Audiencias 1983 45

Miércoles 31 de agosto de 1983



1. "Vestíos del Señor Jesucristo", (Rm 13,14). Estas palabras, muy amados hermanos y hermanas, nos dan la definición completa del ethos de la redención. Renacido del agua y del Espíritu, renovado y re-creado, el hombre ha recibido la vocación y tarea de vestirse del Señor Jesucristo, es decir, de asemejarse cada vez más a Cristo en pensamientos, decisiones y praxis cotidiana.

La razón profunda de este deber-ser del hombre redimido es que el acto redentor ha mudado realmente el ser de la persona humana, y su actuación es la realización del ser. El acto redentor ha inserto a la persona humana en Cristo haciéndola compartir la misma filiación divina del Verbo: somos hijos en el Hijo unigénito del Padre. Reiterando una enseñanza constante de la Iglesia, Santo Tomás escribe: "Por haber recibido Cristo en su humanidad la plenitud suma de la gracia, desde el momento en que es el Unigénito del Padre la gracia fluye de Él sobre los otros, de manera que el Hijo de Dios hecho hombre constituye a los hombres en hijos de Dios" (Compendium theologiae, c. 214). Esta unión profunda entre Cristo y los justificados exige a éstos "vestirse del Señor Jesucristo" y "tener" los mismos sentimientos que abrigó Cristo" (cf. Flp Ph 2,5). La praxis del cristiano no puede estar en contradicción con su ser.

2. De este modo nuestra humanidad alcanza la plenitud de su verdad. En efecto, hemos sido creados para llegar a ser hijos en el Hijo (cf. Ep 1,5), predestinados a adecuarnos a la imagen del Hijo (cf. Rm 8,29). Es Cristo la verdad entera del hombre (cf. Gaudium et spes GS 22) y, en consecuencia, es Cristo la ley de la vida del hombre (cf. 1Co 9,21).

46 Esta relación entre el hombre redimido y Cristo no debe concebirse como si Cristo fuese sólo un "modelo" a imitar puesto ante nosotros y fuera de nosotros. Nos ha sido dado el Espíritu Santo para que nos mueva desde dentro a actuar en Cristo y como Cristo. La ley de Cristo está escrita en nuestro corazón mediante el Espíritu.

"Los secretos de Dios nadie los conoce sino el Espíritu de Dios", nos advierte San Pablo (
1Co 2,11). El Espíritu Santo, tercera Persona de la Santísima Trinidad, es interior a Dios, conoce desde dentro, por así decir, los designios del Padre, sus secretos, y por eso los puede descubrir. "Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido", nos asegura también el Apóstol (ib., 12). Interior a Dios y morando en el corazón del redimido, el Espíritu actúa para que conozcamos "los dones que nos ha concedido" el Padre y asumamos este don.

¿Cuál es el don del Padre? ¡Oh! todo es don en la vida del cristiano. Es don el Hijo unigénito del Padre (cf. Jn 3,16) en el que hemos sido creados. Es don el Espíritu Santo, Donum Dei altissimi (cf. Lc 11,13). El Espíritu nos empuja a realizar nuestro ser en su verdad más íntima, transformándonos a imagen de Cristo. Antes de ser concebidos bajo el corazón de nuestra madre, cada uno hemos sido concebidos y pensados, es decir, queridos en el Corazón de Dios. El Espíritu conoce el proyecto de Dios sobre nuestra vida. Guía nuestra existencia a que ésta realice en el tiempo nuestro ser ideal tal y como ha sido pensado en la eternidad.

3. "La noche va muy avanzada y se acerca ya el día" (Rm 13,12): éste es el tiempo en el que estamos llamados a vestirnos del Señor Jesucristo. Es el tiempo que media entre el final de una noche y el comienzo de un día. Pues si es verdad que cada uno de nosotros ha sido ya redimido, es igualmente verdad que la redención todavía no está completada en nosotros; esto se realizará cuando entremos en el día pleno de la vida eterna.

