Discursos 1983 40

40 queridos hermanos en el Episcopado,
amados nicaragüenses,

Al concluir la segunda etapa de este mi viaje religioso por América Central que me ha traído a tierras de Nicaragua, me dispongo a dejar la capital de la nación, para proseguir la visita a los países cercanos.

Y antes de marchar, siento el deber de agradecer vivamente a la Junta de Gobierno y a cuantos de formas diversas han colaborado en ello, la cortesía de su acogida y los preparativos llevados a cabo para hacer posible mi venida y contactos con los fieles de este amado pueblo.

Agradezco asimismo cordialmente cuanto los queridos hermanos obispos han hecho para preparar espiritual y materialmente mis encuentros con la población católica, y su conocida disponibilidad a tomar sobre sí todos los cometidos que normalmente asume la Iglesia en casos semejantes, en un clima de libre iniciativa y colaboración con los eclesiásticos, miembros de las congregaciones religiosas y laicos responsables o miembros de los diversos sectores del apostolado o de la vida eclesial. También a todos ellos va en este momento el testimonio de mi admiración, de mi gratitud, de mi cariño y aliento más cordiales, para que sean fieles a su propia condición.

Recuerdo sobre todo con profundo consuelo, los encuentros tenidos en León y la Eucaristía celebrada en Managua con tantos fieles del país. Y a los que se han asociado otros muchos que, por razones diversas, no han podido estar presentes, para alimentar su fe cristiana, su convicción interior que les une a tantos millones de hermanos que, hoy sobre todo, miraban hacia ellos, rezaban con ellos y por ellos, en Centroamérica y en todo el mundo.

Se trata de los miembros de la comunidad eclesial nicaragüense, que tanto ha contribuido a la historia de la nación, también en tiempos recientes y en el actual momento; que busca en su derecho a la libre vivencia de la fe los motivos ideales que la alientan hacia el bien y la fraternidad; que desea avanzar por el camino de la justicia y solidaridad, sin perder la propia identidad cristiana e histórica.

Al despedirme de este querido pueblo, le expreso toda mi estima afectuosa, mando un renovado recuerdo a cuantos cristianos habrían querido encontrarme, los animo en la fidelidad a su fe y a la Iglesia, los bendigo de corazón –sobre todo a los ancianos, niños, enfermos y a cuantos sufren– y les aseguro mi perdurable oración al Señor, para que El les ayude en todo momento.

¡Dios bendiga a esta Iglesia. Dios asista y proteja a Nicaragua! Así sea.







VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL


A LOS EDUCADORES LAICOS CONGREGADOS EN LEÓN


Viernes 4 de marzo de 1983



Queridos hermanos y hermanas,

41 1. En este campus universitario médico de la ciudad de León, a la que vengo como a sede de la más antigua diócesis del país, tengo el placer de encontrarme con vosotros, en gran parte campesinos. Os saludo con gran afecto, en especial a las víctimas de la violencia – que frecuentemente se desata sobre vosotros o de las catástrofes de la naturaleza. Saludo particularmente al querido Pastor de esta diócesis, a los otros obispos y a toda la Iglesia de Dios en León y comarca.

En el plan global de mi viaje a esta área geográfica, hablaré específicamente para los campesinos desde Panamá. Hoy me dirijo a las personas que en Nicaragua y en los otros países se dedican de un modo u otro a la educación en la fe, tarea que en parte compete a todo cristiano y que a todos afecta vitalmente.

Desde el primer momento os manifiesto, queridos educadores, mi profunda estima por vuestra valiosa e importante misión. Debéis consideraros –no sin legítimo orgullo– los continuadores de una secular y fecunda obra educativa, desplegada por la Iglesia desde el dinamismo propio de la evangelización y elevación del hombre. ¿Acaso no ha sido –y lo es todavía– la educación una de las grandes preocupaciones y realizaciones de la Iglesia, desde los albores de la historia de los diversos pueblos americanos? Muchos han sido, en efecto, sus frutos en la fundación, gestión y animación de institutos educativos a todos los niveles; y en la colaboración a una siempre más vasta alfabetización y escolarización –tanto en tiempos antiguos como recientes– contribuyendo con ello a un mayor progreso social, económico y cultural de vuestras naciones.

