Discursos 1983 58


VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CEREMONIA DE BIENVENIDA


Aeropuerto de San José de Costa Rica

Miércoles 2 de marzo de 1983



Señor Presidente,
amados hermanos en el Episcopado,
59 queridos hermanos y hermanas,

1. ¡Alabado sea Jesucristo!

Doy gracias a Dios que me trae de nuevo a este continente americano, después de las precedentes visitas a la República Dominicana y México, a Estados Unidos, Brasil y Argentina, de las que conservo tan vivos recuerdos.

Esta vez mis pasos de peregrino apostólico se dirigen a esta área geográfica de América Central. En ella he pensado tanto desde hace tiempo y ha estado con frecuencia en el centro de mi recuerdo e inquietudes.

Me acoge en la primera etapa la querida tierra de Costa Rica, cuya calurosa hospitalidad empiezo a experimentar desde mi llegada al aeropuerto Juan Santa María de la capital de la nación. Por ello aflora en mi espíritu un sentimiento de profunda gratitud.

Gracias, Señor Presidente, por su benévola acogida, por las nobles palabras que acaba de pronunciar, por la invitación que me hizo junto con el Episcopado costarricense para visitar el país, y por cuanto ha hecho para disponer convenientemente la visita. Este saludo agradecido se extiende a los miembros del Gobierno y demás autoridades o personas que han prestado su colaboración entusiasta.

Mi saludo cordial y fraterno va también a los hermanos obispos del SEDAC, en primer lugar a su Presidente, Monseñor Román Arrieta, Pastor también de esta arquidiócesis de San José, que han venido a recibirme y con los que me encontraré esta misma tarde. En el mismo saludo incluyo a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos comprometidos en la obra eclesial, así como a todos los hombres y mujeres –niños, jóvenes, adultos y ancianos– de Costa Rica, tierra de fecunda historia y amante de la paz.

2. Pero mi mirada no se detiene en esta sola nación. Esta visita apostólica tiene carácter unitario en su desarrollo global. Por eso, desde el primer momento en que piso tierras de América Central, mi pensamiento y recuerdo van cargados de afecto a todas las personas y países que visitaré en los próximos días: de Nicaragua a Panamá y El Salvador; de Guatemala a Honduras, Belice y Haití.

Pensando en todos he emprendido este viaje, movido por el deber que siento de avivar la luz de la fe en pueblos que ya creen en Jesucristo; para que esa fe ilumine e inspire cada vez más eficazmente su vida individual y comunitaria.

3. Mas quiere tener también otras finalidades esta permanencia pastoral del Sucesor de Pedro entre vosotros. En efecto, ha resonado con acentos de urgencia en mi espíritu el clamor desgarrado que se eleva desde estas tierras y que invoca la paz, el final de la guerra y de las muertes violentas; que implora reconciliación, desterrando las divisiones y el odio; que anhela una justicia, larga y hasta hoy inútilmente esperada; que quiere ser llamada a una mayor dignidad, sin renunciar a sus esencias religiosas cristianas.

Ese clamor dolorido es al que querría dar voz con mi visita; la voz que se apaga en la ya acostumbrada imagen de las lágrimas o muerte del niño, del desconsuelo del anciano, de la madre que pierde a sus hijos, de la larga fila de huérfanos, de los tantos millares de prófugos, exiliados o desplazados en busca de hogar, del pobre sin esperanza ni trabajo.

60 Es el dolor de los pueblos que vengo a compartir, a tratar de comprender más de cerca, para dejar una palabra de aliento y esperanza, fundada en un necesario cambio de actitudes.

4. Ese cambio es posible, si aceptamos la voz de Cristo que nos urge a respetar y amar a cada hombre como hermano nuestro; si sabemos renunciar a prácticas de ciego egoísmo, si aprendemos a ser más solidarios, si se aplican con rigor las normas de justicia social que proclama la Iglesia, si se abre paso en los responsables de los pueblos a un creciente sentido de justicia distributiva de las cargas y deberes entre los diversos sectores de la sociedad; y si cada pueblo pudiera afrontar sus problemas, en un clima de diálogo sincero, sin interferencias ajenas.

Sí, estas naciones tienen capacidad para lograr progresivamente metas de significación mayor para sus hijos. Hacia ello habrá que tender con voluntad cada vez más determinada y con la colaboración de los diversos sectores de la población.

Sin recurrir a métodos de violencia ni a sistemas de colectivismo, que pueden resultar no menos opresores de la dignidad del hombre que un capitalismo puramente economista. Es la vía del hombre, el humanismo proclamado por la Iglesia en su enseñanza social el que podrá hacer superar situaciones lamentables, que esperan oportunas reformas.

