Audiencias 1985 45

45 2. Cuando se habla de pruebas de la existencia de Dios, debemos subrayar que no se trata de pruebas de orden científico-experimental. Las pruebas científicas, en el sentido moderno de la palabra, valen sólo para las cosas perceptibles por los sentidos, puesto que sólo sobre éstas pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de verificación de que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de Dios, significaría rebajar a Dios al rango de los seres de nuestro mundo, y por tanto equivocarse ya metodológicamente sobre aquello que Dios es. La ciencia debe reconocer sus límites y su impotencia para alcanzar la existencia de Dios: ella no puede ni afirmar ni negar esta existencia.

De ello, sin embargo, no debe sacarse la conclusión que los científicos son incapaces de encontrar, en sus estudios científicos, razones válidas para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia como tal no puede alcanzar a Dios, el científico, que posee una inteligencia cuyo objeto no está limitado a las cosas sensibles, puede descubrir en el mundo las razones para afirmar la existencia de un Ser que lo supera. Muchos científicos han hecho y hacen este descubrimiento.

Aquel que, con espíritu abierto, reflexiona en lo que está implicado en la existencia del universo, no puede por menos de plantearse el problema del inicio. Instintivamente cuando somos testigos de ciertos acontecimientos, nos preguntamos cuáles son las causas. ¿Cómo no hacer la misma pregunta para el conjunto de los seres y de los fenómenos que descubrimos en el mundo?

3. Una hipótesis científica como la de la expansión del universo hace aparecer más claramente el problema: si el universo se halla en continua expansión, ¿no se debería remontar en el tiempo hasta lo que se podría llamar "momento inicial", aquel en el que comenzó la expansión? Pero, sea cual fuere la teoría adoptada sobre el origen del universo, la cuestión más fundamental no puede eludirse. Este universo en constante movimiento postula la existencia de una Causa que, dándole el ser, le ha comunicado ese movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa Suprema, el mundo y todo el movimiento existente en él permanecerían "inexplicados" e "inexplicables", y nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano puede percibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un Ser que ha creado el mundo con todo su dinamismo, y que sigue conservándolo en la existencia.

4. La necesidad de remontarse a una Causa suprema se impone todavía más cuando se considera la organización perfecta que la ciencia no deja de descubrir en la estructura de la materia. Cuando la inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar la constitución y las modalidades de acción de las partículas materiales, ¿no es inducida, tal vez, a buscar el origen de una Inteligencia superior, que ha concebido todo? Frente a las maravillas de lo que se puede llamar el mundo inmensamente pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del cosmos, el espíritu del hombre se siente totalmente superado en sus posibilidades de creación e incluso de imaginación, y comprende que una obra de tal calidad y de tales proporciones requiere un Creador, cuya sabiduría transcienda toda medida, cuya potencia sea infinita.

5. Todas las observaciones concernientes al desarrollo de la vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar las etapas, y discernir el mecanismo, presenta una finalidad interna que suscita la admiración. Esta finalidad que orienta a los seres en una dirección, de la que no son dueños ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su inventor, el Creador.

La historia de la humanidad y la vida de toda persona humana manifiestan una finalidad todavía más impresionante. Ciertamente el hombre no puede explicarse a sí mismo el sentido de todo lo que le sucede, y por tanto debe reconocer que no es dueño de su propio destino. No sólo no se ha hecho él a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el desarrollo de su existencia. Sin embargo, está convencido de tener un destino y trata de descubrir cómo lo ha recibido, cómo está inscrito en su ser. En ciertos momentos puede discernir más fácilmente una finalidad secreta, que se transparenta de un conjunto de circunstancias o de acontecimientos. Así, está llevado a afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y que dirige su vida presente.

6. Finalmente, entre las cualidades de este mundo que impulsan a mirar hacia lo alto está la belleza.Ella se manifiesta en las multiformes maravillas de la naturaleza; se traduce en innumerables obras de arte, literatura, música, pintura, artes plásticas. Se hace apreciar también en la conducta moral: hay tantos buenos sentimientos, tantos gestos estupendos. El hombre es consciente de "recibir" toda esta belleza, aunque con su acción concurre a su manifestación. El la descubre y la admira plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la belleza trascendente de Dios.

