Audiencias 1983 53

Octubre de 1983

Miércoles 5 de octubre de 1983



1. "Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios" (2Co 5,20).

Queridísimos hermanos y hermanas:

Estas palabras del Apóstol Pablo nos hacen pensar espontáneamente en uno de los acontecimientos más importantes de este Año Santo de la Redención, es decir, en la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, que se está celebrando estos días en Roma. Más de 200 Pastores que han llegado aquí de todas las partes del mundo tratan sobre "la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia". La Iglesia tiene la misión de llevar a todos los pueblos la redención, esto es, la reconciliación que el Padre ha ofrecido y sigue ofreciendo a cada uno de los hombres con la muerte y resurrección de su Hijo. El tema y la finalidad del Sínodo están, pues, en plena sintonía con el significado íntimo de la redención y del Año Santo.

Ya en sus documentos preparatorios el Sínodo invita al hombre a buscar las causas profundas de su drama, a tomar conciencia clara de su fragilidad, pero también de su aspiración al bien. Porque —como ha puesto de relieve el Concilio Vaticano II,— "los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre (...). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad" (Gaudium et spes GS 10).

54 2. Pero el Sínodo no se detiene aquí. Indica además el camino de la liberación de las cadenas del pecado, a la que el hombre aspira interiormente, y remite a la grandeza de la misericordia divina.

Efectivamente, nosotros, pecadores, nos convertimos gracias a la iniciativa de Dios: "Porque, a la verdad, Dios estaba reconciliando al mundo consigo en Cristo" (
2Co 5,19). Lo reconocemos humildemente con las palabras de la cuarta plegaria eucarística del Misal Romano: "Cuando por su desobediencia el hombre perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca".

La iniciativa misericordiosa de Dios se renueva continuamente. La voz de Dios interpela a cada uno de los pecadores, como un día a Adán después del pecado: "¿Dónde estás?" (Gn 3,9). Y el hombre es capaz de escuchar la propia conciencia; si el pecado original dejó en él heridas profundas, sin embargo no ha corrompido su fundamental capacidad de escuchar, con la ayuda de la gracia, y de seguir la voz de la conciencia, de elegir el bien en vez del mal, de decidir como el hijo pródigo: "Me levantaré e iré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,18).

La iniciativa del amor misericordioso de Dios para con el hombre alienado por el pecado está pidiendo la respuesta del hombre, la conversión, el retorno a Dios, la prontitud para abrazar a los hermanos, para confesar los propios pecados, para reparar sus consecuencias y conformar la propia vida de acuerdo con la voluntad del Padre.

Así, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, por obra del Espíritu Santo, el hombre se convierte en "nueva criatura" (2Co 5,17), hombre nuevo (cf. Gál Ga 6,15), y por medio de la obra de la reconciliación la humanidad misma se convierte en una nueva comunidad humana (cf. Ep 2,14-18) donde reina abundantemente la paz con Dios y con los hermanos.

3. El Sínodo está llamado a profundizar la importancia de la redención en la misión de la Iglesia y a estudiar los caminos para un cumplimiento cada vez mejor de esta misión. Nuestro Señor, antes de subir al cielo, confió a los Apóstoles y a sus sucesores la misión de anunciar a todas las gentes el Evangelio, que es esencialmente la "buena nueva" de la reconciliación con Dios; de bautizarles para el perdón de los pecados, y de desatar o atar, en nombre de Dios, los pecados: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos" (Jn 20,23 cf. Mt 18,28).

El Sínodo está estudiando cómo se entiende y se aplica en la Iglesia la fuerza renovadora del sacramento de la penitencia, don que brotó del corazón traspasado del Salvador, un don que ha sido durante siglos, y lo es también hoy, fuente de renovación y de paz interior y exterior, instrumento de maduración y de crecimiento, escuela de santidad, palestra de nuevas vocaciones. De la conversión, que es ratificada y consolidada en este sacramento, toma origen toda verdadera y profunda reforma de las costumbres, de la vida y de la sociedad; aquí se echan las bases para un nuevo orden moral en la familia, en el trabajo, en el sector económico, social y político. Si es verdad que "del corazón del hombre provienen las malas intenciones", también es verdad que este corazón es capaz de escuchar la voz del Padre, de pedir y obtener el perdón, de resurgir a vida nueva, de renovarse a sí mismo y el ambiente que le rodea.