5. Mi palabra es de paz, de concordia y esperanza. Vengo a hablaros con amor hacia todos y a exhortaras a la fraternidad y entendimiento como hijos del mismo Padre. Precisamente esa realidad es la que me mueve a pulsar ante las conciencias, para que de una respuesta adecuada pueda brotar la esperanza en estas tierras, que tanto la necesitan.

Aliento desde ahora a cuantos se esfuerzan por lograrlo; desde la responsabilidad pública, desde su puesto en la Iglesia o en la sociedad.

En este sentido expreso también mi estima y aliento a los ilustres miembros del Cuerpo Diplomático que encontraré en estos días, así como a los responsables de los medios de comunicación, que tanto pueden aportar con su propia labor.

Pido a Dios que haga fructificar estos propósitos, que encomiendo a la Madre de Cristo y nuestra, para que con su ayuda maternal nos asista en estos días. Confiando en esa protección de lo alto, bendigo de corazón a cada hijo de Costa Rica y de las otras naciones que visitaré durante esta visita apostólica.








AL CONGRESO INTERNACIONAL "UNIV 83"


PROMOVIDO POR EL INSTITUTO


PARA LA COOPERACIÓN UNIVERSITARIA


Martes 29 de marzo de 1983



Amadísimos:

1. Ha llegado también este año el momento de nuestra cita ya habitual con ocasión de vuestra reunión en Roma dedicada esta vez al tema "El estudio como trabajo".

61 Quiero manifestaros el gozo con que me uno a vosotros, estudiantes y profesores universitarios de muchos países, y la seguridad con que confío vuestras esperanzas a la intercesión de la Santísima Virgen, causa nostrae laetitiae, manantial de la alegría que debe impregnar la vida de todo cristiano, y sobre todo de los jóvenes.

¿Puede el estudio considerarse trabajo? Sin duda alguna, al menos si entendemos el concepto de "estudio" y de "trabajo" en su acepción más profunda, que es humanista y religiosa a un tiempo.

En sentido técnico y preciso el estudio es ante todo trabajo del intelecto en pos de la verdad que ha de conocer y comunicar. Si "trabajo" quiere decir disciplina, método, fatiga, ciertamente el estudio es todo esto. Y, ¡qué fundamental es en vuestra vida el trabajo metódico, humilde y perseverante del intelecto! En efecto, como dice Cristo, precisamente de la conquista de la verdad nos viene la libertad, la libertad verdadera que significa perfección de la persona, virtud, santidad.

2. Pero el estudio no es sólo trabajo del intelecto; es asimismo trabajo de la voluntad. La inteligencia sola no puede caminar en la búsqueda de la verdad —en especial cuando se trata de las verdades morales—, si no está sostenida de continuo por la voluntad. No se encuentra la verdad si no se la ama: y el amor es acto de la voluntad. Además, las verdades más altas, que son las del Evangelio, no se pueden conocer auténtica e íntimamente sin esa forma de amor sobrenatural que es la caridad, único medio de conocer realmente a Dios, Verdad infinita.

Ahora bien, cuando decimos "voluntad", entendemos "responsabilidad". No se concibe el estudio como un proceso meramente técnico e intelectual preocupado sólo de respetar las leyes de la lógica. Si en él la voluntad desempeña un papel esencial, esto quiere decir que el estudio se concibe como "trabajo" también en sentido moral. No sólo contribuye a desarrollar las virtudes intelectuales, sino asimismo las morales. De aquí que tenga estrecha relación con el bien del hombre. Por ser el estudio acto de responsabilidad, debe reforzar nuestro sentido de responsabilidad en la prosecución del verdadero bien del hombre. Desde este punto de vista el estudio es trabajo en un sentido más profundo, pues no está al servicio de conocimientos abstractos, sino que es decisivo en la orientación del hombre hacia su destino eterno.

Muchos afirman que los estudiantes de hoy están redescubriendo interés y gusto por el estudio realizado con seriedad. Mas igualmente general es la constatación de que esta tarea se desenvuelve en un preocupante vacío de valores auténticos. Numerosos compañeros vuestros se orientan a afrontar el estudio con una actitud positiva de profesionalidad, pero al mismo tiempo lo enfocan con la tendencia utilitarista de mera afirmación de sí mismos. Parece así reafirmarse el cínico eslogan de "saber es poder".