7. A todas estas "indicaciones" sobre la existencia de Dios creador, algunos oponen la fuerza del caso o de mecanismos propios de la materia. Hablar de caso para un universo que presenta una organización tan compleja en los elementos y una finalidad en la vida tan maravillosa, significa renunciar a la búsqueda de una explicación del mundo como nos aparece. En realidad, ello equivale a querer admitir efectos sin causa. Se trata de una abdicación de la inteligencia humana que renunciaría así a pensar, a buscar una solución a sus problemas.

En conclusión, una infinidad de indicios empuja al hombre, que se esfuerza por comprender el universo en que vive, a orientar su mirada al Creador. Las pruebas de la existencia de Dios son múltiples y convergentes. Ellas contribuyen a mostrar que la fe no mortifica la inteligencia humana, sino que la estimula a reflexionar y le permite comprender mejor todos los "porqués" que plantea la observación de lo real.

Saludos

46 Queridos hermanos y hermanas:

Quiero dirigir mi afectuoso saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española presentes en esta Audiencia.

En particular al Señor Cardenal Luis Aponte Martínez, Arzobispo de San Juan de Puerto Rico, que preside una peregrinación de aquella amada isla caribeña que tuve el placer de visitar el ano pasado.

A las Religiosas Misioneras del “Corazón de María” que celebran su Capítulo General. Os aliento a una renovada y generosa entrega a Dios y a la Iglesia.

Saludo igualmente a los Maestros de las Escuelas Rurales de la Iglesia, de la diócesis de Málaga. Que el Señor bendiga vuestra labor educativa y que vuestro ejemplo sea seguido por otros educadores que se dediquen a enseñar a los niños y niñas de los pueblos y aldeas.

Mi cordial bienvenida a los numerosos peregrinos procedentes de diversas diócesis de México.

A todos los peregrinos de los diversos países de América Latina y de España imparto de corazón mi Bendición Apostólica.



Miércoles 17 de julio de 1985

Los hombres de ciencia y Dios

1. Es opinión bastante difundida que los hombres de ciencia son generalmente agnósticos y que la ciencia aleja de Dios. ¿Qué hay de verdad en esta opinión?

Los extraordinarios progresos realizados por la ciencia, particularmente en los últimos dos siglos, han inducido a veces a creer que la ciencia sea capaz de dar respuesta por sí sola a todos los interrogantes del hombre y de resolver todos los problemas. Algunos han deducido de ello que ya no habría ninguna necesidad de Dios. La confianza en la ciencia habría suplantado a la fe.

47 Entre ciencia y fe —se ha dicho— es necesario hacer una elección: o se cree en una o se abraza la otra. Quien persigue el esfuerzo de la investigación científica, no tiene ya necesidad de Dios; y viceversa, quien quiere creer en Dios, no puede ser un científico serio, porque entre ciencia y fe hay un contraste irreducible.

2. El Concilio Vaticano II ha expresado una condición bien diversa. En la Constitución Gaudium et spes se afirma: «La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aún sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser» (Gaudium et spes
GS 36).

De hecho se puede observar que siempre han existido y existen todavía eminentes hombres de ciencia, que en el contexto de su humana experiencia científica han creído positiva y benéficamente en Dios. Una encuesta de hace cincuenta años, realizada con 398 científicos entre los más ilustres, puso de relieve que sólo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos y 367 creyentes (cf. A. Eymieu, la part des croyants dans les progrès de la science, 6ª ed., Perrin, 1935, pág. 274).

3. Todavía más interesante y proficuo es darse cuenta de por qué muchos científicos de ayer y de hoy ven no sólo conciliable, sino felizmente integrante la investigación científica rigurosamente realizada con el sincero y gozoso reconocimiento de la existencia de Dios.

De las consideraciones que acompañan a menudo como un diario espiritual su empeño científico, sería fácil ver el entrecruzamiento de dos elementos: el primero es cómo la misma investigación, en lo grande y en lo pequeño, realizada con extremo rigor, deja siempre espacio a ulteriores preguntas en un proceso sin fin, que descubre en la realidad una inmensidad, una armonía, una finalidad inexplicable en términos de casualidad o mediante los solos recursos científicos. A ello se añade la insuprimible petición de sentido, de más alta racionalidad, más aún, de algo o de Alguien capaz de satisfacer necesidades interiores, que el mismo refinado progreso científico, lejos de suprimir, acrecienta.

