Discursos 1982 39


VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA


A LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS


EN LA CATEDRAL DE BUENOS AIRES


Viernes 11 de junio de 1982



Amados hermanos y hermanas:

1. Os saludo cordialmente, sacerdotes, religiosos, religiosas, miembros de institutos eclesiales, seminaristas y jóvenes en fase de formación para la entrega a Cristo.

40 Me encuentro con vosotros en esta catedral de Buenos Aires dedicada a la Santísima Trinidad, pocos días después de haber celebrado la solemnidad del misterio trinitario y antes de la fiesta del Corpus Christi.

Esto nos lleva a reflexionar sobre el significado profundo de la Eucaristía en la vocación y vida del sacerdote y de las almas consagradas.

San Pablo coloca expresivamente ante nuestros ojos el extraordinario contenido eclesial que brota para nuestra existencia de la Eucaristía: “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (
1Co 10,17).

Ahí tenemos delineado en breves palabras el fundamento teológico-existencial, que, partiendo del misterio eucarístico, nos conduce a la realidad de la fe, de la unión eclesial, de la correspondencia a ese amor, que está en la raíz de nuestra consagración.

Sois vosotros los consagrados a Cristo y a la Iglesia, al amor desinteresado por El, a un género de vida basado en la fe, ministros y testigos de la fe, sostenedores de la fe y esperanza de los demás.

Eso os configura como personas que viven muy cercanas a los hombres y a la sociedad, a sus dolores y esperanzas. Pero os distingue en el modo de sentir y vivir la propia existencia.

En efecto, el sacerdocio es una consagración a Dios en Jesucristo para “servir . . . a la multitud” (Cfr. Marc Mc 10,45). Esa consagración es, como bien sabemos, un don sacramental indeleble, conferido por el obispo, signo y causa de gracia.

Por su parte, la dedicación de los religiosos es una entrega de sí mismo aceptada por la Iglesia para su servicio. Ello constituye una peculiar consagración “que radica íntimamente en la consagración del bautismo y la expresa con mayor plenitud” (Perfectae Caritatis PC 5).

Ahora bien, una y otra entrega son más o menos eficaces, en nosotros mismos y en la comunidad que servimos, según la fidelidad que pongamos en vivir toda nuestra vida, interior y exterior, conforme al don recibido y al compromiso aceptado.

Para poder comprender y vivir fielmente esa entrega es necesaria la ayuda de la gracia. Consecuentemente, un sacerdote o persona consagrada debe encontrar tiempo para estar a solas con Dios, oyendo lo que El tiene que decirle en el silencio. Hay que ser, por ello, almas de oración, almas de Eucaristía.

2. Y siendo almas especialmente consagradas, hay que ser hombres y mujeres con gran sentido de la unión eclesial, que figura y realiza la Eucaristía. Viviendo unidos a un obispo en y para la Iglesia, en y para una Iglesia concreta, no somos autónomos o independientes, ni hablamos en nombre propio, ni nos representamos a nosotros mismos, sino que somos “portadores de un misterio” (1Tm 3,9), infinitamente superior a nosotros.

41 La garantía de este carácter eclesial de nuestra vida es la unión con el obispo y con el Papa. Tal unión, fiel y siempre renovada, puede a veces ser difícil e incluso comportar renuncias y sacrificios. Pero no dedéis en aceptar unos y otros cuando sea preciso. Es el “precio”, el “rescate” (Cfr. Marc. Mc 10,45) que el Señor os pide, por El y con El, por el bien de la “multitud” (Ibid.) y de vosotros mismos.

Porque si todo sacerdote, tanto diocesano como religioso, está vinculado al Cuerpo episcopal por razón del orden y del ministerio, y sirve al bien de toda la Iglesia según la vocación y gracia de cada uno (Cfr. Lumen Gentium LG 28), también el religioso está por su parte llamado a una inserción en la Iglesia local desde el propio carisma, al amor y respeto a los Pastores, a la entrega eclesial y a la misión de la misma Iglesia (Cfr. Perfectae Caritatis PC 6).