Ciertamente el estudio puede concebirse como "trabajo" en el sentido de que debe orientarse concretamente a la profesionalidad. Sin embargo, conviene prestar atención para que esta orientación práctica del estudio no sea consecuencia ni expresión de materialismo (cf. Laborem exercens
LE 13), en el que el mismo hombre queda reducido a instrumento de la ambición propia o ajena. Hemos de repetir que el trabajo es servicio y que el gozo de ponernos a nosotros mismos y nuestro trabajo al servicio del bien, jamás podrá sustituirlo la ilusión de un poder individual efímero.

3. De aquí la convicción de que el "estudio como trabajo" se refiere también a ese "trabajo" que hemos de ejercer sobre nosotros mismos para madurar como hombres o, mejor aún, como cristianos.

En efecto, el trabajo más importante no es el de la transformación del mundo, sino el de la transformación de nosotros mismos para hacernos más conformes a la imagen de Dios que el Creador ha inscrito en nuestro ser. De nada serviría dominar la naturaleza con los recursos más refinados de la tecnología, si no fuéramos capaces de someternos igualmente nosotros mismos a los dictados de nuestra conciencia iluminada por la ley divina. Se nos plantearía en este caso esta inquietante pregunta del Señor: "¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?" (Mc 8,36).

El significado del trabajo, pues, recibe luz del sentido cristiano de la vida; la comprensión de la fatiga humana depende de la comprensión de la vocación con que Dios llama al hombre a ponerse totalmente al servicio del bien en todas sus acciones. El hombre es el fin del trabajo, pero el fin del hombre es Dios: por tanto, el significado del trabajo supera al mismo trabajo y lo libera.

Ahora ya podemos captar cuál es el significado más profundo del estudio y del trabajo al mismo tiempo: la búsqueda de la santidad. La tarea que se abre ante vosotros, que os proponéis dar testimonio cristiano en el trabajo universitario, puede encerrarse en una palabra llena de contenido: santidad. Santidad en el estudio y por medio del estudio. El mundo del trabajo tiene necesidad de vuestra vida santa. Y esta vida santa consta de doctrina y oración, intimidad con Cristo y trabajo: está hecha de amor. ¿Motivo para ello? Lo saco de estas palabras que vosotros ciertamente conocéis bien: "Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santidad de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esta profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo" (Pasa Jesús, Josemaría Escrivá de Balaguer, n. 46).

62 Por tanto, el trabajo es expresión de la capacidad de amar a Dios y a los hermanos, y esfuerzo por cooperar al designio del Creador en favor de sus criaturas (cf. Laborem exercens LE 25). Y como el pecado que deteriora las obras del hombre y perturba los ambientes de su actividad transformándolos en lugares de lucha y odios, es obstáculo del amor de Dios, resulta evidente que el cristiano estará al servicio del mundo del trabajo solamente si lucha contra el pecado que anida en su alma. Y así resulta oportuno, a este propósito, el llamamiento "a un compromiso singular de penitencia y renovación" (Bula Aperite portas, 4) que he dirigido a todos los fieles con ocasión del Año Jubilar de la Redención. Pensad en la grandiosa fuerza de transformación del mundo contenida en esto.

4. La invitación del Año Santo a la penitencia no es clamor de tristeza, sino de júbilo, es invitación a contemplar con dolor el misterio de la pasión de Cristo e invitación al gozo de renacer a través del perdón. La santidad cristiana no es impecabilidad, sino lucha por no ceder y por volverse a levantar siempre después de cada cesión. No depende tanto de la fuerza de voluntad del hombre, sino más bien del esfuerzo por no obstaculizar jamás la acción de la gracia en el alma y ser por el contrario sus "colaboradores" humildes; pues bien, éste es el "estudio", el "trabajo" más importante.

Al proclamar el Año Santo de la Redención, hablé de "un año ordinario celebrado de modo extraordinario" (Bula Aperite portas, 3): hoy os pido que desempeñéis de modo extraordinario vuestro trabajo ordinario. Con tesón humano, pero sobre todo con amor que crezca de día en día y produzca frutos de fidelidad. Purificando así vuestra vida, veréis constantemente ante vosotros la luz. Queridísimos: La Virgen Stella matutina alumbre siempre y cada nuevo día vuestra voluntad renovada de seguir a su Hijo y acercar a Él a todas las criaturas.

Os acompañe mi afectuosa bendición.
* * *


Doy la bienvenida a todos los estudiantes de este nuevo Congreso internacional universitario. El tiempo de vuestros estudios sea tiempo fuerte de verdad —¡de trabajo auténtico!—, de preparación profesional, especialización y formación integral, entrenamiento en la responsabilidad y servicio a los otros, y de vida en Iglesia. Que la fe impregne los móviles y el espíritu en la perspectiva de la creación y redención. Que esta gran asamblea católica os fortaleza, y la celebración de la Pasión y Pascua del Señor os purifique, eleve e introduzca en el universo del amor de Dios y en su gozo.

