Audiencias 1983 11


PRIMERA AUDIENCIA GENERAL

DEL AÑO SANTO EXTRAORDINARIO DE LA REDENCIÓN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

DURANTE LA LITURGIA DE LA PALABRA


Miércoles 30 de marzo de 1983

(Lectura:
12 Isaías 50, 5-9; Salmo 68;
evangelio de san Mateo, capítulo 26, versículos 47-50)



1. Año Santo, Puerta Santa, Lugares Santos, Semana Santa...: esta atribución tradicional de la "santidad" a realidades del espacio y del tiempo atestigua que en ellas el alma popular, o incluso la Iglesia, descubren y reconocen un vínculo especial con Dios y, por lo tanto, un título de "consagración".

A nosotros, cristianos, el valor sacro de estos días santos nos viene de la memoria de la pasión y muerte de Cristo, que en ellos celebramos, con una fe más viva, con una piedad más tierna y, a la vez, austera y consciente, con la propia identificación litúrgica y espiritual en ese misterio de la redención expresado en el Credo de cada día: Crucifixus etian pro nobis..., passus et sepultus est.

Estos son, pues, los días de la cruz, los días en que sube espontáneamente a los labios de los cristianos el antiguo himno litúrgico, transmitido de generación en generación, y repetido por millones de creyentes en todos los tiempos, incluida la época del primer Año Santo, convocado por el Papa Bonifacio VIII el año 1300: Vexilla Regis prodeunt / fulget Crucis mysterium...

La cruz es la enseña de Cristo a la que nosotros veneramos y cantamos. Más aún, por su función de instrumento de nuestra redención estrechamente unido, según el designio del Padre, con el que fue suspendido en ella como en un patíbulo, nosotros la adoramos como por una extensión del culto que reservamos al Hombre-Dios. En realidad adorar la cruz (como, haremos litúrgicamente el Viernes Santo) es adorar a Cristo mismo: Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum!

2. En realidad la cruz pertenece a nuestra condición existencial, como nos demuestra la experiencia de cada día. Más aún, se diría que tiene sus raíces en la misma esencia de las cosas creadas.

El hombre es consciente de los valores, pero también de los límites. De aquí el problema del mal que, en determinadas condiciones de desconcierto físico, psicológico, espiritual, es dolor, sufrimiento, o incluso pecado. ¿Por qué el mal, por qué el dolor, por qué esta cruz humana que parece coesencial con nuestra naturaleza, y sin embargo, en muchos casos, tan absurda?

Se trata de preguntas que atormentan desde siempre la mente y el corazón del hombre, y a las cuales, quizá, se pueden dar respuestas parciales de orden teórico, pero que continúan planteándose de nuevo en la realidad de la vida, a veces de modo dramático, sobre todo cuando se trata del dolor de los inocentes, de los niños, incluso de grupos humanos y de pueblos enteros subyugados por fuerzas prepotentes que parecen señalar en el mundo el triunfo de la maldad. ¿Quién de nosotros no siente una herida en el corazón ante tantos hechos dolorosos, ante tantas cruces?

Es verdad que la experiencia universal enseña también los benéficos efectos que en muchos hombres produce el dolor, como generador de madurez, de sabiduría, de bondad. de comprensión, de solidaridad, de tal manera que se ha podido hablar de la fecundidad del dolor. Pero esta constatación deja sin resolver el problema de fondo y no elimina la tentación de Job, que se asoma también al espíritu del cristiano, cuando se siente impulsado a preguntar a Dios: ¿Por qué? Más aún, para muchos el problema del mal y del dolor es una objeción contra la Providencia de Dios, e incluso a veces contra su existencia. La realidad de la cruz se convierte entonces en un escándalo, porque se trata de una cruz sin Cristo: ¡La más pesada e insoportable, a veces terrible hasta la tragedia!

