Audiencias 1985 37

Miércoles 12 de junio de 1985

El problema de la no creencia y del ateísmo

1. Creer de modo cristiano significa «aceptar la invitación al coloquio con Dios», abandonándose al propio Creador. Esta fe consciente nos predispone también a ese «diálogo de la salvación» que la Iglesia quiere establecer con todos los hombres del mundo de hoy (Cfr. Pablo VI Enc. Ecclesiam suam: AAS 56, 1964, pág 654), incluso con los no creyentes. «Muchos son... los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan de forma explícita» (Gaudium et Spes GS 19), constituida por la fe. Por esto, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes el Concilio tomó posición también sobre el tema de la no creencia y del ateísmo. Nos dice además cuán consciente y madura debería ser nuestra fe, de la que con frecuencia tenemos que dar testimonio a los incrédulos y los ateos. Precisamente en la poca actual la fe debe ser educada «para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer» (Gaudium et Spes GS 21). Esta es la condición esencial del diálogo de la salvación.

2. La Constitución conciliar hace una análisis breve, pero exhaustivo, del ateísmo. Observa, ante todo, que con este término «se designan realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente (ateísmo); los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión (positivismo, cientifismo). Muchos, rebasando indebidamente los límites de las ciencias positivas, pretenden explicarlo todo sobre la base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más... la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna... El ateísmo nace... a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios... La civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra (secularismo), puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios» (Gaudium et Spes GS 19).

3. El texto conciliar, como se ve, indica la variedad y la multiplicidad de lo que se oculta bajo el término 'ateísmo'.

Sin duda, muy frecuentemente se trata de una actitud pragmática que es la resultante de la negligencia o de la falta de 'inquietud religiosa'. Sin embargo, en muchos casos, esta actitud tiene sus raíces en todo el modo de pensar del mundo, especialmente del pensar científico. Efectivamente, se acepta como única fuente de certeza cognoscitiva sólo la experiencia sensible, entonces queda excluido el acceso a toda realidad suprasensible, transcendente. Tal actitud cognoscitiva se encuentra también en la base de esa concepción particular que en nuestra poca ha tomado el nombre de 'teología de la muerte de Dios'.

Así, pues, los motivos del ateísmo y más frecuentemente aún del agnosticismo de hoy son también de naturaleza teórico-cognoscitiva, no sólo pragmática.

4. El segundo grupo de motivos que pone de relieve el Concilio está unido a esa exagerada exaltación del hombre, que lleva a no pocos a olvidar una verdad tan obvia, como la de que el hombre es un ser contingente y limitado en la existencia. La realidad de la vida y de la historia se encarga de hacernos constatar de modo siempre nuevo que, si hay motivos para reconocer la gran dignidad y el primado del hombre en el mundo visible, sin embargo, no hay fundamento para ver en él al absoluto, rechazando a Dios.

Leemos en la Gaudium et Spes que en el ateísmo moderno «el afán de la autonomía humana lleva a negar toda dependencia del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina» (Gaudium et Spes GS 20).

Efectivamente, hoy el ateísmo sistemático pone la «liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social». Combate la religión de modo programático, afirmando que ésta obstaculiza la liberación, «porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartará al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal». Cuando los defensores de este ateísmo llegan al gobierno de un Estado —añade el texto conciliar— «atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo, en el campo educativo, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder público» (Gaudium et Spes GS 20).

Este último problema exige que se explique de modo claro y firme el principio de la libertad religiosa, confirmado por el Concilio en una Declaración a este propósito, la Dignitatis humanae.

38 5. Si queremos decir ahora cuál es la actitud fundamental de la Iglesia frente al ateísmo, está claro que ella lo rechaza «con toda firmeza» (Gaudium et Spes GS 21),porque está en contraste con la esencia misma de la fe cristiana, la cual incluye la convicción de que la existencia de Dios puede ser alcanzada por la razón. Sin embargo, la Iglesia, «aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo» (Gaudium et Spes GS 21).

Hay que añadir que la Iglesia es particularmente sensible a la actitud de esos hombres que no logran conciliar la existencia de Dios con la múltiple experiencia del mal y del sufrimiento.