Deseo añadir una palabra para saludar a los jóvenes de lengua inglesa. Mientras reflexionáis sobre el importante tema de vuestro Congreso, recordad también que todo en la vida cobra sentido cuando oráis. En la oración os encontráis con Jesús que es vuestro camino, verdad y vida. Por la oración estudiáis, trabajáis y vivís con Jesús.

Saludo con afecto a todos los hispanohablantes que participan en el Congreso universitario internacional "Univ 83". Que este encuentro os ayude a ver vuestra labor formativa actual como un medio de futura entrega a los demás. Con mi cordial bendición.

A los queridísimos estudiantes de lengua portuguesa saludo también cordialmente y les deseo toda felicidad, a la vez que les digo: en vuestro trabajo de ahora, que es el estudio, y en las actividades futuras, sed hombres para los hombres, cultivando en vosotros y en los demás la dignidad de personas con el recuerdo de que Dios quiso que todos los hombres formásemos una sola familia humana; y sea Cristo, modelo del trabajador y Redentor del hombre, la luz de vuestros caminos por la vida. Al daros la bendición apostólica, en vosotros veo a vuestros amigos y familias.

Saludo cordialmente asimismo a los estudiantes de lengua alemana. El tema de vuestro Congreso "El estudio como trabajo" tiene aspectos tan importantes de vuestra vida como cristianos y ciudadanos del Estado, que quiero desearos con sumo interés toda clase de fruto en vuestras reflexiones y reuniones. El modo en que cada uno estudie y más adelante utilice su educación en la profesión, sea una pequeña aportación al bien del mayor número posible de hombres de vuestra patria y a la paz de los pueblos. Esto pido para vosotros con mi particular bendición.









                                                                                    Abril de 1983


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL CONSEJO INTERNACIONAL PARA LA CATEQUESIS

63

15 de abril de 1983



Señor cardenal,
venerables hermanos en el Episcopado,
amados hermanos y hermanas:

1. Agradezco ante todo al cardenal Oddi las corteses y apreciables palabras pronunciadas. Doy mi bienvenida y mi saludo cordial a él y a todos los que habéis venido hasta aquí. Junto a él, me es grato mencionar a los superiores y a los oficiales de la Sagrada Congregación para el Clero, a los miembros de la oficina pastoral-catequística y a todos los que pertenecen al Consejo internacional para la Catequesis, que han venido a Roma desde lejanos países y desde diversos ambientes. Me alegra recordar inmediatamente una bella afirmación del Santo Obispo Ambrosio, que proclama ángel es a aquellos que se comprometen a transmitir la Palabra de Dios y a evangelizar a los hombres: “No se puede callar, no se puede negar: es un ángel el que anuncia el reino de Dios y la vida eterna”: Non est fallere, non est negare: angelus est qui regnum Dei te vitam aeternan anmuniat (De Mysteriis, 1, 6). En realidad vosotros habéis venido aquí, al centro de la Iglesia visible, para traer vuestra cualificada contribución a la solución de problemas tan importantes y graves, que afectan a la evangelización y a la catequesis, según esta en la finalidad de los estatutos del mismo Consejo.

Por mi parte, estoy muy contento de vuestra presencia doy muchas gracias al Señor, que me da la oportunidad de expresar algunas consideraciones referentes a la naturaleza, responsabilidad y finalidad de la catequesis

2. Los trabajos de esta sesión del consejo internacional para la Catequesis en los diversos temas tratados: La reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia” y “Schema doctrinae christianae”, han puesto sin duda de relieve que, sin una instrucción y formación religiosa precisa y profunda, no es posible esperar de los fieles una práctica sincera y generosa de la vida cristiana. Esto debe decirse ante todo para una familiar y saludable frecuencia del sacramento de la reconciliación. En efecto, si es necesaria la catequesis en general para los sacramentos, es mucho más necesaria para el sacramento de la reconciliación, cuyo elemento sensible, es decir, la materia del sacramento, es constituida propiamente por los actos del penitente. La evangelización del divino mensaje de la salvación. A este propósito, las tareas y las competencias de cada uno de los Ordinarios, de las Conferencias Episcopales y de la misma Santa Sede, están claramente establecidas en el libro tercero del nuevo Código de Derecho Canónico, y, por lo que se refiere a la preparación y a la publicación de los catecismos, particularmente en los cánones 775 y 827.