La consecuencia necesaria e inmediata de esta situación existencial del creyente es que éste debe vestirse de Cristo combatiendo contra el mal a base de mortificación y negación de sí mismo. "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y me siga", nos dice el Señor (Mt 16,24 y par.)

El ethos de la redención es un ethos caracterizado por una fuerte tensión ascética, es ethos de lucha y combate contra todo lo que impida al cristiano "vestirse del Señor Jesucristo". Dice el Apóstol: "¿No sabéis que los que corren en el estadio todos corren, pero uno solo alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; mas nosotros para alcanzar una incorruptible" (1Co 9,24-25).

Sólo gracias a este combate espiritual, la "forma de Cristo" puede penetrar en todos los estratos de la persona humana redimida y salvaguardar su libertad de adhesión al bien. En efecto, la libertad del creyente está siempre en peligro de autodestruirse por separarse de la verdad plena de Cristo y orientarse hacia una realización de sí no conforme con su destino trascendente. Por la ascesis el vínculo de la libertad con la verdad se robustece y revigoriza con firmeza cada vez mayor.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

San Pablo, en su carta a los Romanos, nos da la definición del ethos de la Redención: “ Revestíos del Señor Jesucristo ”. El hombre, renovado por el agua y el Espíritu, ha recibido la vocación a imitar en su vida cotidiana a Cristo, ya que la redención ha cambiado realmente el ser de la persona humana haciéndola partícipe de la misma filiación divina. De este modo nuestra humanidad alcanzará la plenitud de su verdad.

Saludo ahora a todos los peregrinos presentes en esta Audiencia, venidos de España y de diversos países de América Latina. De modo particular quiero saludar a la delegación del Colegio Oficial de Farmacéuticos de Huelva y a la peregrinación de la Diócesis de Pereira, Colombia; y a la delegación de la Marina Venezolana.

47 A todos os exhorto a seguir los ejemplos dé Cristo Jesús y a ser sus testigos en el mundo. De corazón os imparto mi Bendición Apostólica.



Septiembre de 1983

Miércoles 7 de septiembre de 1983



1. "En nombre de Jesús Nazareno, a quien vosotros habéis crucificado, a quien Dios resucitó de entre los muertos..." (Ac 4,10). Estas palabras del Apóstol Pedro nos ponen delante con fuerza y globalmente la realidad del misterio de la redención.

Nos remontan a lo que sucedió hace 1950 años en el Calvario. Se trata de un acontecimiento misterioso; comprenderlo plenamente supera la capacidad de la inteligencia humana, que jamás conseguirá penetrar hasta el fondo en el corazón del designio de Dios, realizado de manera inescrutable en la cruz.

Los rasgos esenciales de dicho acontecimiento nos lo han conservado las páginas del Nuevo Testamento y nos son bien conocidos. Después del hecho doloroso e incomprensible de la muerte del Maestro —recordemos la amargura de los dos discípulos de Emaús: "Lo han condenado a muerte y crucificado, y nosotros esperábamos que sería Él quien rescataría a Israel" (cf. Lc Lc 24,2-21)— los discípulos disfrutaron de la experiencia de Cristo vivo y resucitado. Y luego Pedro llegará a decir ante el Sanedrín de Jerusalén en nombre de los demás Apóstoles: "El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndolo de un madero" (Ac 5,30).

Lo que parecía derrota de Jesús, resultó en cambio su victoria definitiva gracias a la potencia de Dios que en Él venció la muerte. En la cruz de Cristo, muerte y vida se enfrentaron (mors et vita duello conflixere mirando) y la vida prevaleció sobre la muerte, el Dios de la vida triunfó sobre quienes querían la muerte. Este grito glorioso de la fe ante el anuncio de la resurrección de Cristo fue la comprensión primera y fundamental del "absurdo" hecho de la muerte del Maestro, a que llegó la comunidad primitiva.