Recemos, pues, todos al Espíritu Santo a fin de que corrobore a los Pastores reunidos en el Sínodo y los guíe en sus deliberaciones. Oremos para que el mismo Sínodo, celebrado este Año Jubilar de la Redención, ayude a todas las conciencias a reavivar el sentido de Dios y del pecado, a captar la grandeza de la misericordia de Dios y la importancia del sacramento de la penitencia para el crecimiento de los cristianos, la renovación espiritual de la Iglesia, la moralización de la sociedad.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

A todos los grupos y personas procedentes de España, de México, de Argentina y de los otros Países de lengua española, doy mi cordial bienvenida a este encuentro. Sé que hay entre ellos sacerdotes, religiosas, jóvenes y miembros de diversas parroquias y asociaciones. A todos se extiende mi recuerdo.

55 En especial saludo a los peregrinos de Bilbao, Lérida y Sevilla. También a los venidos de Barcelona, que quieren renovar aquí su fe, para ser fermento de caridad hacia todos y de vida cristiana. Pido a Dios que os ayude en ese camino.



Miércoles 12 de octubre de 1983



1. "Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed" (Jn 4,15). La petición de la samaritana a Jesús manifiesta, en su significado más profundo, la necesidad insaciable y el deseo inagotable del hombre. Efectivamente, cada uno de los hombres digno de este nombre se da cuenta inevitablemente de una incapacidad congénita para responder al deseo de verdad, de bien y de belleza que brota de lo profundo de su ser. A medida que avanza en la vida, se descubre, exactamente igual que la samaritana, incapaz de satisfacer la sed de plenitud que lleva dentro de sí.

Desde hoy hasta Navidad, las reflexiones de este encuentro semanal versarán sobre cómo el hombre anhela la redención. El hombre tiene necesidad de Otro, vive, lo sepa o no, en espera de Otro, que redima su innata incapacidad de saciar las esperas y esperanzas.

Pero, ¿cómo podrá encontrarse con Él? Para este encuentro resolutivo es condición indispensable que el hombre tome conciencia de la sed existencial que lo aflige y de su impotencia radical para apagar su ardor. El camino para llegar a esta toma de conciencia es, para el hombre de hoy como para el de todos los tiempos, la reflexión sobre la propia experiencia. Ya lo había intuido la sabiduría antigua. ¿Quién no recuerda la inscripción que destacaba bien a la vista en el templo de Apolo en Delfos? Decía precisamente: "Hombre, conócete a ti mismo". Este imperativo, expresado de modos y formas diversas incluso en las más antiguas áreas de la civilización, ha atravesado la historia y se lo vuelve a proponer con idéntica urgencia también el hombre contemporáneo.

El Evangelio de Juan en algunos episodios relevantes demuestra muy bien cómo Jesús mismo, al manifestarse como Enviado del Padre, hizo hincapié en esta capacidad que el hombre posee para captar su misterio reflexionando sobre la propia experiencia. Baste pensar en el citado encuentro con la samaritana, o también en los encuentros con Nicodemo, la adúltera o el ciego de nacimiento.

2. Pero, ¿cómo definir esta experiencia humana profunda que indica al hombre el camino de la auténtica comprensión de sí mismo? Es el cotejo continuo entre el yo y su destino. La verdadera experiencia humana tiene lugar solamente en la apertura genuina a la realidad que permite a la persona, entendida como ser singular y consciente, pleno de potencialidades y necesidades, capaz de aspiraciones y deseos, conocerse en la verdad de su ser.

¿Y cuáles son las características de tal experiencia, gracias a la cual el hombre puede afrontar con decisión y seriedad la tarea del "conócete a ti mismo", sin perderse a lo largo del camino de esa búsqueda? Dos son las condiciones fundamentales que debe respetar.

Ante todo, deberá aceptar apasionadamente el complejo de exigencias, necesidades y deseos que caracterizan su yo. En segundo lugar, debe abrirse a un encuentro objetivo con toda la realidad.

San Pablo no cesa de evocar en los cristianos estas características fundamentales de toda experiencia humana cuando subraya con vigor: "Todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3,22-23), o cuando invita a los cristianos de Tesalónica a "probarlo todo y quedarse con lo bueno" (1Th 5,21). En este continuo cotejo con la realidad en la búsqueda de lo que corresponde, o no, al propio destino, el hombre tiene la experiencia elemental de la verdad, aquella que los Escolásticos y Santo Tomás han definido de modo admirable como "adecuación del entendimiento a la realidad" (Santo Tomás, De veritate, q. 1, a 1, corpus).