La catequesis es sin duda la primera y más comprometida tarea de los presbíteros, que deben ser los agentes más inmediatos y generosos de la evangelización; me agrada recordar aquí también la responsabilidad propia e insustituible de los padres en la instrucción y formación religiosa de los hijos, porque, como ya he dicho en otra ocasión: “La catequesis familiar precede, acompaña y enriquece toda otra forma de Catequesis (Catechesi tradandae, 68).

4. Vuestra reflexión se ha detenido también en otro aspecto fundamental para la catequesis, el de sus contenidos, que a veces puede ser fuente de dificultades y tensiones, si se tienen en cuenta las múltiples implicaciones del problema.

La catequesis es un acto de la Iglesia, que nace de la fe y está al servicio de la fe; ella guía y sostiene al hombre en la nueva existencia en Cristo resucitado. Pero la fe lleva consigo realidades, vive de contenidos vitales que son expresados en las diferentes profesiones de fe. La catequesis, por tanto, debe tener una unión vital con estos contenidos. Transmitir, explicar y hacer vivir integralmente las realidades expresadas en el Símbolo de la Fe es tarea de la catequesis, que es auténtica y cristiana cuando transmite la fe vivida por la Iglesia, en continuidad y fidelidad, cuando es palabra viva y no una idea abstracta, cuando se esfuerza por dar a los fieles certezas sencillas y sólidas, capaces de iluminar y transformar la vida individual y colectiva.

Esta característica de la catequesis cristiana —ser palabra viva— es lo que permite resolver el problema de la relación entre contenido y vida. En efecto, las ideologías y los grandes mitos modernos logran a menudo movilizar y exaltar grandes masas, pero su éxito es inevitablemente la manipulación, y no pocas veces la destrucción de la dignidad, de la libertad, de la vida misma, porque se trata de doctrinas y de fórmulas al servicio de una voluntad de dominio, mientras la Palabra de Dios es comunicación de vida, es relación personal con El, es fundamento de la dignidad del hombre. Esta admirable y única dignidad del hombre se convierte, en un mundo dominado por el anonimato, en una ocasión de vocación personal y única que inserta el hombre, con su plena creatividad y responsabilidad, en el designio de Dios. La catequesis ayuda a descubrir y a alimentar esta vocación de todo hombre y funda así la identidad del creyente en su servicio a la sociedad, que es testimoniar la vida y la verdad y mostrar la vía. La fe, en efecto, es un acto, de libertad humana suprema que se abre a la gratuita iniciativa de Dios Revelante y se da definitivamente a Cristo Redentor con amoroso conocimiento, asumiendo así la verdadera identidad cristiana.

64 5. Amadísimos: Sabed que llevo muy en el corazón vuestro trabajo. De vosotros, en efecto, depende en gran parte la eficacia del anuncio cristiano, que está destinado a dar frutos en la vida diaria de los bautizados. Por esto, es mi deber recordaros a todos vosotros ante el Señor en la oración, con el fin de que El ilumine vuestras mentes, robustezca vuestras voluntades, fecunde vuestros esfuerzos. La renovación de la catequesis debe ser considerada verdaderamente como un don del Espíritu Santo a la Iglesia (Catechesi tradandae, 3). Al dirigiros mi palabra de ánimo, quiero hablar a cuantos comparten con vosotros la responsabilidad de la búsqueda y de la experimentación, así como también a todos los padres, catequistas y profesores, que humildemente y con alegría ejercen el apostolado catequístico en las casas, en las parroquias, en los grupos.

Que el Señor os bendiga ampliamente, mientras con alegría os imparto mi bendición apostólica a todos vosotros, a vuestros colaboradores y a cuantos de diferentes maneras se beneficiarse de vuestros preciosos trabajos.








AL CONSEJO DE LA SECRETARÍA GENERAL


DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


30 de abril de 1983



Amadísimos hermanos:

1. En vuestra última reunión del Consejo de la Secretaría General del Sínodo de Obispos, en la que esbozasteis las líneas del Instrumentum laboris, propusisteis que tuviera lugar una sesión especial dedicada de modo particular a las cuestiones internas de esta institución eclesial, joven, pero ya bien experimentada. Aceptasteis así una labor suplementaria a vuestro trabajo ordinario. De corazón os lo agradezco a vosotros y también a los oficiales de la Secretaría y a los peritos cuyo diligente estudio ha constituido una amplia base para vuestra deliberación acerca de la finalidad y el funcionamiento del Sínodo de los Obispos.