3. Esos vínculos comunes dentro de la Iglesia han de conducir a una estrecha unión entre vosotros mismos. La Eucaristía, fuente suprema de unidad eclesial, ha de dejar sentir sus frutos constantes de comunión activa, renovándola y fortaleciéndola cada día más en el amor de Cristo.

Y así, por encima de las diversidades y peculiaridades de cada persona, grupo o comunidad eclesial, sea el banquete eucarístico el centro perenne de nuestra comunión en el mismo “cuerpo” (Cfr. 1Co 10,17), en el mismo amor, en la misma vida de Aquel que quiso quedarse y renovar su presencia salvadora, para que tuviéramos su propia vida (Cfr. Io. 6, 51).

4. La manera concreta de realizar esa comunión que exige la Eucaristía, ha de ser la creación de una verdadera fraternidad. Fraternidad sacramental de la que trata el último Concilio (Cfr. Presbyterorum Ordinis PO 8), dirigiéndose a los sacerdotes, y de la que habla ya San Ignacio de Antioquía (Cfr. S. Ignatii Antiocheni, Ad Mag., 6; Ad Phil., 5) como un requisito del sacerdocio católico.

Una fraternidad que debe cimentar a todos los que participan del mismo ideal de vida, de vocación y misión eclesial. Pero que deben sentir de modo especial aquellos que tienen títulos especiales entre los que, como enseña el Evangelio, son “hermanos” (Cfr. Matth Mt 23,8).

Un a fraternidad que ha de hacerse presencia de vida y de servicio a los hermanos, en la parroquia, en la cátedra, en la escuela, en la capellanía, en el hospital, en la casa religiosa, en la villa-miseria y en cualquier otro lugar.

Una fraternidad traducida en sentimientos, actitudes y gestos en la realidad de cada día. Así vivida, forma parte de nuestro testimonio de credibilidad ante el mundo. Como la división y las facciones ponen obstáculos en los caminos del Señor.

Pero pensemos bien que esa fraternidad, fruto de la Eucaristía y vida en Cristo, no se limita a los confines del propio grupo, comunidad o nación. Se alarga y ha de comprender toda la realidad universal de la Iglesia, que se hace presente en cada lugar y país en torno a Jesucristo, salvación para cuantos forman la familia de los hijos de Dios.

5. La necesidad de establecer un tal clima de fraternidad, nos lleva lógicamente a hablar de la reconciliación al interior de la Iglesia y de la sociedad. Particularmente en los delicados momentos actuales que la hacen mucho más obligatoria y urgente.

Todos conocemos las tensiones y heridas que han dejado su huella, agravadas por los recientes acontecimientos, en la sociedad argentina; y que hay que tratar de superar lo antes posible.

42 Como sacerdotes, religiosos o religiosas os corresponde trabajar por la paz y la mutua edificación (Cfr. Rom Rm 14,19), procurando crear unanimidad de sentimientos de unos para con otros (Cfr. ibid. 12, 16), enseñando a vencer el mal con el bien (Cfr. ibid.12, 21). Y abriendo los espíritus al amor divino, fuente primera de comprensión y de transformación de los corazones (Cfr. Is Is 41,8 Io Is 15,14 Iac Is 2,23 Is 2 Petr. Is 1,4).

A vosotros toca ejercer el “ministerio de la reconciliación” (Cfr. 2Co 5,18), proclamando la “palabra de reconciliación” que os ha sido confiada (Cfr. ibid.). Así ayudaréis a vuestro pueblo a encontrarse en torno a los más auténticos valores de paz, justicia, generosidad y capacidad de acogida, que están en la base de su tradición cristiana y de la enseñanza del Evangelio. Todo esto no se opone al patriotismo verdadero, ni entra en conflicto con él. El auténtico amor a la patria, de la que tanto habéis recibido, puede llevar hasta el sacrificio; pero al mismo tiempo ha de tener en cuenta el patriotismo de los otros, para que serenamente se intercomuniquen y enriquezcan en una perspectiva de humanismo y catolicidad.

6. En esta perspectiva se coloca mi actual viaje a Argentina que tiene un carácter excepcional, totalmente distinto de una normal visita apostólico-pastoral, que queda para otra ocasión oportuna. Los motivos de este viaje los he explicado en la carta del 25 de mayo último, que dirigí a los hijos e hijas de la nación argentina.

