Discursos 1982 109


VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

SALUDO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS UNIVERSITARIOS


Madrid, miércoles 3 de noviembre de 1982



Queridos universitarios y universitarias:

1. Al terminar mi precedente encuentro, que en gran parte era el vuestro, me dais la agradable sorpresa de acudir en tan gran número para saludarme. Os lo agradezco muy de veras. Por parte mía correspondo con un cordial saludo a vosotros y a todos los universitarios de España.

Conozco por experiencia personal vuestra vida, la aprecio profundamente y la comprendo. Y os aliento a seguir cultivando el espíritu universitario, ese espíritu que es apertura y sobre todo itinerario de búsqueda. Porque decir “universidad” es decir búsqueda, investigación, futuro de la sociedad.

2. Sé que en vuestra generosidad de jóvenes no os satisfacen tantas cosas de nuestra sociedad actual, que desearíais más justa y solidaria. Sé también que buscáis algo que pueda dar razón, de verdad, a lo más profundo de vosotros mismos, a esa hondura del espíritu humano que sentís, o al menos presentís. Sé que no os bastan —para fundar vuestras vidas— los datos secos de la cultura técnica o de la informática. No os basta disponer de noticias y conocimientos dispersos y fragmentarios. Vislumbráis que es preciso dar con una realidad que comunique a las realidades disgregadas un sentido decisivo y final.

Yo siento sobre mí el deber de proclamar ante vosotros que ese algo, el “Dios desconocido” que los hombres buscan a tientas, existe y es el fundamento de todo y “el que hace nuevas todas las cosas” (cfr. Act Ac 17,23 s.; Ap 21,5). Como Pablo en el areópago de Atenas, os anuncio hoy al Dios vivo y a su Hijo, Jesucristo, el que estuvo muerto y ahora, dueño de la clave de la vida y la muerte, es el Viviente por los siglos de los siglos (cfr. Act Ac 17,31 Ap 1,18).

3. La sociedad actual tiene bastante afinidad con aquella en la que se abrió paso la primera predicación del Evangelio. Nos sentimos, como muchos hombres de aquella época, aprisionados en nuestra impotencia, sumergidos en múltiples ofertas de salvación que vemos como no definitivas y engañosas. Pero, como sucedió a los hombres de aquella antigua generación, desde la experiencia de nuestra limitación tenemos hoy la vivencia de que un don que nos desborda, una misericordia sumamente acogedora, puede salvarnos en plenitud, ofreciéndonos la gratuidad de su amor.

Yo, servidor de Jesucristo, tengo la misión de afirmaros que esa salvación es cierta para quienes creen y confían en el nombre de Jesús. Sí, Cristo —el Hijo de Dios vivo— confiere toda su grandeza a nuestro ser personal, es el garante de lo que pensamos y queremos ser, es quien posibilita vivir la vida con dignidad y ponerla a disposición de los otros, para ayudarles a dignificarse más; quien avala las genuinas aportaciones de las ciencias y los saberes humanos, y los proyecta a horizontes más amplios; quien nos hace capaces de enfrentarnos sin temor ante el futuro, empeñados en construir la “utopía” de un mundo nuevo, más justo y humano.

110 4. Acoged a Cristo con ánimo abierto. Acoged a Cristo en su Iglesia que es su presencia permanente en la historia. Porque “Cristo más la Iglesia no es más que Cristo solo” (S. THOMAE Commentarium in Ephesios).

La Iglesia es la transparencia de Cristo entre los hombres, oscurecida a veces por la conducta de los cristianos, pecadores “como los demás hombres” (
Lc 18,11). La Iglesia, cuando se ve con mirada de fe, no es una pantalla que intercepta la comunión de los hombres con Cristo, el Salvador. Quienes perseveran junto al viajero misterioso; como los discípulos de Emaús, acaban por reconocerlo y dirán quizá como ellos: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?” (Ibíd.. 24, 32).

