Discursos 1983



Enero de 1983




AL NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA


ANTE LA SANTA SEDE


1

Viernes 7 de enero de 1983



Señor Embajador:

Al agradecerle, Señor Embajador, la expresión de estos sentimientos, así como el deferente saludo que me ha transmitido de parte del Señor Presidente de la República, le doy mi más cordial bienvenida, a la vez que le aseguro mi benevolencia para la alta misión que le ha sido confiada.

Las palabras que Vuestra Excelencia me ha dirigido al presentar las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede, me han sido particularmente gratas, porque me hacen sentir y recordar el afecto de todos los amadísimos hijos de esa noble nación.

Vuestra Excelencia se ha referido a la misión evangélica que la Iglesia realiza en el mundo y que el Sucesor de Pedro, así como los Hermanos en el Episcopado, fieles a la llamada de Cristo, continúan, anunciando la Buena Nueva de la salvación a todos los hombres, de modo particular a los pobres y oprimidos.

La República Dominicana, al abrirme sus puertas en mi primer viaje pastoral a América Latina, me puso en contacto de modo inmediato con una realidad humana y social muy rica y llena de grandes valores, pero que a veces manifiesta también dificultades serias y angustias para tantos hombres y mujeres, cuya problemática siente profundamente la Iglesia. Pues los discípulos de Cristo no pueden menos de vivir como propios los gozos y esperanzas, tristezas y desamparo de los demás (Cf. Gaudium et Spes GS 1). A esta temática han dedicado por ello particular atención las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano en Medellín y más recientemente en Puebla.

La Iglesia en Latinoamérica quiere continuar anunciando a los hombres la plena vigencia del mensaje evangélico, siguiendo las huellas de los primeros misioneros y evangelizadores; proclamar y promover la dignidad de la persona humana, con sus derechos y deberes, trabajando en favor de su formación integral y alentando hacia esa transformación que se basa en el hecho de ser todos los hombres hermanos e hijos de Dios.

En un País como la República Dominicana, donde más del cincuenta por ciento de la población activa se dedica a la agricultura, merece particular atención ese sector social, poniendo en primer plano la persona del trabajador, al que ha de estar supeditado todo el proceso productivo. Su labor debe ser vista siempre en una perspectiva verdaderamente humana, “porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido se hace más hombre” (Laborem Exercens LE 9). Ello podrá lograrse si, entre otras cosas, no hay jóvenes sin la preparación conveniente; si se respetan siempre los derechos de los trabajadores; si no hay campesinos sin tierra para vivir y desenvolverse dignamente; si se procura la formación integral de las personas, haciendo prevalecer las exigencias de una amplia justicia en las relaciones humanas y laborales.

En el diálogo que esta Sede Apostólica mantiene con los responsables de tantas naciones, no puede faltar la reiterada consideración de las condiciones en las que viven a veces amplios sectores de la población, o la marginación, especialmente entre la clase campesina, por lo que se refiere a una eficaz participación en la vida nacional y un mayor acceso a la cultura. Ese camino de elevación humana será el medio más eficaz, por otra parte, para formar ciudadanos capaces de engrandecer un país.

Al renovarle las seguridades de mi benevolencia para el cumplimiento de su misión, invoco sobre Vuestra Excelencia, sobre las Autoridades que han tenido a bien confiársela y sobre todos los amadísimos hijos de la República Dominicana abundantes y escogidas gracias del Altísimo.






AL NUEVO EMBAJADOR DE PANAMÁ


ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 10 de enero de 1983

Señor Embajador:

2 Al recibir las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Panamá ante la Santa Sede, quiero dar a Vuestra Excelencia mi cordial bienvenida, a la vez que formulo los mejores votos por el feliz cumplimiento de la misión que hoy inicia.

Le agradezco, Señor Embajador, sus nobles expresiones, así como el deferente saludo transmitido de parte del Señor Presidente de la República, unido también a la profunda adhesión de los amadísimos hijos panameños.