Hoy vengo para orar con vosotros en medio de estos importantes y difíciles acontecimientos que se están desarrollando desde hace ya algunas semanas.

Vengo a orar por todos aquellos que han perdido la vida; por las víctimas de ambas partes; por las familias que sufren como lo hice igualmente en Gran Bretaña.

Vengo a orar por la paz, por una digna y justa solución del conflicto armado.

Vosotros, que en esta tierra argentina sois por título del todo especial hombres y mujeres de oración, elevadla a Dios con mayor insistencia, tanto personal como comunitariamente.

Por parte mía he deseado estar aquí para rezar con vosotros, particularmente durante estos dos días.

Concentraremos la plegaria en dos momentos sobre todo: Ante la Madre de Dios en su santuario de Luján y en la celebración de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

7. Conozco el buen espíritu eclesial y religioso que os anima. Sois muy numerosos los que habéis acudido a este acto. Pero representáis también a los demás sacerdotes o familias religiosas del país, que constituyen las primeras fuerzas vivas de la Iglesia en esta querida nación. A todos confío esta importante intención. En particular a las almas consagradas a Dios en el silencio de los claustros.

En estos difíciles e intranquilos días, es necesaria en tierra argentina la presencia de la Iglesia que ora; de la Iglesia que da testimonio de amor y de paz.

43 Que este testimonio ante Dios y ante los hombres entre en el contexto de los sucesos importantes de vuestra historia contemporánea. Que levante los corazones.

Porque con todos los acontecimientos de la historia humana va unida también la historia de la salvación.

Que el testimonio de la presencia del Obispo de Roma y de vuestra unión con él den un impulso a la historia de la salvación en vuestra tierra nativa.

Con estos deseos y con profundo afecto para cada sacerdote, religioso, religiosa, seminarista y miembro de los institutos eclesiales de Argentina, los presentes y ausentes, os doy de corazón la Bendición Apostólica.





VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA


A LOS OBISPOS DE ARGENTINA


Buenos Aires

Sábado 12 de junio de 1982




Señores cardenales y queridos hermanos en el Episcopado,

1. Estoy seguro de que podréis leer en mi ánimo sentimientos que las palabras no pueden expresar adecuadamente: en primer lugar qué consolador es para mí este encuentro con vosotros en tierras de Argentina.

Con vosotros, a quienes el Espíritu Santo puso como Pastores (Cfr. Act Ac 20,30) de las numerosas Iglesias particulares, que viven su fe y esperanza en toda la geografía de esta querida nación católica.

Con vosotros también, representantes de las Conferencias Episcopales de otros países vecinos y del CELAM, que habéis venido a asociaros a la oración y propósitos de paz de vuestros hermanos de Argentina.

A todos saludo de corazón con palabras del primer Obispo de Roma: “in fraternitatis amore” (1 Petr. 1, 22) e “in osculo sancto” (Ibid.5, 14).

44 2. Por tercera vez la divina Providencia dirige mis pasos hacia América Latina. Aquí en Argentina se renueva la emoción de las anteriores visitas a la Iglesia —Pastores y fieles— en este gran sub-continente: las de Santo Domingo, México y Brasil.

Aunque el actual encuentro tiene un aspecto y significado muy diversos de los precedentes. En un momento de ansiedad y sufrimiento para esta nación y su pueblo, me sentí movido a emprender el inesperado viaje. Me impulsó a la venida ese conjunto de razones que he querido manifestar a los hijos e hijas de Argentina con la carta que les dirigí, con tanto afecto y confianza, el pasado 25 de mayo. He venido porque tenía prisa en confirmar con mi presencia el profundo afecto que nutro por vosotros y en compartir con vosotros mi anhelo de paz y concordia entre los hombres del mundo entero.

3. Mientras vivo con vosotros, hermanos obispos, esta hora de profunda comunión, una estupenda imagen eclesial aflora en mi espíritu: la imagen del Pueblo de Dios, magníficamente delineada en aquel denso capítulo segundo de la “Lumen Gentium”.