Permitidme terminar estas palabras con las estrofas de uno de los himnos de la liturgia: “Quédate con nosotros, / la tarde está cayendo. ¿Cómo te encontraremos / al declinar el día, / si tu camino no es nuestro camino?” (Hymnus ad Vesperas).

Que Cristo acompañe siempre vuestro camino y os bendiga, queridos universitarios y universitarias.









VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA


A LOS ENFERMOS


Zaragoza, sábado 6 de noviembre de 1982

61182

Queridos enfermos,

1. En el marco de mi visita al Pilar de Zaragoza, para el acto mariano nacional, tiene lugar este encuentro del Papa con los enfermos. Es para mí uno de los más importantes de mi viaje apostólico. Porque en vosotros me encuentro de manera especial con Cristo que sufre, con Cristo que pasó curando a los enfermos, que se identifica de tal modo con vosotros que considera hecho a El mismo lo que a vosotros se hace. Volved a leer en un momento de paz alguna de las páginas del Evangelio que se refieren a vosotros (Cf. Mt
Mt 8-9 Mt 15 Mt 25,32-40).

Sois pocos los aquí presentes, pero representáis a todos los enfermos de España. Tanto a los que yacen en un instituto sanitario público o privado, como a los que están en sus casas, en la calma, en la silla de ruedas, en su inmóvil asiento o que caminan bajo el peso de la enfermedad.

Quisiera en este momento tener miles de manos que se alargaran a estrechar cada una de las vuestras, preguntaros cómo estáis, compartir al menos por un momento vuestras ansias y sufrimientos, y dejaros una palabra de aliento y un abrazo de hermano. Cada uno de los que me veis a través de la televisión o me oís por la radio, sentidme intencionalmente a vuestro lado.

2. Vosotros que vivís bajo la prueba, que os enfrentáis con el problema de la limitación, del dolor y de la soledad interior frente a él, no dejéis de dar un sentido a esa situación. En la cruz de Cristo, en la unión redentora con El, en el aparente fracaso del Hombre justo que sufre y que con su sacrificio salva a la humanidad, en el valor de eternidad de ese sufrimiento está la respuesta. Mirad hacia El, hacia la Iglesia y el mundo y elevad vuestro dolor, completando con El, hoy, el misterio salvador de su cruz.

Tiene un gran valor sobrenatural vuestro sufrimiento. Y sois además para nosotros una constante lección, que nos invita a relativizar tantos valores y formas de vida. Para vivir mejor los valores del Evangelio y desarrollar la solidaridad, la bondad, la ayuda, el amor.

111 Por eso no consideréis inútil vuestro estado, que tiene para la Iglesia y para el mundo de hoy un gran sentido humanizante, evangelizador, expiatorio e impetratorio. Sobre todo si vosotros mismos adoptáis una actitud abierta, creadora dentro de lo posible y positiva, ante la acción de la gracia que actúa en vuestro espíritu.

3. Pero no puedo detenerme sólo en vosotros. Al pensar en vuestra condición, pienso espontáneamente en vuestras familias, en los profesionales y trabajadores sanitarios, en las religiosas, religiosos y sacerdotes del mundo de la sanidad. En todos los que, en el complejo ámbito de la sociedad actual, se dedican a la atención del enfermo.

Es una misión de extraordinario valor, que hay que vivir como verdadera opción vocacional, con gran sentido ético de solidaridad y respeto al hombre enfermo, sin olvidar la dimensión trascendente y religiosa del ser humano.

Vaya mi palabra de ánimo a cuantos trabajan en este campo que requiere tanta sensibilidad humana y espiritual, para estar en sintonía con las exigencias y expectativas del enfermo. Con mi gozo y aplauso a las casi 13.000 religiosas y 2.000 sacerdotes y religiosos que prestan su labor en el campo de asistencia sanitaria, sobre todo en los sectores más desatendidos de enfermos mentales, crónicos, desahuciados, minusválidos y ancianos.

4. Para dar una eficacia mayor a la pastoral entre los enfermos, es necesario que toda la comunidad cristiana se sienta llamada a colaborar en esa tarea.