2. Pero en aquella comprensión se incluía otra. Si Dios había resucitado a Jesús de la muerte, ello demostraba que dicha muerte entraba en los designios misteriosos de Dios, formaba parte del designio divino de la salvación. Por esto comenzó a proclamarse que la muerte de Jesús había ocurrido "según las Escrituras", "debía" ocurrir y estaba incluida en un designio más grande que envolvía a toda la humanidad.

Jesús mismo había iniciado a los discípulos en esta comprensión cuando, por ejemplo, les había dicho hablando a los discípulos en el camino de Emaús: "¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?" (Lc 24,25-26). Y San Lucas también escribía un poco más adelante al narrar la despedida de Jesús de los suyos: "Les dijo: 'Esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros, que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la ley de Moisés y en los profetas y en los Salmos de mí'. Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras, y les dijo que así estaba escrito que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos, y que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones" (Lc 24,44-47). Y así, poco a poco, se iba desvelando el misterio.

Si la muerte de Jesús había tenido lugar según el designio de Dios contenido en las Escrituras, era una muerte "por nosotros", "por nuestros pecados", "por nuestra justificación", puesto que "en ningún otro hay salvación" (Ac 4,12). La profesión de fe que recuerda San Pablo a los corintios, dice: "Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras" (1Co 15,3). Esto se afirma con fuerza en el anuncio apostólico de la muerte de Jesús. "Siendo pecadores, murió Cristo por nosotros" dice vigorosamente San Pablo (Rm 5,8). Y en la Carta a los Gálatas "se entregó por nuestros pecados" (Ga 1,4). Y asimismo "me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20). Y San Pedro recuerda: "Cristo padeció por nosotros... Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz, para que muertos al pecado viviéramos para la justicia" (1P 2,21-24).

3. En las fórmulas recordadas no se hace distinción entre las expresiones "por nosotros" y "por nuestros pecados", pues todos somos pecadores y la muerte de Cristo debía cancelar el pecado de todos y hacernos posible la victoria sobre el pecado.

48 Este es, pues, el "gozoso anuncio" que no ha cesado de resonar en el mundo desde la mañana de Pascua: la muerte de Jesús en la cruz no fue el final sino el principio, fue sólo un triunfo aparente de la muerte. En realidad en aquel momento se verificó la victoria de Dios sobre la muerte y el mal. Su muerte figura en el centro de un gran designio de salvación delineado en las Escrituras del Antiguo Testamento y del Nuevo. Un designio que abarca a toda la humanidad, a cada hombre y a cada mujer personalmente. Cristo "fue dado" para nosotros, "fue entregado" a la muerte en nuestro favor para que fuéramos liberados de la fuerza destructora del pecado y de la desesperación de la muerte. Por esto, para el cristiano la cruz representa el signo de la liberación y la esperanza, después de haber sido instrumento de la victoria del Señor. Con razón, pues, canta la Iglesia el mismo día de Viernes Santo: "Vexilla regis prodeunt, fulget crucis misterium". "Avanzan las banderas del rey, resplandece el misterio de la cruz".

La cruz nos recuerda la entrega y el amor personal de Cristo por cada uno de nosotros. Vienen al pensamiento las palabras que Pascal pone en labios de Cristo: "En ti pensaba en mi agonía, por ti derramé algunas gotas de sangre" (Pensamientos no. 533). Jesús ha realizado enteramente su parte, en Él se nos ha dado Dios y se nos ha hecho cercano. Ahora toca a nosotros corresponder con la vida y la voluntad a Aquel que "aniquiló la muerte y sacó a luz la vida y la incorrupción por medio del Evangelio" (
2Tm 1,10).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

En primer lugar, mi saludo cordial para todas las personas, familias y grupos de lengua española aquí presentes.