3. Si para que la experiencia sea verdadera, debe ser integral y abrir el hombre a la totalidad, se comprende bien dónde está para el hombre el riesgo del error: deberá guardarse de toda parcialidad. Tendrá que vencer la tentación de reducir la experiencia, por ejemplo, a meras cuestiones sociológicas o a elementos exclusivamente sicológicos. Así como habrá de temer el tomar por experiencia esquemas y "prejuicios" que le propone el ambiente donde normalmente vive y actúa: prejuicios tanto más frecuentes y peligrosos hoy porque eran encubiertos por el mito de la ciencia o por la presunta plenitud de la ideología.

56 ¡Qué difícil resulta para el hombre en el mundo de hoy arribar a la playa segura de la experiencia genuina de sí, en la que puede entrever el verdadero sentido de su destino! Está continuamente asechado por el riesgo de ceder a los errores de perspectiva que, haciéndole olvidar su naturaleza de "ser" hecho a imagen de Dios, le dejan luego en la más desoladora de las desesperaciones o, lo que es peor aún, en el cinismo más inexpugnable.

A la luz de estas reflexiones, qué liberadora aparece la frase que pronuncio la samaritana: "Señor..., dame de esa agua para que no sienta mas sed"... Realmente vale para todo hombre, más aún, mirándolo bien, es una profunda descripción de su misma naturaleza.

En efecto, el hombre que afronta seriamente sus problemas y observa con ojos limpios su experiencia según los criterios que hemos expuesto, se descubre más o menos conscientemente como un ser a la vez lleno de necesidades, para las que no sabe encontrar respuesta, y traspasado por un deseo, por una sed de realización de si mismo, que no es capaz él solo de satisfacer.

El hombre se descubre así colocado por su misma naturaleza en actitud de espera de Otro que complete su deficiencia. En todo momento impregna su existencia una inquietud, como sugiere Agustín al comienzo de sus Confesiones: "Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones 1, 1). El ¡hombre, al tomar en serio su humanidad, se da cuenta de estar en una situación de impotencia estructural!

Cristo es quien lo salva. Sólo Él puede sacarlo de esta situación en que se encuentra, colmando la sed existencial que le atormenta.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Un saludo cordial para cada persona de lengua española aquí presente y para los grupos procedentes de Madrid, Alicante, Gerona y de la provincia de Valencia.

Un particular saludo para los peregrinos de América Latina, en especial para los colombianos de la diócesis de Armenia y de otras diócesis, así como para los jóvenes de la comunidad española de Münster, junto con mi aliento a vivir con entusiasmo su vocación cristiana.





Miércoles 19 de octubre de 1983



1. "¿Qué es el hombre y de qué sirve? ¿Qué tiene de bueno y qué de malo?" (Si 18,7).

57 Los interrogantes que plantea la página del libro del Sirácida, que acabamos de escuchar —interrogantes a los que hace eco toda la literatura bíblica sapiencial, la cual ha reflexionado igualmente sobre el sentido del nacimiento, de la muerte y de la fragilidad del hombre—, detectan un nivel de la experiencia humana absolutamente común a todos los hombres. Estos interrogantes están en el corazón de cada uno de los hombres, como lo demuestra muy bien el genio poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como profecía de la humanidad propone continuamente la "pregunta seria" que hace al hombre verdaderamente tal.

Esos interrogantes expresan la urgencia de encontrar un porqué a la existencia, a cada uno de sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus momentos más comunes.

En estas cuestiones aparece un testimonio de la racionabilidad profunda del existir humano, puesto que la inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a buscar libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la vida. Por tanto, estos interrogantes son la expresión más alta de la naturaleza del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa la profundidad de su compromiso con la propia existencia.

2. Especialmente, cuando se indaga el "porqué de las cosas" con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino.

En esta perspectiva se capta la importancia de la enseñanza conciliar que, a propósito de la libertad religiosa, afirma: "La exigencia de libertad en la sociedad humana mira sobre todo a los bienes del espíritu humano, principalmente a aquellos que se refieren al libre ejercicio de la religión en la sociedad" (Dignitatis humane, 1).