Esta reunión vuestra ha sido como el intervalo que deja pasar el operario después de haber cumplido parte del trabajo, deteniéndose un poco para reflexionar de nuevo sobre las motivaciones y para disponerse a seguir decididamente la tarea emprendida. El Sínodo de los Obispos nació en el terreno fecundo del Concilio Vaticano II, pudo ver la luz gracias al ingenio y sensibilidad de mi predecesor Pablo VI y empezó a dar sus frutos desde la primera Asamblea ordinaria de 1967, que tuvo lugar en esta misma sala donde ahora nos encontramos. Desde entonces, el Sínodo de los Obispos se ha ido reuniendo en fechas determinadas, aunque ha experimentado también otro tipo de Asambleas; así ha contribuido de manera muy notable a aplicar las enseñanzas y orientaciones, tanto doctrinales como pastorales, del Concilio Vaticano II en la vida de la Iglesia universal. El modo como el Sínodo entiende y explica el Concilio, se ha convertido casi en el modo de interpretar, aplicar y desarrollar el mismo Concilio.

En efecto, considerando la riqueza de tantos frutos ya producidos y las posibilidades mismas de la todavía joven institución del Sínodo, es justo ante todo dar gracias a Dios, que inspiró su institución y dirigió sus trabajos. Igualmente es justo, después de estos años, detenerse a reflexionar basándose en la experiencia ya adquirida.

2. El Sínodo de los Obispos ha prestado ya grandes servicios al Concilio Vaticano II y podrá prestar otros en la aplicación y desarrollo de las normas y orientaciones conciliares. La experiencia del período postconciliar muestra muy bien cómo la obra del Sínodo ha sido una expresión del ritmo de la vida pastoral en toda la Iglesia.

A las Asambleas sinodales asisten representantes de los Pastores como delegados de cada una de las Iglesias locales de todos los continentes. Ya durante la fase preparatoria se consulta a las Iglesias locales y su experiencia de la vida de fe es llevada después por los obispos a la Asamblea. En ella se intercambian informaciones, sugerencias y propuestas; y a la luz del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia se delinean orientaciones comunes que, aprobadas luego por el Sucesor de San Pedro, repercuten en beneficio de las mismas Iglesias locales, de manera que toda la Iglesia pueda mantener la comunión en la pluralidad de culturas y situaciones. De esta manera también el Sínodo de los Obispos confirma magníficamente la naturaleza y realidad de la Iglesia, en la cual el Colegio Episcopal, "en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola Cabeza, la unidad de la grey de Cristo" (Lumen gentium LG 22).

Sin duda, el Sínodo es instrumento de la colegialidad e igualmente elemento válido de comunión, aunque de forma diversa a un Concilio Ecuménico. Se trata, con todo, siempre de un instrumento eficiente, ágil, oportuno y adecuado para el ministerio de todas las Iglesias locales y de su recíproca comunión. Esta finalidad, que pertenece de por sí al Sínodo en cuanto permanentemente constituido como "peculiar consejo de los Pastores sagrados", ya estaba presente desde su institución —tal como lo anunció Pablo VI en la Carta Apostólica Apostolica sollicitudo— "de manera que después del Concilio continuara afluyendo al pueblo cristiano esa abundancia de beneficios, que durante el Concilio se recibió felizmente mediante aquella estrecha unión nuestra con los obispos".

Que el Sínodo pueda producir beneficios todavía mayores, depende de la aplicación concreta que se dé a las conclusiones sinodales bajo la guía de los Pastores y de las Conferencias Episcopales en cada una de las Iglesias locales. Esta tarea postsinodal, por tanto, exige la máxima atención y un cuidado peculiar.

65 3. Por lo demás, toda la fuerza dinámica del Sínodo de los Obispos —como vosotros habéis puesto de relieve— se funda en la recta comprensión y en el ejercicio de la colegialidad de los obispos.

En efecto, el Sínodo es una expresión especialmente fructuosa e instrumento eficacísimo de la colegialidad episcopal, es decir, del particular servicio o responsabilidad de los obispos en torno al Obispo de la Iglesia Romana.

Ciertamente el Sínodo es una forma de expresar la colegialidad de los obispos. Todos los obispos de la Iglesia con el Obispo de Roma a la cabeza, el Sucesor de Pedro, que es "principio y fundamento perpetuo y visible de unidad" (Lumen gentium
LG 23) del Episcopado, constituyen el Colegio que sucede al Colegio Apostólico, del que Pedro era la cabeza. La solidaridad que les une y la solicitud por la Iglesia universal se manifiestan en grado supremo cuando todos los obispos "cum Petro et sub Petro" se congregan en Concilio Ecuménico. Hay, evidentemente, una diferencia real y específica entre Concilio y Sínodo; con todo, el Sínodo expresa la colegialidad de modo ciertamente intenso, si bien diversamente de como lo hace el Concilio Ecuménico.

