Audiencias 1982 15

15 4. Como se ve, Cristo en su respuesta al problema que le planteaban los discípulos, precisa claramente una regla para comprender sus palabras. En la doctrina de la Iglesia está vigente la convicción de que estas palabras no expresan un mandamiento que obliga a todos, sino un consejo que se refiere sólo a algunas personas [2]: precisamente a las que están en condiciones «de entenderlo». Y están en condiciones «de entenderlo» aquellos «a quienes ha sido dado». Las palabras citadas indican claramente el momento de la oración personal y, a la vez, el momento de la gracia particular, esto es, del don que el hombre recibe para hacer tal opción. Se puede decir que la opción de la continencia por el reino de los cielos es una orientación carismática hacia aquel estado escatológico, en que los hombres «no tomarán mujer ni marido»; sin embargo, entre ese estado del hombre en la resurrección de los cuerpos y la opción voluntaria de la continencia por el reino de los cielos y como fruto de una en la vida terrena y en el estado histórico del hombre caído y redimido, hay una diferencia esencial. El «no casarse»escatológico será un «estado», es decir, el modo propio y fundamental de la existencia de los seres humanos, hombres y mujeres, en sus cuerpos glorificados. La continencia por el reino de los cielos, como fruto de una opción carismática, es una excepción respecto al otro estado, esto es, al estado del que el hombre desde «el principio» vino a ser y es partícipe, durante toda la existencia terrena.

5. Es muy significativo que Cristo no vincula directamente sus palabras sobre la continencia por el reino de los cielos con el anuncio del «otro mundo», donde «no tomarán mujer ni marido» (
Mc 12,25). En cambio, sus palabras se encuentran —como ya hemos dicho— en la prolongación del coloquio con los fariseos, en el que Jesús se remitió «al principio», indicando la institución del matrimonio por parte del Creador y recordando el carácter indisoluble que, en el designio de Dios, corresponde a la unidad conyugal del hombre y de la mujer.

El consejo y, por lo tanto, la opción carismática de la continencia por el reino de los cielos están unidos, en las palabras de Cristo, con el reconocimiento máximo del orden «histórico» de la existencia humana, relativo al alma y al cuerpo. Basándonos en el contexto inmediato de las palabras sobre la continencia por el reino de los cielos en la vida terrena del hombre, es preciso ver en la vocación a esta continencia un tipo de excepción de lo que es más bien una regla común de esta vida. Esto es lo que Cristo pone de relieve, sobre todo. Que luego, esta excepción incluya en sí el anticipo de la vida escatológica, en la que no se da matrimonio, y propia del «otro mundo» (esto es, del estadio final del «reino de los cielos»), esto es algo de lo que Cristo no habla aquí directamente. De hecho, se trata, no de la continencia en el reino de los cielos, sino de la continencia «por el reino de los cielos». La idea de la virginidad o del celibato, como anticipo y signo escatológico [3], se deriva de la asociación de las palabras pronunciadas aquí con las que Jesús dijo en otra oportunidad, a saber, en la conversación con los saduceos, cuando proclamó la futura resurrección de los cuerpos.

Volveremos sobre este tema durante las próximas reflexiones.

Notas

[1]. Sobre los problemas más detallados de la exégesis de este pasaje, cf., por ejemplo, L. Sabourin, II Vangelo di Matteo. Teologia e esegesi, vol. II, Roma, 1977, Ediciones Paulinas, págs. 834-836; The Positive Values of Consecrated Celibacy, en «The Way», Suplement 10, summer 1970, pág. 51; J. Blinzler, Eisin eunuchoi. Zur Auslegunng von Mt 19, 12, «Zeitschrift für die Neutestamentiliche Wissenschaft», 48, 1977, pág. 268 ss.

[2]. «La santidad de la Iglesia también se fomenta de una manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos. Entre ellos destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19,11 1Co 7,7), para que se consagren a solo Dios con un corazón que en la virginidad o en el celibato se mantiene más fácilmente indiviso» (Lumen gentium, LG 42).