De modo particular saludo a los sacerdotes y religiosos, a las religiosas de Jesús-María y de otros Institutos, así como a los miembros de las varias parroquias de España, que hoy son los grupos más numerosos. Una especial palabra de recuerdo y aliento en su vida cristiana para los componentes de la peregrinación diocesana de Madrid-Alcalá y de la diócesis de Ibiza, que acompañados por su Obispo han venido a Roma con motivo del Ano Santo de la Redención.

La lectura bíblica escuchada durante la Audiencia nos recordaba que Jesús murió por nosotros y resucitó luego de entre los muertos. En El encontramos nuestra salvación y el motivo de nuestra esperanza, ya que nos libró del pecado y nos precede en la felicidad del paraíso. Ese misterio de gracia y salvación en Cristo es el gran tema sobre el que hemos de reflexionar en este Ano Santo, a fin de hacer realidad en nuestra vida ese plan salvador de Dios, que nos llama a superar el pecado y vivir en justicia y santidad nuevas.





Miércoles 14 de septiembre de 1983

1. «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45).

Muy amados hermanos y hermanas:

Con estas palabras pronunciadas durante su vida terrena, Jesús reveló a sus discípulos el significado verdadero de su existencia y de su muerte. Hoy, 14 de septiembre, día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, queremos detenernos a meditar sobre el significado de la muerte redentora de Cristo. Surge espontáneamente en nuestro ánimo está pregunta: ¿Previó Jesús su muerte y la entendió como muerte por los hombres? ¿La aceptó y la quiso como tal?

49 De los Evangelios resulta claro que Jesús fue al encuentro de la muerte voluntariamente."Tengo que recibir un bautismo y ¡cómo me siento angustiado hasta que se cumpla!" (Lc 12,50 cf. Mc 10,39 Mt 20,23). Podía haberlo evitado huyendo como algunos profetas perseguidos, por ejemplo Elías y otros. Pero Jesús quiso "subir a Jerusalén", "entrar en Jerusalén", purificar el templo, celebrar la última Cena pascual con los suyos, acudir al huerto de los Olivos "para que el mundo supiera que amaba al Padre y hacía lo que el Padre le había mandado" (cf. Jn 14 Jn 31).

Es también cierto e innegable que fueron los hombres los responsables de su muerte. "Vosotros le entregasteis y negasteis en presencia de Pilato —declara Pedro ante el pueblo de Jerusalén— cuando éste juzgaba que debía soltarlo. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Disteis muerte al príncipe de la vida" (Ac 3,13-14). Tuvieron responsabilidad los romanos y los jefes de los judíos y, realmente, lo pidió una masa astutamente manipulada.

2. Casi todas las manifestaciones del mal, del pecado y del sufrimiento se hicieron presentes en la pasión y muerte de Jesús: el cálculo, la envidia, la vileza, la traición, la avaricia, la sed de poder, la violencia, la ingratitud por una parte y abandono por otra, el dolor físico y moral, la soledad, la tristeza y el desaliento, el miedo y la angustia. Recordemos las lacerantes palabras de Getsemaní: "Triste está mi alma hasta la muerte" (Mc 14,34); y "lleno de angustia, refiere San Lucas, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra" (Lc 22,44).

La muerte de Jesús fue ejemplo eximio de honradez, coherencia y fidelidad a la verdad hasta el supremo sacrificio de sí. Por ello, la pasión y muerte de Jesús son siempre el emblema mismo de la muerte del justo que padece heroicamente el martirio para no traicionar su conciencia ni las exigencias de la verdad y la ley moral. Ciertamente la pasión de Cristo no cesa de asombrarnos por los ejemplos que nos ha dado. Lo constataba ya la Carta de San Pedro (cf. 1P 2,20-23).