En este Pueblo de Dios brilla como una de sus dimensiones más admirables la catolicidad o universalidad. Lo constituyen, en efecto, hombres y gentes diseminados por todo el horizonte de la tierra, convocados y congregados por Jesús, Cabeza de este pueblo, y por el Espíritu Santo, que de este mismo pueblo es alma, principio de vida y de cohesión.

Así, pues, el Pueblo de Dios no se limita a los confines, forzosamente estrechos, de una nación, raza o cultura, sino que se extiende por todo el universo. Pero no ignora o desprecia las naciones, razas o culturas. Su grandeza y originalidad está precisamente en amalgamar en una unidad viva, orgánica y dinámica a las más diversas gentes; de tal modo que ni la unidad padece rupturas, ni la diversidad pierde sus riquezas esenciales.

De una meditación sobre el capítulo segundo, y particularmente sobre el número trece de la “Lumen Gentium”, es posible recabar siempre, con renovado gozo espiritual, nuevas y fecundas enseñanzas del más hondo contenido teológico. Hoy quiero limitarme a dos reflexiones que creo más apropiadas a la circunstancia que vivimos.

4. La primera es que, a la luz de la teología del Pueblo de Dios, se ilumina con mayor claridad la doble condición —no contrapuesta, sino complementaria— del cristiano. En efecto, él es miembro de la Iglesia, la cual es reflejo y preludio de la Ciudad de Dios. Y es a la vez ciudadano de una patria terrena concreta, de la cual recibe tantas riquezas de lengua y cultura, de tradición e historia, de carácter y modo de ver la existencia, los hombres, el mundo.

Esa especie de ciudadanía cristiana y espiritual no excluye ni destruye la humana. Antes bien, siendo por su naturaleza una ciudadanía universal y capaz de sobrepasar fronteras, esa ciudadanía característica del Pueblo de Dios aparece tanto más rica cuanto más se hacen presentes en ella los rostros e identidades varios de todos los pueblos que la componen.

5. La segunda reflexión, explícitamente mencionada en la “Lumen Gentium”, reviste particular importancia para nosotros. El Pueblo de Dios, precisamente porque es unidad en la variedad, comunidad de hombres y pueblos diversos —“linguarum multarum”, para decirlo con palabras de la liturgia de Pentecostés— que no pierden su diversidad, aparece como presagio y figura; más aún, como germen y principio vital de la paz universal. Porque la comunión armoniosa en la diversidad que se da en el Pueblo de Dios, provoca el deseo de que suceda lo mismo en el universo. Más aún: lo que acontece en el Pueblo de Dios, sirve de base para que se cree lo mismo entre los hombres.

6. En este sentido, la universalidad, dimensión esencial en el Pueblo de Dios, no se opone al patriotismo ni entra en conflicto con él. Al contrario, lo integra, reforzando en el mismo los valores que tiene; sobre todo el amor a la propia patria, llevado, si es necesario, hasta el sacrificio; pero al mismo tiempo abriendo el patriotismo de cada uno al patriotismo de los otros, para que se intercomuniquen y enriquezcan.

La paz verdadera y durable tiene que ser fruto maduro de una lograda integración de patriotismo y universalidad.

45 7. Estas verdades, aun apenas pergeñadas, lanzan ya una luz nueva también sobre la misión de los obispos.

Efectivamente, en virtud de la función espiritual que ejerce ante el Pueblo de Dios —un Pueblo de Dios concreto, encarnado en un determinado sector de la humanidad— cada obispo es, por vocación y carisma, testigo de catolicidad, sea ésta a nivel diocesano, nacional o universal; pero es, al mismo tiempo, testigo de lo que llamamos patriotismo, entendiéndolo aquí como la pertenencia a un determinado pueblo, con sus riquezas espirituales y culturales más propias. De aquí derivan las dos dimensiones de la misión episcopal: la del servicio a lo particular - a su diócesis y, por extensión, a la Iglesia local de su país -, y la apertura a lo católico, a lo universal, a nivel continental o mundial.