[3]. Cf., por ejemplo, Lumen gentium, LG 44; Perfectae caritatis, PC 12.



Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A cada una de las personas y grupos de lengua española saludo con afecto, asegurándoles mi recuerdo en la plegaria.

16 En este encuentro empezamos a reflexionar a cerca de al virginidad o celibato por el reino de los cielos.

Hablando de este tema, Cristo lo presenta como un tipo de excepción en la forma común de vida que es el matrimonio. En efecto, la virginidad elegida por el reino de los cielos es un momento especial de gracia, que supone una orientación carismática hacia ese estado escatológico, en el que los hombre no tomarán ya mujer ni marido.

Jesucristo no opone, pues, la virginidad al matrimonio como si se tratara de algo negativo, sino que lo propone como un descubrimiento personal que se hace vocación propia. Por eso dijo que no todos pueden comprender esto, sino aquellos a quienes les ha sido concedido.



Miércoles 17 de marzo de 1982

Las palabras de Jesús referentes a la virginidad o celibato

1. Continuamos la reflexión sobre la virginidad o celibato por el reino de los cielos: tema importante incluso para una completa teología del cuerpo.

En el contexto inmediato de las palabras sobre la continencia por el reino de los cielos, Cristo hace un paralelo muy significativo; y esto nos confirma aún mejor en la convicción de que Él quiere arraigar profundamente la vocación a esta continencia en la realidad de la vida terrena, abriéndose así camino en la mentalidad de sus oyentes. Efectivamente, enumera tres clases de eunucos.

Este término se refiere a los defectos físicos que hacen imposible la procreación del matrimonio. Precisamente estos defectos explican las dos primeras clases, cuando Jesús habla tanto de los defectos congénitos: «eunucos que nacieron así del vientre de su madre» (Mt 19,12), como de los defectos adquiridos, causados por intervención humana: «hay eunucos que fueron hechos por los hombres» (Mt 19,12). En ambos casos se trata, pues, de un estado de coacción, por lo tanto, no voluntario. Si Cristo, en su paralelo, habla después de aquellos «que a sí mismos se han hecho tales por amor al reino de los cielos» (Mt 19,12), como de una tercera clase, ciertamente hace esta distinción para poner de relieve aún más su carácter voluntario y sobrenatural.Voluntario, porque los que pertenecen a esta clase «se han hecho a sí mismos eunucos»; sobrenatural, en cambio, porque lo han hecho «por el reino de los cielos».

2. La distinción es muy clara y muy fuerte. No obstante, es fuerte y elocuente también el paralelo. Cristo habla a hombres a quienes la tradición de la Antigua Alianza no había transmitido el ideal del celibato o de la virginidad. El matrimonio era tan común, que sólo una impotencia física podía ser una excepción para el mismo. La respuesta dada a los discípulos en Mateo (19, 10-12) es a la vez una revolución, en cierto sentido, de toda la tradición del Antiguo Testamento. Lo confirma un solo ejemplo, tomado del Libro de los Jueces, al que nos referimos aquí no tanto por motivo del desarrollo del hecho, cuanto por las palabras significativas que lo acompañan, «Déjame que... vaya... llorando mi virginidad» (Jg 11,37), dice la hija de Jefté a su padre, después de haber sabido por él que estaba destinada a la inmolación a causa de un voto hecho al Señor. (En el texto bíblico encontramos la explicación de cómo se llegó a tanto). «Ve, —leemos luego— y ella se fue por los montes con sus compañeras y lloró por dos meses sus virginidad. Pasados los dos meses volvió a su casa y él cumplió en ella el voto que había hecho. No había conocido varón» (Jg 11,38-39).