3. La cruz con Cristo es la gran revelación del significado del dolor y del valor que tiene en la vida y en la historia. Él que comprende la cruz, el que la abraza, comienza un camino muy distinto del camino del proceso y de la contestación a Dios: encuentra, más bien, en la cruz el motivo de una nueva ascensión a Él por la senda de Cristo, que es precisamente el Vía Crucis, el camino de la cruz.

13 La cruz es la prueba de un amor infinito que, precisamente en esa hostia de expiación y pacificación ha colocado el principio de la restauración universal y sobre todo de la redención humana: redención del pecado y, al menos en raíz, del mal, del dolor y de la muerte.

Pero la cruz nos invita a responder al amor con el amor. A Dios, que nos amó primero, nosotros podemos darle, a nuestra vez, el signo de nuestra íntima participación en su designio de salvación. No siempre logramos descubrir en este designio el porqué de los dolores que marcan el camino de nuestra vida. Sin embargo, sostenidos por la fe, podemos llegar a la certeza de que se trata de un designio de amor, en el cual toda la inmensa gama de las cruces, grandes y pequeñas, tiende a fundirse en la única cruz.

La cruz es, pues, para nosotros una garantía de vida, de resurrección y de salvación, porque contiene en sí y comunica a los creyentes la fuerza renovadora de la redención de Cristo. Según San Pablo, en ella es una realidad ya adquirida incluso la futura resurrección y glorificación celeste, que será en la eternidad la manifestación gloriosa de la victoria que Cristo nos ha traído con su pasión y su muerte. Y nosotros, con la experiencia de nuestro dolor cotidiano, estamos llamados a participar en este misterio que es ciertamente de pasión, pero también de gloria.

4. En estos días de Semana Santa y del Año Santo estamos invitados a mirar a Cristo que nos ha amado hasta morir en la cruz por nosotros. Estamos invitados a unirnos a la Iglesia, la cual, especialmente con la celebración de los misterios conclusivos de la vida terrena de Cristo, quiere infundirnos una conciencia más viva del misterio de la redención; y ésta es la razón fundamental del Jubileo.

Saludamos en la cruz, signo e instrumento de Cristo Redentor, al fundamento de nuestra esperanza, porque reconocemos en ella la prueba experimental del amor omnipotente y misericordioso que Dios tiene por el hombre.

Nos dirigimos a la cruz y a Cristo crucificado en este "tiempo de pasión": tiempo no sólo litúrgico, sino histórico, social y espiritual, en el que vemos agolparse sobre el mundo tantos dolores, tantas "pasiones" y, por desgracia ¡tantas cruces sin Cristo!

Pidamos al Redentor, en nombre de su cruz, que conceda a su Iglesia y a toda la humanidad la gracia del Año Santo, los dones de conversión y de santidad que tanto necesitamos.

Esto quiere el Año Santo, esto nos pide Jesús desde la cruz: una apertura mayor a su redención con el arrepentimiento de los pecados y la aspiración a la santidad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

En esta primera Audiencia general del Ano Santo, saludo con afecto a todos los presentes de lengua española.

14 Mi saludo va en primer lugar a las religiosas Siervas de Jesús de la Caridad, a los miembros de las varias parroquias, y sobre todo a los estudiantes de diversos colegios de España que son los más numerosos, así como a los grupos procedentes de América Latina.

El principio del Ano Santo y la celebración de la Semana Santa que conmemora los misterios centrales de la Redención, son para nosotros una fuerte llamada a buscar la gracia que nos salva, a unirnos con espíritu de fe al dolor redentor de Cristo que es también esperanza de resurrección, a purificarnos de nuestros pecados y vivir cada día más intensamente el misterio de salvación en Cristo. Esta es la finalidad del Ano Jubilar.

A todos os aliento a seguir con valentía y perseverancia ese camino, y a todos os doy mi Bendición.