Ahí tienen su puesto los miembros de los organismos eclesiales o religiosos, asociaciones y movimientos seglares católicos; ahí tienen su lugar las parroquias, llamadas a impulsar grupos específicos de apostolado y de voluntariado de ayuda a los enfermos. Así la comunidad cristiana hará presente en nuestra sociedad, crecientemente secularizada, el amor cristiano.

5. A la Virgen Santísima del Pilar encomiendo las intenciones y necesidades de cada enfermo - hombre o mujer, niño o adulto - de España, así como las de cuantos se dedican al cuidado de los enfermos y a la asistencia sanitaria. Sobre todos invoco la serenidad, la esperanza de las bienaventuranzas, la mejoría en su salud y a todos bendigo de corazón, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.







VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II

CON LOS TRABAJADORES Y EMPRESARIOS


Barcelona, domingo 7 de noviembre de 1982



Queridos trabajadores y empresarios,

1. Me alegro de encontrarme hoy con vosotros en esta hermosa ciudad de Barcelona. Os saludo con particular afecto, y os agradezco vuestra cariñosa acogida, que me hace sentir tan a gusto entre vosotros, como un amigo y hermano. Os pido desde el primer momento que llevéis mi saludo a vuestros hijos y familias.

A vosotros, queridísimos trabajadores y trabajadoras, a los presentes y a los ausentes, a los nativos de esta tierra o provenientes de otras regiones, así como a los de toda España, vengo a anunciaros el “Evangelio del trabajo”.

112 2. La Iglesia considera un deber suyo imprescindible, en el campo social, ayudar “a consolidar la comunidad humana según la ley divina” (Gaudium et Spes GS 42), recordando la dignidad y los derechos de los trabajadores, estigmatizando las situaciones en las que estos derechos son violados y favoreciendo los cambios que conducen al auténtico progreso del hombre y de la sociedad.

El trabajo responde al designio y a la voluntad de Dios. Las primeras páginas del Génesis nos presentan la creación como obra de Dios, el trabajo de Dios. Por esto, Dios llama al hombre a trabajar, para que se asemeje a El. El trabajo no constituye, pues, un hecho accesorio ni menos una maldición del cielo. Es, por el contrario, una bendición primordial del Creador, una actividad que permite al individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad. Y que además tendrá un premio superior, porque, “no es vano en el Señor” (1Co 15,58).

Pero la proclamación más exhaustiva del “Evangelio del trabajo” la hizo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre —y hombre del trabajo manual— sometido al duro esfuerzo. El dedicó gran parte de su vida terrena al trabajo de artesano e incorporó el mismo trabajo a su obra de salvación.

3. Por parte mía, en estos cuatro años de pontificado, no he dejado de proclamar, en mis Encíclicas y Catequesis, la centralidad del hombre, su primado sobre las cosas y la importancia de la dimensión subjetiva del trabajo, fundada sobre la dignidad de la persona humana. En efecto, el hombre es, en cuanto persona, el centro de la creación; porque sólo él ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Llamado a “dominar la tierra” (Gn 1,28) con la perspicacia de su inteligencia y con la actividad de sus manos, él se convierte en artífice del trabajo - tanto manual como intelectual - comunicando a su quehacer la misma dignidad que él tiene.

El concepto cristiano del trabajo, amigos y hermanos trabajadores, ve en éste una llamada a colaborar con el poder y amor de Dios, para mantener la vida del hombre y hacerla más correspondiente a su designio. Así entendido, el trabajo no es una necesidad biológica de subsistencia, sino un deber moral; es un acto de amor y se convierte en alegría: la alegría profunda de darse, por medio del trabajo, a la propia familia y a los demás, la alegría íntima de entregarse a Dios, y de servirlo en los hermanos, aunque tal donación conlleva sacrificios. Por eso el trabajo cristiano tiene un sentido pascual.

La consecuencia lógica es que todos tenemos el deber de hacer bien nuestro trabajo. Si queremos realizarnos debidamente, no podemos rehuir nuestro deber ni conformarnos con trabajar mediocremente, sin interés, sólo por cumplir.