Viene Vuestra Excelencia como representante de un país que ha tenido siempre ante la Sede Apostólica un puesto de sincera consideración y estima, en consonancia con los sentimientos de su pueblo que, siendo católico en su inmensa mayoría, mira con especial atención hacia esta Sede de Pedro. A ella se siente unido por vínculos de particular solidez que tocan lo íntimo de sus más hondas convicciones y vivencias.

Será por ello una satisfacción para ese pueblo saber que, sensible a las esencias y aspiraciones del mismo, querrá dedicar usted los mejores esfuerzos a promover buenas y armoniosas relaciones entre Panamá y la Santa Sede, en beneficio humano y espiritual de ese mismo pueblo.

Vuestra Excelencia ha hecho referencia a algunos objetivos a los que esta Sede Apostólica ha dedicado y desea seguir consagrando constantes esfuerzos, y que hallan eco también en los intentos de las Autoridades de su país: defensa de los derechos humanos, desarme, justicia social, diálogo por la paz y orden económico internacional.

Por su parte, la Iglesia en Panamá ha prestado una atención preferencia a la familia, a la que se dirige en este periodo el particular interés de la nación. Es, en efecto, a partir de la familia, núcleo fundamental de la sociedad, de donde ha de arrancar al recto orden social que deben perseguir todo pueblo y sus dirigentes. Porque si no se defiende la unidad e indisolubilidad del matrimonio, la vida ya desde su concepción y la educación de los hijos, se aboca a una situación en la que es víctima la persona, al desintegrarse la estabilidad de la sociedad.

Otro empeño de la Iglesia, tratando de proyectar la luz del Evangelio también en su país, es el de favorecer una siempre mejor repartición de bienes, servicios, cultura e información. Elementos todos que conforman el tejido ineludible del bien común y medio para ir avanzando hacia una mayor justicia entre las diversas personas y grupos sociales. Con ello la Iglesia está convencida de ser fiel a su misión frente a Dios y al hombre.

Para que la construcción del bien común sea una realidad cada vez más efectiva en su país, los Pastores de la Iglesia en Panamá, en comunión íntima con la Sede Apostólica, seguirán ofreciendo su colaboración, sus servicios, sus energías espirituales y morales.

Señor Embajador: Pidiendo al Señor, dador de todo bien, que haga fructificar estos propósitos, para que sean fuente de concordia y bienestar social, invoco también el favor del Altísimo sobre el querido pueblo panameño, sobre sus gobernantes y de manera especial sobre Vuestra Excelencia y familia, deseándole acierto en el cumplimiento de su alta y noble misión.






A LA ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA



Martes 18 de enero de 1983


: Eminentísimos señores,
excelentísimos señores,
señoras, señores:

3 1. Me da especial alegría recibir por primera vez y oficialmente al Consejo Pontificio para la Cultura. Quiero ante todo dar las gracias a los miembros del Consejo Internacional nombrados hace poco por mí, que han respondido con suma prontitud a la invitación de reunirse en Roma para deliberar sobre la orientación y futuras actividades del Consejo Pontificio para la Cultura. Su presencia en este Consejo constituye un honor y una esperanza para la Iglesia. Su fama, reconocida en distintos sectores de la cultura, ciencias, letras, medios de información, universidades y disciplinas sagradas, permite esperar un trabajo fecundo de este nuevo Consejo que he decidido crear movido por las directrices del Concilio Vaticano II.

2. Este Concilio imprimió un nuevo dinamismo a dicho sector, sobre todo con la Constitución Gaudium et Spes. Ciertamente hoy es tarea ardua comprender la extrema variedad de culturas, costumbres, tradiciones y civilizaciones. A primera vista el desafío parece sobrepasar nuestras fuerzas, sin embargo, ¿no está en la misma medida de nuestra fe y nuestra esperanza? En el Concilio la Iglesia reconoció una ruptura dramática entre Iglesia y cultura. El mundo moderno está deslumbrado por sus conquistas y sus logros científicos y técnicos. Pero con demasiada frecuencia cede ante ideologías y criterios de ética práctica y comportamientos que están en contradicción con el Evangelio o, al menos, hacen caso omiso de los valores cristianos.