Abril de 1983

Miércoles 6 de abril de 1983




1. Nos encontramos todavía en el clima de la solemnidad pascual, en el que una inefable experiencia espiritual nos ha hecho gustar la profunda verdad de nuestra fe en Cristo resucitado, "nuestra Pascua" (1Co 5,7), que se ha inmolado por nosotros, pero que no fue derrotado por la muerte, no agotó su misterio y su misión cuando, pendiente de la cruz pronunció las palabras: "Todo esta consumado" (Jn 19,30). Efectivamente, en ese mismo instante el cumplimiento del designio salvífico de Dios abrió una nueva fase en la historia humana, que Cristo mismo habla consagrado con su resurrección de la muerte: el nuevo Kairós de la certeza de la vida, fundada sobre esa demostración de la omnipotencia divina. Cristo resucitó, como había prometido, porque su Yo profundo se identifica con el principio eterno de la vida, Dios, de tal manera que pudo decir de Sí: "Yo soy la vida" (Jn 14,6), como había proclamado otra vez: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11,25). Con Él, pues, la fuerza omnipotente de la vida ha entrado en el mundo y, después del sacrificio de justicia y de amor ofrecido en la cruz, explotó en su humanidad y, a través de su humanidad, en el género humano y, de cierta manera, en todo el universo. Desde ese momento la creación encierra en sí el secreto de una juventud siempre nueva, y nosotros ya no somos más esclavos del "miedo de la muerte" (cf. He 2,15). ¡Cristo nos ha liberado para siempre!

Con el Jubileo nosotros queremos celebrar también esta victoria de la vida y de la libertad, porque ella da plenitud de dimensión al misterio de la redención y revela la potencia de la cruz. Justamente, pues, con la liturgia de la Iglesia, podemos saludar a la cruz como "esperanza única" y fuente de "gracia" y de "perdón", no sólo hoc passionis tempore, como hicimos el Viernes Santo, sino también in hac triumphi gloria, como cantaremos en la fiesta de su Exaltación (14 de septiembre), casi haciendo eco al alleluia pascual.

2. De este misterio de gloria que fulgura en la cruz (fulget crucis mysterium) nos habla San Pedro en su primera Carta a las comunidades cristianas de Asia Menor, documento fundamental de la reflexión sencilla y lineal, pero densa de significado cristológico, de los Apóstoles y de las primeras comunidades cristianas: "Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo —escribe él—, que por su gran misericordia nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible" (1P 1,3 s.).

Cristo resucitado domina, pues, la escena de la historia y da una fuerza generadora de eterna esperanza a la vida cristiana, en este Kairós, en esta edad escatológica que ha comenzado ya con la victoria sobre la muerte por parte de Aquel que fue "ya conocido antes de la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos por amor vuestro" (1P 1,20).

Esta es la certeza que necesitaba el mundo en que los Apóstoles predicaban el Evangelio de Cristo; ésta es la esperanza que necesita la humanidad de nuestro tiempo, a la que queremos comunicar el mensaje y el don del Año Santo: Cristo ha resucitado y, al resucitar, ha interrumpido lo que parecía, y todavía parece a muchos, un inexorable vórtice de decadencia, degradación y corrupción en la historia. Cristo resucitado nos da la garantía de una vida que no acaba, de una "herencia incorruptible", de una "custodia", por parte de Dios, en favor de los justos, quienes, liberados y renovados por el Redentor, pertenecen ya en la fe y en la esperanza al reino de la vida eterna.

3. La historia terrena y el movimiento cósmico continúan sin duda, su curso, que no se identifica con los ritmos de desarrollo del reino de Cristo. De hecho, el dolor, el mal, el pecado, la muerte cobran todavía sus víctimas, a pesar de la resurrección de Cristo. El ciclo de la sucesión y del devenir no se ha detenido en absoluto: ¡Se habría cerrado la historia! Y, más aún, se repiten continuamente hechos y acontecimientos que hacen pensar en un conflicto insanable, aquí en la tierra, entre los dos reinos o, como decía San Agustín, entre las dos "ciudades". Pensad, por ejemplo, en el contraste que este Año Santo presenta entre la celebración de la redención, por una parte, y por otra, las ofensas a Dios, los crímenes contra el hombre y, en el fondo, los desafíos a Cristo que simultáneamente continúan cometiéndose. Se trata del aspecto más impresionante, la dimensión más misteriosa de la dialéctica histórica entre las fuerzas del bien y las del mal: esto es, el hecho de que se interpongan obstáculos y se haga gala de indiferencia ante las fuerzas de la redención introducidas en el mundo por Cristo con su resurrección como principio resolutivo del contraste entre la muerte y la vida.