Al mismo tiempo, la Iglesia es consciente de que lo que ella anuncia —es decir, el Evangelio y la fe cristiana— «está en armonía con los deseos más profundos del corazón humano, cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos» (Gaudium et Spes GS 21).

«Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas., y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación» (Gaudium et Spes GS 21).

Por otra parte, aún rechazando el ateísmo, la Iglesia «quiere conocer las causas de la negación de Dios que se esconden en la mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas planteados por el ateísmo y movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen» (Gaudium et Spes GS 21).En particular, se preocupa de progresar «con continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo» (cf Gaudium et Spes GS 21), para remover de su vida todo lo que justamente pueda chocar al que no cree.

6. Con este planteamiento la Iglesia viene en nuestra ayuda una vez más para responder al interrogante: «¿Qué es la fe?. ¿Qué significa creer?, precisamente sobre el fondo de la incredulidad y del ateísmo, el cual a veces adopta formas de lucha programada contra la religión, y especialmente contra el cristianismo. Precisamente teniendo en cuenta esta hostilidad, la fe debe crecer de manera especial consciente, penetrante y madura, caracterizada por un profundo sentido de responsabilidad y de amor hacia todos los hombres. La conciencia de las dificultades, de las objeciones y de las persecuciones deben despertar una disponibilidad aún más plena para dar testimonio 'de nuestra esperanza» (1P 3,15).

Saludos

Vaya mi más cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta Audiencia.

En particular, a los Hermanos de las Escuelas Cristianas del Centro Español Lasalliano y al grupo de Hijas de la Caridad, de la provincia de Madrid. Os aliento a continuar en vuestras actividades educativas y de caridad como testimonio de vuestra generosa entrega a Cristo y a la Iglesia.

Saludo igualmente a los peregrinos procedentes de Benidorm, Villajoyosa, San Bartolomé de Villaro, Mataró y Arrecife de Lanzarote en las Islas Canarias; así como a los diversos grupos mexicanos, en especial a los peregrinos de Hermosillo y Milpa Alta.

Finalmente, mi saludo va también a las personas llegadas de Colombia, Argentina y Venezuela.

39 A todos los peregrinos provenientes de los diversos Países de América Latina y de España imparto con afecto la Bendición Apostólica.





Miércoles 19 de junio de 1985

Creer de modo cristiano: la fe enraizada en la Palabra de Dios

1. Reanudamos el tema sobre la fe. Según la doctrina contenida en la Constitución Dei Verbum, la fe cristiana es la respuesta consciente y libre del hombre a la auto-revelación de Dios, que llegó a su plenitud en Jesucristo. Mediante lo que San Pablo llama «la obediencia de la fe» (Cfr. Rm 16,26 Rm 1,5 2Co 10,5-6), todo el hombre se abandona a Dios, aceptando como verdad lo que se contiene en la palabra divina de la Revelación. La fe es obra de la gracia que actúa en la inteligencia y en la voluntad del hombre, y, a la vez, es un acto consciente y libre del sujeto humano.

La fe, don de Dios al hombre, es también una virtud teologal y simultáneamente una disposición estable del espíritu, es decir, un hábito o actitud interior duradera. Por esto exige que el hombre creyente la cultive siempre, cooperando activa y conscientemente con la gracia que Dios le ofrece.

2. Puesto que la fe encuentra su fuente en la Revelación divina, un aspecto esencial de la colaboración con la gracia de la fe se da por el constante y, en cuanto sea posible, sistemático contacto con la Sagrada Escritura, en la que se nos ha transmitido la verdad revelada por Dios en su forma más genuina. Esto halla expresión múltiple en la vida de la Iglesia, como leemos también en la Constitución Dei Verbum.

«Toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los libros sagrados hay puestos tanta eficacia y poder, que constituyen sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso se aplica a la Escritura de modo especial aquellas palabras: la palabra de Dios es viva y enérgica (He 4,12), "puede edificar y dar la herencia a todos los consagrados" (Ac 20,32; cfr. 1Th 2,13)» (Dei Verbum DV 21).