Esa, que es vuestra tradición y dignidad, es también una exigente responsabilidad presente y de cara al futuro. Porque vuestra tarea os consagra a la formación integral de las nuevas generaciones, sacudidas por cambios y tensiones profundas. Ahí se juega en gran medida la vida y el porvenir de la nación y aun de la Iglesia.

Por ello rindo aquí homenaje de estima y agradecimiento a tantos sacerdotes, religiosos y religiosas educadores que ayer, hoy y estoy seguro también mañana, se dedican con abnegación y entusiasmo, en fidelidad a su vocación humana y a su fe cristiana, a esa tarea.

2. Pero hoy quisiera dirigirme especialmente a los laicos, que viven su vocación a la santidad y al apostolado en su profesión de educadores.

No en vano el Concilio Vaticano II impulsó a los seglares a vivir plenamente su responsabilidad de bautizados, dando testimonio fecundo de su fe e impregnando con los valores del Evangelio todos los ámbitos del orden temporal (cf. Apostolicam Actuositatem
AA 7). Entre ellos, en la escuela, pues “la función de los maestros constituye un verdadero apostolado . . . y a la vez un verdadero servicio prestado a la sociedad” (Gravissimum Educationis GE 8), Con razón, pues, la Sagrada Congregación para la Educación Católica ha emanado recientemente un documento titulado “El laico católico, testigo de la fe en la escuela”, cuya lectura os recomiendo, porque os podrá servir de gran ayuda.

Podría decirse que la tarea educativa es connatural al laico. Porque está íntimamente unida a sus responsabilidades conyugales y familiares. Efectivamente, los laicos participan en la misión educativa, evangelizadora y santificadora de la Iglesia, en virtud de su derecho-deber, primario y original, de educar a los propios hijos (cf. Familiaris Consortio FC 36-42). Y no cabe la menor duda de que la escuela es el complemento de la educación recibida en el seno de la propia familia.

Así lo reconoce la Iglesia cuando subraya el primado de la familia en la educación. Por eso yo mismo, en mi visita a la sede de la UNESCO hace dos anos y medio, reivindicaba “el derecho que pertenece a todas las familias de educar a sus hijos en las escuelas que correspondan a su visión del mundo y, en particular, el estricto derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos sometidos, en las escuelas, a programas inspirados en el ateísmo.

Pero es lógico que los padres tienen el deber de transmitir la fe también en el ámbito de la familia, sobre todo si esto no se pudiera hacer adecuadamente en la escuela. Más aún, cada laico cristiano debe sentir la responsabilidad de dar razón de su fe y ser portador de ésta a todos los ámbitos, con el propio ejemplo y palabra.

La libertad de las familias y la libertad de enseñanza en el proceso educativo tiene su base en un derecho natural del hombre que nadie puede ignorar. No se trata, pues, ni de un privilegio reclamado, ni de una concesión del Estado, sino de una expresión y garantía de libertad, indisociable de un cuadro global de libertades debidamente institucionalizadas. Sed pues vosotros, como educadores católicos, colaboradores y complementadores de la misión de la familia en la formación integral de las nuevas generaciones. Así ayudaréis a forjar una patria de hombres libres y conscientemente responsables de su ser y destino.

42 3. Vuestra vocación cristiana y, desde ella, vuestra profesión educativa, os han de conducir, mediante el ejercicio responsable de la libertad, a la transmisión y búsqueda de la verdad. Esa es la exigencia íntima de la libertad, centro y horizonte de toda creación y comunicación de cultura; exigencia también de la fe que, conscientemente acogida, profundamente pensada y fielmente vivida, genera y se hace cultura.

Por eso, la educación se degrada cuando se convierte en mera a instrucción”. Porque la simple acumulación fragmentaria de técnicas, métodos e informaciones no pueden satisfacer el hambre y sed de verdad del hombre; en vez de operar en favor de lo que el hombre debe a ser”, ella trabaja entonces en favor de lo que sirve al hombre en el ámbito del “haber”, de la “posesión” (cf. IOANNIS PAULI PP. II, Allocutio ad UNESCO habita, 13, die 2 iun. 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III/1 [1980] 1646). El educando queda así ante una contradictoria heterogeneidad de cosas, desconcertado, indeciso e indefenso ante posibles manipulaciones políticas e ideológicas.

