Audiencias 1982






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Enero de 1982

Miércoles 13 de enero de 1982

Los hijos de la resurrección

1. «Cuando resuciten..., ni se casarán ni serán dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc 12, 25, análogamente Mt 22,30). «...Son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20,36).

Las palabras con las que Cristo se refiere a la futura resurrección —palabras confirmadas de modo singular con su propia resurrección—, completan lo que en las presentes reflexiones hemos venido llamando «revelación del cuerpo». Esta revelación penetra, por así decirlo, en el corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es, sobre todo, el hombre, su cuerpo: el cuerpo del hombre «histórico». A la vez, dicha revelación nos permite superar la esfera de esta experiencia en dos direcciones. Primero, en la dirección del «principio» al que Cristo se refiere en su conversación con los fariseos respecto a la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19,3-8): luego, en la dirección del «mundo futuro», al que el Maestro orienta los espíritus de sus oyentes en presencia de los saduceos, que «niegan la resurrección» (Mt 22,23).

2. El hombre no puede alcanzar, con los solos métodos empíricos y racionales, ni la verdad sobre ese «principio» del que habla Cristo, ni la verdad escatológica. Sin embargo, ¿acaso no se puede afirmar que el hombre lleva, en cierto sentido, estas dos dimensiones en lo profundo de la experiencia del propio ser, o mejor que de algún modo está encaminado hacia ellas como hacia dimensiones que justifican plenamente el significado mismo de su ser cuerpo, esto es, de su ser hombre «carnal»? Por lo que se refiere a la dimensión escatológica, ¿acaso no es verdad que la muerte misma y la destrucción del cuerpo pueden conferir al hombre un significado elocuente sobre la experiencia en la que se realiza el sentido personal de la existencia? Cuando Cristo habla de la resurrección futura, sus palabras no caen en el vacío. La experiencia de la humanidad, y especialmente la experiencia del cuerpo, permiten al oyente unir a esas palabras la imagen de su nueva existencia en el «mundo futuro», a la que la experiencia terrena suministra el substrato y la base. Es posible una reconstrucción teológica correlativa.

3. Para la construcción de esta imagen —que, en cuanto al contenido, corresponde al artículo de nuestra profesión de fe: «creo en la resurrección de los muertos»— contribuye en gran manera la conciencia de que hay una conexión entre la experiencia terrena y toda la dimensión del «principio» bíblico del hombre en el mundo. Si en el principio Dios «los creó varón y mujer» (Gn 1,27), si en esta dualidad relativa al cuerpo previó también una unidad tal, por la que «serán una sola carne» (Gn 2,24), si vinculó esta unidad a la bendición de la fecundidad, o sea, de la procreación (cf. Gn 1,29), y si ahora, al hablar ante los saduceos de la futura resurrección, Cristo explica que en el «otro mundo» «no tomarán mujer ni marido», entonces está claro que se trata aquí de un desarrollo de la verdad sobre el hombre mismo. Cristo señala su identidad, aunque esta identidad se realice en la experiencia escatológica de modo diverso respecto a la experiencia del «principio» mismo y de toda la historia. Y, sin embargo, el hombre será siempre el mismo, tal como salió de las manos de su Creador y Padre. Cristo dice: «No tomarán mujer ni marido», pero no afirma que este hombre del «mundo futuro» no será ya varón ni mujer, como lo fue «desde el principio». Es evidente, pues, que el significado de ser, en cuanto al cuerpo, varón o mujer en el «mundo futuro», hay que buscarlo fuera del matrimonio y de la procreación, pero no hay razón alguna para buscarlo fuera de lo que (independientemente de la bendición de la procreación) se deriva del misterio mismo de la creación y que luego forma también la más profunda estructura de la historia del hombre en la tierra, ya que esta historia ha quedado profundamente penetrada por el misterio de la redención.