La actitud religiosa del espíritu humano es como una especie de capacidad connatural a nuestro mismo ser. Por lo cual, nunca se pueden borrar en el corazón del hombre las preguntas y respuestas sobre el significado último de las cosas.

Por mucho que nos obstinemos en refutarlas y contradecirlas en la propia existencia, no llegaremos a silenciarlas. Cada hombre —el más superficial o el más docto, el más acérrimo defensor o el más encarnizado opositor de la religión— para vivir, debe dar, y de hecho da, una respuesta a esta cuestión radical.

La existencia y la universalidad de la pregunta sobre el sentido de la vida encuentran su confirmación más clamorosa en el hecho de que quien la niega, está obligado a afirmarla en el instante mismo en que la niega. He aquí la contraprueba más sólida del fundamento metafísico del sentido religioso del hombre. Y esto se halla en perfecta armonía con todo lo que acabamos de decir sobre la religiosidad como culmen de la racionabilidad.

El sentido religioso en el hombre no depende en sí de su voluntad, sino que es iniciativa de quien lo ha creado. El descubrimiento del sentido religioso es, pues, el primer resultado que consigue el hombre, si afronta seriamente la experiencia de impotencia estructural que lo caracteriza.

3. La tradición religiosa llama "Dios" a la respuesta cabal a la pregunta última y exhaustiva sobre la existencia. La Biblia, en la cual está probada de modos variadísimos y dramáticos la presencia universal del sentido religioso en el hombre, señala esta respuesta fundamental en el Dios vivo y verdadero. Sin embargo, en los momentos de la tentación y del pecado, Israel fabrica el ídolos, el dios falso e inerte.

Lo mismo le ocurre al hombre de todo tiempo, también del nuestro. A la pregunta sobre su destino último puede responder reconociendo la existencia de Dios, o sustituyéndolo con una caricatura de invención propia, con un ídolo, como por ejemplo, el dinero, lo útil, o el placer.

58 Por esto, San Pablo advierte duramente en la Carta a los Romanos: "Alardeando de sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria de Dios incorruptible por la semejanza del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles" (Rom I, 22-23). ¿Acaso no se encierra en este juicio de Pablo el sentido de lo ineludible que resulta la pregunta religiosa en el hombre?

La enérgica inclinación del sentido religioso, como voz de Dios, luz de su rostro impresa en nuestra mente, está alerta en el espíritu de cada hombre. Ya la actúe en el reconocimiento de Aquel de quien depende todo su ser, frágil y espléndido. o ya trate de huir de Él, siguiendo desvariados y parciales motivos para su existencia; la inclinación del sentido religioso estará siempre en la raíz del ser humano, creado por Dios a su imagen y semejanza. Efectivamente, sólo Dios puede apagar plenamente la sed del espíritu humano, que tiende instintivamente al Bien infinito.

Nosotros, que creemos en Cristo y que en este Año Santo extraordinario de la Redención queremos llevar con honor el glorioso nombre de cristianos, oremos a fin de que cada uno de los hombres acoja la opción fundamental a la que el sentido religioso inclina su mente.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Antes de concluir, mi saludo cordial y mi bendición a cada persona y grupo de lengua española. A las religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, a los enfermos de Valladolid y a todos los otros peregrinos de España, de México, de Colombia, de Chile y de los demás países.

Miércoles 26 de octubre de 1983



1. El Apóstol Pablo, queridísimos hermanos y hermanas, nos ha hablado de "hombres que aprisionan la verdad con la injusticia" (cf. Rm 1,18), acabando por equivocar el camino que, a través de la experiencia del mundo creado, debería haberlos llevado a Dios. De ese modo queda frustrado el anhelo incontenible hacia lo Divino, que apremia en el corazón de cada uno de los hombres capaces de reflexionar seriamente sobre la propia experiencia de hombre.

¿Cuáles son los escollos en los que más frecuentemente se encalla la navecilla del hombre con rumbo hacia lo Infinito? En rápida síntesis podríamos clasificarlos en tres grandes categorías de errores.

