíteros, a una con los obispos, de tal forma participan del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y misión requiere su comunión jerárquica con el orden de los obispos" (Presbyterorum ordinis PO 7). Esta unidad debe tomar forma concretamente en la realización del único presbyterium que los sacerdotes, diocesanos y religiosos, forman en torno a su obispo. La colegialidad que caracteriza la total unión del orden episcopal en la fe y en la participación en la responsabilidad con el Obispo de Roma, se refleja analógicamente en la unidad de los sacerdotes con su obispo y entre ellos en su común tarea pastoral. No debemos subestimar la importancia de esta unidad de nuestro sacerdocio para la eficaz evangelización del mundo. El signo sacramental del mismo sacerdocio no debe ser fragmentado o individualizado: constituimos un único sacerdocio —el sacerdocio de Cristo— del cual debe ser un testimonio nuestra armonía de vida y de servicio apostólico. La unidad fundamental de la Eucaristía ofrecida por la Iglesia requiere que esta unidad sea vivida como una realidad visible, sacramental, en la vida de los sacerdotes. La noche antes de morir, Jesús invocó a su Padre celestial: "Ruego también por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,20-21). Nuestra unidad en el Señor, sacramentalmente visible en el centro de la propia unidad de la Iglesia, es una condición indispensable para la eficacia de todo cuanto hacemos: nuestra predicación de la fe, nuestro servicio a los pobres como una opción preferencial, nuestros esfuerzos por la construcción de las comunidades cristianas de base como unidades vitales del Reino de Dios, nuestro trabajo en la promoción de la justicia y la paz de Cristo, toda la variedad de nuestro apostolado parroquial, todo empeño para proporcionar una guía espiritual a nuestro pueblo, todo esto depende totalmente de nuestra unión con Jesucristo y su Iglesia.

En tercer lugar deseo reflexionar con vosotros sobre el valor de una vida de auténtico celibato sacerdotal. Es difícil supervalorar el profundo testimonio de fe que da un sacerdote a través del celibato. El sacerdote anuncia la Buena Nueva del Reino como una valiente renuncia a los especiales gozos humanos del matrimonio y de la vida familiar para rendir testimonio de su "convicción de las cosas que no se ven" (cf. Heb He 11,1). La Iglesia necesita el testimonio del celibato gustosamente abrazado y alegremente vivido por sus sacerdotes por amor del Reino. Pues el celibato no es de ninguna manera marginal para la vida sacerdotal; da testimonio de una dimensión de amor diseñada sobre el amor del mismo Cristo. Este amor habla claramente el lenguaje de todo amor genuino, el lenguaje del don de sí por el Amado; y su símbolo perfecto siempre es la cruz de Jesucristo.

10. ¡Mis queridos seminaristas! Todo lo que ya he dicho a mis hermanos sacerdotes lo he dicho pensando en vosotros. Este precioso tiempo de formación en el seminario os es dado para que pueda ponerse una sólida base de cara a la tarea que os espera como sacerdotes. Podéis estar seguros que toda la Iglesia contempla con orante anticipación cómo las palabras del Señor —"Ven, sígueme"— adquieren raíces siempre más profundas en vuestras vidas. Y lo que es verdadero para todo el Pueblo de Dios es tanto más verdadero para estos sacerdotes de quienes os estáis preparando a ser compañeros en la predicación de la Palabra de Dios. Pues los sacerdotes saben bien que hay mucho trabajo por hacer, y ellos han rogado "al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9,38). Ellos ahora se gozan viendo en vosotros una respuesta a su oración ferviente. Con todo, vosotros, seminaristas, estáis ya unidos con los sacerdotes en esta oración por un aumento de las vocaciones sacerdotales. A esos jóvenes en quienes el Señor aún ahora está plantando la oculta semilla de esta vocación, debéis ofreceros vosotros mismos como compañeros y guías, y debéis tener un vivo deseo de poner ante ellos el ejemplo de vuestra propia íntima unión con Jesús y de vuestro celoso servicio apostólico a su pueblo.

Sí, debéis tener siempre ante vuestros ojos a Jesús. El es la verdadera razón por la que estáis en el seminario, pues no puede ser nunca por algún motivo de promoción o de prestigio personal, sino sólo para prepararos a un ministerio de servicio basado en la Palabra del Señor. Jesús os ha elegido para llevar la luz de su Palabra a sus hermanos y hermanas. Podéis ver, pues, cuán importante es para vosotros personalmente conocer la Palabra de Dios, abrazarla con todas las exigencias de amor y sacrificio y, como María, meditarla en vuestros corazones (cf. Lc Lc 2,51). El seminario existe para prepararos a vuestra misión de proclamar la santidad y la verdad de la Palabra encarnada de Dios. Pero si el seminario está para realizar los proyectos en relación a vosotros, debéis abrir vuestros corazones con generosidad al Espíritu de Dios para que pueda conformaros con Jesús.

11. ¡Jesús es Señor! Como San Pablo nos asegura, "nadie puede decir 'Jesús es el Señor', sino en el Espíritu Santo" (1Co 12,3). Confiemos en la guía del Espíritu Santo a toda la Iglesia y en su poder que actúa en nuestro ministerio sacerdotal. Con confianza y celo incansable prediquemos la Palabra de Cristo y llevemos espontáneamente a los labios de nuestros hermanos y hermanas la sentencia del Profeta: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación, diciendo a Sión: Reina tu Dios!".

¡Que María, Regina Cleri, Madre de los sacerdotes y seminaristas, os ayude a poner vuestra total confianza en el mismo Espíritu Santo que hizo que ella llegara a ser la Madre de Jesús, que es Señor para siempre!









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