El amor apasionado por la verdad debe animar la tarea educativa más allá de meras concepciones “cientistas” o “laicistas”. Debe llevar a enseñar cómo discernir lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto, lo moral de lo inmoral, lo que eleva a la persona y lo que la manipula. Son estos criterios objetivos los que han de guiar la educación, y no categorías extraeducativas basadas en términos instrumentales de acción, de poder, de lo subjetivamente útil o inútil, de lo enseñado por el amigo o adversario, por el tachado de avanzado o retrógrado.

Educar auténticamente es la tarea de un adulto, de un padre y una madre, de un maestro, que ayude al educando a descubrir y a hacer propio, progresivamente, un sentido unitario de las cosas, una aproximación global a la realidad, una propuesta de valores para la propia vida, vista en su integridad, desde la libertad y la verdad.

4. Para el educador cristiano –como dice el documento de la Sagrada Congregación para la Educación Católica que os citaba antes– “cualquier verdad será siempre una participación de la única Verdad, y la comunicación de la verdad como realización de su vida profesional se transforma en carácter fundamental de su participación peculiar en la misión profética de Cristo, que él prolonga con su enseñanza” (Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico testigo de la fe en la escuela, 16).

Si la educación es formación integral de lo humano – y toda educación presupone, implícita o explícitamente, una determinada concepción del hombre, el educador católico inspirará su actividad en una visión cristiana del hombre, cuya suprema dignidad se revela en Jesucristo, Hijo de Dios, modelo y meta del crecimiento humano en plenitud.

El hombre, en efecto, no es reducible a mero instrumento de producción, ni agente del poder político o social. Por eso la tarea educativa del católico ayuda a descubrir, desde el interior de su mismo dinamismo, “el maravilloso horizonte de respuestas que la Revelación cristiana ofrece acerca del sentido último del mismo hombre” (Sagrada Congregación para la Educación Católica, El laico católico testigo de la fe en la escuela, 28).

Esa original presencia y servicio educativo del laico católico se forja en una exigente síntesis intelectual y vital que da coherencia y fecundidad a su magisterio. Todo dualismo entre su fe y su vida personal, su fe y su actividad profesional, reflejaría aquel divorcio entre Evangelio y cultura, que Pablo VI denunciaba ya en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi como uno de los mayores dramas de nuestro tiempo.

No tengáis pues miedo –dentro del sincero respeto a la conciencia del educando– a vivir y proclamar el mensaje de Cristo como clave y sentido radical de toda la experiencia humana. Ahí maduran todos los valores humanos auténticos que el educador cultiva en la conciencia moral del educando: la conciencia de su propia dignidad, su sentido de responsabilidad, su espíritu de solidaridad, su disponibilidad hacia el bien común, su sentido de justicia, su honestidad y rectitud. En Cristo se revela la verdad del hombre. El es camino, verdad y vida. El es nuestra paz.

5. Vosotros, educadores cristianos, habéis de ser forjadores de hombres libres, seguidores de la verdad, ciudadanos justos y leales, y constructores de paz.

Permitidme que me detenga un momento en este último rasgo característico de toda verdadera educación.

43 Sí, constructores de paz y concordia desde el espíritu de las bienaventuranzas. Sabed forjar en vuestros educandos corazones grandes y serenos en el amor a la patria y, por eso, constructores de paz. Porque sólo una profunda reconciliación de los ánimos será capaz de sobreponerse al espíritu y a la dialéctica de la enemistad, de la violencia –sea encubierta o patente–, de la guerra, que son caminos de autodestrucción.

Ruego con insistencia y confianza para que el Señor –también por medio de vosotros– dé a Nicaragua, a toda América Central, paz y concordia, y os haga constructores de paz en el interior de las naciones y en sus recíprocas relaciones.

