Discursos 1983 91


A LOS OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 20 de octubre de 1983



92 Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

1. Una vez más tengo la gran alegría de compartir una intensa experiencia de comunión eclesial con un grupo de obispos americanos. Procedéis de diferentes regiones de Estados Unidos y la situación pastoral de cada una de vuestras Iglesias locales es muy variada. Sin embargo estoy seguro de que en todas vuestras diócesis tenéis gran interés por el tema que quisiera tratar hoy, la educación católica.

La misma noción de educación católica se halla estrechamente relacionada con la misión esencial de la Iglesia de comunicar a Cristo. La enseñanza, la enseñanza de todo lo que Cristo mandó enseñar (cf. Mt
Mt 28,20) está vinculada a nuestro mandato episcopal. Y al enseñar estamos llamados a testimoniar de palabra y con el ejemplo a Cristo, a quien la Iglesia se afana por comunicar. Es decir, el objetivo de la educación católica se cifra en ayudar a las personas "a llegar a la plenitud de la vida cristiana" (can. 794, 1). Se identifica con el gran ideal de San Pablo que no estaba satisfecho mientras no "se formara Cristo" (Ga 4,19) en los Gálatas; ansiaba ver completo este proceso.

2. El Concilio Vaticano II expuso el objetivo de toda la educación cristiana en sus aspectos varios; éstos incluyen "que los bautizados se hagan cada día más conscientes del don de la fe que han recibido; ...aprendan a adorar a Dios Padre en espíritu y verdad (cf. Jn Jn 4,23) ante todo en la acción litúrgica; y se formen para vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad (Ep 4,22-24); y así lleguen al hombre perfecto... y contribuyan al crecimiento del Cuerpo místico" (Gravissimum educationis GE 2).

Estos elementos contienen implicaciones de largo alcance; tienen en cuenta el hecho de que la educación católica abarca a la persona entera, hombre o mujer, de destino eterno y que incluye el bien común de la sociedad, bien que la misma Iglesia se afana por promover. Esto requiere en la práctica tener presentes los talentos físicos, morales e intelectuales de los niños y jóvenes para que éstos adquieran sentido de responsabilidad y aprendan a usar rectamente la libertad y a tomar parte activa en la vida de la sociedad (cf. can. 795).

3. Todos estos elementos han sido desarrollados en vuestro país por la educación católica. Ciertamente la educación católica constituye un capítulo privilegiado de la historia de la Iglesia en América. La educación católica ha sido una dimensión muy eficiente de la evangelización y ha llevado el Evangelio a todas las facetas de la vida. Ha implicado a personas y grupos diferentes en el proceso educativo y ha conseguido que las generaciones se sientan parte de la comunidad eclesial y social. A pesar de las limitaciones e imperfecciones, por gracia de Dios la educación católica se ha acreditado en grado sumo en América con la formación del espléndido laicado católico americano. La educación católica ha sido fundamental para entender y aceptar las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ponían de manifiesto y desarrollaban oportunamente principios sostenidos y enseñados por la Iglesia a lo largo de siglos. Las bendiciones del Concilio llegaron con eficacia a la vida de muchos precisamente porque largos años de educación católica generosa habían preparado el camino.

La educación católica ha alimentado también en vuestro país numerosas vocaciones a través de los años. Vosotros mismos tenéis una gran deuda de gratitud con esta educación católica que os capacitó para entender y aceptar la llamada del Señor. Entre las diversas aportaciones de la educación católica figura la calidad de ciudadanos que habéis conseguido, hombres y mujeres rectos que contribuyen al bien de América y se esfuerzan por servir a todos sus hermanos y hermanas con caridad cristiana. La educación católica ha ofrecido excelente testimonio del compromiso perenne de la Iglesia con la cultura de todo tipo. Ha ejercido un papel profético, quizá modesto en algunos casos, pero sumamente eficaz para hacer que la fe impregnase la cultura. Los logros de la educación católica en América merecen gran respeto y admiración de nuestra parte.

4. Pero con todo, hay también que reconocer la deuda de gratitud ante la historia con los padres, que han mantenido todo un sistema de educación católica; las parroquias, que han coordinado y sostenido estos esfuerzos; las diócesis, que han impulsado programas de educación y proporcionado medios para llevarlos a la práctica sobre todo en sectores pobres; los profesores entre los que figura siempre un cierto número de laicos, hombres y mujeres, generosos que defendieron con entrega y sacrificio constantes la causa de ayudar a los jóvenes a alcanzar madurez en Cristo. Pero sobre todo se debe gratitud a los religiosos por sus aportaciones a la educación católica. Cuando en la Pascua pasada escribí a los obispos de Estados Unidos sobre la vida religiosa, afirmé que los religiosos "abrieron camino en el campo de la educación católica en todos los niveles, ayudando a crear un magnífico sistema educacional que va desde la escuela elemental a la universidad" (Nb 2 L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, EN 4 4 de septiembre, pág. EN 2).

Con las religiosas hay una deuda especial de gratitud por su aportación peculiar en el terreno de la educación. Su apostolado educativo auténtico ha sido y es digno de todo encomio. Es un apostolado que exige mucha abnegación. Es hondamente humano por ser expresión de un servicio religioso; es un apostolado que sigue de cerca el crecimiento humano y espiritual y acompaña al niño y al joven con paciencia y amor en los problemas de la juventud y en la inseguridad de la adolescencia, en el camino hacia la madurez cristiana. ¿Cuántos casados de vuestra generación recuerdan a religiosas que influyeron en su vida y les ayudaron a alcanzar un grado de desarrollo personal, gracias al cual han podido realizar su vocación al amor matrimonial y a la paternidad? Y, ¿cuántos sacerdotes, religiosos y religiosas fueron edificados por el testimonio de amor sacrificado que constataban en la vida religiosa y recibieron el estímulo necesario para embarcarse en la preparación a seguir su vocación?