En primer lugar está esa especie de arrogancia, de "hybris", que lleva al hombre a desconocer el hecho de ser criatura, estructuralmente dependiente, como tal, de Otro. Es una ilusión que se halla presente con particular pertinacia en el hombre de hoy. Hijo de las pretensiones modernas de autonomía, deslumbrado por el propio esplendor ("...me has hecho como un prodigio": Ps 139,13), olvida que es criatura. Como nos enseña la Biblia sufre el atractivo de la tentación de erigirse contra Dios con el argumento insinuante de la serpiente en el Paraíso terrenal: "Seréis como Dios" (Gn 3,5).

En realidad hay en el hombre algo divino. A partir de la Biblia, la gran tradición cristiana ha proclamado siempre esta verdad profunda con la doctrina de la Imago Dei. Dios ha creado al hombre a su imagen. Tomás y los grandes Escolásticos expresan esta verdad con las palabras del Salmo: "Brille sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor" (Ps 4,7). Pero la fuente de esta luz no está en el hombre, está en Dios. Efectivamente, el hombre es criatura. En él se capta solamente el reflejo de la gloria del Creador.

59 Incluso el que no conoce a Jesucristo, pero afronta con seriedad la propia experiencia de hombre, no puede menos de darse cuenta de esta verdad, no puede dejar de percibir con cada una de las fibras de su ser, desde el interior de la misma existencia, esta presencia de Otro mayor que él, de quien dependen realmente el juicio y la medida del bien y del mal. San Pablo es categórico en este sentido: considera a los romanos responsables de sus pecados porque "...desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras..." (Rm 1,20).

Cuando el hombre no se reconoce dependiente de Dios a quien la liturgia define como "Rerum... tenax vigor" (Breviario Romano, Himno de Nona), entonces inevitablemente acaba por extraviarse. Su corazón pretende ser medida de la realidad, reputando como inexistente lo que ella no puede medir. Análogamente su voluntad ya no se siente interpelada por la ley que el Creador ha puesto en su mente (cf. Rm 7,23) y cesa de ir tras el bien porque se siente también atraída. Al juzgarse árbitro absoluto ante la verdad y el error, se los imagina, engañándose, como indiferentemente equidistantes. Así desaparece del horizonte de la experiencia humana la dimensión espiritual de la realidad y, consiguientemente, la capacidad de percibir el misterio.

¿Cómo podrá, en tal circunstancia, darse cuenta el hombre de esa tensión que lleva en sí entre su carga de necesidades y su incapacidad para resolverlas? ¿Cómo podrá percatarse de la punzante contradicción entre su deseo del Ser y Bien Infinito y su vivir limitado como ente entre los entes? ¿Cómo podrá tener experiencia auténtica de sí, captando en las raíces más profundas de su ser el anhelo por la redención?

2. El segundo tipo de error que impide una experiencia humana auténtica, es el que lleva al hombre a intentar apagar en sí toda pregunta y todo deseo que vayan más allá de su ser limitado, para encerrarse en lo que posee. Quizá es el más triste de los modos en que el hombre pueda olvidarse de sí mismo, porque implica una verdadera y propia alienación: se hace ajeno al propio ser más verdadero para difuminarse en los bienes que se poseen y que se pueden consumir.

Ciertamente no es despreciable el esfuerzo que realiza el hombre para dar una seguridad material y social a sí mismo y a los suyos. Resulta maravillosa la búsqueda de solidez y consistencia con que la naturaleza, por medio del complejo fenómeno del amor, lleva al hombre a la mujer y la mujer al hombre. Pero, ¡qué fácil es prácticamente que estas laudables seguridades humanas queden reducidas a parcialismos o desesperanzas capaces de encender en el hombre espejismos ilusorios y falsas esperanzas! Jesús en el Evangelio tiene expresiones terribles contra este pecado (cf. Lc 12,16-21).

También en este caso el hombre se priva de una experiencia humana integral, porque no reconoce su verdadera naturaleza de criatura espiritual y deja como morir en su corazón todo anhelo a esa verdad sobre sí que lo abra al don admirable de la redención.

3. El tercer tipo de error, en que cae el hombre en la búsqueda de su genuina experiencia, se manifiesta cuando invierte todas sus energías —inteligencia, voluntad, sensibilidad— en una interminable y exasperante búsqueda dirigida sólo a su interioridad. De este modo se hace incapaz de darse cuenta de que toda experiencia sicológica exige, para realizarse, la aceptación de la realidad objetiva, alcanzada la cual, el sujeto puede retornar sobre sí de modo perfecto El hombre que se cierra en esta soledad sicológica voluntaria se vuelve incapaz de cualquier comunicación objetiva con la realidad. Para este tipo humano, egoísta y patético, el otro termina siendo reducido a un fantasma al que se puede instrumentalizar fácilmente.