4. En su situación originaria, el hombre, pues, está solo y, a la vez, se convierte en varón y mujer: unidad de los dos. En su soledad «se revela» a sí como persona para revelar simultáneamente, en la unidad de los dos, la comunión de las personas. En uno o en otro estado, el ser humano se constituye como imagen y semejanza de Dios. Desde el principio el hombre es también cuerpo entre los cuerpos, y en la unidad de los dos se convierte en varón y mujer, descubriendo el significado «esponsalicio» de su cuerpo a medida de sujeto personal. Luego el sentido de ser cuerpo y, en particular, de ser en el cuerpo varón y mujer, se vincula con el matrimonio y la procreación (es decir, con la paternidad y la maternidad). Sin embargo, el significado originario y fundamental de ser cuerpo, como también de ser, en cuanto cuerpo, varón y mujer —es decir, precisamente el significado «esponsalicio»— está unido con el hecho de que el hombre es creado como persona y llamado a la vida «in communione personarum». El matrimonio y la procreación en sí misma no determinan definitivamente el significado originario y fundamental del ser cuerpo ni del ser, en cuanto cuerpo, varón y mujer. El matrimonio y la procreación solamente dan realidad concreta a ese significado en las dimensiones de la historia. La resurrección indica el final de la dimensión histórica. Y he aquí que las palabras «cuando resuciten de entre los muertos... ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12,25) expresan unívocamente no sólo qué significado no tendrá el cuerpo humano en el «mundo futuro», sino que nos permiten también deducir que ese significado «esponsalicio» del cuerpo en la resurrección en la vida futura corresponderá de modo perfecto tanto al hecho de que el hombre, como varón-mujer, es persona creada a «imagen y semejanza de Dios», como al hecho de que esta imagen se realiza en la comunión de las personas. El significado «esponsalicio» de ser cuerpo se realizará, pues, como significado perfectamente personal y comunitario a la vez.

5. Al hablar del cuerpo glorificado por medio de la resurrección en la vida futura, pensamos en el hombre, varón-mujer, en toda la verdad de su humanidad: el hombre que, juntamente con la experiencia escatológica del Dios vivo (en la visión «cara a cara»), experimentará precisamente este significado del propio cuerpo. Se tratará de una experiencia totalmente nueva y, a la vez, no será extraña, en modo alguno, a aquello en lo que el hombre ha tenido parte «desde el principio», y ni siquiera a aquello que, en la dimensión histórica de su existencia, ha constituido en él la fuente de la tensión entre el espíritu y el cuerpo, y que se refiere más que nada precisamente al significado procreador del cuerpo y del sexo. El hombre del «mundo futuro» volverá a encontrar en esta nueva experiencia del propio cuerpo precisamente la realización de lo que llevaba en sí perenne e históricamente, en cierto sentido, como heredad y, aún más, como tarea y objetivo, como contenido del ethos.

6. La glorificación del cuerpo, como fruto escatológico de su espiritualización divinizante, revelará el valor definitivo de lo que desde el principio debía ser un signo distintivo de la persona creada en el mundo visible, como también un medio de la comunicación recíproca entre las personas y una expresión auténtica de la verdad y del amor, por los que se construye la communio personarum. Ese perenne significado del cuerpo humano, al que la existencia de todo hombre, marcado por la heredad de la concupiscencia, ha acarreado necesariamente una serie de limitaciones, luchas y sufrimientos, se descubrirá entonces de nuevo, y se descubrirá en tal sencillez y esplendor, a la vez, que cada uno de los participantes del «otro mundo» volverá a encontrar en su cuerpo glorificado la fuente de la libertad del don. La perfecta «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rm 8,14) alimentará con ese don también cada una de las comuniones que constituirán la gran comunidad de la comunión de los santos.

7. Resulta demasiado evidente que —a base de las experiencias y conocimientos del hombre en la temporalidad, esto es, en «este mundo»— es difícil construir una imagen plenamente adecuada del «mundo futuro». Sin embargo, al mismo tiempo, no hay duda de que, con la ayuda de las palabras de Cristo, es posible y asequible, al menos, una cierta aproximación a esta imagen. Nos servimos de esta aproximación teológica, profesando nuestra fe en la «resurrección de los muertos» y en la «vida eterna», como también la fe en la «comunión de los santos», que pertenece a la realidad del «mundo futuro».