3. En la tradición del Antiguo Testamento, por lo que se deduce, no hay lugar para este significado del cuerpo, que ahora Cristo, al hablar de la continencia por el reino de Dios, quiere presentar y poner de relieve a los propios discípulos. Entre los personajes que conocemos como guías espirituales del pueblo de la Antigua Alianza, no hay ni uno que haya proclamado esta continencia con las palabras o con la conducta[1]. Entonces el matrimonio no era sólo un estado común, sino, además, en aquella tradición había adquirido un significado consagrado por la promesa que el Señor había hecho a Abraham: «He aquí mi pacto contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos... Te acrecentaré muy mucho, y te daré pueblos, y saldrán de ti reyes; yo establezco contigo, y con tu descendencia después de ti por sus generaciones, mi pacto eterno de ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti» (Gn 17,4 Gn 17,6-7). Por esto, en la tradición del Antiguo Testamento el matrimonio, como fuente de fecundidad y de procreación con relación a la descendencia, era un estado religiosamente privilegiado: y privilegiado por la misma revelación. En el fondo de esta tradición, según la cual el Mesías debía ser «hijo de David» (Mt 20,30), era difícil entender la idea de la continencia. Todo hablaba en favor del matrimonio: no sólo las razones de naturaleza humana, sino también las del reino de Dios [2].

4. Las palabras de Cristo señalan en este ámbito un cambio decisivo. Cuando habla a sus discípulos, por primera vez, sobre la continencia por el reino de los cielos, se da cuenta claramente de que ellos, como hijos de la tradición de la Ley antigua, deben asociar el celibato y la virginidad a la situación de los individuos, especialmente del sexo masculino, que a causa de los defectos de naturaleza física no pueden casarse («los eunucos»), y por esto, se refiere a ellos directamente. Esta referencia tiene un fondo múltiple: tanto histórico como psicológico, tanto ético como religioso. Con esta referencia Jesús toca —en cierto sentido— todos estos fondos, como si quisiera hacer notar: Sé que todo lo que os voy a decir ahora, suscitará gran dificultad en vuestra conciencia, en vuestro modo de entender el significado del cuerpo; de hecho, os voy a hablar de la continencia, y esto, sin duda, se asociará a vosotros al estado de deficiencia física, tanto innata como adquirida por causa humana. Yo, en cambio, quiero deciros que la continencia también puede ser voluntaria, y el hombre puede elegirla «por el reino de los cielos».

17 5. Mateo en el cap. 19 no anota ninguna reacción inmediata de los discípulos a estas palabras. Sólo la encontramos más tarde en los escritos de los Apóstoles, sobre todo en Pablo [3]. Esto confirma que tales palabras se habían grabado en la conciencia de la primera generación de los discípulos de Cristo, y fructificaron luego repetidamente y de múltiples modos en las generaciones de sus confesores en la Iglesia (y quizá también fuera de ella). Desde el punto de vista, pues, de la teología —esto es, de la revelación del significado del cuerpo, totalmente nuevo respecto a la tradición del Antiguo Testamento—, estas son palabras de cambio. Su análisis demuestra cuán precisas y sustanciales son, a pesar de su concisión. (Lo constataremos todavía mejor cuando hagamos el análisis del texto paulino de la primera Carta a los Corintios, capítulo 7). Cristo habla de la continencia «por» el reino de los cielos. De este modo quiere subrayar que este estado, elegido conscientemente por el hombre en la vida temporal, donde de ordinario los hombres «toman mujer o marido», tiene una singular finalidad sobrenatural. La continencia, aún cuando elegida conscientemente y decidida personalmente, pero sin esa finalidad, no entra en el contenido de este enunciado de Cristo. Al hablar de los que han elegido conscientemente el celibato o la virginidad por el reino de los cielos (esto es, «se han hecho a sí mismos eunucos»), Cristo pone de relieve —al menos de modo indirecto— que esta opción, en la vida terrena, va unida a la renuncia y también a un determinado esfuerzo espiritual.