Pero el hombre que se opone a la necesidad innata de abrirse a la realidad como es en sí misma y a la vida con su dramática verdad, se yergue, en último análisis, contra su Autor, cerrándose la posibilidad de hallar en Él la respuesta que es la única que puede satisfacerle.

Queridísimos, la importancia de haber evocado estas dificultades del hombre, al vivir su integral experiencia humana, está en el hecho de que también nosotros en este Año Santo de la Redención nos sentimos llamados de nuevo a la necesidad apremiante de ser hombres nuevos por nuestra fe. También nosotros que hemos encontrado a Cristo, el Redentor, debemos estar siempre y de nuevo rectos ante Él, venciendo en nosotros la tentación del pecado, a fin de que "Él pueda llevar a cabo la obra que en nosotros comenzó" (Ph 1,6)

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

60 Quiero saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta Audiencia. De modo particular saludo a las peregrinaciones de la Arquidiócesis de Medellín y de Costa Rica; también a los sacerdotes, religiosas y a los diversos grupos parroquiales procedentes de España y de otros países de América Latina. De corazón imparto a todos mi Bendición Apostólica.





Noviembre de 1983

Miércoles 2 de noviembre de 1983



1. "Espero la resurrección de los muertos y la vida eterna".

Hoy, conmemoración litúrgica de los difuntos, nuestro pensamiento se dirige a la muchedumbre de los hermanos que nos han precedido en la gran meta de la eternidad. Estamos invitados a reanudar con ellos, en lo íntimo del corazón, el diálogo que la muerte no debe interrumpir.

No hay persona que no tenga parientes, amigos, conocidos que recordar. No hay familia que no se remonte al tronco originario, con sentimientos de nostalgia, de piedad humana y cristiana.

Pero nuestro recuerdo quiere ir más allá de los legítimos y entrañables vínculos afectivos y extenderse al horizonte del mundo. De este modo llegamos a todos los muertos, dondequiera que estén sepultados, en cada uno de los ángulos de la tierra, desde los cementerios de las metrópolis a los de la aldea mas modesta. Elevemos por todos, con corazón fraterno, la piadosa invocación de sufragio al Señor de la vida y de la muerte.

2. El día de la conmemoración de todos los difuntos debe ser una jornada de reflexión, especialmente en la ocasión extraordinaria del Año Jubilar de la Redención que estamos celebrando.

Efectivamente, la conmemoración de los difuntos nos hace meditar ante todo sobre el mensaje escatológico del cristianismo: por la palabra reveladora de Cristo, el Redentor, nosotros estamos seguros de la inmortalidad del alma. En realidad, la vida no se cierra en el horizonte de este mundo: el alma, creada directamente por Dios, cuando llegue el fin fisiológico del cuerpo, seguirá siendo inmortal, y nuestros mismos cuerpos resucitarán transformados y espiritualizados. El significado profundo y decisivo de nuestra existencia humana y terrena está en nuestra inmortalidad "personal": Jesús vino a revelarnos esta verdad. El cristianismo es ciertamente también un "humanismo" y propugna con fuerza el desarrollo integral de cada uno de los hombres y de cada pueblo, asociándose a todos los movimientos que quieren el progreso individual y social; pero su mensaje es esencialmente ultraterreno, planteando todo el sentido de la existencia en la perspectiva de la inmortalidad y de la responsabilidad. Por lo tanto, las muchedumbres inmensas de los que, en los siglos pasados, han alcanzado ya el término de la propia vida, están todos vivos; nuestros queridos difuntos están aún vivos y también presentes, de algún modo, en nuestro caminar cotidiano. "La vida no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio de Difuntos).