2 8. Al concluir esta parte de nuestras reflexiones, conviene constatar una vez más que las palabras de Cristo referidas por los Evangelios sinópticos (Mt 22,30 Mc 12,25 Lc 20,34-35) tienen un significado determinante no sólo por lo que concierne a las palabras del libro del Génesis (a las que Cristo se refiere en otra circunstancia), sino también por lo que respecta a toda la Biblia. Estas palabras nos permiten, en cierto sentido, revisar de nuevo —esto es, hasta el fondo— todo el significado revelado del cuerpo, el significado de ser hombre, es decir, persona «encarnada», de ser, en cuanto cuerpo, varón-mujer. Estas palabras nos permiten comprender lo que puede significar, en la dimensión escatológica del «otro mundo», esa unidad en la humanidad, que ha sido constituida «en el principio» y que las palabras del Génesis 2, 24 («el hombre... se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne»), pronunciadas en el acto de la creación del hombre como varón y mujer, parecían orientar, si no completamente, al menos, en todo caso, de manera especial hacia «este mundo». Dado que las palabras del libro del Génesis eran como el umbral de toda la teología del cuerpo —umbral sobre el que se basó Cristo en su enseñanza sobre el matrimonio y su indisolubilidad— entonces hay que admitir que sus palabras referidas por los sinópticos son como un nuevo umbral de esta verdad integral sobre el hombre, que volvemos a encontrar en la Palabra revelada de Dios. Es indispensable que nos detengamos en este umbral, si queremos que nuestra teología del cuerpo —y también nuestra «espiritualidad del cuerpo cristiana»— puedan servirse de ellas como de una imagen completa.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

En esta audiencia, primera del año, al saludar a todos los aquí presentes de lengua española procedentes de varios países, os deseo que la nueva etapa que empezamos sea muy fecunda en obras de bien y en un mayor acercamiento al Señor. Así lo pido para todos.

En mi alocución en italiano he hablado de las palabras de Jesús alusivas al hecho de que los resucitados no tomarán mujer ni marido, sino que serán como los ángeles de Dios. Esa enseñanza nos muestra la realidad en la que el hombre se encontrará en el mundo futuro, terminada su existencia histórica. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre se hallará con su cuerpo glorificado, contemplando a Dios cara a cara, en una comunión mucho más perfecta con los otros hombres. Es esa realidad que profesamos al confesar en el Credo: creo en la resurrección de los muertos, en la comunión de los Santos y en la vida eterna.



Miércoles 20 de enero de 1982



1. La Semana de Oraciones por la Unidad de los Cristianos vuelve a llamar la atención de todos los bautizados acerca de su compromiso por la restauración de la plena unidad, con una respuesta más fiel al designio de Dios sobre su Iglesia.

Os exhorto hoy, queridos hijos e hijas de la Iglesia católica, a uniros a este coro inmenso de oraciones que se eleva a Dios estos días.

Con tal actitud de atención por la unidad, esta semana, dedicada particularmente a la oración, tampoco este año encuentra plenamente unidos a los cristianos. Todavía no se han superado todas las divergencias. Y un sentimiento de difusa amargura invade el corazón de los cristianos reflexivos y responsables. Es como constatar una debilidad interna; es como experimentar el mal que permanece en la comunidad cristiana.

A pesar de todo, esta semana nos ofrece motivos válidos y fundados de alegría y esperanza. En efecto, estamos seguros, como nos ha advertido el Concilio, de que "el Señor de los siglos, que sabia y pacientemente continúa el propósito de su gracia sobre nosotros pecadores, ha empezado recientemente a infundir con mayor abundancia en los cristianos desunidos entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión" (Unitatis redintegratio UR 1).

2. También este año debemos dar gracias a Dios por los progresos auténticos que va haciendo la búsqueda de la unidad de los cristianos. El diálogo prosigue su camino con perseverancia a nivel teológico. Calificadas comisiones mixtas trabajan con serenidad y objetividad, tanto con la Iglesia ortodoxa, como con las otras Organizaciones mundiales de las Comunidades eclesiales surgidas de la Reforma. A través de los varios diálogos y por medio de contactos cada vez más intensos, se va consiguiendo un desarrollo real: por una parte, emerge claramente todo lo que tenemos en común acerca de la fe, la doctrina y la vida cristiana: por otra, las divergencias que aún hay -y que los diálogos deben continuar afrontando y debatiendo- se ven con mayor lucidez y se liberan de los contornos de confusión que las polémicas del pasado habían creado. Estos diálogos, que preparan el terreno, permitirán luego a las respectivas autoridades valorar las conclusiones, juzgando exactamente el progreso realizado y lo que aún hay que hacer. Por todo esto, y por el espíritu de franqueza, fraternidad y lealtad que aumenta entre los cristianos, debemos dar gracias a Dios, que ilumina la mente, enardece el corazón, robustece la voluntad.