15 Pero he aquí otra verdad que San Pedro ofrece a la reflexión de los cristianos y que se deriva del sermón de las bienaventuranzas: en medio de los sufrimientos y dificultades del tiempo que pasa, los cristianos, todos los cristianos, están llamados a ser como él, los justos que sufren manteniéndose en la certeza de la fe y de la esperanza, y precisamente por este camino están en su puesto, cumplen su misión en la gran dialéctica histórica: son, con Cristo y por Cristo, fuerza de regeneración, fermento de vida nueva.

De aquí la exhortación: "No os conforméis a las concupiscencias que primero teníais en vuestra ignorancia, antes, conforme a la santidad del que os llamó, sed santos en todo vuestro proceder, porque escrito está: Sed santos, porque santo soy yo..." (
1P 1,14-16 cf. Mt 10,17).

Hoy como ayer y más que ayer, entre las vicisitudes, los conflictos, las variaciones de los tiempos que llevan con frecuencia a situaciones tan escabrosas, a veces incluso dramáticas, el mundo tiene necesidad de que permanezca en medio de él el "pueblo nuevo", que con humildad, valentía y perseverancia se dedique al servicio de la redención y concrete en la buena conducta cristiana la fuerza regeneradora de la resurrección de Cristo.

Esta es la función de los cristianos como evangelizadores y testigos de la redención en la historia; ésta es la misión histórica y escatológica, a la que nos llama el Año Santo

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

En esta primera semana de Pascua, saludo cordialmente a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta Audiencia.

De modo particular quiero saludar al grupo de Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús y a las Religiosas Reparadoras del Sagrado Corazón. También a los fieles de diversas parroquias y al numeroso grupo de estudiantes de varios colegios de España. Igualmente saludo a los pequeños grupos y familias procedentes de América Latina.

Con Cristo resucitado la fuerza omnipotente de la vida ha entrado en el mundo, y después del sacrificio de justicia y amor ofrecido en la Cruz, ha invadido su humanidad y por medio de él al género humano. Con el Jubileo queremos celebrar también esta victoria de la vida y de la libertad, porque ésta da su plena dimensión al misterio de la Redención y revela la fuerza de la Cruz.

A todos vosotros os invito a ser evangelizadores y testigos de la Redención en medio de la sociedad: así realizaréis la misión a la que nos llama el Año Santo. A todos os doy con afecto mi Bendición.



Miércoles 13 de abril de 1983



16 1. "Dios por medio de Cristo nos reconcilió consigo" (2Co 5,18).

Queridísimos hermanos y hermanas: ¡El hombre necesita de reconciliación! Con el pecado quebrantó la amistad con Dios, y se encontró solo y desesperado, porque su destino no puede cumplirse fuera de esta amistad. Por esto aspira a la reconciliación, aún siendo incapaz de realizarla por sí. Efectivamente, con solas sus fuerzas no puede purificar el propio corazón, librarse del peso del pecado, abrirse al calor vivificante del amor de Dios.

El "alegre anuncio" que la fe nos trae es precisamente éste: Dios, en su bondad, ha salido al encuentro del hombre. Ha obrado, de una vez para siempre, la reconciliación de la humanidad consigo mismo, perdonando las culpas y creando en Cristo un hombre nuevo, puro y santo. San Pablo subraya la soberanía de esta acción divina cuando, al hablar de la nueva creación, declara: "Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo" (2Co 5,18). Y añade: "Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados" (5, 19). Por lo cual, el Apóstol, con la conciencia de haber recibido de Dios el ministerio de la reconciliación, concluye con la exhortación apasionada: "Dejaos reconciliar con Dios" (5, 20).