6. Queridos educadores: Sé que tenéis encomendada una tarea dura y difícil. Recordad que el Señor os acompaña. Toda la iglesia os está muy cercana. Sois fortificados por las riquísimas energías humanas y cristianas de vuestros admirables pueblos. Pero todo ello requiere de vosotros que sepáis ser, antes que nada, auténticos discípulos del Maestro por excelencia.

No opongáis resistencia al llamado del Señor, aun en medio de la adversidad. Creced en el Señor. Arraigaos en su Cuerpo que es la Iglesia. Alimentaos frecuentemente con los sacramentos y demás medios espirituales que ella ofrece. Bebed en su fuente de verdad: verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia, sobre el hombre. Y mantened siempre estrechos vínculos de fidelidad con vuestros obispos.

Firmes en la propia identidad, sed hombres de diálogo y colaboración generosa, en todo lo que sea auténtico crecimiento en paz y justicia, junto con todos vuestros hermanos. Y no olvidéis que –como ya señalé en Puebla (cf. IOANNIS PAULI PP. II, Allocutio ad Episcopos in urbe “Puebla” aperiens III Coetum Generalem Episcoporum Americae Latinae, habita , III,
III 2,0, die 28 ian. 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II [1979] 202-203)– no tenéis necesidad de ideologías ajenas a vuestra condición cristiana para amar y defender al hombre; pues en el centro del mensaje que enseñáis está presente el compromiso por su dignidad.

Vivid, finalmente, y en todo la caridad. Así seréis dignos, en cuanto fieles discípulos, del título de maestros, servidores de la vida nacional, hijos de la Iglesia, ciudadanos ya de esa “civilización del amor” que queremos despunte en el horizonte, también desde la realidad de Nicaragua, de América Central, de América Latina toda. Adelante con valentía y esperanza. De la mano de María nuestra Madre. Con mi afecto y Bendición. Amén.









VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL


EN LA CATEDRAL DE LEÓN


Viernes 4 de marzo de 1983



Queridos hermanos y hermanas,

En mi breve visita a esta antiquísima catedral de León, donde tengo el primer encuentro en un recinto sagrado con los católicos de Nicaragua, saludo con viva estima al Pastor de esta diócesis, monseñor Julián Barni, a los queridísimos sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas de esta diócesis y del resto del país. A muchos los encontraré esta tarde en Managua. Ya desde ahora les aseguro que comprendo sus dificultades, que los acompaño con cariño fraterno y los aliento en su generoso sacrificio eclesial que los une al mérito redentor de la cruz de Cristo.

Saludo asimismo a todo el pueblo fiel de León, a los que han sufrido y sufren por tantos motivos e injusticias y en especial a vosotros reunidos en este templo, centro espiritual de la diócesis. Vivid muy unidos a vuestro obispo, rogad por la Iglesia, sed fieles a vuestra fe y mostraos solidarios con quienes sufren. Ahora elevemos nuestra oración al Padre común, junto con los hermanos que nos esperan en el área de la universidad. Y recibid todos mi cordial bendición, sobre todo los enfermos y ancianos que abrazo en el amor de Cristo.







VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CEREMONIA DE BIENVENIDA


Aeropuerto de Managua, Nicaragua

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Viernes 4 de marzo de 1983



Ilustres miembros de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional,
amados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas,

1. Al pisar el suelo de Nicaragua, mi primer pensamiento agradecido va a Dios, que me brinda la posibilidad de visitar esta tierra de lagos y volcanes, y sobre todo este noble pueblo, tan rico de fe y de tradiciones cristianas.

Quiero expresar asimismo mi saludo a las autoridades todas. Con mi sincero agradecimiento a la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, que me ha invitado a visitar este país, y cuyos miembros han tenido la deferencia de venir a recibirme y darme la bienvenida en este mi viaje apostólico.

Saludo a la vez cordialmente a quienes son mis hermanos en el Episcopado, los obispos de la Iglesia de Cristo en Nicaragua, y en primer lugar al querido monseñor Miguel Obando Bravo, arzobispo de la diócesis que me acoge y Presidente de la Conferencia Episcopal. Ellos me han invitado reiteradamente para que hiciera una visita a su amado pueblo.