3. En nombre de la fe cristiana el Concilio comprometió a la Iglesia entera a ponerse a la escucha del hombre moderno para comprenderlo e inventar un nuevo tipo de diálogo que le permita introducir la originalidad del mensaje evangélico en el corazón de la mentalidad actual. Hemos de encontrar de nuevo la creatividad apostólica y la potencia profética de los primeros discípulos para afrontar las nuevas culturas. Es necesario presentar la palabra de Cristo en toda su lozanía a las generaciones jóvenes, cuyas actitudes a veces son difíciles de comprender para los espíritus tradicionales, si bien están lejos de cerrarse a los valores espirituales.

4. En varias ocasiones he querido afirmar que el diálogo de la Iglesia con las culturas reviste hoy importancia vital para el porvenir de la Iglesia y del mundo. Permitidme volver a insistir en dos aspectos principales y complementarios que corresponden a los dos niveles en los cuales la Iglesia ejerce su acción: el de la evangelización de las culturas y el de la defensa del hombre y de su promoción cultural. Ambas tareas exigen definir nuevas caminos de diálogo entre la Iglesia y las culturas de nuestra época.

Para la Iglesia este diálogo es absolutamente indispensable, pues de lo contrario la evangelización se reduciría a letra muerta. San Pablo no vacilaba en afirmarlo: «¡Ay de mí, si no evangelizara!». En este final del siglo XX, como en los tiempos del Apóstol, la Iglesia debe hacerse toda para todos y acercarse con simpatía a las culturas de hoy. Aún existen ambientes y mentalidades, países y regiones enteras por evangelizar; y esto requiere un proceso largo y valiente de inculturación para que el Evangelio impregne el alma de las culturas vivas, responda a sus expectativas más altas y las haga crecer incluso hasta la dimensión de la fe, la esperanza y la caridad cristianas. La Iglesia, en sus misioneros ha realizado una obra incomparable en todos los continentes, pero el trabajo misionero no se termina nunca, porque a veces las culturas se han tocado sólo superficialmente y, de todas maneras, por encontrarse éstas en trasformación incesante exigen un nuevo acercamiento. Añadamos asimismo que este término noble de misión se aplica hoy a las antiguas civilizaciones marcadas por el cristianismo, pero ahora están amenazadas por la indiferencia, el agnosticismo y la misma irreligión. Además, surgen sectores nuevos en la cultura con objetivos, métodos y lenguajes diferentes. El diálogo intercultural se impone a los cristianos en todos los países.

5. Para evangelizar eficazmente hay que adoptar resueltamente una actitud de reciprocidad y comprensión para simpatizar con la identidad cultural de los pueblos, de los grupos étnicos y de los varios sectores de la sociedad moderna. Por otra parte, hay que trabajar por el acercamiento de las culturas de modo que los valores universales del hombre sean acogidos por doquier con un espíritu de fraternidad y solidaridad. Evangelizar supone penetrar en las identidades culturales específicas y, al mismo tiempo, favorecer el intercambio de culturas abriéndolas a los valores de la universalidad e incluso, yo diría, de la catolicidad.

Pensando precisamente en esta seria responsabilidad he querido crear el Consejo Pontificio para la Cultura, con el fin de dar a toda la Iglesia un impulso vigoroso y despertar en los responsables y en todos los fieles conscientes, el deber que nos concierne a todos de estar a la escucha del hombre moderno, no para aprobar todos sus comportamientos, sino ante todo para descubrir, en primer lugar, sus esperanzas y aspiraciones latentes. Por esta razón he invitado a los obispos, a quienes están encargados de diversos servicios de la Santa Sede, a las Organizaciones católicas internacionales, a las universidades y a todos los hombres de fe y de cultura, a comprometerse con convicción en el diálogo de las culturas y llevar la palabra salvífica del Evangelio.