Sólo Dios es el Salvador: la convicción de que el hombre no puede salvarse mediante sus esfuerzos humanos y de que toda la salvación viene de Dios, estaba inculcada por la revelación del Antiguo Testamento. Yavé decía a su pueblo: "No hay Dios justo ni salvador fuera de mí" (Is 45,21). Sin embargo, con esta afirmación Dios aseguraba además que no había abandonado al hombre a su propio destino. Él lo salvaría. Y efectivamente, el que se habla definido como Dios Salvador, manifestó, con la venida de Cristo a la tierra, que Él lo era realmente.

2. Y más aún, el cumplimiento ha superado la promesa: efectivamente, en Cristo el misterio de salvación se ha revelado como misterio de Dios Padre que entrega a su Hijo en sacrificio para la redención de la humanidad. Mientras el pueblo judío esperaba un Mesías humano, el Hijo de Dios en persona vino en medio de los hombres y, en su calidad de verdadero Dios y verdadero hombre, desempeñó la misión de Salvador. Es Él quien con su sacrificio ha realizado la reconciliación de los hombres con Dios. Nosotros no podemos menos de admirar esta maravillosa invención del plan divino de salvación: el Hijo encarnado ha actuado entre nosotros con su vida, muerte y resurrección, como Dios Salvador.

Siendo el Hijo, cumplió a la perfección la obra que le había confiado el Padre. Él considera esta obra tanto del Padre como suya. Ante todo, es la obra del Padre, porque tuvo la iniciativa y continúa guiándola. El Padre puso esta obra en las manos de su Hijo, pero es Él quien la domina y la lleva a término.

Jesús reconoce en el Padre a Aquel que ha trazado el camino del sacrificio como vía de salvación. Él no quiere negar la responsabilidad de los hombres en su condena a muerte. Pero, en el drama que se prepara, discierne la acción soberana del Padre que, aún respetando la libertad humana, guía los acontecimientos según un designio superior.

En Getsemaní Él acepta la voluntad del Padre, y en el momento del arresto, al ordenar a Pedro que meta la espada en la vaina, indica el motivo de su docilidad: "El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?" (Jn 18,11).

Toda explicación del acontecimiento del Calvario, mediante causas simplemente históricas, sería insuficiente. El sacrificio redentor no es debido a los que condenaron a Jesús, sino al Padre que tomó la decisión de procurar la salvación a la humanidad mediante este camino.

3. Este misterio siempre nos sorprende, porque los hombres que escuchan la buena nueva no pueden dejar de preguntar: ¿Por qué el Padre eligió el sacrificio como medio de liberación de la humanidad?

¿No adquiere Él un rostro cruel, mandando al Hijo al sacrificio? ¿No hay en esto una manifestación de excesivo rigor?

17 La respuesta de la revelación es precisa: lejos de ser un acto de crueldad o de severidad rigurosa, el gesto del Padre, que ofrece al Hijo en sacrificio, es la cumbre del amor: "Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" San Juan, que refiere estas palabras en el Evangelio (3, 16), las comenta en su primera Carta: "En esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10).

El Padre ha querido un sacrificio de reparación por las culpas de la humanidad, pero Él mismo ha pagado el precio de este sacrificio, entregando a su Hijo. Con este don ha mostrado en qué medida Él era Salvador y hasta qué punto amaba a los hombres. Su gesto es el gesto definitivo del amor. Por lo cual, el misterio pascual es "el culmen de la revelación y actuación de la misericordia" de Dios (Dives in misericordia DM 7).

Nunca debemos olvidar que nuestra reconciliación ha costado al Padre un precio tan alto. ¿Y cómo no darle gracias por este amor que nos ha traído, con la salvación, la paz y la alegría?

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a cada persona, familia y grupo de lengua española que participa en esta Audiencia.