Pero mi saludo se alarga con gran afecto a todo el pueblo de Nicaragua. No sólo a los que han podido venir a encontrarme o me están escuchando en este momento de formas diversas; no sólo a quienes encontraré en León o en Managua durante estas horas de permanencia entre vosotros que desearía prolongar, sino especialmente a los millares y millares de nicaragüenses que no han hallado la posibilidad de acudir – como hubieran deseado – a los lugares de encuentro; a quienes no pueden hacerlo a causa de las distancias o de sus ocupaciones; a los que les retienen compromisos de trabajo; a los enfermos, ancianos y niños; a quienes han sufrido o sufren a causa de la violencia – de cualquier parte provenga –; a las víctimas de las injusticias y a quienes prestan su servicio al bien de la nación.

2. Me trae a Nicaragua una misión de carácter religioso; vengo como mensajero de paz; como alentador de la esperanza; como un servidor de la fe, para corroborar a los fieles en su fidelidad a Cristo y a su Iglesia; para alentarlos con una palabra de amor, que llene los ánimos de sentimientos de fraternidad y reconciliación.

En nombre de Aquel que por amor dio su vida por la liberación y redención de todos los hombres, querría dar mi aporte para que cesen los sufrimientos de pueblos inocentes de esta área del mundo; para que acaben los conflictos sangrientos, el odio y las acusaciones estériles, dejando el espacio al genuino diálogo. Un diálogo que sea ofrecimiento concreto y generoso de un encuentro de buenas voluntades y no posible justificación para continuar fomentando divisiones y violencias.

Vengo también para lanzar una llamada de paz hacia quienes, dentro o fuera de esta área geográfica –dondequiera se hallen–, favorecen de un modo o de otro tensiones ideológicas, económicas o militares que impiden el libre desarrollo de estos pueblos amantes de la paz, de la fraternidad y del verdadero progreso humano espiritual, social, civil y democrático.

45 A la Virgen María, tan venerada por el pueblo fiel nicaragüense en su misterio de la Purísima Concepción, encomiendo esta visita, a la vez que imparto sobre todos mi cordial Bendición.









VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL


A LA CORTE INTERAMERICANA DE LOS DERECHOS HUMANOS


San José de Costa Rica

Jueves 3 de marzo de 1983



Distinguidos señores,

En el marco de mi visita a los países de América Central, he aceptado gustosamente este encuentro con vosotros que, en virtud de la alta función que desempeñáis, habéis sido llamados a realizar una importante tarea de protección de los derechos humanos en este querido y atormentado continente. Os saludo pues con profunda estima.

La creación de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, que tiene por finalidad aplicar e interpretar la Convención Americana de los Derechos Humanos que entró en vigor el año 1978, ha señalado una etapa de particular relieve en el proceso de maduración ética y de desarrollo jurídico de la tutela de la dignidad humana. En efecto, esta Institución, que no sin motivo escogió la ciudad de San José de Costa Rica como sede, manifiesta una viva toma de conciencia por parte de los pueblos y gobernantes americanos, de que la promoción y defensa de los derechos humanos no es un mero ideal, todo lo noble y elevado que se quiera, pero, en la práctica, abstracto y sin organismos de control efectivo; sino que debe disponer de instrumentos eficaces de verificación y, si hiciera falta, de oportuna sanción.

Es cierto que el control del respeto de los derechos humanos corresponde ante todo a cada sistema jurídico estatal. Pero una mayor sensibilidad y una acentuada preocupación por el reconocimiento o por la violación de la dignidad y la libertad del hombre, han hecho ver no sólo la conveniencia, sino también la necesidad de que la protección y el control que ejerce un Estado, se completen y se refuercen a través de una institución jurídica supranacional y autónoma.