3. En segundo lugar, esta jornada nos hace pensar justamente en la fragilidad y en lo precario de nuestra vida, en la condición mortal de nuestra existencia. ¡Cuántas personas han pasado ya por esta tierra nuestra! ¡Cuántos, que un día estaban con nosotros con su cariño y su presencia, ya no están! Somos peregrinos en la tierra y no estamos seguros de la amplitud del tiempo que se nos ha concedido. El autor de la Carta a los Hebreos advierte reflexivamente: "Está establecido morir una vez, y después de esto, el juicio" (He 9,27). El Año Santo de la Redención nos recuerda especialmente que Cristo vino a traer la "gracia" divina, a redimir a la humanidad del pecado, a perdonar las culpas. La realidad de nuestra muerte nos recuerda la advertencia apremiante del Divino Maestro: "Velad" (cf. Mt 24,32 Mt 25,13 Mc 13,25). Debemos vivir, pues, en gracia de Dios, mediante la oración, la confesión frecuente, la Eucaristía; debemos vivir en paz con Dios, con nosotros mismos y con todos.

4. Toda la enseñanza y toda la actitud de Jesús se proyectan hacia las realidades eternas, con miras a las cuales el Divino Maestro no duda en pedir renuncias y sacrificios graves. La realidad de nuestra muerte no debe volver triste la vida ni bloquearla en sus actividades; sólo debe hacerla extremadamente seria. El autor de la Carta a los Hebreos nos advierte que "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura" (He 13,14), y San Pablo se hace eco con una expresión de vivo realismo: "Castigo mi cuerpo y lo esclavizo" (1Co 9,27). Efectivamente, sabemos que "los padecimientos del tiempo presente son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rm 8,18).

[...]

61 6. Queridísimos hermanos y hermanas:

Las reflexiones que nos sugiere la conmemoración de los difuntos nos hacen entrar en el gran capítulo de los "Novísimos" —muerte, juicio, infierno y gloria—. Es la perspectiva que debemos tener ininterrumpidamente ante los ojos, es el secreto para que la vida tenga siempre plenitud de significado y se desenvuelva cada día con la fuerza de la esperanza.

Meditemos frecuentemente los Novísimos y comprenderemos cada vez mejor el sentido profundo de la vida.

Con esta exhortación os imparto de corazón mi afectuosa y paterna bendición apostólica.

Saludos

Saludo con particular afecto a los numerosos peregrinos venidos de diversos lugares de España y Latinoamérica. Mi mas cordial saludo también a los miembros del Club Egara de Tarrasa.

Hoy, día de difuntos, nuestro pensamiento se dirige a los hermanos que nos han precedido en el camino hacia la eternidad. La Conmemoración litúrgica evoca el mensaje escatológico del Cristianismo que nos confirma sobre la inmortalidad del alma. El significado profundo de la existencia humana y terrena esta en nuestra inmortalidad “ personal ”. Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, ha venido al mundo para revelarnos esta verdad fundamental.

Unidos en la esperanza, elevamos nuestra plegaria por todos los difuntos.

Y antes de concluir, un especial saludo a los miembros de la Asociación de Propagandistas, venidos a Roma con motivo del 75° aniversario de su creación y del 50° aniversario del Centro de Estudios Universitarios.

Os recibo con verdadero placer, porque conozco los méritos de vuestra Asociación y la valía de sus realizaciones, que se han traducido en muy importantes obras de los católicos españoles.

Aunque no puedo extenderme más en este momento, sí quiero alentar cordialmente a vosotros, a todos los Propagandistas, a los profesores, alumnos y padres, a una fidelidad cada vez más profunda a vuestro ideario. Este hunde sus raíces en los auténticos principios cristianos, en la adhesión al Magisterio de la Iglesia, en una decidida voluntad de amor al hombre y de servicio al mismo, de acuerdo con los genuinos valores del humanismo cristiano.

62 La Iglesia y la sociedad española aprecian y necesitan vuestra aportación, tanto más preciosa y deseable en el momento actual y frente al futuro. Sensibles, pues, a las exigencias del mundo de hoy, proseguid vuestro camino, animados por mi afectuosa Bendición.



Miércoles 9 de noviembre de 1983



1. El pasaje del Sirácida que acabamos de escuchar, queridísimos hermanos y hermanas, nos invita a reflexionar sobre el misterio del hombre: este ser "formado de la tierra", a la que está "destinado a volver de nuevo", y sin embargo, "creado a imagen de Dios" (cf. Si 17,1 Si 17,3); esta criatura efímera, a la que "señaló un número contado de días" (ib., v. 2) y a la que, a pesar de esto, tiene ojos capaces de "contemplar la grandeza de la gloria de Dios" (ib. v. 11).