Esta colegialidad se muestra principalmente en el modo colegial con que los Pastores de las Iglesias locales expresan sus juicios. Cuando los obispos —especialmente tras una adecuada preparación comunitaria en las propias Iglesias y colegial en sus Conferencias Episcopales (conscientes de sus obligaciones respecto a las propias comunidades y también de su solicitud por toda la Iglesia)— dan testimonio común de la fe y de la vida de fe, su parecer —si es moralmente unánime— comporta un peso eclesial peculiar que supera el aspecto simplemente formal del voto consultivo.

La vitalidad de un Sínodo depende, por cierto, de la diligencia con que se hace la preparación en la comunidades eclesiales y en las Conferencias Episcopales; cuanto mejor funciona en concreto la colegialidad entre los obispos —que expresa la comunión entre las Iglesias particulares—, tanto mayor será la contribución que los obispos aportarán a la Asamblea Sinodal. El ejercicio de la colegialidad de los Pastores en el Sínodo produce un mutuo intercambio, que sirve a la comunión misma, tanto de los Pastores entre sí, como de los fieles, y en definitiva resulta provechoso a la unidad siempre más profunda y orgánica de la Iglesia. El Sínodo, por tanto, está al servicio de la comunión eclesial, que no es otra que la misma unidad de la Iglesia en su dimensión dinámica.

En el misterio de la Iglesia todos los elementos tienen su propio lugar y función. Así, la función del Pontífice Romano lo inserta profundamente en el Colegio de los obispos como corazón y quicio de la comunión episcopal; su primado, que es a la vez un ministerio para el bien de toda la Iglesia, lo coloca en relaciones de unión y colaboración más intensas. El mismo Sínodo pone más en relieve el nexo íntimo entre colegialidad y primado: la tarea del Sucesor de Pedro, en efecto, es un servicio a la colegialidad de los obispos y, a su vez, la colegialidad efectiva y afectiva de los obispos constituye una ayuda muy importante al ministerio primacial petrino.

4. Al igual que cualquier institución humana, también el Sínodo de los Obispos crece y podrá crecer y desarrollar más sus potencialidades, tal como por otra parte ya previó mi antecesor en la carta Apostolica sollicitudo. Algunas formas sinodales —aunque ya están previstas— todavía no han sido llevadas a cabo de manera adecuada y suficiente. Vosotros mismos habéis examinado varias posibilidades de procedimiento y de método y habéis formulado varias propuestas hechas a lo largo de la existencia de esta institución. Por mi parte, podéis estar seguros de la gran estima que tengo por la función del Sínodo de los Obispos en la Iglesia, así como de la plena confianza que pongo en su actividad al servicio de la Iglesia universal.

En este sentido renuevo el aprecio y el agradecimiento por vuestros trabajos, sobre los que invoco la bendición de Dios omnipotente y la protección de María, Madre de la Iglesia.







                                                                                  Mayo de 1983




AL SEÑOR NUÑO AGUIRRE DE CÁRCER Y LÓPEZ DE SAGRADO NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 5 de mayo de 1983

Señor Embajador:

66 1. Deseo agradecerle ante todo las nobles expresiones con las que, al recordar la misión llevada a cabo con tan alta competencia por su predecesor, manifiesta el propósito de consagrar los mejores desvelos al logro de los objetivos en los que su país y la Santa Sede encuentran un amplio campo de colaboración mutua.

Este momento, en el que Vuestra Excelencia presenta las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de España cerca de la Santa Sede, adquiere un singular significado. Porque la nación española tiene títulos de especial vinculación con esta Sede Apostólica, no sólo en lo referente a su historia interna, sino que hallan su proyección en esas huellas profundas que ella dejó en tierras del Extremo Oriente, de África y particularmente de América. Huellas que tan claramente he ido descubriendo á lo largo de mis viajes apostólicos.

Un nuevo hito en esa vinculación entre el catolicismo de un pueblo y este centro de la Iglesia lo ha marcado mi imborrable visita a España, a finales del año pasado, en el IV Centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús. Viaje que quería ser un homenaje a los valores profundos de los católicos españoles, un aliento en su camino, un reconocimiento por sus valiosas realizaciones y una mirada hacia el presente y futuro de la Iglesia en España.

2. La sociedad española, no menos que otras, ha experimentado en los últimos lustros no pocas transformaciones, que se repercuten en los más variados campos. Ella quiere caminar hacia metas de siempre mejor convivencia cívica entre los diversos sectores, dentro de una mayor apertura a las sanas aspiraciones de cada persona, grupo social y pueblo, contribuyendo a un ideal de vida, en el que se busque el bien de todos, aun partiendo de la legitima diversidad de visión de ciertas realidades.