Puesto por el Espíritu Santo en este punto de convergencia de ambas dimensiones, el obispo tiene la obligación y el privilegio, la alegría y la cruz de ser promotor de la irrenunciable identidad de las diversas realidades que componen su pueblo; sin dejar de conducirlas a esa unidad sin la cual no existe el Pueblo de Dios. De ese modo él ayuda esas distintas realidades a enriquecerse en el contacto, más aún, en la mutua interacción.

8. Y precisamente por ello, la misión del obispo tiene siempre un aspecto que no tengo por qué disimular.

Es fácil y puede ser cómodo a veces, dejar las cosas diversas abandonadas a su dispersión. Es fácil, colocándose en el otro extremo, reducir por la fuerza la diversidad a una uniformidad monolítica e indiscriminada. Es difícil, en cambio, construir la unidad conservando, mejor aún, fomentando la justa variedad. Se trata de saber armonizar valores legítimos de las diversas componentes de la unidad, superando las naturales resistencias, que brotan con frecuencia de cada una.

Por eso, ser obispo será ser siempre artífice de armonía, de paz y de reconciliación.

De ahí que podamos escuchar con tanto provecho el texto de la segunda Carta a los Corintios, en el que San Pablo, tratando de iluminar toda la amplitud de la vocación apostólica, señala entre otros aspectos el siguiente: “Dios . . . nos confió el ministerio de la reconciliación, . . . la palabra de la reconciliación” (
2Co 5,18 et 19).

No por caso sino ciertamente con una intencionalidad precisa, San Pablo se refiere a la palabra de reconciliación, es decir, anuncio, exhortación, denuncia, mandato, que cada Apóstol y sucesor de los Apóstoles ha de asociar a un servicio de reconciliación, o sea obra, pasos concretos, esfuerzo. Ambas cosas son necesarias e indispensables: la palabra se completa con el ministerio.

9. Quizás no sea superfluo, a este propósito, subrayar un elemento fundamental.

Es en el corazón de la Iglesia, comunidad de creyentes, donde primordialmente el obispo se muestra como reconciliador; esforzándose continuamente, con su palabra y su ministerio, por hacer y rehacer la paz y la comunión, desgraciadamente siempre amenazadas. Por no decir resquebrajadas a causa de la “humana fragilitas”, incluso entre seguidores de Jesucristo y hermanos en El.

Pero no lo olvidemos nunca: la Iglesia debe ser forma mundi, también en el plan de la paz y de la reconciliación. Por esto, un Pastor de la Iglesia no puede callar el verbum reconciliationis, ni dispensarse del ministerium reconciliationis también para el mundo, en el cual las fracturas y divisiones, odios y discordias rompen constantemente la unidad y la paz. No lo hará con los instrumentos de la política, sino con la palabra humilde y convincente del Evangelio.

46 10. Sucesor del Apóstol Pedro, hermano mayor vuestro y servidor de la unidad, ¿por qué no proclamar ante vosotros que, frente a los tristes acontecimientos en el Atlántico Sur, me he querido hacer yo también, con vosotros, heraldo y ministro de reconciliación?

Sabía bien que al dirigir mis pasos hacia Gran Bretaña —en el ejercicio de una misión estrictamente pastoral, que no era solamente del Papa, sino de toda la Iglesia— alguien podría quizá interpretar tal misión en clave política, desviándola de su puro sentido evangélico. Sin embargo, juzgué que la fidelidad a mi ministerio propio me exigía no detenerme ante posibles interpretaciones inexactas, sino cumplir con el mandato de proclamar con mansedumbre y firmeza el “verbum reconciliationis”.

Es verdad que antes quise encontrarme repetidamente con autorizados representantes del Episcopado de Argentina y de Gran Bretaña, para solicitar su parecer y consejos en una cuestión de tanta importancia para las naciones interesadas y para las Iglesias que en ellas se encuentran.

Luego quise celebrar una solemne Eucaristía en la basílica de San Pedro con algunos Pastores de los países envueltos en el conflicto. El testimonio conmovedor de comunión, que, aun en medio de la lucha entre sus países de origen, dieron esos Pastores “in uno calice et in uno pane”, se enriqueció aún más con la Declaración común que firmaron después de la Misa.