4. Vuestra laboriosidad tenaz y vuestro sentido de responsabilidad os hacen comprender, queridos hermanos y hermanas, qué lejos están del concepto cristiano del trabajo —y hasta de una recta visión del orden social— determinadas actitudes de desinterés, de derroche de tiempo y de recursos, que se están difundiendo en nuestros días, tanto en el sector público como en el privado. Por no hablar del fenómeno del absentismo, un mal social que no sólo toca la productividad, sino que ofende las esperanzas y sufrimientos de quien busca y reclama desesperadamente una ocupación.

Dentro del esfuerzo que empuja a creyentes y hombres de buena voluntad hacia el logro de una sociedad verdaderamente humana, la Iglesia quiere estar presente por fidelidad al Evangelio - “Buena Nueva” de salvación para todos, pero especialmente para los pobres y los oprimidos - recordando las enseñanzas que provienen de la palabra del Señor:

- El trabajo es ciertamente un bien del hombre y para el hombre. A este respecto, en la encíclica “Laborem Exercens”, he subrayado que “el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo” (IOANNIS PAULI PP. II Laborem Exercens LE 6). El meollo de la doctrina social cristiana sobre el trabajo se centra aquí: no se llega al recto concepto del trabajo si no se está en estrecha dependencia con el recto concepto del hombre.

- El trabajo y la laboriosidad constituyen un deber y un servicio a la célula familiar, a su vida, unidad, desarrollo y perfeccionamiento. Por esto, “la razón de ser de la familia —decía hace tres años a los obreros polacos— es uno de los factores fundamentales que determinan la economía y la política del trabajo”.

- La naturaleza rectamente entendida del trabajo no sólo respeta las exigencias del bien común, sino que dirige y transforma toda actividad laboral en cooperación eficaz al bien de todos, enriqueciendo así el patrimonio de la familia humana.

113 5. Lo dicho anteriormente me lleva a tocar brevemente un problema que no es exclusivo de España, pero que la afecta en buen grado: me refiero al paro.

La falta de trabajo va contra el “derecho al trabajo”, entendido en el contexto global de los demás derechos fundamentales, como una necesidad primaria, y no un privilegio, de satisfacer las necesidades vitales de la existencia humana a través de la actividad laboral.

Es un problema urgente y que debe empujar a cada cristiano a asumir sus responsabilidades en nombre del Evangelio y de su mensaje de justicia, de solidaridad y de amor.

De un paro prolongado nace la inseguridad, la falta de iniciativa, la frustración, la irresponsabilidad, la desconfianza en la sociedad y en sí mismos; se atrofian así las capacidades de desarrollo personal; se pierde el entusiasmo, el amor al bien; surgen las crisis familiares, las situaciones personales desesperadas, y se cae entonces fácilmente - sobre todo los jóvenes - en la droga, el alcoholismo y la criminalidad.

Sería falaz y engañoso considerar este angustioso fenómeno, que se ha hecho ya endémico en el mundo, como producto de circunstancias pasajera s o como un problema meramente económico o socio-político. En realidad constituye un problema ético, espiritual, porque es síntoma de la presencia de un desorden moral existente en la sociedad, cuando se infringe la jerarquía de los valores.

6. La Iglesia, a través de su Magisterio social, recuerda que las vías de solución justa de este grave problema exigen hoy una revisión del orden económico en su conjunto.Es necesaria una planificación global y no simplemente sectorial de la producción económica: es necesaria una correcta y racional organización del trabajo, no sólo a nivel nacional, sino también internacional; es necesaria la solidaridad de todos los hombres del trabajo.

El Estado no puede resignarse a tener que soportar crónicamente un fuerte desempleo: la creación de nuevos puestos de trabajo debe constituir para él una prioridad tanto económica como política. Pero también los empresarios y los trabajadores deben favorecer la superación de la falta de puestos de trabajo: manteniendo unos el ritmo de producción en sus empresas, y rindiendo otros con la debida eficiencia en su trabajo, dispuestos a renunciar, por solidaridad, al “doble” empleo y al recurso sistemático al trabajo “extraordinario”, que reducen de hecho las posibilidades de admisión para los desocupados.