3 Las dificultades en las relaciones entre los cristianos son reales. No se trata sólo de prejuicios heredados del pasado, sino frecuentemente de juicios diversos arraigados en convicciones profundas que afectan a la conciencia. Además, por desgracia, surgen nuevas dificultades. Precisamente por esto es aún más necesaria la plegaria de impetración, a fin de que el Señor ilumine y guíe a su pueblo para restablecer esa unidad interior, orgánica y visible, que Él quiere para sus discípulos y por la que Él mismo ha orado (cf. Jn 17).

En este contexto pido vuestras oraciones y las de todos los católicos para que, durante mi viaje a Gran Bretaña, la visita a Canterbury, sede primada de la Comunión anglicana, ayude a la gran causa de la unidad de los cristianos.

3. Además, la plegaria ofrece la oportunidad más propicia para la participación de todos los bautizados en la búsqueda del restablecimiento de la plena unidad. No todos pueden participar en el diálogo teológico, ni todos tienen la oportunidad de entablar relaciones personales y directas con los cristianos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales; pero todos pueden expresar la propia participación en las intenciones de la Iglesia para esta búsqueda con una oración sincera y continua, que comprende la intención y la súplica de la unidad de los cristianos. Sé que esta preocupación aumenta cada vez más en los fieles, en las comunidades religiosas, en las parroquias y en los monasterios, particularmente en los de clausura. Doy las gracias a todos y los invito a intensificar su oración.

Esta participación expresa la creciente conciencia de que la división es contra la voluntad de Dios; de que daña a la vida de la Iglesia y perjudica su misión en el mundo (cf. Unitatis redintegratio UR 1). Para que esta participación sea convencida y responsable, acogiendo en la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae una preocupación del Sínodo de los Obispos, he llamado la atención sobre la necesidad de una catequesis profunda como instrumento adecuado para la formación ecuménica. Efectivamente: "La catequesis no puede permanecer ajena a esta dimensión ecuménica cuando todos los fieles, según su propia capacidad y su situación en la Iglesia, son llamados a tomar parte en el movimiento hacia la unidad" (Catechesi tradendae CTR 32). En efecto, esta dimensión suscita y alimenta en los fieles un verdadero deseo de la unidad y, aún más, inspirará esfuerzos sinceros con miras a la plena unidad.

4. Para ayudar a nuestra oración, cada año el Secretariado para la Unión de los Cristianos y el Consejo Ecuménico de las Iglesias proponen un tema común.

Este año ha sido propuesta una intención fecunda, ecuménica y misionera al mismo tiempo: "Que todos encuentren su morada en Ti, Señor". El tema se inspira en el Salmo 84 (83), que generaciones y generaciones de creyentes han repetido y repiten con insistencia. El tema pone en perspectiva la comunión con Dios, que es el elemento esencial y constitutivo de la comunión eclesial; también pone de relieve el aspecto de camino, de peregrinación, de movimiento hacia esta comunión.

Lo mismo que los antiguos israelitas que al retornar del exilio encontraban en el templo, signo de la presencia de Dios, la expresión de su unidad como Pueblo de Dios, así los cristianos buscan hoy la plena unidad en la presencia del Señor, obedeciendo a su voluntad.

¡Es necesario restaurar la plena unidad de los cristianos!

"Sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ep 2,19), escribía San Pablo a los cristianos de Efeso. Así, pues, la unidad de los cristianos es como la unidad de una gran familia. Debe estar animada por las mismas características esenciales de comunión, fraternidad, solidaridad, unidad. Esta comunidad está abierta a todos los pueblos, a todas las gentes, con la finalidad de hacer de toda la humanidad una convivencia pacífica y solidaria.

Por esto, la unidad de la comunidad cristiana está abierta a la evangelización, esto es, al anuncio de que en Cristo la humanidad encontrará su salvación y su morada de paz.

5. Quisiera terminar este encuentro con una oración litánica, a la que invito a todos a responder:

4 "Que todos encuentren su morada en Ti, Señor".

— Por todos los bautizados, para que con su vida anuncien a todas las gentes tu reino, oremos.
— Por las familias cristianas, para que den testimonio de amor y de unidad, oremos.
— Por nuestras comunidades cristianas, para que sean para todos morada de fraternidad, oremos.
— Por los cristianos esparcidos por el mundo, para que sean una sola cosa, oremos.
— Por todos los hombres, para que encuentren en tu Iglesia la reconciliación y la paz, oremos.