6. La misma finalidad sobrenatural —«por el reino de los cielos»— admite una serie de interpretaciones más detalladas, que Cristo no enumera en este pasaje. Pero se puede afirmar que, a través de la fórmula lapidaria de la que se sirve, indica indirectamente todo lo que se ha dicho sobre ese tema en la Revelación, en la Biblia y en la Tradición; todo lo que ha venido a ser riqueza espiritual de la experiencia de la Iglesia, donde el celibato y la virginidad por el reino de los cielos ha fructificado de muchos modos en las diversas generaciones de los discípulos y seguidores del Señor.

Notas

[1]. Es verdad que Jeremías debía observar el celibato por orden expresa del Señor (cf. Jer
Jr 16,1-2); pero esto fue un «signo profético», que simbolizaba el futuro abandono y la destrucción del país y del pueblo.

[2]. Es verdad, como sabemos por las fuentes extra bíblicas, que en el período intertestamentario el celibato se mantenía en el ámbito del judaísmo por algunos miembros de la secta de los esenios (cf. Flavio Josefo, Bell. Jud., II 8-2: 120-121; Filón Al. Hypothet., 11, 14); por esto se realizaba al margen del judaísmo oficial y probablemente no persistió más allá de comienzos del siglo II. En la comunidad de Qumrán el celibato no obligaba a todos, pero algunos miembros lo mantenían hasta la muerte, poniendo en práctica sobre el terreno de la convivencia pacífica la prescripción de Deuteronomio (23, 10-14) sobre la pureza ritual que obligaba durante la guerra santa. Según las creencias de los qumranianos, esta guerra duraba siempre «entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas»; el celibato, pues, para ellos fue la expresión de estar dispuestos a la batalla (cf. 1 Qm 7, 5-7).

[3]. Cf. 1Co 7,25-40; cf. también Ap 14,4.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas,

Doy ante todo la bienvenida a cada persona o grupo presente en esta Audiencia y procedente de los diversos Países de lengua española.

El Evangelio de San Mateo nos recuerda las palabras de Jesús en las que habla de la virginidad por el reino de los cielos: “Hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que se han hecho tales por el reino de los cielos”.

Cristo, con estas palabras, propone una novedad absoluta: la virginidad voluntaria, aceptada por motivaciones superiores. Y lo hace a una sociedad que no estimaba este valor. Ningún personaje del Antiguo Testamento habla de la virginidad como una renuncia o esfuerzo espiritual por razones sobrenaturales, que después de Cristo ha fructificado en tantos seguidores del Señor.
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18 Dirijo ahora un saludo particular al numeroso grupo del Ilustre Colegio de Abogados de Valencia. Queridos amigos: os agradezco vuestra visita y habría querido poder entretenerme más largamente con vosotros. Os expreso mi sincera estima y os aliento a mantener siempre en vuestra vida personal, familiar y profesional una profunda inspiración ética y cristiana. Para que así sea, doy a vosotros y a vuestras familias mi cordial Bendición.
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Saludo asimismo y bendigo a los peregrinos Terciarios Franciscanos de Mallorca. Que la visita a los lugares franciscanos os afiance en esas grandes virtudes de fe y amor al hermano que testimonió San Francisco de modo tan elocuente.
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Finalmente, saludo al grupo del Colegio de las Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza de Madrid. Con mi Bendición, os aliento a formaros y vivir siempre como auténticas jóvenes cristianas.