Hay que crear con todos los medios posibles una economía que esté al servicio del hombre. Para superar los contrastes de intereses privados y colectivos; para vencer los egoísmos en la lucha por la subsistencia, se impone en todos un verdadero cambio de actitudes, de estilo de vida, de valores; se impone una auténtica conversión de corazones, de mentes y de voluntades: la conversión al hombre, a la verdad por el hombre.

Me he detenido especialmente en este argumento tan actual. Sé que os preocupan otros muchos problemas referentes al salario, condiciones higiénico-sanitarias en el trabajo, protección contra accidentes laborales, el papel del sindicato, la participación en la gestión y beneficios de la empresa, y la adecuada protección a los trabajadores venidos de otras partes.

Se trata de una problemática compleja y vital para vosotros; pero quiero repetiros una vez más: no olvidéis que el trabajo tiene como característica primordial la de unir a los hombres: “En esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir una comunidad” (IOANNIS PAULI PP. II Laborem Exercens
LE 20). Haced hincapié en ella y en los grandes valores cristianos que os animan. Llevad vuestra serenidad y confianza al lugar de trabajo. Iluminad vuestros ambientes de caridad y esperanza: así os resultará más fácil encontrar soluciones justas.

7. Permitidme ahora, queridos trabajadores y trabajadoras, que dirija mi palabra a otra clase de trabajadores de España: los empresarios, industriales, altos dirigentes, consejeros calificados de la vida socio-económica y promotores de complejos industriales.

114 Saludo y rindo honor en vosotros a los creadores de puestos de trabajo, empleo, servicios y enseñanza profesional; a todos los que en esta querida España dan trabajo y sustento a una gran muchedumbre de trabajadores y trabajadoras. El Papa os expresa su estima y gratitud por la alta función que cumplís al servicio del hombre y de la sociedad. También a vosotros anuncio el “Evangelio del trabajo”.

Y al invitaros a reflexionar sobre la concepción cristiana de la empresa, quisiera ante todo recordaros que, por encima de sus aspectos técnicos y económicos - en lo que sois maestros - hay uno más profundo: el de su dimensión moral. Economía y técnica, en efecto, no tienen sentido si no son referidas al hombre, al que deben servir.

De hecho, el trabajo es para el hombre, y no el hombre para el trabajo; por consiguiente, también la empresa es para el hombre, y no el hombre para la empresa.

Superar la innatural e ilógica antinomia entre capital y trabajo —exasperada a menudo artificialmente por una lucha de clases programada - es, para una sociedad que quiere ser justa, una exigencia indispensable, fundada sobre la primacía del hombre sobre las cosas. Solamente el hombre - empresario u obrero— es sujeto del trabajo y es persona; el capital no es más que “un conjunto de cosas” (IOANNIS PAULI PP. II Laborem Exercens
LE 12).

8. El mundo económico —lo sabéis bien— está sufriendo desde hace tiempo una gran crisis. La cuestión social, de un problema “de clases” se ha transformado en un problema “mundial”. La evolución de las fuentes de energía y la incidencia de fuertes intereses políticos en este campo, han creado nuevos problemas, provocando la puesta en duda de ciertas estructuras económicas hasta ahora consideradas indispensables e intocables, y haciendo cada vez más difícil su dirección.

Ante tales dificultades, no vaciléis; no dudéis de vosotros mismos; no caigáis en la tentación de abandonar la empresa, para dedicaros a actividades profesionales egoístamente más tranquilas y menos comprometedoras. Superad estas tentaciones de evasión y seguid valientemente en vuestro puesto; esforzándoos en dar cada vez un rostro más humano a la empresa, pensando en la gran aportación que ofrecéis al bien común cuando abrís nuevas posibilidades de trabajo.