3. He aquí por qué la Constitución Dei Verbum, refiriéndose a la enseñanza de los Padres de la Iglesia, no duda en poner juntas las «dos mesas», es decir, la mesa de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor, y hace notar que la Iglesia no cesa «sobre todo en la sagrada liturgia de tomar el pan de la vida» de ambas mesas, «y de repartirlo a sus fieles» (Cfr. Dei Verbum DV 21). Efectivamente la Iglesia siempre ha considerado y continúa considerando la Sagrada Escritura, juntamente con la Sagrada Tradición, «como suprema norma de su fe» (Ib.), y como tal la ofrece a los fieles para su vida cotidiana.

4. De aquí se derivan algunas orientaciones prácticas que tienen gran importancia para la consolidación de la fe en la palabra del Dios vivo. Se aplican de modo particular a los obispos, «depositarios de la doctrina apostólica» (San Irineo, Ad. Haer. IV, 32, 1; Pág 7, 1071), que «han sido constituidos por el Espíritu Santo para apacentar la Iglesia de Dios» (cf. Ac 20,28); pero respectivamente también a todos los sectores del Pueblo de Dios: los presbíteros, especialmente los párrocos, los diáconos, los religiosos, los laicos, las familias.

Ante todo «los fieles han de tener fácil acceso la Sagrada Escritura» (Dei Verbum DV 22). Aquí surge la cuestión de las traducciones de los libros sagrados. «La Iglesia desde el principio hizo suya la traducción del Antiguo Testamento llamada de los Setenta; y siempre ha honrado las demás traducciones orientales y latinas» (ib.). La Iglesia procura también incesantemente que «se hagan traducciones exactas y adaptadas en diversas lenguas, sobre todo partiera de los textos originales» (ib.).

La Iglesia no es contraria a la iniciativa de traducciones «en colaboración con los hermanos separados» (Dei Verbum DV 22): las llamadas traducciones ecuménicas. Estas con el oportuno permiso de la Iglesia, pueden usarlas también los católicos.

40 5. La tarea sucesiva se conexiona con la correcta comprensión de la palabra de la divina Revelación: el "intellectus fidei", que culmina en la teología. Con esta finalidad recomienda el Concilio «el estudio de los Padres de la Iglesia, orientales y occidentales, y el estudio de la liturgia» (Dei Verbum DV 23), y atribuye gran importancia al trabajo de los exegetas y de los teólogos, siempre en íntima relación con la Sagrada Escritura: «La sagrada teología se apoya, como en cimiento perdurable, en la Sagrada Escritura, unida a la Sagrada Tradición; así se mantiene firme y recobra su juventud, penetrando a la luz de la fe la verdad escondida en el misterio de Cristo... Por eso, la Escritura debe ser el alma de la teología» (Dei Verbum DV 24).

El Concilio dirige una llamada a los exegetas y a todos los teólogos, para que ofrezcan «al Pueblo de Dios el alimento de la Escritura, que alumbre el entendimiento, confirme la voluntad, encienda el corazón de los hombres en amor a Dios» (Dei Verbum DV 23). Conforme con lo que se ha dicho antes sobre las reglas de la transmisión de la Revelación, los exegetas y los teólogos deben ejercer su tarea «bajo la vigilancia del Magisterio» (ib.) y, al mismo tiempo, con la aplicación de los medios oportunos y métodos científicos (cf. Dei Verbum DV 23).

6. Luego se abre el amplio y múltiple ministerio de la Palabra en la Iglesia: «La predicación pastoral la catequesis, toda la instrucción cristiana» (especialmente la homilética litúrgica)... Todo este ministerio «se nutre con la palabra de la Escritura» (cf. Dei Verbum DV 24).

Por esto, a todos los que ejercen el servicio de la Palabra se les recomienda que «comuniquen a los fieles... las sobreabundantes riquezas de la Palabra divina» (Dei Verbum DV 25). Con este fin, es indispensable la lectura, el estudio y la meditación oración, a fin de que no sea un «predicador vacío de la Palabra de Dios, quien no la escucha dentro de sí» (San Agustín, Serm. 179, 1; PL 38, 966).