En este misterio originario del hombre radica la tensión existencial que siente en toda experiencia. El deseo de eternidad, presente en él por el reflejo divino que brilla en su rostro, se enfrenta con la incapacidad estructural para realizarlo, y mina todo su esfuerzo. Uno de los grandes pensadores cristianos de comienzos de siglo, Maurice Blondel, que dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre esta misteriosa aspiración del hombre a lo infinito, escribía: "Nos sentimos obligados a querer convertirnos en lo que por nosotros mismos no podemos ni alcanzar ni poseer... Porque tengo la ambición de ser infinitamente, siento mi impotencia: yo no me he hecho, no puedo lo que quiero, estoy obligado a superarme" (M. Blondel, L'action, París, 1982, pág. 354).

Cuando el hombre, en lo concreto de la existencia, percibe esta impotencia radical que lo caracteriza, se descubre solo, en una soledad profunda y que no puede llenarse. Se trata de una soledad originaria que le viene de la conciencia aguda, y a veces dramática, de que nadie, ni él, ni ninguno de sus semejantes, puede responder definitivamente a su necesidad y satisfacer su deseo.

2. Sin embargo, paradójicamente esta soledad originaria, para cuya superación la persona sabe que no puede contar con nada puramente humano, engendra la más profunda y genuina comunidad entre los hombres. Precisamente esta dolorosa experiencia de soledad está en el origen de una auténtica socialización, dispuesta a renunciar a la violencia de la ideología y al abuso del poder. Se trata de una paradoja: efectivamente, si no fuera por esta profunda "compasión" por el otro, que uno descubre únicamente si capta en sí esta soledad total, ¿quién impulsaría al hombre, consciente de este estado suyo, a la aventura de la socialización? Con semejantes premisas, ¿cómo no podría dejar de ser la sociedad el lugar del dominio del más fuerte, del "homo homini lupus" que la concepción moderna del Estado no sólo ha teorizado, sino que incluso ha puesto en marcha trágicamente?

Gracias a una mirada tan cargada de verdad sobre sí mismo, el hombre puede sentirse solidario con todos los otros hombres, viendo en ellos otros tantos sujetos dificultados por la misma impotencia y por el mismo deseo de realización perfecta.

La experiencia de la soledad se convierte así en el paso decisivo para el camino hacia el descubrimiento de la respuesta a la pregunta radical. Efectivamente, crea un vínculo profundo con los otros hombres, que están mancomunados por el mismo destino y animados por la misma esperanza. Así, de esta abismal soledad nace el esfuerzo serio del hombre hacia la propia humanidad, un esfuerzo que se convierte en pasión por el otro y en solidaridad con cada uno y con todos. Una sociedad auténtica, pues, es posible para el hombre, ya que no tiene su fundamento en cálculos egoístas, sino en la adhesión a todo lo que hay de más verdadero en él mismo y en todos los demás.

3. La solidaridad con el otro se convierte más propiamente en encuentro con el otro por medio de las diversas expresiones existenciales que caracterizan las relaciones humanas. Entre éstas, la relación afectiva entre hombre y mujer parece ser la principal, porque se apoya en un juicio de valor donde el hombre invierte de manera originalísima todos sus dinamismos vitales: la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad. Entonces experimenta la intimidad radical, pero no libre de dolor, que el Creador ha puesto desde el principio en su misma naturaleza: "De la costilla que del hombre tomara, formó Yavé Dios a la mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: 'Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne' " (Gn 2,22-23).

Con la guía de esta experiencia primaria de comunión, el hombre se aplica con los otros a la construcción de una "sociedad" entendida como convivencia ordenada. El sentido conquistado de solidaridad con toda la humanidad se concreta, ante todo, en una trama de relaciones, en las cuales el hombre es llamado primariamente a vivir y a expresarse, prestándoles su aportación y recibiendo de ellas, a su vez, un considerable influjo sobre el desarrollo de la propia personalidad. En los diversos ambientes en los que se realiza su crecimiento, el hombre se educa para percibir el valor de pertenecer a un pueblo, como condición ineludible para vivir las dimensiones del mundo.

4. Los binomios hombre-mujer, persona-sociedad y, más radicalmente, alma-cuerpo, son las dimensiones constitutivas del hombre. Bien mirado, a estas tres dimensiones se reduce toda la antropología "pre-cristiana", en el sentido de que ellas representan todo lo que el hombre puede decir de sí, al margen de Cristo.


Audiencias 1983 53