3. Jesús aceptó su muerte voluntariamente. De hecho sabemos que la predijo en repetidas ocasiones; la anunció tres veces mientras subía a Jerusalén al decir que iba a "sufrir mucho... y ser muerto y al tercer día resucitar" (Mt 16,21 Mt 17, 22, Mt 20,18 y paralelos); y luego, ya en Jerusalén refiriéndose claramente a sí mismo, expuso la parábola del padre de familia a quien los agricultores ingratos le mataron al hijo (cf. Mt 2 Mt 1,33-34).

Y, en fin, en el momento supremo y solemne de la última Cena, Jesús resumió el sentido de su vida y de su muerte dándole significado de ofrenda hecha por los demás, por la multitud de los hombres, cuando habla de su "cuerpo entregado por vosotros", de su "sangre derramada por vosotros" (Lc 22,19-20 y par.).

Por tanto, la vida de Jesús es una existencia para los demás, una existencia que culmina en una muerte-por-los-otros, comprendiendo en los "otros" a la entera familia humana con todo el peso de la culpa que lleva consigo ya desde los orígenes.

4. Y si nos fijamos luego en la narración de su muerte, las últimas palabras de Jesús proyectan más luz sobre el significado que da Él a su vida terrena. Los evangelistas nos refieren algunas de estas palabras. Lucas menciona el grito "Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23,46); es el acto supremo y definitivo de la donación humana de Jesús al Padre. Juan alude a la inclinación de la cabeza y a las palabras "Todo está cumplido" (Jn 19,30); es el summum de la obediencia al designio de "Dios que no ha mandado a su Hijo al mundo para juzgarlo sino para que el mundo sea salvo por Él" (Jn 3,17). En cambio los evangelistas Mateo y Marcos ponen de relieve la invocación "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,26 Mc 15,35) situándonos frente al gran dolor de Cristo que afronta el tránsito con un grito humanísimo y paradójico, que encierra de modo dramático la seguridad de la presencia de Quien en aquel momento parecía ausente: "Dios mío, Dios mío".

No hay duda de que Jesús concibió su vida y su muerte como medio de rescate (lytron) de los hombres. Nos hallamos en el corazón del misterio de la vida de Cristo. Jesús quiso darse por nosotros. Como escribió San Pablo, "Me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20).

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

50 A todos y cada uno de los peregrinos de lengua española aquí presentes doy mi cordial bienvenida y les agradezco su visita.

Saludo en particular a los grupos de sacerdotes, seminaristas y religiosas, así como a los miembros de las varias parroquias o asociaciones de las diversas ciudades. Un recuerdo especial para el grupo procedente de México —acompañado por el Señor Cardenal Corripio Ahumada y otros prelados—; para los agricultores católicos de Costa Rica y para los peregrinos de las diócesis de Salamanca, Madrid-Alcalá, San Sebastián y Ávila, ciudad que fue la cuna de santa Teresa de Jesús y que tuve el placer de visitar el año pasado.





Miércoles 21 de septiembre de 1983



1. "Cristo nos amó y se entregó por nosotros en sacrificio a Dios de suave olor" (Ep 5,2). Con estas palabras el Apóstol Pablo nos pone ante los ojos la pasión y muerte de Cristo usando la imagen, clásica y bien conocida para sus contemporáneos, del sacrificio. Fue un sacrificio agradable y acepto a Dios.

Tratemos de profundizar en el significado de este término que era más familiar a los antiguos que a nosotros. En efecto, los judíos tenían la experiencia de los muchos sacrificios ofrecidos en el templo; también los griegos y los romanos, por no citar a otros pueblos de la antigüedad, frecuentemente ofrecían e inmolaban a sus divinidades sacrificios de agradecimiento y propiciación. No es de extrañar, pues, que los Apóstoles y primeros discípulos de Jesús hayan visto en la muerte de Cristo el verdadero y gran sacrificio ofrecido una vez por todas por la salvación de todos los hombres.