7. El Concilio dirige esta exhortación a todos los fieles, haciendo referencia a las palabras de San Jerónimo: «pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (San Jerónimo, Comm. in Is., pral.: PL 24-27). El Concilio recomienda, pues, a todos no sólo la lectura, sino también la oración, que debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura: «...por la lectura y estudio de los libros sagrados... el tesoro de la Revelación, encomendado a la Iglesia, vaya llenando el corazón de los hombres» (Dei Verbum DV 26). Este "llenar el corazón" es simultáneo a la consolidación de nuestro "credo» cristiano en la Palabra del Dios viviente.

Saludos

Y, ahora presento mi más cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española.

En particular, deseo dar la bienvenida a esta Audiencia a la Comisión Directiva de la Confederación General del Trabajo de Argentina, y a los miembros de la Fundación “Laborem Exercens”.

Me complace vivamente conocer vuestro empeño por aplicar a la vida real de la sociedad argentina y del mundo del trabajo, la doctrina social de la Iglesia. Por ello, os aliento a ser fieles a las orientaciones que emergen de dichas enseñanzas, a la vez que os animo a colaborar de modo solidario con las fuerzas vivas del País para así poder consolidar la unidad, el bienestar y la pacífica convivencia de la gran familia argentina.

A vosotros, a vuestras familias y a todo el amado pueblo argentino imparto mi Bendición Apostólica mientras ruego al Señor que infunda en los corazones deseos de reconciliación y voluntad de construir una sociedad más justa y fraterna según los principios cristianos.

Deseo saludar también a los peregrinos procedentes de Almería, Alicante, Malgrat de Mar, Mataró y Segovia; así como a la peregrinación franciscana de Puerto Rico y de la Parroquia del Santo Cura de Ars de Ciudad de Guatemala. A todos los peregrinos provenientes de los diversos Países de América Latina y de España imparto con afecto mi bendición apostólica.





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Miércoles 26 de junio de 1985

La fe es estímulo a trabajar con empeño por la unión de los cristianos

1. La autorrevelación de Dios, que ha alcanzado su plenitud en Jesucristo, es la fuente de la fe cristiana: es decir, de ese "Credo" al que la Iglesia da expresión en los Símbolos de Fe. Sin embargo, en el ámbito de esta fe cristiana se han verificado a través de los siglos varias fracturas y escisiones. "Todos se confiesan discípulos del Señor, pero (las Comuniones cristianas) sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido (cf. 1Co 1,13)". "Porque una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo" (Unitatis redintegratio, I ), en divergencia con las otras y principalmente con la Iglesia católica, apostólica, romana.

2. A decir verdad, ya desde los tiempos apostólicos se lamentan divisiones entre los discípulos de Cristo, y San Pablo reprende severamente a los responsables como merecedores de condena (cf. 1Co 11,18-19 Ga 1,6-9 cf. 1Jn 2,18-19 cf. Unitatis redintegratio UR 3). Las divisiones no faltaron tampoco en los tiempos post-apostólicos. Una atención especial merecen las que "ocurrieron en Oriente, por la contestación de las fórmulas dogmáticas de los Concilios de Efeso y Calcedonia" (Unitatis redintegratio UR 13), referentes a la relación entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesucristo.

3. Sin embargo, se deben nombrar aquí sobre todo las dos divisiones mayores, la primera de las cuales interesó al cristianismo sobre todo en Oriente, la segunda en Occidente. La ruptura en Oriente, el llamado cisma oriental, vinculado a la fecha del 1054, ocurrió "por la ruptura de la comunión eclesiástica entre los Patriarcados orientales y la Sede Romana" (Unitatis redintegratio UR 13). Como consecuencia de esta ruptura existen en el ámbito del cristianismo la Iglesia católica (romano-católica) y la Iglesia o Iglesias ortodoxas, cuyo centro histórico se halla en Constantinopla.