4. Mirándolo bien, el paso a la afirmación religiosa no viene por si en fuerza del método científico experimental, sino en fuerza de principios filosóficos elementales, cuales el de causalidad, finalidad, razón suficiente, que un científico, como hombre, ejercita en el contacto diario con la vida y con la realidad que estudia. Más aún, la condición de centinela del mundo moderno, que entrevé el primero la enorme complejidad y al mismo tiempo la maravillosa armonía de la realidad, hace del científico un testigo privilegiado de la plausibilidad del dato religioso, un hombre capaz de mostrar cómo la admisión de la trascendencia, lejos de dañar la autonomía y los fines de la investigación, la estimula por el contrario a superarse continuamente, en una experiencia de autotrascendencia relativa del misterio humano.

Si luego se considera que hoy los dilatados horizontes de la investigación, sobre todo en lo que se refiere a las fuentes mismas de la vida, plantean interrogantes inquietantes acerca del uso recto de las conquistas científicas, no nos sorprende que cada vez con mayor frecuencia se manifieste en los científicos la petición de criterios morales seguros, capaces de sustraer al hombre de todo arbitrio. ¿Y quien, sino Dios, podrá fundar un orden moral en el que la dignidad del hombre, de todo hombre, sea tutelada y promovida de manera estable?

Ciertamente la religión cristiana, si no puede considerar razonables ciertas confesiones de ateísmo o de agnosticismo en nombre de la ciencia, sin embargo, es igualmente firme el no acoger afirmaciones sobre Dios que provengan de formas no rigurosamente atentas a los procesos racionales.

5. A este punto seria muy hermoso hacer escuchar de algún modo las razones por las que no pocos científicos afirman positivamente la existencia de Dios y ver qué relación personal con Dios, con el hombre y con los grandes problemas y valores supremos de la vida los sostienen. Cómo a menudo el silencio, la meditación, la imaginación creadora, el sereno despego de las cosas, el sentido social del descubrimiento, la pureza de corazón son poderosos factores que les abren un mundo de significados que no pueden ser desatendidos por quienquiera que proceda con igual lealtad y amor hacia la verdad.

Baste aquí la referencia a un científico italiano, Enrico Medi, desaparecido hace pocos años. En su intervención en el Congreso Catequístico Internacional de Roma en 1971, afirmaba: «Cuando digo a un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una galaxia, una estrella de neutrones, a cien millones de años luz de lejanía. Y, sin embargo, los protones, los electrones, los neutrones, los mesones que hay allí son idénticos a los que están en este micrófono (...). La identidad excluye la probabilidad. Lo que es idéntico no es probable (...). Por tanto, hay una causa, fuera del espacio, fuera del tiempo, dueña del ser, que ha dado al ser, ser así. Y esto es Dios (...).

»El ser, hablo científicamente, que ha dado a las cosas la causa de ser idénticas a mil millones de años-luz de distancia, existe. Y partículas idénticas en el universo tenemos 10 elevadas a la 85ª potencia... ¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo fuera Francisco de Asís proclamaría: "¡Oh galaxias de los cielos inmensos, alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno! "¡Oh átomos, protones, electrones! "¡Oh canto de los pájaros, rumor de las hojas, silbar del viento, cantad a través de las manos del hombre y como plegaria, el himno que llega hasta Dios!» (Atti del II Congreso Catechistico Internazionale, Roma, 20-25 septiembre de 1971, Roma, Studium, 1972, págs. 449-450).

Saludos

48 Queridos hermanos y hermanas:

Vaya ahora mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española presentes en esta Audiencia.

En particular saludo a los miembros de la Obra “Unión Eucarística Reparadora” que celebra el 75° aniversario de su fundación por el benemérito Obispo Don Manuel González, y el 25° aniversario de aprobación pontificia. Os aliento a seguir difundiendo y haciendo vida en vosotros la devoción eucarística.

Saludo igualmente a los numerosos peregrinos procedentes de México y de Puerto Rico.

A todas las personas y grupos provenientes de los diversos Países de América Latina y de España imparto con afecto mi bendición apostólica.