A decir verdad, en el postremo encuentro con los Doce que se desarrolló en la intimidad de la última Cena pascual, Jesús les había iniciado en la comprensión del significado de su muerte al preanunciarla como el sacrificio de la Nueva Alianza que iba a ser sellada con su sangre. Conocemos con seguridad sus palabras, referidas por los Evangelistas y por San Pablo: "Este es mi cuerpo... ésta es mi sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por muchos para la remisión de los pecados" (Mt 26,26-28).

Ciertamente la interpretación de la muerte de Cristo como sacrificio domina en todo el Nuevo Testamento. En el pasaje de la última Cena citado ahora, es clara la alusión al ritual seguido por Moisés en el momento de celebrar la Alianza entre Dios y el pueblo judío en el Monte Sinaí. En dicha ocasión Moisés tomó la mitad de la sangre de las víctimas sacrificadas y la derramó sobre el altar que representaba a Dios; y, después de haber leído a los presentes el libro de la ley, con la otra mitad de la sangre "asperjó al pueblo diciendo: Esta es la sangre de la Alianza que Yavé hace con vosotros sobre la base de todos estos preceptos" (cf. Ex 24,4-8). Con este rito, una misma sangre unía a Dios y al pueblo con un vínculo sagrado inquebrantable de fidelidad recíproca, la Antigua Alianza.

2. Pero también a otros sacrificios podían recurrir los discípulos de Jesús para comprender su muerte en favor de los hombres. Entre ellos, el sacrificio del cordero pascual.En la muerte de Jesús el Evangelista Juan vio claramente el cumplimiento de la figura del cordero pascual (cf. Jn 19,36). En la misma línea de interpretación escribía el Apóstol Pablo a los corintios: "Nuestra pascua, Cristo, ya ha sido inmolada" (1Co 5,7).

De modo que se nos manda de nuevo al libro del Éxodo, donde fijó Moisés el ritual de la inmolación del cordero, signo del alejamiento del pueblo de la esclavitud de Egipto y del paso al estado de libertad. La sangre del cordero, puesta en los dinteles de las puertas, era garantía de liberación de la destrucción y la muerte (cf. Ex 12,1-14) y signo de llamada a la libertad. La relación entre este rito y la muerte de Cristo la sugería el hecho de que ocurriese en el momento en que se inmolaban en el templo los corderos para la cena pascual.

Y, en fin, hay un tercer tipo de sacrificio que se pone en relación con la muerte de Jesús en el Nuevo Testamento. Es el sacrificio del gran Día de la Expiación que, según cuanto está escrito en el libro del Levítico, iba destinado a expiar y cancelar todas las culpas e impurezas contraídas por el pueblo a lo largo del año. De acuerdo con indicaciones rituales precisas (cf. Lev Lv 16,1-16) el Sumo Sacerdote entraba en la parte más sagrada del santuario, en el Santo de los Santos, se acercaba al Arca de la Alianza y con la sangre de las víctimas inmoladas asperjaba el propiciatorio (el Kapporet) colocado sobre el Arca entre las imágenes de los querubines, considerado lugar de la presencia de Dios. Esta sangre representaba la vida del pueblo y con la aspersión de la misma en ese santísimo lugar de la presencia de Dios, se expresaba la voluntad irrevocable de unirse a Él y entrar en comunión con Él, eliminando así la separación y distancia provocadas por el pecado.

Con la ayuda de este ritual sobre todo el autor de la Carta a los Hebreos interpretó la muerte de Jesús en la cruz, haciendo notar la eficacia sobrepujante del sacrificio de Cristo que "no por la sangre de machos cabríos y becerros, sino por su propia sangre entró una vez en el santuario, realizada la redención eterna" (He 9,12).

51 3. Jesús hizo este sacrificio en representación nuestra, en nuestro nombre y para nosotros, en virtud de la solidaridad con nuestra naturaleza que se ganó gracias a la encarnación. Y lo hizo en un acto de amor y obediencia espontánea, cumpliendo así el designio de Dios que lo había constituido en "Nuevo Adán" y mediador de su justicia salvífica y su misericordia para todos los hombres.