Oremos: Señor, Dios nuestro, salva a tu pueblo y bendice a tu heredad; guarda en paz a toda tu Iglesia: santifica a los que aman tu morada. Tú, en cambio, glorifícalos con tu potencia y no nos abandones a los que esperamos en Ti. (De la liturgia bizantina).

Amén

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Estamos en la Semana de oración por la unidad de los cristianos. La Iglesia nos invita a orar de modo especial, para que desaparezcan las divergencias existentes y se logre la deseada unión, superando divisiones que van contra la voluntad de Dios, dañan a la Iglesia y son nocivas para su misión en el mundo.

5 Debemos dar gracias a Dios por los progresos obtenidos en campo ecuménico, a través del diálogo a nivel teológico y del trabajo de comisiones mixtas especializadas. Así se va descubriendo lo que los cristianos tenemos en común respecto a la fe, la doctrina y la vida cristiana. Pero las dificultades son reales y hay que implorar del Señor el don de la unidad. En ese sentido encomiendo a vuestra plegaria mi próximo viaje a Inglaterra.

Haciendo nuestra la intención ecuménica de este año, pidamos insistentemente que «todos los cristianos encuentren su morada en Ti, Señor».

Con esta invitación a orar, a todos saludo y bendigo.



Miércoles 27 de enero de 1982

La antropología paulina concerniente a la resurrección

1. Durante las audiencias precedentes hemos reflexionado sobre las palabras de Cristo acerca del «otro mundo», que emergerá juntamente con la resurrección de los cuerpos.

Esas palabras tuvieron una resonancia singularmente intensa en la enseñanza de San Pablo. Entre la respuesta dada a los saduceos, transmitida por los Evangelios sinópticos (cf. Mt 22,30 Mc 12,25 Lc 20,35-36), y el apostolado de Pablo tuvo lugar ante todo el hecho de la resurrección de Cristo mismo y una serie de encuentros con el Resucitado, entre los cuales hay que contar, como último eslabón, el evento ocurrido en ]as cercanías de Damasco. Saulo o Pablo de Tarso que, una vez convertido, vino a ser el «Apóstol de los Gentiles», tuvo también la propia experiencia postpascual, análoga a la de los otros Apóstoles. En la base de su fe en la resurrección, que él expresa sobre todo en la primera Carta a los Corintios (capítulo 15), está ciertamente ese encuentro con el Resucitado, que se convirtió en el comienzo y fundamento de su apostolado.

2. Es difícil resumir aquí y comentar adecuadamente la estupenda y amplia argumentación del capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios en todos sus pormenores. Resulta significativo que, mientras Cristo con las palabras referidas por los Evangelios sinópticos respondía a los saduceos, que «niegan la resurrección» (Lc 20 Lc 27), Pablo, por su parte, responde, o mejor, polemiza (según su temperamento) con los que le contestan [1]. Cristo, en su respuesta (pre-pascual) no hacía referencia a la propia resurrección, sino que se remitía a la realidad fundamental de la Alianza vetero testamentaria, a la realidad de Dios vivo, que está en la base del convencimiento sobre la posibilidad de la resurrección: el Dios vivo «no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27). Pablo, en su argumentación postpascual sobre la resurrección futura, se remite sobre todo a la realidad y a la verdad de la resurrección de Cristo. Más aún, defiende esta verdad incluso como fundamento de la fe en su integridad: «...Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana nuestra fe... Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1Co 15, 14, 20).

3. Aquí nos encontramos en la misma línea de la Revelación: la resurrección de Cristo es la última y más plena palabra de la autorrevelación del Dios vivo como «Dios no de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27). Es la última y más plena confirmación de la verdad sobre Dios que desde el principio se manifiesta a través de esta Revelación. Además, la resurrección es la respuesta del Dios de la vida a lo inevitable histórico de la muerte, a la que el hombre está sometido desde el momento de la ruptura de la primera Alianza y que, juntamente con el pecado, entró en su historia. Esta respuesta acerca de la victoria lograda sobre la muerte, está ilustrada por la primera Carta a los Corintios (capítulo 15) con una perspicacia singular, presentando la resurrección de Cristo como el comienzo de ese cumplimiento escatológico, en el que por Él y en Él todo retornará al Padre, todo le será sometido, esto es, entregado de nuevo definitivamente, para que «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28). Y entonces —en esta definitiva victoria sobre el pecado, sobre lo que contraponía la criatura al Creador— será vencida también la muerte: «El último enemigo reducido a la nada será la muerte» (1Co 15,26).