Miércoles 24 de marzo de 1982

Relación entre la continencia "por el reino de los cielos" proclamada por Cristo

y la fecundidad sobrenatural del espíritu humano que proviene del Espíritu Santo



1. Continuamos nuestras reflexiones sobre el celibato y la virginidad «por el reino de los cielos».

La continencia por el reino de los cielos se relaciona ciertamente con la revelación del hecho de que en el reino de los cielos «no se toma ni mujer ni marido» (Mt 22,30). Se trata de un signo carismático. El ser humano viviente, varón y mujer, que en la situación terrena, donde de ordinario «tomas mujer y marido» (Lc 20,34), elige con libre voluntad la continencia «por el reino de los cielos», indica que en ese reino, que es el «otro mundo» de la resurrección, «no tomarán mujer ni marido» (Mc 12,25), porque Dios será «todo en todos» (1Cor 15, 28). Este ser humano, varón y mujer, manifiesta, pues, la «virginidad» escatológica del hombre resucitado, en el que se revelará, diría, el absoluto y eterno significado esponsalicio del cuerpo glorificado en la unión con Dios mismo, mediante una perfecta intersubjetividad, que unirá a todos los «partícipes del otro mundo», hombres y mujeres, en el misterio de la comunión de los santos. La continencia terrena «por el reino de los cielos» es, sin duda, un signo que indica esta verdad y esta realidad. Es signo de que el cuerpo, cuyo fin no es la muerte, tiende a la glorificación y, por esto mismo, es ya, diría, entre los hombres un testimonio que anticipa la resurrección futura. Sin embargo, este signo carismático del «otro mundo» expresa la fuerza y la dinámica más auténtica del misterio de la «redención del cuerpo»: un misterio que ha sido grabado por Cristo en la historia terrena del hombre y arraigado por Él profundamente en esta historia. Así, pues, la continencia «por el reino de los cielos» lleva sobre todo la impronta de la semejanza con Cristo, que, en la obra de la redención, hizo Él mismo esta opción «por el reino de los cielos».

19 2. Más aún, toda la vida de Cristo, desde el comienzo, fue una discreta, pero clara separación de lo que en el Antiguo Testamento determinó tan profundamente el significado del cuerpo. Cristo —casi contra las expectativas de toda la tradición veterotestamentaria— nació de María, que en el momento de la Anunciación dice claramente de Sí misma: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1,34), esto es, profesa su virginidad. Y aunque Él nazca de Ella como cada hombre, como un hijo de su madre, aunque esta venida suya al mundo esté acompañada también por la presencia de un hombre que es esposo de María y, ante la ley y los hombres, su marido, sin embargo, la maternidad de María es virginal: y a esta maternidad virginal de María corresponde el misterio virginal de José, que, siguiendo la voz de lo alto, no duda en «recibir a María..., pues lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Por lo tanto, aunque la concepción virginal y el nacimiento en el mundo de Jesucristo estuviesen ocultos a los hombres, aunque ante los ojos de sus coterráneos de Nazaret Él fuese considerado «hijo del carpintero» (Mt 13,55) (ut putabatur filius Joseph: Lc 3,23), sin embargo, la misma realidad y verdad esencial de su concepción y del nacimiento se aparta en sí misma de lo que en la tradición del Antiguo Testamento estuvo exclusivamente en favor del matrimonio, y que juzgaba a la continencia incomprensible y socialmente desfavorecida. Por esto, ¿cómo podía comprenderse «la continencia por el reino de los cielos», si el Mesías mismo debía ser «descendiente de David», esto es, como se pensaba, debía ser hijo de la estirpe real «según la carne»? Sólo María y José, que vivieron el misterio de su concepción y de su nacimiento, se convirtieron en los primeros testigos de una fecundidad diversa de la carnal, esto es, de la fecundidad del Espíritu: «Lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20).