En el desarrollo de la revolución industrial se cometieron en el pasado, también por parte de los empresarios, errores no pequeños. No por ello hay que dejar de reconocer y alabar públicamente, queridos industriales, vuestro dinamismo, espíritu de iniciativa, férrea voluntad, capacidad de creatividad y de riesgo, que han hecho de vosotros una figura clave en la historia económica y frente al futuro.

9. Por su misma dinámica intrínseca la empresa está llamada a realizar, bajo vuestro impulso, una función social —que es profundamente ética—: la de contribuir al perfeccionamiento del hombre, de cada hombre, sin ninguna discriminación; creando las condiciones que hacen posible un trabajo en el que, a la vez que se desarrollan las capacidades personales, se consiga una producción eficaz y razonable de bienes y servicios, y se haga al obrero consciente de trabajar realmente “en algo propio”.

La empresa es, por tanto, no solamente un organismo, una estructura de producción, sino que debe transformarse en comunidad de vida, en un lugar donde el hombre convive y se relaciona con sus semejantes; y donde el desarrollo personal no sólo es permitido sino fomentado. El enemigo principal de la concepción cristiana de la empresa, ¿no es quizá un cierto funcionalismo que hace de la eficacia el postulado único e inmediato de la producción y del trabajo?

Las relaciones de trabajo son, ante todo, relaciones entre seres humanos y no pueden medirse con el único método de la eficacia. Vosotros mismos, queridos empresarios presentes, si queréis que vuestra actividad profesional sea coherente con vuestra fe, no os conforméis con que “las cosas marchen”, que sean eficaces, productivas y eficientes; sino buscad más bien que los frutos de la empresa redunden en beneficio de todos por medio de la promoción humana global y el perfeccionamiento personal de aquellos que trabajan a vuestro lado y colaboran con vosotros.

Sé que la realidad socio-económica es por su misma naturaleza bastante compleja, hasta el punto de parecer difícilmente gobernable en los momentos de crisis agudas, sobre todo cuando adquiere proporciones planetarias. Sin embargo, es precisamente en tales situaciones cuando conviene dejarse guiar por un gran sentido de justicia y por una total confianza en Dios. En los tiempos difíciles y duros para todos —como son los de las crisis económicas— no se puede abandonar a su suerte a los obreros, sobre todo a los que —como los pobres, los inmigrantessólo tienen sus brazos para mantenerse. Conviene recordar siempre un principio importante de la doctrina social cristiana: “La jerarquía de valores, el sentido profundo del trabajo mismo exigen que el capital esté en función del trabajo, y no el trabajo en función del capital”.

115 10. Y ahora, al finalizar nuestro encuentro, quiero deciros una última palabra, queridos hermanos obreros y queridos empresarios de España:

¡Sed solidarios!

El tiempo en que vivimos exige con urgencia que en la convivencia humana, nacional e internacional, cada persona y grupo superen sus posiciones inamovibles y los puntos de vista unilaterales que tienden a hacer más difícil el diálogo e ineficaz el esfuerzo de colaboración.

La Iglesia no ignora la presencia de tensiones e incluso conflictos en el mundo del trabajo. ¡Pero no es con los antagonismos o con la violencia como se resuelven las dificultades! ¿Por qué no buscar vías de solución entre las partes? ¿Por qué rechazar el diálogo paciente y sincero? ¿Por qué no recurrir a la buena voluntad de escucha, al mutuo respeto, al esfuerzo de búsqueda leal y perseverante, aceptando acuerdos incluso parciales, pero portadores siempre de nuevas esperanzas?

El trabajo tiene en sí una fuerza, que puede dar vida a una comunidad: la solidaridad. La solidaridad del trabajo, que espontáneamente se desarrolla entre los que comparten el mismo tipo de actividad o profesión, para abrazar con los intereses de los individuos y de los grupos el bien común de toda la sociedad. La solidaridad con el trabajo, es decir, con cada hombre que trabaja, la cual - superando todo egoísmo de clase o intereses políticos unilaterales - se hace cargo del drama de quien está desocupado o se encuentra en difícil situación de trabajo. Finalmente, la solidaridad en el trabajo; una solidaridad sin fronteras, porque está basada en la naturaleza del trabajo humano, es decir, sobre la prioridad de la persona humana por encima de las cosas.