La Corte Interamericana de los Derechos Humanos, de la que vosotros formáis parte, ha sido instituida precisamente para desempeñar esta específica función jurídica, tanto contenciosa como consultiva. En vista de esa noble misión, deseo expresaros, señores, mi apoyo y aliento, mientras invito a las instancias interesadas a recurrir con valentía a esta Corte para confiarle los casos de su competencia, dando así prueba concreta de reconocerle el valor plasmado en sus estatutos. Este será el camino hacia una mejor aplicación del contenido de la Declaración Universal de los Derechos del hombre, a la que me referí bastante extensamente durante mi visita a la sede de las Naciones Unidas (IOANNIS PAULI PP II Allocutio ad eos qui interfuerunt Coetui Nationum Unitarum, 9, 13-20, die 2 oct. 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II, 2 (1979) 527. 531-538).

A vosotros, ilustres jueces, quiero formular el ferviente voto de que, con el desempeño de vuestras funciones, ejercidas con profundo sentido ético e imparcialidad, hagáis crecer el respeto de la dignidad y de los derechos del hombre; ese hombre que vosotros, educados en una tradición cristiana, reconocéis como imagen de Dios y redimido por Cristo; y, por consiguiente, el ser más valioso de la creación.

Pido a Dios que os bendiga e ilumine en el fiel cumplimiento de esta vasta tarea, tan necesaria e importante en el actual momento de la historia humana.









VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL


A LOS JÓVENES


San José de Costa Rica

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Jueves 3 de marzo de 1983



Mis queridos jóvenes:

1. En mi visita apostólica a esta área geográfica me encuentro hoy con vosotros, jóvenes de Costa Rica aquí presentes; y a través de los medios de comunicación, también con los de los otros países que visitaré en los próximos días.

Tanto a los que os halláis en este estadio como a los ausentes, pero unidos afectivamente a nosotros, os expreso mi gran alegría de estar con vosotros y os doy mi saludo más cordial de amigo y hermano.

Vengo a compartir con vosotros esta fraterna experiencia humana y eclesial, y a deciros una palabra que estoy seguro tendrá un fuerte eco en vuestro corazón generoso: Cristo, el eternamente joven, os necesita y os convoca en la Iglesia, “verdadera juventud del mundo” (Mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes, Nuntius ad iuvenes, 6).

Al concluir el Concilio Vaticano II, su último mensaje fue dirigido precisamente a los jóvenes, a vosotros “los que vais a recibir la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia” (ib. 1).

Con gran confianza dijeron entonces los padres conciliares: “Sobre todo para vosotros los jóvenes, la Iglesia acaba de alumbrar en su Concilio una luz, luz que alumbrará el porvenir” (ib. 2).

Como este mensaje es de impresionante actualidad, me parece oportuno entretenerme aquí con vosotros sobre el mismo, para examinar cómo puede iluminar mejor vuestro camino y ayudaros a responder al grave compromiso que tenéis como fermento y esperanza de la comunidad humana y de la Iglesia.

2. Sé que con frecuencia os preguntáis acerca de cómo vivir vuestra vida de manera que valga la pena; cómo comportaros de modo que vuestra existencia esté llena y no caiga en un vacío; cómo hacer algo para mejorar la sociedad en la que vivís, saliendo al paso de los graves males que sufre y que repugnan a vuestra sed de sinceridad, de fraternidad, de justicia, de paz, de solidaridad. Sé que deseáis ideales nobles, aunque cuesten, y no queréis vivir una vida gris, hecha de pequeñas o grandes traiciones a vuestra conciencia de jóvenes y de cristianos. Y sé también que para ello estáis dispuestos a adoptar una actitud positiva frente a vuestra propia existencia y a la sociedad de la que sois miembros.

No basta, efectivamente, contemplar los tantos males que descubrís en derredor vuestro, o lamentarlos pasivamente. No basta tampoco criticarlos. No aportaría solución alguna declararse impotentes o vencidos ante el mal y dejarse llevar por la desesperanza. No, no es ése el camino de solución.

Cristo os llama a comprometeros en favor del bien, de la destrucción del egoísmo y del pecado en todas sus formas. Quiere que construyáis una sociedad en la que se cultiven los valores morales que Dios desea ver en el corazón y en la vida del hombre. Cristo os invita a ser hijos fieles de Dios, operadores de bien, de justicia, de hermandad, de amor, de honestidad y concordia. Cristo os alienta a llevar siempre en vuestro espíritu y en vuestras acciones la esencia del Evangelio: el amor a Dios y el amor al hombre (Cfr. Mt Mt 22,40).