6. Además, no hemos de olvidar que en ésta relación dinámica de la Iglesia con el mundo contemporáneo, los cristianos tienen mucho que recibir. El Concilio Vaticano II insistió en este punto, y es oportuno recordarlo. La Iglesia se ha enriquecido grandemente con las adquisiciones de numerosas civilizaciones. La experiencia secular de gran número de pueblos, el progreso de la ciencia, los tesoros ocultos de las diversas culturas por cuyo medio se descubre más plenamente la naturaleza del hombre y se entreabren caminos nuevos hacia la verdad, todo esto redunda en provecho cierto para la Iglesia, como lo reconoció el Concilio (cf. Gaudium et Spes
GS 44). Y este enriquecimiento continúa. En efecto, pensemos en los resultados de las investigaciones científicas para un mejor conocimiento del universo, para una profundización del misterio del hombre; recapacitemos en los beneficios que pueden proporcionar a la sociedad y a la Iglesia los nuevos medios de comunicación y del encuentro entre los hombres, la capacidad de producir innumerables bienes económicos y culturales, sobre todo, de promover la educación de masas, de curar enfermedades consideradas incurables en otro tiempo. ¡Qué estupendos logros! Todo para honor del hombre. Y todo ha beneficiado grandemente a la misma Iglesia, en su vida, en su organización, en su trabajo y en su obra propia. Es, pues, normal que el Pueblo de Dios, solidario del mundo en el cual vive, reconozca los descubrimientos y las realizaciones de nuestros contemporáneos y participe en la medida de sus posibilidades, para que el mismo hombre crezca y se desarrolle en plenitud. Esto supone profunda capacidad de acogida y admiración y, a la vez, un lúcido sentido de discernimiento. Quisiera insistir en este último punto.

7. Al impulsarnos a evangelizar, nuestra fe nos incita a amar al hombre en sí mismo. Ahora bien, hoy más que nunca el hombre necesita que se le defienda contra las amenazas que se ciernen sobre su desarrollo. El amor que brota de las fuentes del Evangelio, en la estela del misterio de la Encarnación del Verbo nos impulsa a proclamar que el hombre merece honor y amor para sí mismo y debe ser respetado en su dignidad. Así los hermanos deben volver a aprender a hablarse como hermanos, respetarse y comprenderse para que el hombre mismo pueda sobrevivir y crecer en la dignidad, la libertad, y el honor. En la medida en que sofoca el diálogo con las culturas, el mundo moderno se precipita hacia conflictos que corren el riesgo de ser mortales para el porvenir de la civilización humana. Más allá de los prejuicios y de las barreras culturales y de las diferencias raciales, lingüísticas, religiosas e ideológicas, los humanos deben reconocerse como hermanos y hermanas y aceptarse en su diversidad.

8. La falta de comprensión entre los hombres los hace correr hacia un peligro fatal. Sin embargo, el hombre está igualmente amenazado en su ser biológico por el deterioro irreversible del ambiente, por el riesgo de manipulaciones genéticas, por los atentados contra la vida naciente, por la tortura que reina todavía gravemente en nuestros días. Nuestro amor al hombre nos debe infundir el valor de denunciar las concepciones que reducen al ser humano a una cosa que se puede manipular, humillar o eliminar arbitrariamente.

Asimismo el hombre sufre amenazas insidiosas en su ser moral, porque está sometido a corrientes hedonistas que le exasperan sus instintos y lo deslumbran con ilusiones de consumo indiscriminado. La opinión pública es manipulada por las sugerencias engañosas de la poderosa publicidad, cuyos valores unidimensionales debieran hacernos críticos y vigilantes.

4 Además, el hombre es humillado en nuestros días por sistemas económicos que explotan enteras colectividades. Por otra parte, el hombre es la víctima de ciertos regímenes políticos o ideológicos que aprisionan el alma de los pueblos. Como cristianos no podemos callar y debemos denunciar esta opresión cultural que impide a las personas y grupos étnicos ser ellos mismos en consonancia con su profunda vocación. Gracias a estos valores culturales, el hombre individual o colectivamente vive una vida verdaderamente humana y no se puede tolerar que se destruyan sus razones de vivir. La historia será severa con nuestra época en la medida en que ésta sofoque, corrompa y avasalle brutalmente las culturas en muchas regiones del mundo.