Miércoles 24 de julio de 1985

El Dios de nuestra fe

1. En las catequesis del ciclo anterior he tratado de explicar qué significa la frase: "Yo creo"; qué quiere decir: "creer como cristiano". En el ciclo que ahora comenzamos, deseo concentrar la catequesis sobre el primer artículo de la fe: "Creo en Dios" o, más plenamente: "Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador...". Así suena esta primera y fundamental verdad de la fe en el Símbolo Apostólico. Y casi idénticamente en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano: "Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador...". Así el tema de las catequesis de este ciclo será Dios: el Dios de nuestra fe. Y puesto que la fe es la respuesta a la Revelación, el tema de las catequesis siguientes será ese Dios, que se ha dado a conocer al hombre, al cual "ha revelado a Sí mismo y ha manifestado el misterio de su voluntad" (Cfr. Dei Verbum DV 2).

2. De este Dios trata el primer artículo del "Credo". De El hablan indirectamente todos los artículos sucesivos de los Símbolos de la fe. En efecto, están todos unidos de modo orgánico a la primera y fundamental verdad sobre Dios, que es la fuente de la que derivan. Dios es "el Alfa y el Omega" (Ap 1,8): El es también el comienzo y el término de nuestra fe. Efectivamente, podemos decir que todas las verdades sucesivas enunciadas en el "Credo" nos permiten conocer cada vez más plenamente al Dios de nuestra fe, del que habla el artículo primero: Nos hacen conocer mejor quién es Dios en Sí mismo y en su vida íntima. En efecto, al conocer sus obras —la obra de la creación y de la redención—, al conocer todo su plan de salvación respecto del hombre, nos adentramos cada vez más profundamente en la verdad de Dios, tal como se revela en la Antigua y la Nueva Alianza. Se trata de una revelación progresiva, cuyo contenido ha sido formulado sintéticamente en los Símbolos de la fe. Al ir desplegándose los artículos de los Símbolos adquiere plenitud de significado la verdad expresada en las primeras palabras: "Creo en Dios". Naturalmente, dentro de los límites en los que el misterio de Dios es accesible a nosotros mediante la Revelación.

3. El Dios de nuestra fe, Aquel que profesamos en el "Credo", es el Dios de Abraham, nuestro Padre en la fe (Cfr. Rm 4,12-16). Es "el Dios de Isaac y el Dios de Jacob", es decir, de Israel (Mc 12,26 y par.), el Dios de Moisés, y finalmente y sobre todo es "Dios, Padre de Jesucristo" (Rm 15,6). Esto afirmamos cuando decimos: "Creo en Dios Padre...". Es el único e idéntico Dios, del que nos dice la Carta a los Hebreos que "muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo..." (He 1,1-2). El, que es la fuente de la palabra que describe su progresiva auto-manifestación en la historia, se revela plenamente en el Verbo Encarnado, Hijo eterno del Padre. En este hijo —Jesucristo— el Dios de nuestra fe se confirma definitivamente como Padre. Como tal lo reconoce y glorifica Jesús que reza: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra..." (Mt 11,25), enseñando claramente también a nosotros a descubrir en este Dios, Señor del cielo y de la tierra, a "nuestro" Padre (Mt 6,9).

4. Así, el Dios de la Revelación, "Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (Rm 15,6) se pone frente a nuestra fe como un Dios personal, como un "Yo" divino inescrutable ante nuestros "yo" humanos, ante cada uno y ante todos. Es un "Yo" inescrutable, sí, en su profundo misterio, pero que se ha "abierto" a nosotros en la Revelación, de manera que podemos dirigirnos a El como al santísimo "Tú" divino. Cada uno de nosotros es capaz de hacerlo porque nuestro Dios, que abraza en Sí y supera y transciende de modo infinito todo lo que existe, está muy cercano a todos, y más aún, íntimo a nuestro más íntimo ser: "Interior intimo meo", como escribe San Agustín (Confesiones, libro III, cap. VI, 11: PL 32, 687).

49 5. Este Dios, el Dios de nuestra fe, Dios y Padre de Jesucristo, Dios y Padre nuestro, es al mismo tiempo el "Señor del cielo y de la tierra", como Jesús mismo lo invocó (Mt 11,25). En efecto, El es el creador.