3. La historia del nacimiento de Jesús ciertamente está en línea con la revelación de esa «continencia por el reino de los cielos», de la que hablará Cristo, un día, a sus discípulos. Pero este acontecimiento permanece oculto a los hombre de entonces, e incluso a los discípulos. Solo se desvelará gradualmente ante los ojos de la Iglesia, basándose en los testimonios y en los textos de los Evangelios de Mateo y Lucas. El matrimonio de María con José (en el que la Iglesia honra a José como esposo de María y a María como de él), encierra en sí, al mismo tiempo, el misterio de la perfecta comunión de las personas, del hombre y de la mujer en el pacto conyugal, y a la vez el misterio de esa singular «continencia por el reino de los cielos»: continencia que servía, en la historia de la salvación, a la perfecta «fecundidad del Espíritu Santo». Más aún, en cierto sentido, era la absoluta plenitud de esa fecundidad espiritual, ya que precisamente en las condiciones nazarenas del pacto de María y José en el matrimonio y en la continencia, se realizó el don de la encarnación del Verbo Eterno: el Hijo de Dios, consustancial al Padre, fue concebido y nació, como Hombre, de la Virgen María. La gracia de la unión hipostática diríamos que está vinculada precisamente con esta absoluta plenitud de la fecundidad sobrenatural, fecundidad en el Espíritu Santo, participada por una criatura humana, María, en el orden de la "continencia por el reino de los cielos". La maternidad divina de María es también, en cierto sentido, una sobreabundante revelación de esa fecundidad en el Espíritu Santo, al cual comete el hombre su espíritu cuando elige libremente la continencia "en el cuerpo": precisamente la continencia "por el reino de los cielos".

4. Esta imagen debía desvelarse gradualmente ante la conciencia de la Iglesia en las generaciones siempre nuevas de los confesores de Cristo, cuando —justamente con el Evangelio de la infancia— se consolidaba en ellos la certeza acerca de la maternidad divina de la Virgen, la cual había concebido por obra del Espíritu Santo. Aunque de modo sólo indirecto —sin embargo, de modo esencial y fundamental— esta certeza debía ayudar a comprender, por una parte, la santidad del matrimonio y, por otra, el desinterés con miras al «reino de los cielos», del que Cristo había hablado a sus discípulos. No obstante, cuando El le habló por primera vez (como atestigua el Evangelista Mateo en el capítulo 19, 10-12), ese gran misterio de su concepción y de su nacimiento, le era completamente desconocido, les estaba oculto, lo mismo que lo estaba a todos los oyentes e interlocutores de Jesús de Nazaret. Cuando Cristo hablaba de los que «se han hecho eunucos a sí mismos por amor del reino de los cielos» (Mt 19,12), los discípulos sólo eran capaces de entenderlo, basándose en su ejemplo personal. Una continencia así debió grabarse en su conciencia como un rasgo particular de semejanza con Cristo, que permaneció El mismo célibe «por el reino de los cielos». El apartarse de la tradición de la Antigua Alianza, donde el matrimonio y la fecundidad procreadora «en el cuerpo» habían sido una condición religiosamente privilegiada, debía realizarse, sobre todo, basándose en el ejemplo de Cristo mismo. Sólo, poco a poco, pudo arraigarse la conciencia de que por «el reino de los cielos» tiene un significado particular: esa fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre, que proviene del Espíritu Santo (Espíritu de Dios), y a la cual, en sentido específico y en casos determinados, sirve precisamente la continencia, y ésta es, en concreto, la continencia «por el reino de los cielos».

Más o menos, todos estos elementos de la conciencia evangélica (esto es, conciencia propia de la Nueva Alianza en Cristo) referentes a la continencia, los encontramos en Pablo. Trataremos de demostrarlo oportunamente.

Resumiendo, podemos decir que el tema principal de la reflexión de hoy ha sido la relación entre la continencia «por el reino de los cielos», proclamada por Cristo, y la fecundidad sobrenatural del espíritu humano, que proviene del Espíritu Santo.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Continuamos nuestra reflexión acerca de la continencia por el reino de los cielos.

El matrimonio de María y José, contraído en uan perfecta comunión de personas dentro del misterio virginal que lo acompaña, es un primer ejemplo de esa fecundidad espiritual que va más allá de la fecundidad carnal. En efecto, en la decisión virginal de los esposos —que se separan de las valoraciones seguidas en el Antiguo Testamento— se realiza el don de la Encarnación del Verbo Eterno, del Hijo de Dios y a la vez Hijo de María, en uan plenitud de fecundidad sobrenatural en el Espíritu Santo.