9. Es en este sentido que quise proclamar en la UNESCO, ante la Asamblea de todas las naciones, lo que me permito repetir hoy ante vosotros: «Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡Únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que revindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las afirmaciones que atañen al hombre pertenecen a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia, a pesar de todo lo que los espíritus críticos hayan podido declarar sobre este punto y a pesar de todo lo que hayan podido hacer las diversas corrientes opuestas a la religión en general, y al cristianismo en particular« (Discurso en la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 10; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, pág. 12). Este mensaje es fundamental para hacer posible el trabajo de la Iglesia en el mundo actual. Por esto, al final de la Encíclica Redemptor hominis escribí que «el hombre es y se hace siempre la vía de la vida cotidiana de la Iglesia« (n. 21). Sí, el hombre es el «camino de la Iglesia», pues sin este respeto al hombre y a su dignidad, ¿cómo podríamos anunciarle las palabras de la vida y verdad?

10. Por tanto, recordándonos estos dos principios de orientación —evangelización de las culturas y defensa del hombre— , el Consejo Pontificio para la Cultura realizará su propio trabajo. De una parte, se requiere que el evangelizador se familiarice con los ambientes socio-culturales en que debe anunciar la Palabra de Dios; cuanto más sea el mismo Evangelio fermento de cultura en la medida en la cual regocija al hombre en sus modos de pensar, de comportarse, de trabajar, de divertirse, es decir, en su especificidad cultural. De otra parte, nuestra fe nos da una confianza en el hombre —el hombre creado a imagen de Dios y rescatado por Cristo— que deseamos defenderlo y amarlo por él mismo, conscientes de que él no es hombre sino por su cultura, es decir, por su libertad de crecer integralmente y con todas sus capacidades específicas. Es difícil la tarea de ustedes, pero espléndida. Juntos deben contribuir a señalar los nuevos caminos del diálogo de la Iglesia con el mundo de nuestro tiempo. ¿Cómo hablar al corazón y a la inteligencia del hombre moderno para anunciarle la palabra salvífica? ¿Cómo lograr que nuestros contemporáneos sean más sensibles al valor peculiar de la persona humana, a la dignidad de cada individuo, a la riqueza escondida en cada cultura? La tarea de ustedes es grande, pues han de ayudar a la Iglesia a ser creadora de cultura en su relación con el mundo moderno. Seríamos infieles a nuestra misión de evangelizar, a las generaciones presentes si dejáramos a los cristianos en la incomprensión de las nuevas culturas. Seríamos igualmente infieles a la caridad que nos debe animar, si no viéramos dónde hoy el hombre está amenazado en su humanidad, y si no proclamáramos con nuestras palabras y nuestros gestos la necesidad de defender al hombre individual y colectivo, y librarlo de las opresiones que lo esclavizan y humillan.

11. En vuestro trabajo estáis invitados a colaborar con todos los hombres de buena voluntad. Descubriréis que el Espíritu del bien está misteriosamente en la acción de muchos contemporáneos nuestros, incluso en algunos que se confiesan sin religión alguna, pero buscan cumplir honestamente su vocación humana con valentía. Pensemos en tantos padres y madres de familia, en tantos educadores, estudiantes y obreros entregados a su tarea, en tantos hombres y mujeres dedicados a la causa de la paz, del bien común, de la justicia y de la cooperación internacionales. Pensemos también en todos los investigadores que se consagran con constancia y rigor moral a sus trabajos útiles a la sociedad y en todos los artistas sedientos y creadores de belleza. No vaciléis en dialogar con todas estas personas de buena voluntad, de las cuales muchas esperan quizás secretamente el testimonio y el apoyo de la Iglesia para defender mejor e impulsar el progreso auténtico del hombre.