Cuando el Apóstol Pablo de Tarso se presenta ante los atenienses en el Areópago, proclama: "Atenienses, ... al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto (= las estatuas de los dioses venerados en la religión de la antigua Grecia), he hallado un altar en el cual está escrito: "al Dios desconocido". Pues ese que sin conocerle veneráis es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ese, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por las manos humanas es servido, como si necesitase algo, siendo El mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. El ... fijó las estaciones y los confines de las tierras por ellos habitables, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en El vivimos, nos movemos y existimos..." (Ac 17,23-28).

Con estas palabras Pablo de Tarso, el Apóstol de Jesucristo, anuncia en el Areópago de Atenas la primera y fundamental verdad de la fe cristiana. Es la verdad que también nosotros confesamos con las palabras: "Creo en Dios (en un solo Dios), Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra". Este Dios —el Dios de la Revelación— hoy como entonces sigue siendo para muchos "un Dios desconocido". Es aquel Dios que muchos hoy como entonces "buscan a tientas" (Ac 17,27). El es el Dios inescrutable e inefable. Pero es Aquel que todo comprende; en "El vivimos y nos movemos y existimos" (Ac 17,28). A este Dios trataremos de acercarnos gradualmente en los próximos encuentros.

Saludos

Y ahora deseo presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

Sed bienvenidos a este encuentro con el Papa. Que vuestra visita a Roma, centro de la catolicidad, sea un estimulo para vuestra fe de fieles católicos deseosos de dar testimonio de ella ante el mundo, en vuestros Países de origen, en vuestras familias.

Saludo particularmente a los seminaristas filósofos y Profesores del Seminario de Toledo (España). Es consolador ver que Dios está bendiciendo vuestra Archidiócesis con nuevas vocaciones sacerdotales. Os aliento a ser fieles a la llamada del Señor.

Saludo asimismo al grupo mexicano del movimiento “Cursillos de Cristiandad” y a la peregrinación procedente de Guadalajara.

A todas las personas y grupos de España y de los diversos Países de América Latina imparto con afecto la Bendición Apostólica.



Miércoles 31 de julio de 1985

El que es

50 1. Al pronunciar las palabras "Creo en Dios", expresamos ante todo la convicción de que Dios existe. Este es un tema que hemos tratado ya en las catequesis del ciclo anterior, referentes al significado de la palabra "creo". Según la enseñanza de la Iglesia la verdad sobre la existencia de Dios es accesible también a la sola razón humana, si está libre de prejuicios, como testimonian los pasajes del libro de la Sabiduría (cf. Sg 13,1-9) y de la Carta a los Romanos (Rm 1,19-20) citados anteriormente. Nos hablan del conocimiento de Dios como creador (o Causa primera). Esta verdad aparece también en otras páginas de la Sagrada Escritura. El Dios invisible se hace en cierto sentido "visible" a través de sus obras.

"Los cielos pregonan la gloria de Dios,
y el firmamento anuncia la obra de sus manos.
El día transmite el mensaje al día,
y la noche a la noche pasa la noticia" (Sal 18/19, 2-3).

Este himno cósmico de exaltación de las creaturas es un canto de alabanza a Dios como creador. He aquí algún otro texto:

"¡Cuántas son tus obras, oh Yavé!
Todas las hiciste con sabiduría!
Está llena la tierra de tu riqueza" (Sal 103/104, 24).

"El con su poder ha hecho la tierra,
con su sabiduría cimentó el orbe
51 y con su inteligencia tendió los cielos (...).
Embrutecióse el hombre sin conocimiento" (
Jr 10,12-14).

"Todo lo hace El apropiado a su tiempo (...). Conocí que cuanto hace Dios es permanente y nada se le puede añadir, nada quitar" (Qoh 3, 11-14).

2. Son sólo algunos pasajes en los que los autores inspirados expresan la verdad religiosa sobre Dios-Creador, utilizando la imagen del mundo a ellos contemporánea. Es ciertamente una imagen pre-científica, pero religiosamente verdadera y poéticamente exquisita. La imagen de que dispone el hombre de nuestro tiempo, gracias al desarrollo de la cosmología filosófica y científica, es incomparablemente más significativa y eficaz para quien procede con espíritu libre de prejuicios.

Las maravillas que las diversas ciencias específicas nos desvelan sobre el hombre y el mundo, sobre el microcosmos y el macrocosmos, sobre la estructura interna de la materia y sobre las profundidades de la psique humana son tales que confirman las palabras de los autores sagrados, induciendo a reconocer la existencia de una Inteligencia suprema creadora y ordenadora del universo.