"En Occidente acaecieron las otras (divisiones), después de más de cuatro siglos, a causa de los sucesos comúnmente conocidos con el nombre de Reforma. A partir de entonces muchas Comuniones, ya nacionales, ya confesionales, quedaron separadas de la Sede Romana. Entre aquellas en las que las tradiciones y estructuras católicas continúan subsistiendo en parte, ocupa lugar especial la Comunión anglicana. Sin embargo, estas diversas separaciones difieren mucho entre sí, no sólo por razones de origen, lugar y época, sino, sobre todo, por la naturaleza y gravedad de los problemas que se refieren a la fe y a la estructura eclesiástica" (ib.).

4. No se trata pues sólo de divisiones referentes a la disciplina. Es el contenido mismo del "Credo" cristiano el que resulta herido. Un teólogo protestante moderno, K. Barth, ha expresado esta situación de división con la frase siguiente: "Todos creemos en un solo Cristo, pero no todos de la misma manera".

El Concilio Vaticano II se pronuncia así: "Esta división contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres" (Unitatis redintegratio UR 1).

Los cristianos de hoy deben recordar y meditar con una sensibilidad especial las palabras de la oración que Cristo Señor dirigió al Padre la noche en la que iba a ser traicionado: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

5. El vivo eco de estas palabras hace que, especialmente en la situación histórica actual, estemos invadidos, al recitar el "Credo" cristiano, por un ardiente deseo de la unión de los cristianos hasta la plena unidad en la fe.

Leemos en el documento conciliar: "El Señor de los siglos, que sabia y pacientemente continúa el propósito de su gracia sobre nosotros pecadores, ha empezado recientemente a infundir con mayor abundancia en los cristianos desunidos entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchos hombres en todas partes han sido movidos por esta gracia, y también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, por la gracia del Espíritu Santo, para restablecer la unidad de todos los cristianos. Participan en este movimiento de la unidad, llamado ecumenismo, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador; y no sólo cada uno individualmente, sino también congregados en asambleas, en las que oyeron el Evangelio y a las que cada uno llama Iglesia suya y de Dios. Sin embargo, casi todos, aunque de manera distinta, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y de esta manera se salve para gloria de Dios" (Unitatis redintegratio UR 1).

42 6. Esta larga cita está tomada del decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio), en el que el Concilio Vaticano II ha precisado el modo según el cual el deseo de la unión de los cristianos debe penetrar la fe de la Iglesia, el modo según el cual debe reflejarse en la actitud concreta de fe de todo cristiano-católico e influir en su actuar, es decir, en la respuesta que debe dar a las palabras de la oración sacerdotal de Cristo.

Pablo Vl vio en el compromiso ecuménico el primero y más cercano recinto de ese "diálogo de la salvación", que la Iglesia debe llevar adelante con todos los hermanos en la fe, ¡separados pero siempre hermanos! Muchos acontecimientos de los últimos tiempos, después de la iniciativa de Juan XXIII, la obra del Concilio, y sucesivamente los esfuerzos postconciliares, nos ayudan a comprender y experimentar que, a pesar de todo, "es más lo que nos une que lo que nos divide".

Es precisamente ésta la disposición de espíritu con la que, profesando el "Credo" nos "abandonamos a Dios" (cf. Dei Verbum
DV 5), esperando sobre todo de Él la gracia del don de la plena unión en esta fe de todos los testigos de Cristo. Por nuestra parte pondremos todo el empeño de la oración y de la acción por la unidad, buscando los caminos de la verdad en la caridad.

Saludos

Deseo ahora dirigir mi más cordial saludo a todos los peregrinos hispanohablantes presentes en esta Audiencia.

En particular, a los jóvenes y a las jóvenes que, en gran número, han venido representando diversos centros educativos de España: de Madrid, Oviedo, Burriana, Plegamán y Vich. Os aliento, queridos jóvenes, a ser fermento de vida cristiana en la sociedad en que vivís.

Saludo igualmente a los peregrinos provenientes de diversas diócesis de México y de la Arquidiócesis de Nueva Pamplona, en Colombia. Asimismo me es grato dar la bienvenida a los miembros de la Asociación de las Adoratrices del Santísimo Sacramento de la Arquidiócesis de Guayaquil (Ecuador).