12. Os agradezco ardientemente que hayáis venido a trabajar con nosotros. En nombre de la Iglesia, el Papa cuenta mucho con vosotros, pues como lo dije en la carta con la cual cree vuestro Consejo «se hará eco regularmente ante la Santa Sede de las grandes aspiraciones culturales del mundo de hoy, analizando en profundidad las expectativas de las civilizaciones contemporáneas y explorando los nuevos caminos del diálogo cultural». Vuestro Consejo antes que todo, tendrá valor de testimonio.Debéis manifestar ante los cristianos y el mundo el profundo interés que la Iglesia tiene por el progreso de la cultura y por el diálogo fecundo de las culturas, como por su encuentro benéfico con el Evangelio. Vuestro papel no puede definirse de una vez por todas y a priori; la experiencia os enseñará los modos de acción más eficaces y más aptos para las circunstancias. Permaneced en relación periódica con la dirección ejecutiva del Consejo —que felicito y animo— compartiendo su actividad y sus investigaciones, proponed vuestras iniciativas e informad de vuestras experiencias. Evidentemente, lo que se pide al Consejo para la Cultura es ejercer su acción a modo de diálogo, de iniciación, de testimonio, de búsqueda. Es ésta una manera particularmente fecunda para la Iglesia, de estar presente en el mundo para revelar el mensaje nuevo de Cristo Redentor.

En las proximidades del Jubileo de la Redención, pido a Cristo os inspire y os asista para que vuestro trabajo sirva a su plan, a su obra de salvación. De todo corazón os agradezco de antemano vuestra cooperación, os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

                                                                  Marzo de 1983

VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL


A LA ASAMBLEA DEL CELAM


Miércoles 9 de marzo de 1983

Port-au-Prince (Haití)



Amados hermanos en el Episcopado:

Os invito a uniros a mi ferviente agradecimiento a la divina Providencia, por haber querido que culminara con este acto mi viaje apostólico a la zona de América Central, que he querido visitar respondiendo a un verdadero impulso de corazón.

5 Circunstancias de personas, de tiempo y de lugar hacen este encuentro particularmente precioso para mí. Las personas son las vuestras, miembros directivos o delegados a esta reunión del Consejo Episcopal Latino Americano. El tiempo u ocasión es la apertura de la XIX asamblea general del CELAM. El lugar, esta isla a cuya parte oriental llegó Cristóbal Colón hace casi medio milenio, descubriendo el Nuevo Mundo, al que vino a la vez la luz del Evangelio.

Al tener la alegría de entretenerme con vosotros – como hermano mayor entre los hermanos – quiero reflexionar con vosotros sobre algunos puntos que nos sugieren las presentes circunstancias.

I

SER OBISPO HOY EN AMÉRICA LATINA

Vosotros representáis a los casi 700 obispos de Latinoamérica, los padres y guías de una grey que dentro de poco constituirá casi la mitad de los católicos de todo el mundo. Con vuestra dedicación, en medio a no pocas dificultades, sacrificios y renuncias, cumplís la misión que el Buen Pastor os encomendó para la salvación de vuestros fieles.

Sois las cabezas visibles de otras tantas Iglesias particulares diseminadas a lo largo y a lo ancho de este subcontinente, deseosas de ser fieles a vuestro exigente cometido de obispos en el actual momento de América Latina.

1. Obispos de un pueblo profundamente religioso

Hace cuatro años, los obispos presentes en Puebla trataron de examinar en profundidad las características del pueblo del que el Señor los constituyó Pastores.

Un pueblo profundamente religioso, que pide el pan de la Palabra de Dios, pues en El pone su confianza. Un pueblo cuya religión, en su forma cultural más característica, es expresión de la fe católica. Por eso se ha podido decir que, a pesar de las deficiencias presentes, la fe de la Iglesia ha sellado el alma de América Latina, constituyéndose matriz cultural del continente.

Por eso no se puede ser hoy obispo en América Latina sin tener presentes estos hechos. Ellos dan a vuestros países una fisonomía que los distingue de otros países.

Vuestros pueblos, marcados en su íntimo por la fe católica, imploran la profundización y fortalecimiento de su fe, la instrucción religiosa, el don de los sacramentos, todas las formas de alimento para su hambre espiritual.