Y no necesito comentar aquí la ya mencionada carta firmada con mi propia mano que, como acostumbrada hacer San Pablo, escribí “a los queridos hijos e hijas de la nación argentina”. Fue una palabra salida del corazón, en una hora de sufrimiento para vuestro pueblo, con el fin de anunciar mi ardiente deseo de venir a encontraros.

Mucho me alegra, finalmente, que vuestros hermanos obispos de Gran Bretaña, durante mi viaje a aquellos pueblos, han tenido el noble y delicado gesto de escribiros, para sellar aún más fuertemente este “vinculum pacis” entre Pastores. Quiera Dios que el “vinculum pacis” alcance siempre a vuestros pueblos y naciones.

En todos estos gestos, ¿cómo no ver claras expresiones del “verbum reconciliationis” unido al “ministerium reconciliationis”?

11. Hoy, queridos hermanos, la solemnidad del Corpus Christi nos encuentra congregados en la unidad que brota de la comunión en el único Señor y en el mismo Pan.

Vengo a unir mi voz y súplica a la vuestra. Como lo hice en Gran Bretaña, vengo a rezar por los caídos en el conflicto, a traer conforte y consuelo a tantas familias acongojadas por la muerte de seres queridos. Pero vengo sobre todo a orar con vosotros y con vuestros fieles para que el actual conflicto encuentre una solución pacífica y estable, dentro del respeto de la justicia y de la dignidad de los pueblos afectados.

Y como es una tarea del Obispo de Roma fomentar la unión de los hermanos, quisiera yo confirmaros en vuestra propia misión de reconciliadores. Proclamando que es muy grande y urgente, aunque difícil y costosa, tal misión. Suplicándoos a la vez que permanezcáis conmigo en el cumplimiento decidido de tal tarea, facilitando así la mía.

12. Os agradezco de corazón vuestra acogida, todos vuestros esfuerzos y sufrimientos. Y pidamos juntos al Espíritu Santo, autor de la genuina unidad, que nos dé su gracia y perseverancia en la búsqueda del amor y de la paz en la sociedad argentina.

47 Pero no sólo en ella. En esta hora en que toda América Latina da pruebas de mayor cohesión, en la que busca afanosamente su más profunda identidad y carácter propio, es importante la presencia reconciliadora de la Iglesia, para que un continente que tiene un “real substrato católico” (Puebla, 412), conserve las inspiraciones ideales que lo han configurado.

En medio de las esperanzas y peligros que pueden cernirse sobre el horizonte, y en vista de las tensiones latentes que de vez en cuando afloran, es necesario ofrecer un servicio de pacificación en nombre de la fe y comprensión mutuas, para que las riquezas religiosas y espirituales, verdaderos cimientos de unidad, sean mucho más fuertes que cualquier semilla de desunión.

13. Os conforte y anime en ella la Virgen María, Reina de la Paz.

A los pies de esta dulce Madre nos hemos encontrado ayer en su santuario de Luján, corazón mariano de Argentina. Juntos rezaremos por la paz. No sólo por aquella paz que consiste en el silencio de las armas, sino también por aquella, plena, que es el atributo de corazones reconciliados y libres de resentimientos.

Desde ahora ruego a Santa María de los Buenos Aires conceda a todos y cada uno de los obispos argentinos la gracia de servir a Jesús y su Iglesia con devoción llena de alegría interior.

Con esta invocación, os doy, hermanos queridos, mi particular Bendición Apostólica. Os pido que os unáis a mí, para extender esa bendición a cada hogar argentino, sobre todo a aquellos donde hay lágrimas nacidas de la guerra. Les dé el Señor el consuelo y la paz.





VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA

CEREMONIA DE DESPEDIDA


Aeropuerto de Buenos Aires

Sábado 12 de junio de 1982



Queridos hermanos y hermanas,

1. Estoy a punto de concluir la visita a vuestro querido país, que he emprendido en nombre de la paz en momentos dolorosos de vuestra historia.

Este viaje y el realizado antes a Gran Bretaña me han permitido cumplir con mi deber de Pastor de la Iglesia universal, y a la vez interpelar las conciencias para que, en momentos de enfrentamientos bélicos, se restablezcan en las dos partes en conflicto sentimientos de pacificación, que van más allá del silencio de las armas. Pido a Dios que se traduzca en realidad operante la profunda convicción de que es necesario poner todos los medios posibles para lograr una paz justa, honrosa y duradera.