Por esto no vacila San Pablo en señalar en la cruz de Cristo el nuevo Kapporet, el nuevo propiciatorio, en el que Cristo derramó por nosotros la sangre de la reconciliación y de la comunión recobrada de la humanidad con Dios. "Todos pecaron —escribe— y todos están privados de la gloria de Dios; y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre" (
Rm 3,23-25).

"Mediante la fe en su sangre"; esta es la gran frase, el gran medio personal para obtener plenamente los frutos de la acción salvadora de Cristo. Los tres aspectos complementarios de alianza santificadora, redención liberadora y expiación purificante se integran mutuamente para darnos a entender algo del acto global de amor con que Cristo nos salvó obedeciendo al designio amoroso del Padre. Por tanto, podemos decir que el sacrificio de Cristo nos ha abierto el paso del pecado a la gracia, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la comunión y la vida.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A los miembros de los grupos de lengua española que acaban de ser anunciados, y a cada persona en concreto, quiero dar mi cordial saludo y bienvenida a este encuentro. Sobre todo a los aquí presentes que tienen título de especial consagración al Señor; a los componentes de las varias asociaciones de seglares, y a cuantos forman parte de grupos parroquiales de diversos lugares de España, de la parroquia de Cristo Rey, de Bogotá, y de la arquidiócesis de México.

Un particular saludo y aliento en su vida de fe a los sacerdotes y miembros de la peregrinación diocesana de Teruel, venida a Roma con motivo del Año Santo. Que esta visita os consolide en vuestra fidelidad a Cristo.

Y una especialísima mención para el grupo de Radio Bilbao, en el que se hallan víctimas de las recientes inundaciones que tanto daño causaron en dicha ciudad y en otras localidades de la zona. Os renuevo, queridos hermanos, mi cercanía y afecto, que extiendo a cuantos han sufrido y sufren a causa de la catástrofe. Pido por todos, y confío en que los ejemplos de admirable solidaridad manifestados desde el primer momento, continúen en el futuro; hasta que pueda rehacerse con dignidad la vida de todos los afectados.





Miércoles 28 de septiembre de 1983



1. "El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él" (1Jn 4,9).

En el origen de todo, queridísimos hermanos y hermanas, está el amor de Dios que, después de habernos admirablemente creado y llamado a la existencia junto con todas las creaturas, nos ha liberado y purificado de las culpas por medio de Jesucristo; Él ha expiado y borrado nuestros pecados y nos ha reintegrado en la gracia y en la comunión con Dios.

52 Este acto de Dios realizado por medio de Jesucristo es tan grande y misterioso que no hay palabra humana capaz de expresarlo adecuadamente. Los autores del Nuevo Testamento lo han llamado sacrificio de la nueva Pascua, sacrificio de la Nueva Alianza, sacrificio de la gran Expiación; pero sabían bien que ninguno de estos términos puede expresar en su totalidad el acto redentor de Cristo, en el cual se ha manifestado el designio misericordioso de Dios, paternalmente preocupado de nuestra suerte. Por eso, además de las imágenes del sacrificio, han recurrido a palabras e imágenes sacadas de su experiencia tanto religiosa como profana. Efectivamente, en el Nuevo Testamento leemos que Jesús ha expiado por nosotros; que Dios nos ha redimido en Cristo, que nos ha comprado, pacificado, liberado, purificado, lavado de nuestras culpas e impurezas.

2. Fijemos un momento nuestra atención en algunas de estas palabras. Ellas designan ante todo una condición de la cual hemos sido quitados, un dato negativo, oscuro de servidumbre, de corrupción, de peligro, de alienación, de ruina, de enemistad; y un estado nuevo de santidad, de libertad y de vida, en el que hemos sido colocados.