3. Las palabras "creo en Dios" se refieren ante todo a aquel que se ha revelado a Sí mismo. Dios que se revela es Aquel que existe: en efecto, puede revelarse a Sí mismo sólo Uno que existe realmente. Del problema de la existencia de Dios la Revelación se ocupa en cierto sentido marginalmente y de modo indirecto. Y tampoco en el Símbolo de la fe la existencia de Dios se presenta como un interrogante o un problema en sí mismo. Como hemos dicho ya, la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio afirman la posibilidad de un conocimiento seguro de Dios mediante la sola razón (cf. Sg 13,1-9 Rm 1,19-20 DS 3004 Vatic. I, cap. 2; Vatic. II, Dei Verbum DV 6). Indirectamente tal afirmación encierra el postulado de que el conocimiento de la existencia de Dios mediante la fe —que expresamos con las palabras "creo en Dios"—, tiene un carácter racional, que la razón puede profundizar. "Credo, ut intelligam" como también "intelligo, ut credam": éste es el camino de la fe a la teología.

4. Cuando decimos "creo en Dios", nuestras palabras tienen un carácter preciso de "confesión". Confesando respondemos a Dios que se ha revelado a Sí mismo. Confesando nos hacemos partícipes de la verdad que Dios ha revelado y la expresamos como contenido de nuestra convicción. Aquel que se revela a Sí mismo no sólo nos hace posible conocer que El existe, sino que nos permite también conocer Quién es El, y también cómo es El. Así, la autorrevelación de Dios nos lleva al interrogante sobre la Esencia de Dios: ¿Quién es Dios?.

5. Hagamos referencia aquí al acontecimiento bíblico narrado en el libro del Éxodo (3, 1-14). Moisés que apacentaba la grey en las cercanías del monte Horeb advierte un fenómeno extraordinario. "Veía Moisés que la zarza ardía y no se consumía" (Ex 3,2). Se acercó y Dios "le llamó de en medio de la zarza: ¡Moisés!. ¡Moisés!", él respondió: Heme aquí. Yavé le dijo: "No te acerques. Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa"; y añadió: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob". Moisés se cubrió el rostro, pues temía mirar a Dios" (Ex 3,4-6).

El acontecimiento descrito en el libro del Éxodo se define una "teofanía", es decir, una manifestación de Dios en un signo extraordinario y se muestra, entre todas las teofanías del Antiguo Testamento, especialmente sugestiva como signo de la presencia de Dios. La teofanía no es una revelación directa de Dios, sino sólo la manifestación de una presencia particular suya. En nuestro caso esta presencia se hace conocer tanto mediante las palabras pronunciadas desde el interior de la zarza ardiendo, como mediante la misma zarza que arde sin consumirse.

6. Dios revela a Moisés la misión que pretende confiarle: debe liberar a los israelitas de la esclavitud egipcia y llevarlos a la Tierra Prometida. Dios le promete también su poderosa ayuda en el cumplimiento de esta misión: "Yo estaré contigo". Entonces Moisés se dirige a Dios: "Pero si voy a los hijos de Israel y les digo: el Dios de vuestros padres me envía a vosotros, y me preguntan cuál es su nombre, ¿Qué voy a responderles?". Dios dijo a Moisés: "Yo soy el que soy". Después dijo: "Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros" (Ex 3,12-14).

Así, pues, el Dios de nuestra fe —el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob— revela su nombre. Dice así: "Yo soy el que soy". Según la tradición de Israel, el nombre expresa la esencia.

52 La Sagrada Escritura da a Dios diversos "nombres"; entre estos: "Señor" (por ejemplo, Sg 1,1), "Amor" (1Jn 4,16), "Misericordioso" (por ejemplo, Ps 85,15), "Fiel"(1Co 1,9), "Santo" (Is 6,3). Pero el nombre que Moisés oyó procedente de lo profundo de la zarza ardiente constituye casi la raíz de todos los demás. El que es dice la esencia misma de Dios que es el Ser por sí mismo, el Ser subsistente, como precisan los teólogos y los filósofos. Ante El no podemos sino postrarnos y adorar.

Saludos

Deseo dar mi más cordial bienvenida a todas las personas y grupos de peregrinos y visitantes de lengua española.