A todos los peregrinos procedentes de España y de los diversos Países de América Latina me complazco en impartir con afecto la Bendición Apostólica.



Julio de 1985

Miércoles 3 de julio de 1985

La justa actitud ante Dios

43 1. Nuestras catequesis llegan hoy al gran misterio de nuestra fe, el primer artículo de nuestro Credo: Creo en Dios. Hablar de Dios significa afrontar un tema sublime y sin límites, misterioso y atractivo. Pero aquí en el umbral, como quien se prepara a un largo y fascinante viaje de descubrimiento -tal permanece siempre un genuino razonamiento sobre Dios-, sentimos la necesidad de tomar por anticipado la dirección justa de marcha, preparando nuestro espíritu a la comprensión de verdades tan altas y decisivas.

A este fin considero necesario responder enseguida a algunas preguntas, la primera de las cuales es: ¿Por qué hablar hoy de Dios?.

2. En la escuela de Job, que confesó humildemente: "He hablado a la ligera. Pondré mano a mi boca" (
Jb 40,4), percibimos con fuerza que precisamente la fuente de nuestras supremas certezas de creyentes, el misterio de Dios, es antes todavía la fuente fecunda de nuestras más profundas preguntas: ¿Quién es Dios? ¿Podemos conocerlo verdaderamente en nuestra condición humana? ¿Quiénes somos nosotros, creaturas, ante Dios?

Con las preguntas nacen siempre muchas y a veces tormentosas dificultades: Si Dios existe, ¿por qué tanto mal en el mundo? ¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado? ¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad y responsabilidad?

Son preguntas y dificultades que se entrelazan con las expectativas y las aspiraciones de las que los hombres de la Biblia, en los Salmos en particular, se han hecho portavoces universales: "Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo iré y veré la faz de Dios?" (Sal 41/42, 2-3): De Dios se espera la salvación, la liberación del mal, la felicidad y también, con espléndido impulso de confianza, el poder estar junto a Él, "habitar en su casa" (cf. Sal 83/84, 2 ss). He aquí pues que nosotros hablamos de Dios porque es una necesidad del hombre que no se puede suprimir.

3. La segunda pregunta es cómo hablar de Dios, cómo hablar de El rectamente. Incluso entre los cristianos, muchos poseen una imagen deformada de Dios. Es obligado preguntarse si se ha hecho un justo camino de investigación, sacando la verdad de fuentes genuinas y con una actitud adecuada. Aquí creo necesario citar ante todo, como primera actitud, la honestidad de la inteligencia, es decir, el permanecer abiertos a aquellos signos de verdad que Dios mismo ha dejado de Sí en el mundo y en nuestra historia.

Hay ciertamente el camino de la sana razón (y tendremos tiempo de considerar qué puede el hombre conocer de Dios con sus fuerzas). Pero aquí me urge decir que a la razón, más allá de sus recursos naturales, Dios mismo le ofrece de Sí una espléndida documentación: la que con lenguaje de la fe se llama "Revelación". El creyente, y todo hombre de buena voluntad que busquen el rostro de Dios, tiene a su disposición ante todo el inmenso tesoro de la Sagrada Escritura, verdadero diario de Dios en las relaciones con su pueblo, que tiene en el centro el insuperable revelador de Dios, Jesucristo: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9). Jesús, por su parte, ha confiado su testimonio a la Iglesia, que desde siempre, con la ayuda del Espíritu de Dios, lo ha hecho objeto de apasionado estudio, de progresiva profundización e incluso de valiente defensa frente a errores y deformaciones. La documentación genuina de Dios pasa, pues, a través de la Tradición viviente, de la que la que todos los Concilios son testimonios fundamentales: desde el Niceno y el Constantinopolitano, al Tridentino. Vaticano I y Vaticano II.

Tendremos cuidado en remitirnos a estas genuinas fuentes de verdad.