4. En este contexto se insertan las palabras que pueden ser consideradas síntesis de la antropología paulina concerniente a la resurrección. Y sobre estas palabras convendrá que nos detengamos aquí más largamente. En efecto, leemos en la primera Carta a los Corintios 15, 42-46, acerca de la resurrección de los muertos: «Se siembra en corrupción y se resucita en corrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, también lo hay espiritual. Que por eso está escrito: El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Pero no es primero lo espiritual, sino lo animal: después lo espiritual».

5. Entre esta antropología paulina de la resurrección y la que emerge del texto de los Evangelios sinópticos (cf. Mt 22,30 Mc 12,25 Lc 20,35-36), hay una coherencia esencial, sólo que el texto de la primera Carta a los Corintios está más desarrollado. Pablo profundiza en lo que había anunciado Cristo, penetrando, a la vez, en los varios aspectos de esa verdad que las palabras escritas por los sinópticos expresaban de modo conciso y sustancial. Además, es significativo en el texto paulino que la perspectiva escatológica del hombre, basada sobre la fe «en la resurrección de los muertos», está unida con la referencia al «principio», como también con la profunda conciencia de la situación «histórica»del hombre. El hombre al que Pablo se dirige en la primera Carta a los Corintios y que se opone (como los saduceos) a la posibilidad de la resurrección, tiene también su experiencia («histórica») del cuerpo, y de esta experiencia resulta con toda claridad que el cuerpo es «corruptible», «débil», «animal», «innoble».

6 6. A este hombre, destinatario de su escrito — tanto en la comunidad de Corinto, como también, diría, en todos los tiempos —, Pablo lo confronta con Cristo resucitado, «el último Adán». Al hacerlo así, le invita, en cierto sentido, a seguir las huellas de la propia experiencia postpascual. A la vez le recuerda «el primer Adán», o sea, le induce a dirigirse al «principio», a esa primera verdad acerca del hombre y el mundo, que está en la base de la revelación del misterio de Dios vivo. Así, pues, Pablo reproduce en su síntesis todo lo que Cristo había anunciado, cuando se remitió, en tres momentos diversos, al «principio» en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19,3-8 Mc 10,2-9); al «corazón» humano, como lugar de lucha con las concupiscencias en el interior del hombre, durante el Sermón de la montaña (cf. Mt 5,27); y a la resurrección como realidad del «otro mundo», en la conversación con los saduceos (cf. Mt 22,30 Mc 12,25 Lc 20,35-36).

7. Al estilo de la síntesis de Pablo pertenece, pues, el hecho de que ella hunde sus raíces en el conjunto del misterio revelado de la creación y de la redención, en el que se desarrolla y a cuya luz solamente se explica. La creación del hombre, según el relato bíblico, es una vivificación de la materia mediante el espíritu, gracias al cual «el primer Adán... fue hecho alma viviente» (1Co 15,45). El texto paulino repite aquí las palabras del libro del Génesis 2, 7, es decir, del segundo relato de la creación del hombre (llamado: relato yahvista). Por la misma fuente se sabe que esta originaria «animación del cuerpo» sufrió una corrupción a causa del pecado. Aunque en este punto de la primera Carta a los Corintios el autor no hable directamente del pecado original, sin embargo la serie de definiciones que atribuye al cuerpo del hombre histórico, escribiendo que es «corruptible.. débil... animal... innoble...», indica suficientemente lo que, según la Revelación, es consecuencia del pecado, lo que el mismo Pablo llamará en otra parte «esclavitud de la corrupción» (Rm 8,21). A esta «esclavitud de la corrupción» está sometida indirectamente toda la creación a causa del pecado del hombre, el cual fue puesto por el Creador en medio del mundo visible para que «dominase» (cf. Gn 1,28). De este modo el pecado del hombre tiene una dimensión no sólo interior, sino también "cósmica". Y según esta dimensión, el cuerpo —al que Pablo (de acuerdo con su experiencia) caracteriza como «corruptible... débil... animal... innoble»— manifiesta en sí el estado de la creación después del pecado. Esta creación, en efecto, «gime y siente dolores de parto» (Rm 8,22). Sin embargo, como los dolores del parto van unidos al deseo del nacimiento, a la esperanza de un nuevo hombre, así también toda la creación espera «con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios... con la esperanza de que también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,19-21).