Saludo, en primer lugar, a los sacerdotes, religiosos y religiosas aquí presentes.

Asimismo saludo al grupo de “Matrimonios de la Congregación de Nuestra Señora de Nazaret y del Pilar” que, junto con sus hijos, han querido tener este encuentro con el Papa para celebrar sus Bodas de Plata matrimoniales.

Vaya mi cordial saludo igualmente a los diversos grupos de peregrinos procedentes de México: a los miembros del “Movimiento de Cursillos de Vida Cristiana” de la Arquidiócesis de Durango; a los peregrinos de Puebla de los Ángeles; a los componentes de la “Estudiantina” de la Universidad Católica “La Salle”; a las jóvenes, acompañadas de sus familiares, que quieren celebrar en el Señor su fiesta de cumpleaños.

A todos los peregrinos provenientes de los diversos Países de América Latina y de España imparto con afecto mi Bendición Apostólica.



Agosto de 1985

Miércoles 7 de agosto de 1985

Dios de infinita majestad

1. "Creemos que este Dios único es absolutamente uno en su esencia infinitamente santa al igual que en todas sus perfecciones, en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y en su amor. Él es el que es, como lo ha revelado a Moisés; y Él es Amor, como el Apóstol Juan nos lo enseña; de forma que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma Realidad divina de Aquel que ha querido darse a conocer a nosotros y que habitando en una luz inaccesible está en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada" (Insegnamenti de Paolo VI, VI, 1968, pág. 302).

53 2. El Papa Pablo VI pronunciaba estas palabras en el 1900 aniversario del martirio de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, el 30 de junio de 1968, durante la profesión de fe llamada "El Credo del Pueblo de Dios". Expresan de manera más extensa que los antiguos Símbolos, aunque también de forma concisa y sintética, aquella verdad sobre Dios que la Iglesia profesa ya al comienzo del Símbolo: "Creo en Dios": es el Dios que se ha revelado a Sí mismo, el Dios de nuestra fe. Su nombre: "Yo soy el que soy", revelado a Moisés desde el interior de la zarza ardiente a los pies del monte Horeb, resuena, pues, todavía en el Símbolo de fe de hoy. Pablo VI une este Nombre —el nombre "Ser"— con el nombre "Amor" (según el ejemplo de la primera Carta de San Juan). Estos dos nombres expresan del modo más esencial la verdad sobre Dios. Tendremos que volver de nuevo a esto cuando, al interrogarnos sobre la Esencia de Dios, tratemos de responder a la pregunta: quién es Dios.

3. Pablo VI hace referencia al Nombre de Dios "Yo soy el que soy", que se halla en el libro del Éxodo. Siguiendo la tradición doctrinal y teológica de muchos siglos, ve en él la revelación de Dios como "Ser": el Ser subsistente, que expresa la Esencia de Dios en el lenguaje de la filosofía del ser (ontología o metafísica) utilizada por Santo Tomás de Aquino. Hay que añadir que la interpretación estrictamente lingüística de las palabras "Yo soy el que soy", muestra también otros significados posibles, a los cuales aludiremos más adelante. Las palabras de Pablo VI ponen suficientemente de relieve que la Iglesia, al responder al interrogante: ¿Quién es Dios?, sigue, a partir del ser (esse), en la línea de una tradición patrística y teológica plurisecular. No se ve de qué otro modo se podría formular una respuesta sostenible y accesible.

4. La palabra con la que Dios se revela a sí mismo expresándose en la "terminología del ser", indica un acercamiento especial entre el lenguaje de la Revelación y el lenguaje del conocimiento humano de la realidad, que ya desde la antigüedad se calificaba como "filosofía primera". El lenguaje de esta filosofía permite acercarse de algún modo al Nombre de Dios como "Ser".Y, sin embargo —como observa uno de los más distinguidos representantes de la escuela tomista en nuestro tiempo, haciendo eco al mismo Santo Tomás de Aquino (cf. Contra Gentes, I, cc. 14, 30)—, incluso utilizando este lenguaje podemos, al máximo, "silabear" este Nombre revelado, que expresa la Esencia de Dios (cf. E. Gilson, Le thomisme, París 1944, ed, Vrin, págs. 33, 35, 41, 155-156). En efecto, ¡el lenguaje humano no basta para expresar de modo adecuado y exhaustivo "Quien es" Dios!, ¡nuestros conceptos y nuestras palabras respecto de Dios sirven más para decir lo que El no es, que lo que es! (cf. Summa Th.,
I 12,12 s).