De un estado de muerte y de pecado hemos sido trasladados a un estado de liberación y de gracia.

Para comprender a fondo el don de la salvación, hay que comprender antes el mal inmenso que es el pecado, quanti ponderis sit peccatum (San Anselmo). El Concilio Vaticano II tras haber presentado en el número 27 de la Constitución Gaudium et spes un horrible elenco de pecados de nuestro tiempo, dice: "todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador". Las últimas palabras recuerdan la bien conocida definición del pecado, como ofensa a Dios desobedeciendo a su ley, que es ley de amor. Por nuestra parte, todos somos más o menos conscientes de esa desobediencia. Todos pecamos de alguna manera, dañando la gloria y el honor de Dios (cf.
Rm 3,23).

Pues bien, la muerte de Cristo nos libra de nuestros pecados, ya que la redención es esencialmente la destrucción del pecado.

3. Ahora podemos comprender mejor el vocabulario de la redención, es decir, los términos con los cuales ha hablado de ella el Nuevo Testamento, testimoniando la fe de los Apóstoles y de la primera comunidad cristiana.

Una de las expresiones más comunes es la de la redención, «apolytrosis». Cuando decimos que Jesús nos ha "redimido" usamos una imagen que significa liberación de la esclavitud, de la prisión, entiéndase, del pecado. Como Dios liberó a su pueblo de la servidumbre de Egipto, de la misma forma que se libera a un prisionero pagando el rescate, como se recupera una cosa estimada que ha pasado a ser posesión de otro, así Dios nos ha rescatado mediante la sangre de Cristo. Escribe San Pedro: "Considerando que habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha" (1P 1,18-19).

Otro término clásico es el de expiación: Jesús ha expiado nuestros pecados.

Escribe por ejemplo San Juan: Dios nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10), "y no sólo por nuestros pecados, sino por los de todo el mundo" (1Jn 2,2). En el lenguaje bíblico "expiación" significa eliminación, purificación, destrucción de la culpa y de sus efectos ruinosos. Por medio de la muerte de Cristo y su ofrecimiento total al Padre, el pecado del hombre queda eliminado, destruido y el hombre se purifica haciéndose grato a Dios.

4. Pero para designar la obra de Cristo hay una forma que es la más clara e inteligible para nosotros, es la tomada de la experiencia de la reconciliación: por la muerte de Cristo nosotros hemos sido reconciliados con Dios. El autor de la reconciliación es Dios que la ha querido libremente, Jesucristo ha sido el agente y el mediador; el hombre es el destinatario.

Efectivamente, la reconciliación desciende de Dios al hombre y le transforma mediante Jesucristo, creando en él un ser nuevo, haciéndole pasar de un modo de existencia a otro; y abriéndole la posibilidad de reconciliación, con Dios, y además con los hermanos.

53 El Año Santo quiere ser sobre todo esto: una invitación consciente y apasionada a abrir el corazón al don divino de la reconciliación.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi cordial saludo para cada persona y grupo de lengua española, es especial para los peregrinos de las diócesis de Cúcuta y Santa Marta (Colombia), de Higüey (República Dominicana), acompañados por su Obispo, y de México. También para las Religiosas Dominicas de la Inmaculada y de Jesús, María y José, así como para los miembros de las varias parroquias y grupos de oración y apostolado de España.

Termino con un particular saludo a vosotros, queridos seminaristas del seminario mayor de Valencia. Vuestra presencia me hace recordar mi visita a vuestra ciudad y el mensaje dirigido desde la Alameda a los seminaristas de España, sobre el que sé habéis reflexionado muchas veces. Que no os falte una gran generosidad, para vivir de veras esos ideales que pueden llenar dignamente una existencia, consagrándola no sólo a sí mismo, sino a los demás. El mundo necesita este ejemplo de valentía y discernimiento. Dad vosotros ese ejemplo. Y a todos, mi Bendición.






Audiencias 1983 45