Tal solidaridad, abierta, dinámica, universal por naturaleza, nunca será negativa; una “solidaridad contra”, sino positiva y constructiva, una “solidaridad para”, para el trabajo, para la justicia, para la paz, para el bienestar y para la verdad en la vida social.

11. ¡Amadísimos hermanos y hermanas!

Vuestra sensibilidad de creyentes, vuestra fe de cristianos os ayude a vivir la Buena Nueva, el “Evangelio del trabajo”. Sed conscientes de vuestra dignidad de trabajadores manuales o intelectuales. Colaborad con espíritu de solidaridad en los problemas sociales que os acosan. Sed levadura y presencia cristiana en cualquier parte de España.

La Iglesia confía en vosotros, os sigue, os apoya, os quiere: sed siempre dignos de vuestras tradiciones religiosas y familiares.

Permitidme que os recuerde, particularmente, que por causa del trabajo no descuidéis vuestra familia y vuestros hijos. Y emplead el descanso festivo para el encuentro renovado con Dios y la sana diversión.

Confío a la Madre de Montserrat vuestras personas, hijos y familias.

116 Estimats treballadors i empresaris: Que Déu us ajudi a interessarvos al bé de tot home, vostre germá.







VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II

CON LOS ANCIANOS EN EL SANTUARIO


DE LA VIRGEN DE LOS DESAMPARADOS


Valencia, lunes 8 de noviembre de 1982



Queridos ancianos,

1. Ante este Santuario de la Madre común de los Desamparados os saludo con especial afecto personas de la tercera edad. Y me alegra que este encuentro tenga lugar aquí en Valencia, tan ligada a una figura muy querida en esta ciudad y en España: Santa Teresa Jornet Ibars, fundadora de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, que, junto con otros institutos y personas, tanto se han prodigado y se prodigan en favor de la tercera edad.

La ancianidad es algo venerable para la Iglesia y para la sociedad, y merece el máximo respeto y estima. Ya el Antiguo Testamento nos enseña: “Alzate ante una cabeza blanca y honra la persona del anciano” (Lv 19,32). “En los ancianos está el saber y en la longevidad, la sensatez” (Iob. 12, 12). Por ello me inclino ante vosotros e invito a todos a manifestar siempre la reverencia afectuosa que merecen quienes nos han dado la vida y nos han precedido en la organización de la sociedad y en la edificación del presente. El severo mandamiento del Sinaí: “Honra a tu padre y a tu madre”, sigue en plena vigencia.

2. Sé que un mundo materialista y hedonista como el nuestro, trata muchas veces de aislaros, queridos ancianos, y os encontráis con problemas de soledad, de falta de cariño y comprensión. Un sufrimiento tanto mayor cuando son los propios hijos o familiares los que se comportan de esa manera.

Muchos no comprenden que no se pueden valorar la vida y las cosas con un solo criterio económico o de eficiencia. Por ese camino se deshumaniza la convivencia y se empobrece la familia y la sociedad. Es verdad que en tantos casos la persona en edad adulta, sobre todo si no goza de buena salud, no podrá ejercer las mismas funciones de una más joven. Pero no por ello su misión es a veces menos preciosa, pues puede desarrollar muchas labores complementarias y muy útiles, que la vida moderna no permite fácilmente a quien tiene un trabajo regular. Esa inserción en la vida familiar y social, según las posibilidades de los ancianos, será para ellos fuente de serenidad personal y de aliento —al sentir la propia utilidad— así como de enriquecimiento social.

Ante una perspectiva demográfica de fuerte crecimiento de los ancianos respecto de los jóvenes, la sociedad ha de plantearse con criterios humanitarios y morales este problema, evitando una dolorosa e injusta marginación.

3. La Iglesia, por su parte, ha de estimular a todos a descubrir y estimar la colaboración que el anciano puede ofrecer a la sociedad, a la familia y a la misma Iglesia. Empezando por alentar a las personas mayores a no automarginarse, cediendo a la falsa convicción de que su vida no tiene ya objetivos dignos.