5. "Yo soy el que soy". El Dios que responde a Moisés con estas palabras es también "el Creador del cielo y de la tierra". Anticipando aquí por un momento lo que diremos en las catequesis sucesivas a propósito de la verdad revelada sobre la creación, es oportuno notar que, según la interpretación común, las palabra "crear" significa "llamar al ser del no-ser", es decir, de la "nada". Ser creado significa no poseer en sí mismo la fuente, la razón de la existencia, sino recibirla "de Otro". Esto se expresa sintéticamente en latín con la frase "ens ab alio". El que crea —el Creador— posee en cambio la existencia en sí y por sí mismo ("ens a Se").

El ser pertenece a su substancia: su esencia es el ser. El es el Ser subsistente (Esse subsistens). Precisamente por esto no puede no existir, es el ser "necesario". A diferencia de Dios, que es el "ser necesario", los entes que reciben la existencia de El, es decir, las creaturas, pueden no existir: el ser no constituye su esencia; son entes "contingentes".

6. Estas consideraciones respecto de la verdad revelada sobre la creación del mundo, ayudan a comprender a Dios como el "Ser". Permiten también vincular este "Ser" con la respuesta que recibió Moisés a la pregunta sobre el Nombre de Dios: "Yo soy el que soy". A la luz de estas reflexiones adquieren plena transparencia también las palabras solemnes que oyó Santa Catalina de Siena: "Tú eres lo que no es, Yo soy El que Es" (S. Catharinae Legenda maior, I, 10). Esta es la Esencia de Dios, el Nombre de Dios, leído en profundidad en la fe inspirada por su auto-revelación, confirmado a la luz de la verdad radical contenida en el concepto de creación. Sería oportuno cuando nos referimos a Dios escribir con letra mayúscula aquel "soy" el que "es", reservando la minúscula a las criaturas. Ello sería además un signo de un modo correcto de reflexionar sobre Dios según las categorías del "ser".

En cuanto "ipsum Esse Subsistens" —es decir, absoluta plenitud del Ser y por tanto de toda perfección— Dios es completamente trascendente respecto del mundo. Con su esencia, con su divinidad El "sobrepasa" y "supera" infinitamente todo lo que es creado: tanto cada criatura incluso la más perfecta como el conjunto de la creación: los seres visibles y los invisibles.

Se comprende así que el Dios de nuestra fe, El que es, es el Dios de infinita majestad. Esta majestad es la gloria del Ser divino, la gloria del Nombre de Dios, muchas veces celebrada en la Sagrada Escritura.

"Yavé, Señor, nuestro, ¡cuán magnífico es tu nombre/ en toda la tierra!" (Ps 8,2)

"Tú eres grande y obras maravillas/ tú eres el solo Dios" (Ps 85,10).

"No hay semejante a ti, oh Yavé." (Jr 10,6).

54 Ante el Dios de la inmensa gloria no podemos más que doblar las rodillas en actitud de humilde y gozosa adoración repitiendo con la liturgia en el canto del Te Deum: "Pleni sunt caeli et terra maiestatis gloriae tuae... Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia: Patrem inmensae maiestatis": "Los cielos y la tierra están llenos de la majestad de tu gloria... A ti la Iglesia santa, extendida por toda la tierra, te proclama: Padre de inmensa majestad".

Saludo

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a las Religiosas Reparadoras del Sagrado Corazón que celebran en Roma su Capitulo General. Sed siempre fieles a vuestra vocación de entrega generosa a Dios y a la Iglesia.

Saludo a los estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de Montevideo (Uruguay), así como a las peregrinaciones procedentes de Guatemala, San Pedro Sula (Honduras), Venezuela y México.

Igualmente, vaya mi saludo a los miembros de la Cofradía del Santo Sepulcro de Palencia (España) y a la “Asociación de Amigos del Santuario de la Madre de la Salud” de Sabadell (Barcelona).

A todas las personas y grupos provenientes de España y de los diversos Países de América Latina imparto con afecto la Bendición Apostólica.




Audiencias 1985 45