El ejemplo de Cristo, que permanece célibe, y su enseñanza marcan el paso definitivo hacia la comprensión de un tipo nuevo de fecundidad sobrenatural, que tantas personas han abrazado luego como método de vida.

Saludo y bendigo a todos y cada uno de los hispanohablantes presentes en esta audiencia, en particular al grupo de Olesa de Montserrat. Que la pasión del Señor sea para vosotros constante aliento hacia una vida cristiana de veras.



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Miércoles 31 de marzo de 1982

Virginidad o celibato por el reino de los cielos: las palabras y el ejemplo de Jesús

1. Continuamos reflexionando sobre el tema del celibato y de la virginidad por el reino de los cielos, basándonos en el texto del Evangelio según Mateo (Mt 19,10-20).

Al hablar de la continencia por el reino de los cielos y al fundarla sobre el ejemplo de su propia vida, Cristo deseaba, sin duda, que sus discípulos la entendiesen sobre todo con relación al «reino», que Él había venido a anunciar y para el que indicaba los caminos justos. La continencia, de la que hablaba, es precisamente uno de estos caminos, y como se deduce ya del contexto del Evangelio de Mateo, es un camino particularmente válido y privilegiado. En efecto, la preferencia dada al celibato y a la virginidad «por el reino» era una novedad absoluta frente a la tradición de la Antigua Alianza, y tenía un significado determinante, tanto para el ethos como para la teología del cuerpo.

2. Cristo, en su enunciado, pone de relieve sobre todo su finalidad. Dice que el camino de la continencia, del que Él mismo da testimonio con la propia vida, no sólo existe y no sólo es posible, sino que es particularmente válido e importante «por el reino de los cielos». Y así debe ser, puesto que el mismo Cristo lo eligió para Sí. Y sí este camino es tan válido e importante, a la continencia por el reino de los cielos debe corresponder un valor particular. Como ya hemos insinuado anteriormente, Cristo no afrontaba el problema al mismo nivel y en la misma línea de razonamiento, en que lo planteaban los discípulos, cuando decían: «Si tal es la condición... preferible es no casarse» (Mt 19,10). Estas palabras ocultaban en el fondo un cierto utilitarismo. En cambio, Cristo indica indirectamente en su respuesta que, si el matrimonio, fiel a la institución originaria del Creador (recordemos que el Maestro precisamente en este punto se refería al «principio»), posee una plena congruencia y valor por el reino de los cielos, valor fundamental, universal y ordinario; la continencia, por su parte, posee un valor particular y «excepcional» por este reino. Es obvio que se trata de la continencia elegida conscientemente por motivos sobrenaturales.

3. Si Cristo en su enunciado pone de relieve, ante todo, la finalidad sobrenatural de esa continencia, lo hace en sentido no sólo objetivo, sino también explícitamente subjetivo, esto es, señala la necesidad de una motivación tal que corresponda de modo adecuado y pleno a la finalidad objetiva que se manifiesta en la expresión «por el reino de los cielos», para realizar el fin de que se trata —esto es, para descubrir en la continencia esa particular fecundidad espiritual que proviene del Espíritu Santo— es necesario quererla y elegirla en virtud de una fe profunda, que no nos muestra sólo el reino de Dios en su cumplimiento futuro, sino que nos permite y hace posible de modo especial identificarnos con la verdad y la realidad de ese reino, tal como lo revela Cristo en su mensaje evangélico y, sobre todo, con el ejemplo personal de su vida y de su comportamiento. Por esto, se ha dicho antes que la continencia «por el reino de los cielos» —en cuanto signo indudable del «otro mundo»— lleva en sí, sobre todo, el dinamismo interior del misterio de la redención del cuerpo (cf. Lc 20,35), y en este sentido posee también la característica de una semejanza particular con Cristo. El que elige conscientemente de esta continencia, elige, en cierto modo, una participación especial en el misterio de la redención (del cuerpo): quiere completarla de modo particular, por así decirlo, en la propia carne (cf. Col Col 1,24), encontrando en esto también la impronta de una semejanza con Cristo.