La catequesis saca además sus contenidos sobre Dios también de la doble experiencia eclesial: la fe rezada, la liturgia, cuyas formulaciones son un continuo e incansable hablar de Dios hablando con El; y la fe vivida por parte de los cristianos, de los santos en particular, que han tenido la gracia de una profunda comunión con Dios. Así, pues, no estamos destinados sólo a hacer preguntas sobre Dios para luego perdernos en una selva de respuestas hipotéticas o bien demasiado abstractas. Dios mismo ha venido a nuestro encuentro con una riqueza orgánica de indicaciones seguras. La Iglesia sabe que posee, por la gracia de Dios mismo, en su patrimonio de doctrina y vida, la dirección justa para hablar con respeto y verdad de Él. Y nunca como hoy siente el empeño de ofrecer con lealtad y amor a los hombres la respuesta esencial, que esperan.

4. Es lo que pretendo hacer en estos encuentros. ¿Pero cómo? Hay diversas maneras de hacer catequesis, y su legitimidad depende en definitiva de la fidelidad respecto a la fe integral de la Iglesia. He considerado oportuno escoger el camino que, mientras hace referencia directamente a la Sagrada Escritura, hace referencia también a los Símbolos de la Fe, en la comprensión profunda que ha dado de ella el pensamiento cristiano a lo largo de veinte siglos de reflexión.

Es mi propósito, al proclamar la verdad sobre Dios, invitaros a todos a reconocer la validez del camino histórico-positivo y del camino ofrecido por la reflexión doctrinal elaborada en los grandes Concilios y en el Magisterio ordinario de la Iglesia. De este modo, sin disminuir para nada la riqueza de los datos bíblicos, se podrán ilustrar verdades de fe o próximas a la fe o de todas formas teológicamente fundadas que, por haber sido expresadas en lenguaje dogmático-especulativo, corren el riesgo de ser menos percibidas y apreciadas por muchos hombres de hoy, con no ligero empobrecimiento del conocimiento de Aquel que es misterio insondable de luz.

44 5. No podría terminar esta catequesis inicial de nuestro razonamiento sobre Dios sin recordar una segunda actitud fundamental, además de la de la honesta inteligencia, de la que he hablado anteriormente. Y es la actitud del corazón dócil y agradecido. Hablamos de Aquel que Isaías nos propone como el tres veces Santo (6, 3). Debemos, pues, hablar de El con grandísimo y total respeto, en adoración. Pero, al mismo tiempo, sostenidos por Aquel "que está en el seno del Padre y nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18), Jesucristo nuestro hermano, hablamos de El con suavísimo amor. "Porque de El, y por El, y para El son todas las cosas. A El la gloria por los siglos. Amén". (Rm 11,33).

Saludos

Y ahora deseo dirigir mi más cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española presentes en esta Audiencia.

En particular, al grupo de Religiosos Agustinos Recoletos de Filipinas, a las Religiosas Agustinas Recoletas Misioneras y al grupo de sacerdotes de la diócesis de Ávila que celebran sus bodas de plata sacerdotales. Os aliento a todos a un renovado empeño en vuestra entrega a Dios y a los hermanos.

Saludo igualmente a las personas que han querido venir a este encuentro con el Papa desde Cuenca, León, Berlanga de Duero, Banyoles, Torrente y Vallada.

Bienvenidos seáis los numerosos peregrinos procedentes de México, de Colombia y el grupo organizado por las Hermanas de Schönstatt de la diócesis de Mayagüez (Puerto Rico).

A todos los peregrinos de España y de los diversos Países de América Latina imparto con afecto mi Bendición Apostólica



Miércoles 10 de julio de 1985

Las pruebas de la existencia de Dios

1. Cuando nos preguntamos: "¿Por qué creemos en Dios?", la primera respuesta es la de nuestra fe: Dios se ha revelado a la humanidad, entrando en contacto con los hombres. La suprema revelación de Dios se nos ha dado en Jesucristo, Dios encarnado. Creemos en Dios porque Dios se ha hecho descubrir por nosotros como el Ser Supremo, el gran "Existente".

Sin embargo esta fe en un Dios que se revela, encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la existencia de Dios. Estas han sido elaboradas por pensadores bajo forma de demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación de una lógica rigurosa. Pero pueden revestir también una forma más sencilla y, como tales, son accesibles a todo hombre que trata de comprender lo que significa el mundo que lo rodea.


Audiencias 1985 37