En particular dirijo mi saludo a los miembros de la peregrinación procedente de Barcelona y a los grupos de estudiantes del Colegio de la Institución Teresiana de Santander; y del Colegio de las Irlandesas de Lejona, que traen el entusiasmo propio de los jóvenes.

Estando en el Año Santo, os invito a todos –de acuerdo con las palabras de la lectura que hemos escuchado antes– a reconciliaros con Dios, a romper las cadenas del pecado y vivir en la amistad con El. Cristo pagó por nuestras culpas mediante el sacrificio de su vida. Ello debe impulsarnos a amar profundamente a Dios, que antes nos amó en Cristo y nos rescató con su sangre. A todos os bendigo, así como a vuestras familias.





Miércoles 20 de abril de 1983



1. Durante este tiempo pascual vivimos en plenitud la alegría de la reconciliación con Dios, que Cristo resucitado nos anuncia con el saludo lleno de buenos deseos: "La paz sea con vosotros" (Jn 20,21). Nos lo anuncia "mostrando las manos y el costado" (ib., 20), esto es, invitándonos a mirar hacia el sacrificio que nos ha proporcionado esta reconciliación. Sufriendo y muriendo por nosotros, Cristo mereció el perdón de nuestros pecados y restableció la alianza entre Dios y la humanidad.

Su sacrificio ha sido un sacrificio expiatorio, o sea, un sacrificio que presenta una reparación para obtener la remisión de las culpas. En el culto de la Antigua Alianza se practicaban estos sacrificios de reparación; en el libro de Isaías, el personaje ideal del "Siervo de Dios" se nos describe en una prueba terrible, en la que él ofrece su vida como sacrificio expiatorio (cf. Is 53,10). Jesús alude a esta figura del Siervo cuando define el sentido de su misión terrena: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10,45 Mt 20,28).

18 Él sabe perfectamente que va a la muerte: su sacrificio es el precio, el rescate por la liberación de la humanidad. Cuando instituye la Eucaristía, ofrece para beber la sangre destinada a ser derramada por muchos, en remisión de los pecados (cf. Mt 26,28). Jesús es, pues, consciente de ofrecer un sacrificio expiatorio, sacrificio diverso de los del culto judío, porque consiste en el don de la propia vida y obtiene, de una vez para siempre, la remisión de los pecados de toda la humanidad.

Este sacrificio ha sido expresado más tarde, en la reflexión teológica, mediante los conceptos de satisfacción y de mérito. Cristo ofreció una satisfacción por los pecados y con esto nos mereció la salvación. El Concilio de Trento declara que "Nuestro Señor Jesucristo, mediante su santísima pasión, en el madero de la cruz, nos ha merecido la justificación y ha satisfecho por nosotros a Dios Padre" (DS 1529).

2. El sacrificio expiatorio de la cruz nos hace comprender la gravedad del pecado. A los ojos de Dios el pecado nunca es un hecho sin importancia. El Padre ama a los hombres y le ofenden profundamente sus transgresiones o rebeliones. Aunque está dispuesto a perdonar, Él, por el bien y el honor del hombre mismo, pide una reparación. Pero precisamente en esto la generosidad divina se demuestra del modo más sorprendente. El Padre dona a la humanidad el propio Hijo, para que ofrezca esta reparación. Con esto muestra la abismal gravedad del pecado, puesto que reclama la reparación más alta posible, la que viene de su mismo Hijo. A la vez, revela la grandeza infinita de su amor, ya que Él es el primero que lleva el peso de la reparación con el don del Hijo.

Entonces, ¿Dios castiga al Hijo inocente? ¿No hay en esto una violación manifiesta de la justicia? Tratemos de entender. Es verdad que Cristo sustituye, en cierto modo, a la humanidad pecadora: efectivamente, Él toma sobre sí las consecuencias del pecado, que son el sufrimiento y la muerte. Pero lo que hubiera sido castigo, si este sufrimiento y esta muerte se hubieran infligido a los culpables, adquiere un significado distinto cuando son asumidas libremente por el Hijo de Dios: se convierten en una ofrenda expiatoria por los pecados del mundo. Cristo, inocente, ocupa el lugar de los culpables. La mirada que el Padre le dirige cuando sufre en la cruz, no es una mirada de cólera, ni de justicia punitiva; es una mirada de perfecta complacencia, que acoge su sacrificio heroico.