48 En los contactos tenidos en estas ocasiones he podido constatar que los dos pueblos, doloridos por los estragos de la guerra y apenados sobre todo por la pérdida de jóvenes vidas, que ponen lágrimas y luto en tantas familias, ansían la paz y la piden con insistencia.

Quieran, por ello, los responsables de los dos países y de la comunidad internacional, que también mira con fundada aprensión al momento presente de tensiones y luchas, devolver por encima de todo a las familias de las dos naciones lo que ellas más anhelan: la vida y serenidad de sus hijos o seres queridos, antes que nuevos sacrificios agraven los ya provocados. No se dude en buscar soluciones, que salven la honorabilidad de ambas partes y restablezcan la paz.

2. Os dejo como fruto de mi visita a la noble nación argentina el mensaje proclamado ante vuestros Pastores, almas consagradas y ante todos vosotros. Sea la plegaria elevada a la Madre de Luján y la fuerza del amor que brota de la Eucaristía, inspiración constante en los senderos de fidelidad a Cristo que El os pide.

Por estas intenciones continuaré rogando con insistencia, unido a vosotros, para que cese pronto la prueba actual.

3. A las supremas autoridades y a todos los argentinos, de quienes he recibido tantas muestras de estima, deferencia y cordial cercanía durante mi visita, agradezco profundamente todas las exquisitas atenciones recibidas, que hallan en mí sentimientos de ininterrumpida benevolencia hacia los hijos de este amado pueblo.

Gracias por vuestro conmovedor entusiasmo que, a pesar del delicado momento que atraviesa vuestra nación, me ha prestado esta acogida tan elocuente y calurosa.

Las cordiales y vistosas manifestaciones de afecto que he recibido al cruzar vuestras plazas, avenidas - 9 de Julio, Rivadavia - sobre todo y ante todo vuestra presencia en los lugares de oración han dejado en mí una impresión que llevo muy marcada en mi alma. Vuestras oraciones, aplausos, sonrisas, eran una constante imploración de paz, una continua prueba de vuestro amor a la paz.

Seguid por ese camino al que os he exhortado sin cesar. En un cartel a lo largo de mi recorrido he visto este escrito: “Queremos ser tu alegría”. Pues bien, queridos amigos: sed la alegría de Cristo con vuestra fidelidad a la fe; sed la alegría de la Iglesia, sed la alegría de la juventud del mundo, viviendo y proclamando sin cesar vuestra labor de paz. Sed la alegría del Papa, que os quiere jóvenes auténticos destructores de odio y constructores de un mundo mejor.

Con un ¡hasta pronto!, me despido de todos, bendiciendo a cada argentino, sobre todo a los enfermos y a los que sufren o lloran por las víctimas de la guerra.

Dios bendiga a Argentina, Dios bendiga a América Latina, Dios bendiga al mundo.

¡Hasta la vista!





VIAJE APOSTÓLICO A GINEBRA


A LA 68 SESIÓN DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL


DEL TRABAJO - OIT


49

Martes 15 de junio de 1982



Señor Presidente,
Señor Director general,
Señores Ministros,
Señoras y Señores Delegados,
Señoras y Señores:

1. Deseo ante todo expresar mi alegría por la oportunidad que se me ofrece de encontrarme hoy aquí y de tomar la palabra ante esta ilustre asamblea reunida para celebrar la 68 sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo. Los hechos que ustedes conocen me impidieron corresponder a la invitación que me había dirigido el Director general para participar en la sesión precedente. Doy gracias a Dios por haberme conservado la vida y devuelto la salud. La imposibilidad en que me encontré de venir hasta aquí ha reforzado en mí el profundo deseo que tenía de encontrarlos, puesto que me siento unido al mundo del trabajo por múltiples vínculos. El menor de éstos no es ciertamente la conciencia de una particular responsabilidad en relación con los numerosos problemas inherentes a la realidad del trabajo humano: problemas importantes, muchas veces difíciles, y siempre fundamentales; problemas que constituyen la razón de ser de su Organización. Por ello me alegró de forma particular la invitación que me reiteró el Director general ya durante mi convalecencia. Mientras tanto, he publicado mi Encíclica Laborem exercens sobre el trabajo humano con el fin de aportar una contribución al desarrollo de la doctrina social de la Iglesia católica, cuyos grandes documentos, comenzando por la Rerum novarum del Papa León XIII, han encontrado un eco respetuoso y favorable en las sesiones de la Organización Internacional del Trabajo, siempre sensible a los diversos aspectos de la compleja problemática del trabajo humano a través de las diferentes etapas históricas de su existencia y en sus actividades.