8. A través de este contexto «cósmico» de la afirmación contenida en la Carta a los Romanos —en cierto sentido, a través del «cuerpo de todas las criaturas»—, tratamos de comprender hasta el fondo la interpretación paulina de la resurrección. Si esta imagen del cuerpo del hombre histórico, tan profundamente realista y adecuada a la experiencia universal de los hombres, esconde en sí, según Pablo, no sólo la «servidumbre de la corrupción», sino también la esperanza, semejante a la que acompaña a «los dolores del parto», esto sucede porque el Apóstol capta en esta imagen también la presencia del misterio de la redención. La conciencia de ese misterio brota precisamente de todas las experiencias del hombre que no se pueden definir como «servidumbre de la corrupción»; y brota porque la redención actúa en el alma del hombre mediante los dones del Espíritu: «...También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8,23). La redención es el camino para la resurrección. La resurrección constituye el cumplimiento definitivo de la redención del cuerpo.

Reanudaremos el análisis del texto paulino de la primera Carta a los Corintios en nuestras reflexiones ulteriores.

Notas

[1]. Los Corintios probablemente estaban afectados por corrientes de pensamiento basadas en el dualismo platónico y en el neopitagorismo de matiz religioso, en el estoicismo y en el epicureísmo; por lo demás, todas las filosofías griegas negaban la resurrección del cuerpo. Pablo ya había experimentado en Atenas la reacción de los griegos ante la doctrina de la resurrección, durante su discurso en el Areópago (cf. Ac 17,32).

Saludos

Queridos hermanos y hermanas,

A todos os saludo con afecto y os agradezco esta visita, con la que deseáis testimoniar ante el Vicario de Cristo cómo, aun en medio de vuestra vida de trabajo, os sentís más familiarmente cristianos, en cuanto hijos fieles de la Iglesia.

Y os recibo con agrado porque sé cuánta dedicación ponéis en vuestra actividad profesional, que ya de por sí tiende a fomentar esa cercanía entre los hombres y los pueblos.

Estáis al servicio de las comunicaciones, las cuales, si humanamente significan en general promoción y extensión de los valores culturales, para un cristiano alcanzan su culmen en la comunión de la fe y del amor cristiano. Vuestra experiencia os dice cuán noble es vuestro trabajo, realizado en esta perspectiva de comunión cristiana. Además de las virtudes que os pueden dar prestigio social, como la honradez y la delicadeza de trato personal, os pide también en todo momento una disponibilidad y un talante espiritual, cuya expresión más genuina es la conciencia y la voluntad de servir a los hermanos. Que con la ayuda de la gracia divina sea la vocación cristiana el distintivo de vuestra vida personal, familiar y profesional.

7 Con mi Bendición Apostólica para vosotros, vuestros compañeros y seres queridos.
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Amadísimos hermanos y hermanas:

A todos vosotros, procedentes de diversos países de lengua española, saludo con afecto y doy mi más cordial bienvenida a esta Audiencia, deseándoos que vuestra visita a la tumba de San Pedro sirva para afirmar vuestra fe.

Hoy empezamos el análisis de algunos textos paulinos sobre la resurrección de los muertos. San Pablo tuvo la propia experiencia post-pascual, que marcó el comienzo y el fundamento de su acción apostólica. El basa la argumentación sobre la futura resurrección, apoyándose en la realidad y la verdad de la resurrección de Cristo; llegando a afirmar: “si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana nuestra fe” (
1Co 15,14). De aquí arranca la síntesis de la antropología paulina sobre la resurrección, que convendrá analizar más profundamente.
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Quiero saludar de modo especial al grupo de jóvenes profesionales, procedentes de los países del Pacto Andino. Estáis concluyendo un curso que os prepara para ser funcionarios de Organismos Internacionales y Regionales para el Desarrollo. En la tarea que os espera, procurad entregaros con generosidad cristiana al servicio integral de la persona humana.
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También saludo al nuevo grupo de estudiantes de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Al agradeceros vuestra visita, os exhorto a dedicaros con responsabilidad a vuestra formación y preparación intelectual, para, el día de mañana, poderos dedicar enteramente al bien de vuestros conciudadanos.




Audiencias 1982