Sin embargo –hay que darse también cuenta de ello con humilde lucidez y realismo– problemas graves pesan sobre este pueblo desde el punto de vista religioso y eclesial: la crónica y aguda escasez de vocaciones sacerdotales, religiosas y de otros agentes de pastoral, con el consecuente resultado de ignorancia religiosa, superstición y sincretismo entre los más humildes; el creciente indiferentismo, si no ateísmo, a causa del hodierno secularismo, especialmente en las grandes ciudades y en las capas más instruidas de la población; la amargura de muchos que, a causa de una opción equívoca por los pobres, se sienten abandonados y desatendidos en sus aspiraciones y necesidades religiosas; el avance de grupos religiosos, a veces carentes de verdadero mensaje evangélico y que con sus métodos de actuación poco respetuosos de la verdadera libertad religiosa, ponen serios óbices a la misión de la Iglesia católica y aun de las otras Confesiones cristianas.

El obispo latinoamericano no puede dejar de examinar este amplio cuadro de exigencias pastorales. Lo hará con el temor que inspira la clara conciencia del deber asumido ante la Iglesia, pero al mismo tiempo con viva confianza en los recursos de la gracia. Así se colocará ante esa muchedumbre de pequeños que piden ansiosamente el pan de la Palabra, el conocimiento de Dios, del aliento espiritual, del pan de la Eucaristía, para distribuir el cual faltan dramáticamente ministros (cf. Lm Lm 4,4).

6 2. Obispos entregados a su misión espiritual

Ser obispo hoy en América Latina es buscar, muchas veces aun a costa de altas dosis de tiempo, de salud, de talento, respuestas adecuadas a esa ansiosa búsqueda espiritual de todo un pueblo; para evitar que ese pueblo pudiera mendigar en otros sitios el pan que acaso no encontrara en su Iglesia o en sus Pastores.

No es éste el lugar para profundizar en temas que ya he tratado en otros momentos de este viaje apostólico. A vosotros y a vuestros hermanos obispos, solidarios en mis sufrimientos y consolación (cf.
2Co 1,7), os confío el conjunto de reflexiones y orientaciones pastorales sembradas durante los pasados días y que pueden ayudar a la Iglesia en todo el subcontinente. A vosotros dejo el cuidado de hacerlas fructificar más profundamente en el terreno fecundo de vuestras Iglesias.

Pero no puedo menos de aludir concretamente a algunas importantes tareas, típicamente episcopales, que bastarían para llenar la acción pastoral de un obispo, y que al contrario dejarían un vacío, si no fueran cumplidas debidamente. Me refiero, como podéis fácilmente imaginar:

– a la convocación de numerosos y calificados jóvenes y a su cabal formación al sacerdocio o a la vida religiosa;

– al máximo cuidado a prestar a los laicos para procurar su activa inserción en la Iglesia y su eficaz acción en la sociedad;

– a la catequesis, instrumento único para la educación en la fe de las futuras generaciones, que las oriente a un dinamismo social;

– a la preocupación pastoral por la familia.

Para lograr todo eso, ser obispo hoy en América Latina consistirá siempre, y con creciente urgencia, en ser ante todo predicadores de la Palabra revelada. Os exhorto a hacerlo, hermanos queridos, no sólo predicando personalmente, sino también –ya que cada obispo es “distribuidor de la Palabra de la verdad” (2Tm 2,15)– tratando de que, con la ayuda de vuestras Iglesias, la Palabra de Dios no se vuelva escasa (Cfr. 1S 3,1).

Y en esta trascendental misión, sed maestros y guías en la fe, proponiendo sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia; vigilad con bondad y firmeza por su integridad y pureza, y eventualmente corregid las desviaciones doctrinales o morales que tanto daño y confusión crean entre los fieles. Sed asimismo santificadores de un pueblo, gracias a Dios abierto al Absoluto de Dios y anhelante de respuestas de fe a las cuestiones que se pone sobre sí mismo, sobre la vida, el sufrimiento, la muerte, el más allá.

No ceséis de exhortar y convocar a vuestros sacerdotes para su misión, tan cercana a la vuestra. Preparad bien a los jóvenes que aspiran al sacerdocio ministerial, para que sean mañana servidores de su pueblo en sus necesidades espirituales, sin olvidar las de carácter material. Llamad a la conciencia de los religiosos y religiosas para que, con su carisma propio, con la plena disponibilidad que les asegura su consagración y con el testimonio de su vida marcada por la adoración, el espíritu de las bienaventuranzas y la dimensión escatológica, aporten su indispensable contribución a la evangelización de estas gentes, sedientas de valores sobrenaturales.