47 Porque sólo de esta manera, con esa comprensión de la profundidad del hombre a la luz de Dios, podréis trabajar con eficacia para que «esa sociedad que vais a construir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras” (Mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes, Nuntius ad iuvenes, 3). Las vuestras y las de quienes – no lo olvidéis nunca – son hijos de Dios, y llevan asimismo el exigente nombre de hermanos vuestros.

3. Este camino de empeño en favor del hombre no es fácil. Trabajar por elevarlo y ver siempre reconocida y respetada su dignidad, es tarea muy exigente. Para perseverar en ella es necesaria una motivación profunda, una motivación que sea capaz de superar el cansancio y el escepticismo, la duda y aun la sonrisa de quien se asienta en su comodidad o ve como ingenuo a quien es capaz de altruismo.

Para vosotros, jóvenes cristianos, esa motivación de fondo, capaz de transformar vuestras acciones, es vuestra fe en Cristo. Ella os enseña que vale la pena esforzarse por ser mejor; que vale la pena trabajar por una sociedad más justa; que vale la pena defender al inocente, al oprimido, al pobre; que vale la pena sufrir para atenuar el sufrimiento de los demás; que vale la pena dignificar cada vez más al hombre hermano.

Vale la pena, porque ese hombre no es el pobre ser que vive, sufre, goza, es explotado y acaba su vida con la muerte; sino que es un ser imagen de Dios, llamado a la amistad eterna con El: un ser que Dios ama y quiere que sea amado.

Sí, quiere que no sólo sea respetado –que es el primero y básico paso–, sino que sea amado por sus semejantes.

Esta es la meta altísima a la que nos llama nuestra fe cristiana. Este es el camino que lleva al corazón del hombre y que pasa por la complacencia de Dios en él. Por eso el Concilio se preocupaba de que la sociedad deje expandir su tesoro antiguo y siempre nuevo: la fe (Mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes, Nuntius ad iuvenes, 4).

4. La Iglesia confía en que sabréis ser fuertes y valientes, lúcidos y perseverantes en ese camino. Y que con la mirada puesta en el bien y animados por vuestra fe, seréis capaces de resistir a las filosofías del egoísmo, del placer, de la desesperanza, de la nada, del odio, de la violencia (ib.). Conocéis los frutos amargos que produce. ¡Cuántas lágrimas, cuánta sangre derramada por causa de la violencia, fruto del odio y del egoísmo!

El joven que se deja dominar por el egoísmo, empobrece sus horizontes, rebaja sus energías morales, arruina su juventud e impide el adecuado crecimiento de su personalidad. En cambio, la persona auténtica, lejos de encerrarse en sí misma, está abierta a los demás; crece, madura y se desarrolla en la medida en que sirve y se entrega generosamente.

Detrás del egoísmo aparece la filosofía del placer. Cuántos jóvenes, por desgracia, son arrastrados por la corriente del hedonismo, presentado como un valor supremo; ello los lleva al desenfreno sexual, al alcoholismo, a la droga y a otros vicios que destruyen su fuerza ardorosa y debilitan su capacidad para afrontar las reformas que son indispensables en la sociedad.

Natural consecuencia del egoísmo y del placer absolutizado es la desesperanza que lleva a la filosofía de la nada. El joven auténtico cree en la vida y rebosa esperanza. Está convencido de que Dios lo llama en Cristo a realizarse integralmente, hasta la estatura del hombre perfecto y la madurez de la plenitud (Cfr. Ef
Ep 4,13).

5. Y, ¿qué deciros, amados jóvenes, de los horrores del odio y la violencia? Es una triste realidad que, en este momento, gran parte de América Central está cosechando los amargos frutos de la semilla sembrada por la injusticia, por el odio y la violencia.