3. ¿Cómo no admirar la conmovedora solidaridad con la que Cristo ha querido llevar el peso de nuestras culpas? Incluso hoy, cuando nos detenemos a considerar el mal que se manifiesta en el mundo, podemos apreciar el peso inmenso que ha caído sobre los hombros del Salvador. Como Hijo de Dios hecho hombre, Él estaba en disposición de cargar con los pecados de todos los hombres, en todos los tiempos de su historia. Al aceptar esta carga ante el Padre y al ofrecer una reparación perfecta, Él ha transformado el rostro de la humanidad y ha liberado al corazón humano de la esclavitud del pecado.

¿Cómo no estarle agradecidos? Jesús cuenta con nuestra gratitud. Efectivamente, si en el sacrificio expiatorio Él ha ocupado el lugar de todos nosotros, su intención no era la de dispensarnos de toda reparación. Más aún, espera nuestra colaboración activa en su obra redentora.

Esta colaboración reviste una forma litúrgica en la celebración eucarística, donde el sacrificio expiatorio de Cristo se hace presente para comprometer a la comunidad y a los fieles en la ofrenda. Se extiende luego al conjunto de la vida cristiana, que está marcada necesariamente con el signo de la cruz. El cristiano, a lo largo de toda su existencia, está invitado a ofrecerse a sí mismo en oblación espiritual, que se debe presentar al Padre en unión con la de Cristo.

Felices por haber sido reconciliados con Dios por Cristo, sintamos el honor de compartir con Él el sacrificio admirable que nos ha proporcionado la salvación, y aportemos también nuestra parte en la aplicación de los frutos de la reconciliación al universo de hoy.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a todas las personas, familias y pequeños grupos de lengua española que asisten a esta Audiencia del Año Santo.

19 Una particular palabra de saludo y aliento a ser cada vez más fíele a su vocación, deseo dirigir a las religiosas de Jesús María que están haciendo su tercera probación. También a los miembros de los grupos diocesanos o parroquiales de Gerona, de Jaén, de Mollerusa, Pamplona y Alicante, así como a los oficiales y maniseros aquí presentes, quiero exhortar a vivir en la alegría y esperanza de la pascua. Esa misma paz y esperanza en Cristo resucitado deseo al grupo de viudas de Valencia.

Las palabras con las que el Maestro invitó un día a Pedro a seguirlo, nos las dirige, a cada uno de nosotros. Nos pide fidelidad y perseverancia como cristianos. Nos lo pide de manera especial en este Año Santo, en el que conmemoramos su amor infinito, que le llevó hasta la muerte por nosotros. A todos os bendigo de corazón.





Miércoles 27 de abril de 1983



1. La alegría pascual, que es la actitud habitual del cristiano y que, en este tiempo litúrgico, sentimos de una manera especial, no puede hacernos olvidar, queridísimos hermanos y hermanas, la inmensidad de los sufrimientos del mundo. Por lo demás, ¿acaso no es cierto que la resurrección de Cristo, de la que brota nuestra alegría, nos remite continuamente al misterio de su pasión? También la humanidad que, en la Pascua, ha sido introducida en el misterio de la pasión y de la resurrección del Salvador, está llamada a vivir continuamente el paso del sufrimiento a la alegría. Y más aún, según el designio divino, donde abundan más los sufrimientos, allí precisamente sobreabunda la alegría.

En su obra de reconciliación, el Hijo de Dios encarnado tomó voluntariamente sobre Sí el sufrimiento y la muerte, que los hombres habían merecido por sus pecados. Pero no nos ha exonerado de este sufrimiento y de esta muerte, porque quiere hacernos partícipes de su sacrificio redentor. Él ha cambiado el sentido del dolor: debería ser un castigo por las culpas cometidas; en cambio. ahora, en el Señor crucificado, se ha convertido en materia de una posible ofrenda al amor divino para la formación de una nueva humanidad.