Ello implica preservar plenamente la libertad como derecho sagrado e indispensable. Pero a la vez incluye la armonización de la justa libertad propia con la ajena; del propio derecho con el del otro, supeditándolos a las exigencias ciertas del bien común; del equilibrio entre la necesaria búsqueda del progreso material, con el respeto de los cimientos éticos de toda sociedad verdaderamente humana y con la salvaguardia de las convicciones personales, incluidas las morales y religiosas, junto con sus evidentes repercusiones en la vida social, sin las que aquellas quedarían en la ineficacia. Y todo ello en un clima de respeto a las premisas de la verdadera democracia, que supone la constante referencia a los valores y rectos deseos de los ciudadanos, meta de todo servicio social, para que se garantice la legítima expresión de sus derechos en cada momento.

3. España puede sentirse justamente orgullosa de tantas metas obtenidas en su historia y de tantas realizaciones en campo cultural, que la abrieron ampliamente a lo universal.

Pero es un hecho que sus mejores logros estaban informados por una idea de servicio al hombre integral, en sus vertientes humana y espiritual, en su dimensión nacional y universal.

En torno a esa concepción del hombre y de la cultura, España se hizo a si misma y contribuyó poderosamente al nacimiento de Europa y al bien de la humanidad. Sin ello no puede comprenderse la valía profunda de su cultura, así como negarla sería renunciar a una parte esencial de la propia identidad y a las mejores creaciones del alma de su pueblo.

Al rendir este merecido homenaje a su país, Señor Embajador, deseo expresar la convicción de que también en el presente y en el futuro se sabrán preservar esas esencias, ese humanismo de corte netamente hispano, que proyecten a este pueblo hacia metas superiores; purificando eventuales lagunas o errores, que lo lleven a una mayor integración de los valores verdaderamente humanos con los espirituales y morales. Sin que nunca se insinúen planteamientos que pudieran empobrecer la riqueza interior de un pueblo.

4. La Iglesia en España y la Santa Sede desean seguir colaborando, en cuanto está en su poder, en todo aquello que contribuya al bien de la sociedad española y consolide esos fundamentos de moralidad y solidaridad que brotan de una recta conciencia, y que están en la base de toda convivencia pacífica y de todo comportamiento social justo y equitativo. Ellas confían a la vez en que podrán hallar, por parte de las Autoridades de la Nación, los cauces apropiados para desplegar su misión en ese recíproco espíritu.

Vuestra Excelencia ha mencionado en concreto el campo de la enseñanza como uno de los susceptibles de mutua y eficaz cooperación. Y, en efecto, la Iglesia atribuye al mismo una gran importancia para la formación de las jóvenes generaciones. Por eso proclama el derecho de los padres de familia a elegir la educación religiosa, moral y humana que corresponde a sus propias convicciones; y a hacerlo en igualdad de condiciones, independientemente del tipo de centro elegido para la educación de sus hijos.

67 En ello la Iglesia ve una exigencia del derecho que asiste a los padres de familia y aun de aplicación de las implicaciones de la verdadera democracia; y además, del principio de la libertad religiosa comúnmente reconocido. Todo lo cual viene finalmente a consolidar la paz social, la convivencia en el justo pluralismo y el papel insustituible e irremplazable de la familia en la comunidad civil.

Precisamente por este motivo son tan importantes los diversos campos en los que se toca de un modo o de otro la realidad familiar, como los de su cohesión y tutela, del respeto a la nueva vida que brota en el seno de la misma, la promoción y formación de las personas, la convivencia generacional. Aspectos, entre otros, en los que no quiero insistir, pues ya me referí detenidamente a ellos en mi encuentro de Madrid con las familias españolas.

5. Señor Embajador: Inicia hoy su nueva y alta misión, que desde ahora le deseo muy fecunda y feliz. Sepa que en el cumplimiento de la misma podrá contar con mi benévola acogida y con el espíritu de sincera colaboración por parte de la Santa Sede.

Antes de concluir quiero rogarle que agradezca a Su Majestad el Rey las significativas expresiones que me ha hecho llegar, asegurándole mi respetuoso y cordial recuerdo, que extiendo a la Familia Real.

Invocando la protección divina, la paz, solidaridad y bienestar sobre todo el querido pueblo español y sus Autoridades, me complazco en impartir a Vuestra Excelencia, a sus colaboradores y familiares la Bendición Apostólica.






Discursos 1983 58