4. Todo esto se refiere a las motivaciones de la opción (o sea, a su finalidad en sentido subjetivo): al elegir la continencia por el reino de los cielos, el hombre «debe» dejarse guiar precisamente por esta motivación. Cristo, en el caso considerado, no dice que el hombre esté obligado a ello (en todo caso, no se trata ciertamente del deber que brota de un mandamiento); sin embargo, no cabe duda de que sus concisas palabras sobre la continencia «por el reino de los cielos» ponen fuertemente de relieve precisamente su motivación. Y la ponen de relieve (es decir, indican la finalidad de la que el sujeto es consciente), tanto en la primera parte de todo el enunciado, como también de la segunda, indicando que aquí se trata de una opción particular, esto es, propia de una vocación más bien excepcional, no universal y ordinaria. Al comienzo, en la primera parte de su enunciado, Cristo habla de un entendimiento («no todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado»: Mt 19,11); y se trata no de un «entendimiento» en abstracto, sino capaz de influir en la decisión, en la opción personal, en la cual el «don», esto es, la gracia, debe hallar una resonancia adecuada en la voluntad humana. Este «entendimiento» incluye, pues, la motivación. Luego, la motivación influye en la elección de la continencia, aceptada después de haber comprendido su significado «por el reino de los cielos». Cristo, en la segunda parte de su enunciado, declara, pues, que el hombre «se hace» eunuco cuando elige la continencia por el reino de los cielos y hace de ella la situación fundamental, o sea, el estado de toda la propia vida terrena. En una decisión tan consolidada subsiste la motivación sobrenatural, por la que fue originada la decisión misma. Subsiste, diría renovándose continuamente.

5. Ya nos hemos fijado anteriormente en el significado particular de la última afirmación. Si Cristo, en el caso citado, habla de «hacerse» eunuco, pone de relieve el peso específico de esta decisión, que se explica por la motivación nacida de una fe profunda, pero al mismo tiempo no oculta el gravamen que esta decisión y sus consecuencias persistentes pueden traer al hombre, a las normales (y por otra parte nobles) inclinaciones de su naturaleza.

La apelación «al principio» en el problema del matrimonio nos ha permitido descubrir toda la belleza originaria de esa vocación del hombre, varón y mujer: vocación que proviene de Dios y corresponde a la constitución doble del hombre, así como a la llamada a la «comunión de las personas». Al predicar la continencia por el reino de los cielos, Cristo no sólo se pronuncia contra toda la tradición de la Antigua Alianza, según la cual, el matrimonio y la procreación estaban, como hemos dicho, religiosamente privilegiados, sino que se pronuncia también, de algún modo, en contraste con ese «principio» al que Él mismo apeló y quizá, también por esto, matiza las propias palabras con esa particular «regla de entendimiento», a la que hemos aludido antes. El análisis del «principio» (especialmente basándonos en el texto yahvista) había demostrado, efectivamente, que, aunque sea posible concebir al hombre como solitario frente a Dios, sin embargo, Dios mismo lo sacó de esa «soledad» cuando dijo: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gn 2,18).

6. Así, pues, la duplicidad varón-mujer propia de la constitución misma de la humanidad y la unidad de los dos que se basa en ella, permanecen «desde el principio», esto es, desde su misma profundidad ontológica, obra de Dios. Y Cristo, al hablar de la continencia «por el reino de lo cielos», tiene presente esta realidad. No sin razón habla de ella (según Mateo) en el contexto más inmediato, en el que hace referencia precisamente «al principio», es decir, al principio divino del matrimonio en la constitución misma del hombre.


Audiencias 1982 15