Me sea permitido expresar aquí mi agradecimiento por su invitación y por la acogida calurosa que me ha sido dispensada. Al mismo tiempo, deseo manifestar el aprecio que me han merecido las amables palabras que el Director general acaba de dirigirme; gracias a ellas me resulta más fácil dirigirles, a mi vez, la palabra. Huésped de esta Asamblea, les hablo en nombre de la Iglesia católica y de la Sede Apostólica, situándome en el terreno de su misión universal que posee, ante todo, un carácter religioso y moral. Por esta razón, la Iglesia y la Santa Sede comparten la preocupación de su Organización por lo que constituyen sus objetivos fundamentales y, al mismo tiempo, se unen a la entera familia de las naciones en el objetivo que ésta se propone, a saber: contribuir al progreso de la humanidad.

2. Al dirigirme a todos ustedes, señoras y señores, deseo, a través de ustedes, rendir homenaje ante todo al trabajo del hombre, sea cual sea este trabajo y el lugar del globo en que se realice; a cualquier trabajo —así como a cada uno de los hombres y mujeres que lo realizan— sin distinción de sus características específicas; bien se trate de un trabajo “físico” o de un trabajo “intelectual”; sin distinción tampoco de sus determinaciones particulares: bien sea un trabajo de “creación” o de “reproducción”, bien sea el trabajo de investigación teórica que pone las bases del trabajo de otros, o el trabajo que consiste en organizar las condiciones y las estructuras o bien el trabajo, en fin, de los cuadros directivos o el de los obreros que ejecutan las tareas necesarias para la realización de los programas fijados. En cada una de sus formas, este trabajo merece un respeto particular puesto que se trata de la obra del hombre, puesto que, detrás de cualquier trabajo, hay siempre un sujeto vivo: la persona humana. Es de este hecho de donde el trabajo recibe su valor y su dignidad.

En nombre de esta dignidad, que es propia de todo trabajo humano, deseo expresar, asimismo, mi estima por cada uno de ustedes, señoras y señores, y por las instituciones concretas, las organizaciones y las autoridades que ustedes representan aquí. Dado el carácter universal de la Organización Internacional del Trabajo, se me ofrece la oportunidad de rendir homenaje con la presente intervención a todos los grupos aquí representados, y de alabar el esfuerzo por el que cada uno de ellos tiende a desarrollar sus propias potencialidades a fin de realizar el bien común de todos sus miembros: hombres y mujeres, unidos de generación en generación en los diferentes puestos de trabajo.

3. Por último —y pienso que soy en esto el portavoz no sólo de la Sede Apostólica sino, en cierto sentido, de todas las personas presentes— desearía expresar una estima y una gratitud particulares por la misma Organización Internacional del Trabajo. Vuestra Organización tiene, en efecto, un lugar importante en la vida internacional, tanto por su antigüedad como por la nobleza de sus objetivos. Creada en 1919 por el Tratado de Versalles, se ha impuesto como misión el contribuir a una paz duradera por la promoción de la justicia social, como dicen las primeras palabras del preámbulo de su constitución: “Considerando que la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social...”. Este compromiso fundamental por la paz lo ha vuelto a recordar el Director general en el simposio organizado en Roma por la Pontificia Comisión “Iustitia et Pax” a principios del pasado abril, al referirse al pergamino contenido en la primera piedra del edificio de la Oficina Internacional del Trabajo que contiene el lema: “Si vis pacem, cole iustitiam: Si quieres la paz, cultiva la justicia”.


Discursos 1982 39