7 Será su cruz para un obispo en América Latina, pero constituirá también su más gratificante tarea, consagrar su tiempo, sus energías, sus dones de espíritu y de corazón, a construir –aun en medio a tribulaciones, carencias y dificultades– comunidades cristianas, pobres quizá en recursos humanos, pero ricas en fe y en una inagotable caridad.

3. Obispos para un pueblo que sufre

Ser obispo hoy en América Latina es también sentirse Pastor de un pueblo que en los últimos años ha conocido ciertamente notables progresos materiales y que comienza a ofrecer al mundo el resultado de sus esfuerzos en muchos campos de la civilización, pero que conoce todavía –y ésta es su contradicción radical– inmensas zonas de miseria, de analfabetismo, de enfermedad, de marginación. Un análisis sincero de la situación muestra cómo en su raíz se encuentran hirientes injusticias, explotación de unos por otros, falta grave de equidad en la distribución de las riquezas y de los bienes de la cultura.

A este problema se añade otro de igual gravedad: la historia reciente hace ver con frecuencia que, sea por idealismo mal orientado, sea por presión ideológica, sea por interés de partido o de sistemas dentro del juego de las hegemonías, muchos jóvenes ceden a la tentación de combatir la injusticia con la violencia. Y así, al querer reprimirla con otra violencia, se desencadena el proceso que a todos nos apena e inquieta.

Vuestra sensibilidad pastoral os sugiere –y en esto os confirman las orientaciones de Puebla– que en medio a las extensas masas de pobres que constituyen en gran parte vuestras Iglesias, los más pobres deben tener una preferencia en vuestro corazón de padres y en vuestra solicitud de Pastores. Pero sabéis y proclamáis que tal opción por ellos no sería pastoral ni cristiana, si se inspirase en meros criterios políticos o ideológicos; si fuese exclusiva o excluyente; si engendrara sentimientos de odio o de lucha entre hermanos.

Las Iglesias de todo el mundo os están agradecidas por el testimonio que dais de una opción que consiste en estar cerca de los más pobres, sin excluir a nadie, para enseñarles a superar lo que sea indigno del hombre. Para enseñarles a progresar, no para volverse ricos puramente, sino para ser más.

Os invito a ser paternalmente sensibles al sufrimiento de vuestros fieles e hijos más pobres y abandonados. A hacer que, como la de Roma, vuestras Iglesias “presidan” ellas también, según su capacidad, “a la caridad”. Que vuestras comunidades, con sus presbíteros y diáconos al frente sean, cada vez más, promotoras de desarrollo humano integral, de justicia y equidad, en beneficio ante todo de los más necesitados. Que crezcan la comunión y la participación. Que las tareas temporales de la justicia, de la paz, del bienestar, de la instrucción y la educación, de la salud y del trabajo cuenten siempre con laicos bien preparados y seguros, porque reciben oportunamente la luz de la fe y el apoyo espiritual que, en virtud de vuestra ordenación, vosotros y vuestros sacerdotes nunca les negáis.

4. Obispos constructores de unidad

En medio a los conflictos, al círculo vicioso de la muerte, al drama de la violencia que ya hizo correr tanta sangre inocente, sean los obispos esos “principios, signos e instrumentos de comunión” que el Concilio reconoce en ellos.

No siempre, desgraciadamente, lograréis derribar el muro de la separación (cf. Ef
Ep 2,14); pero como hombres a quienes “fue confiado el ministerio de la reconciliación” (cf. 2Co 5,18), jamás vuestra palabra o vuestros gestos deberán alargar las divisiones o agravar las rupturas.

Trabajad siempre, en la medida de vuestras posibilidades, con sabiduría y paciencia, en favor de la concordia y la paz.

8 Sea vuestra presencia y actividad de Pastores estímulo constante y ayuda para la reconstrucción de esa paz que supere los conflictos.

Discursos 1983