Jesús corrigió la opinión que consideraba el sufrimiento únicamente como castigo por el pecado. Efectivamente, en la pregunta de los discípulos respecto al ciego de nacimiento, excluye que aquella enfermedad se derive del pecado, y afirma que tiene como motivo la manifestación de las obras de Dios, manifestación que tendrá lugar con el milagro de la curación y aún más con la adhesión del enfermo curado a la luz de la fe (cf. Jn 9,3).

2. Para comprender el sentido del sufrimiento, no se debe mirar tanto al hombre pecador, cuanto más bien a Cristo Jesús, su Redentor. El Hijo de Dios que no había merecido el sufrimiento y que habría podido eximirse de él, en cambio, por amor nuestro, se comprometió a fondo en el camino del sufrimiento. Él soportó dolores de toda especie, tanto de orden físico como de orden moral. Entre los sufrimientos morales no están sólo los ultrajes, las acusaciones falsas y el desprecio de los enemigos, juntamente con la desilusión por la ruindad de los discípulos; estuvo también la misteriosa aflicción sufrida en lo íntimo del espíritu a causa del abandono del Padre. El sufrimiento invadió y envolvió todo el ser humano del Hijo encarnado.

La palabra "Aquí tenéis al hombre" (Jn 19,5), que Pilato pronunció para apartar a los acusadores de su designio, mostrándoles el estado digno de conmiseración en que se hallaba Jesús, fue recogida y conservada por los cristianos como una invitación a descubrir un nuevo rostro del hombre. Jesús aparece como el hombre oprimido por el dolor, por el odio, por la violencia, por el escarnio, y reducido a la impotencia. En ese momento Él personificaba los sufrimientos más profundos de la humanidad. Jamás un hombre ha sufrido tan intensamente, tan completamente, y este hombre es el Hijo de Dios. En su rostro humano se transparenta una nobleza superior. Cristo realiza el ideal del hombre que, a través del dolor, lleva el valor de la existencia al nivel más alto.

3. Este valor no es únicamente el resultado del sufrimiento, sino del amor que en él se manifiesta. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1). En el misterio de la pasión el amor de Cristo por nosotros alcanza su cumbre. Y precisamente desde esa cumbre se difunde una luz que ilumina y da sentido a todos los sufrimientos humanos. En la intención divina los sufrimientos están destinados a favorecer el crecimiento del amor y, por esto, a ennoblecer y enriquecer la existencia humana. El sufrimiento nunca es enviado por Dios con la finalidad de aplastar, ni disminuir a la persona humana, ni de impedir su desarrollo. Tiene siempre la finalidad de elevar la calidad de la vida, estimulándola a una generosidad mayor.

Ciertamente, siguiendo a Jesús, debemos esforzarnos por aliviar y, en cuanto sea posible, suprimir los sufrimientos de los que nos rodean. Durante su vida terrena, Jesús dio testimonio de su simpatía por todos los desdichados, y les prestó una ayuda eficaz, curando un gran número de enfermos y tullidos. Luego recomendó a sus discípulos que socorrieran a todos los desventurados reconociendo en cada uno de ellos su propio rostro.

Pero en los sufrimientos que nos afectan personalmente y que no podemos evitar, Cristo nos invita a captar la posibilidad de un amor más grande. Advierte a sus discípulos que estarán particularmente asociados a su pasión redentora: "En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se cambiará en gozo" (Jn 16,20). Jesús no ha venido a instaurar un paraíso terrestre, de donde esté excluido el dolor. Los que están más íntimamente unidos a su destino, deben esperar el sufrimiento. Sin embargo, éste terminará en la alegría. Como el sufrimiento de la mujer que da a luz a su hijo (cf. Jn 16,21).


Audiencias 1983 11