Para ello, hay que ayudarles a mantener el interés por cosas útiles a sí mismos y a los demás, a cultivar su inteligencia, a apreciar la amistad con otras personas y a valorar su puesto en la gran familia de hijos de Dios que es la Iglesia, en la que cada persona tiene dignidad y valor idénticos. ¡Cuántas parroquias podrían también recibir la ayuda preciosa de personas de la tercera edad en tantas misiones de apostolado, catequesis y de otro tipo!

Es necesario que se desarrolle en la Iglesia una pastoral para la tercera edad, en la que se insista en el papel creativo de la misma, de la enfermedad y limitación parcial, en la reconciliación de las generaciones, en el valor de cada vida, que no termina aquí, sino que está abierta a la resurrección y a la vida permanente. Con ello se hará una labor eclesial y se prestará un gran servicio a la sociedad, clarificando la escala de tantos valores humanos.

117 Será sobre todo la familia la gran beneficiaria. No resisto a leeros unas hermosas palabras de mi predecesor Pablo VI que recogí en mi Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”: “Los ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor no ha suscrito con agrado las palabras inspiradas «la corona de los ancianos son los hijos de sus hijos!» (Pr 17,6)” (IOANNIS PAULI PP. II Familiaris Consortio FC 28).

4. A todos los miembros de la comunidad y especialmente a las religiosas y seglares que trabajan en la pastoral de la tercera edad, les expreso mi profundo aprecio y agradecimiento en nombre de la Iglesia. Les pido sigan prestando con abnegación y talante de fe su meritoria obra, para inspirar en las personas, familias y comunidades el espíritu de amor del Evangelio hacia los ancianos.

Que la Virgen Santísima de los Desamparados proteja a todas las personas de la tercera edad de España, sobre todo a las que más necesidad tienen de amparo. E inspire sentimientos de solidaridad y comprensión en los corazones, para que ningún anciano carezca del respeto, afecto y ayuda que necesita. A los ancianos todos, y a cuantos les atienden y trabajan por ellos, doy de corazón la Bendición Apostólica.







VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA


A LOS SACERDOTES Y SEMINARISTAS


DEL SEMINARIO DE MONCADA


Valencia, lunes 8 de noviembre de 1982



Amadísimos sacerdotes y seminaristas,

1. Hemos vivido esta mañana una jornada verdaderamente sacerdotal. Con la ordenación de un numeroso grupo de jóvenes, que han recibido el sello de Cristo, para dedicarse al servicio de la Iglesia.

Este nuevo encuentro, aquí en el recinto del Seminario de Moncada, viene a prolongar las vivencias sacerdotales que hemos compartido en la Misa de La Alameda, en el día sacerdotal de mi viaje a España.

Los nuevos presbíteros ordenados, los sacerdotes y seminaristas presentes, me han hecho levantar el pensamiento a los casi 23.000 sacerdotes diocesanos y 1.700 seminaristas mayores de España. Son los que representáis aquí, en este momento. A ellos habría que añadir los 10.500 sacerdotes religiosos y 1.300 seminaristas.

2. ¡Qué fuerza numerosa la vuestra, por número y capacidad, si sabéis renovar cada día la gracia que está en vosotros —o que estará— por la imposición de las manos! La fuerza de Cristo que os ha elegido, que os acompaña, que quiere seguir alegrando vuestra juventud, que es vuestro mejor amigo, que percibe en vuestra alma el amor de una consagración a El.

Sois los preferidos, los íntimos del Señor. En la sociedad del siglo XX, sois los primeros amigos de Jesús en tierra española. No olvidéis esta realidad, cuando el humano cansancio, el dolor, la soledad o la incomprensión de los otros pueda rebajar vuestro entusiasmo o poner una duda en vuestro espíritu.

3. Sé bien que la mayor tentación y peligro en vuestra vida puede ser la del desaliento. Porque en el mundo secularizado de hoy la figura del sacerdote no es a veces comprendida, ni debidamente valorizada.


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