48 Ante esta dolorosa situación de muerte y enfrentamiento, el Papa siente la imperiosa necesidad de repetir ante vosotros, jóvenes, la palabra de Cristo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13,34). Y también la palabra solemnemente pronunciada por mi predecesor Pablo VI en Bogotá: “La violencia no es cristiana ni evangélica” (Pablo VI, Santa Misa en la «Jornada del Desarrollo», Bogotá, 23 de agosto de 1968).

Si, vosotros, amadísimos jóvenes, tenéis la grave responsabilidad de romper la cadena del odio que produce odio, y de la violencia que engendra violencia. Habéis de crear un mundo mejor que el de vuestros antepasados. Si no lo hacéis, la sangre seguirá corriendo; y mañana, las lágrimas darán testimonio del dolor de vuestros hijos. Os invito pues como hermano y amigo, a luchar con toda la energía de vuestra juventud contra el odio y la violencia, hasta que se restablezca el amor y la paz en vuestras naciones.

Vosotros estáis llamados a enseñar a los demás la lección del amor, del amor cristiano, que es al mismo tiempo humano y divino. Estáis llamados a sustituir el odio con la civilización del amor.

Esto lo podréis realizar por el camino espléndido de la amistad auténtica, de la que lleva siempre a lo más alto y noble; de la amistad que aprendéis de Cristo, que ha de ser siempre vuestro modelo y gran amigo. Y rechazando con gallardía a cuantos recurren al odio y sus manifestaciones como instrumentos para forjar una nueva sociedad.

6. El mensaje del Concilio os invita también a no ceder al ateísmo, “fenómeno de cansancio y de vejez” (Mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes, Nuntius ad iuvenes, 4). Ante él, vosotros jóvenes vigorosos, debéis afirmar la fe “en lo que da sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno” (ib.).

Debéis manifestar en vuestra vida esa fe, enriqueciendo a otros con un testimonio vivido, alegre, esperanzado y esperanzado, que contagie a quien os mira. Vuestro testimonio cristiano, juvenil y valiente, capaz de pisotear el respeto humano, tiene gran fuerza evangelizadora.

Esta debe ser vuestra actitud de vida. Si sois fieles a este programa, sentiréis el gozo de quien lucha y sufre por el bien; de quien da a los demás la razón de su esperanza; de quien encuentra en cada hombre el rostro de Cristo; de quien renueva constantemente su juventud interior; de quien ante un mundo que lo busca, quizá sin saberlo, grita un mensaje de optimismo: también en nuestros días, Jesús de Nazaret sigue siendo la fuente e inspiración de la verdad, de la dignidad, de la justicia, del amor.

7. Mis queridos amigos: sé, por mi experiencia como profesor universitario, que os gustan las síntesis concretas. Es muy sencilla la síntesis-programa de lo que os he dicho, se encierra en un No y un :

No al egoísmo;

No a la injusticia;

No al placer sin reglas morales;

49 No a la desesperanza;

No al odio y a la violencia;

No a los caminos sin Dios;

No a la irresponsabilidad y a la mediocridad.

Sí a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia;

Si a la fe y al compromiso que ella encierra;

Sí al respeto de la dignidad, de la libertad y de los derechos de las personas;

Sí al esfuerzo por elevar al hombre y llevarlo hasta Dios;

Sí a la justicia, al amor, a la paz;

Si a la solidaridad con todos, especialmente con los más necesitados;

Sí a la esperanza;

50 Sí a vuestro deber de construir una sociedad mejor.

8. Recordad que para vivir el presente hay que mirar al pasado, superándolo hacia el futuro.

El futuro de América Central estará en vuestras manos; lo está ya en parte. Procurad ser dignos de tamaña responsabilidad.

Que Cristo Jesús os inspire con su palabra y ejemplo. Acogedlos con generosidad, con entusiasmo, y ponedlos en práctica. Atender el consejo del Apóstol Santiago: “Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañados a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero yéndose se olvida de cómo es” (
Jc 1,22-24).

La bendición de Dios y mi oración os acompañarán en esta tarea. Que la Virgen María, la Madre de Cristo nuestro Salvador, sea vuestra compañera, vuestra hermana, vuestra amiga, vuestra confidente, vuestra Madre, hoy y siempre. Así sea.







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