5. Factores eminentes de la educación católica que estamos tratando son el profesor católico, la doctrina católica y la escuela católica. Toda la misión de la educación católica está esencialmente unida a la vida de fe de la Iglesia y como tal forma parte del ministerio episcopal, pero los primeros educadores de cada niño son los padres. En el nuevo Código de Derecho Canónico todo el tratado de educación comienza con la palabra "padres". A los ojos de la Iglesia y ante Dios, sus obligaciones y derechos son únicos como lo son las gracias y fuerzas que reciben en el sacramento del matrimonio. Este sacramento les confiere "dignidad y llamada a que (el deber educativo) sea un verdadero y propio 'ministerio' de la Iglesia" (Familiaris consortio FC 38). Pero todos los educadores católicos están investidos de gran dignidad y llamados a destacar "por su recta doctrina e integridad de vida" (Can. 803, 2). Todo el sistema estructural de la educación católica será válido en la medida en que la formación y educación dadas por los profesores estén en conformidad con los principios de la doctrina católica.

En la educación religiosa hay una urgencia nueva de explicar la doctrina católica. Muchos jóvenes de hoy se dirigen a los educadores católicos diciéndoles abiertamente: "No tiene que convencernos, sólo explicarnos bien". Y nosotros sabemos que la Palabra de Dios tiene poder de iluminar la inteligencia y tocar el corazón en todos los foros en que se exponga. "Claro está que la Palabra de Dios es viva, eficaz y más penetrante que una espada de dos filos" (He 4,12).

93 6. En la historia de vuestro país la escuela católica ha sido instrumento eficaz en grado sumo de educación católica. Ha contribuido inmensamente a extender la Palabra de Dios y ha capacitado a los fieles "a relacionar los asuntos y actividades humanas con los valores religiosos en una sola síntesis de vida" (Sapientia christiana, 1). En la comunidad constituida por la escuela católica, el poder del Evangelio ha llegado a incidir en las pautas del pensamiento, reglas de juicio y normas de conducta. La escuela Católica en cuanto institución merece juicio muy favorable si se le aplica el sano criterio de "por sus obras los conoceréis" (Mt 7,16) y también "por los frutos, pues, los conoceréis" (Mt 7,20). Por tanto, en el contexto cultural de Estados Unidos es fácilmente explicable esta sabia exhortación contenida en el nuevo Código: "Fomenten los fieles las escuelas católicas, ayudando en la medida de sus fuerzas a crearlas y sostenerlas" (Can. 800, 2).

El sistema de vuestras escuelas católicas lleva tiempo gozando de la estima de la Santa Sede. En los comienzos mismos de su pontificado, Pío XII escribió a los obispos americanos de aquel tiempo: "Con gran razón admiran los visitantes de otros países la organización y sistema de vuestros centros de enseñanza de distintos niveles" (Sertum laetitiae, 8. l de noviembre de 1939). Años después, en la canonización de la madre Seton, Pablo VI sintió la necesidad de alabar a la Providencia de Dios que suscitó a esta mujer para iniciar las escuelas católicas en vuestro país (cf. Discurso a los obispos de Estados Unidos; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 28 de septiembre de 1975, pág. 2). Y dos años más tarde, al canonizar a John Neumann, Pablo VI habló de la "energía implacable" con que impulsó la organización de las escuelas católicas en Estados Unidos (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 26 de junio. pág. 2).

En todos los niveles de la educación católica se palpa la importancia del educador católico y de la doctrina católica. A todo nivel, hasta en el universitario, hay necesidad de un compromiso institucional de la escuela católica con la Palabra de Dios tal como la proclama la Iglesia católica. Y este compromiso institucional es expresión de la identidad católica de cada escuela católica.

7. El liderazgo pastoral del obispo es crucial en la ayuda y guía de toda la causa de la educación católica. Al obispo en unión con los sacerdotes corresponde estimular a los educadores católicos a moverse por el gran ideal de comunicar a Cristo. Sólo el obispo puede crear el ambiente, mantener la prioridad y presentar con eficiencia la importancia de la causa al pueblo católico.

Al mismo tiempo, al celo del obispo se le presenta el reto constante de prodigar cuidado pastoral a los estudiantes, caer en la cuenta de las necesidades espirituales peculiares de los alumnos de estudios superiores dentro y fuera de los centros católicos, pues su progreso va siempre unido al futuro de la sociedad y de la misma Iglesia (cf. Gravissimum educationis GE 10).

8. Dimensión particular de la educación católica y etapa de evangelización al mismo tiempo es la cuestión de la catequesis en relación con las instituciones católicas o cuando se lleva a cabo fuera de escuelas católicas o la desempeñan directamente los padres. Desde todos los puntos de vista la catequesis supone "educar al verdadero discípulo por medio de un conocimiento más profundo y sistemático de la persona y del mensaje de Nuestro Señor Jesucristo" (Catechesi tradendae CTR 19 L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de noviembre de 1979, pág. 6). Sobre todo en este aspecto catequético de enseñar la doctrina católica organizada y sistemáticamente, el centro católico de enseñanza es siempre instrumento verdaderamente importante al servicio de la fe, pues ayuda a los jóvenes a entrar en el misterio de Cristo. Por esta razón y por otras ya mencionadas os repito este llamamiento profético de Pablo VI a los obispos americanos: "Nos son conocidas, hermanos, las dificultades que lleva consigo la continuidad de las escuelas católicas y las incertidumbres del futuro. Pero confiamos en la ayuda de Dios y en vuestra propia celosa colaboración e incansables esfuerzos a fin de que las escuelas católicas puedan proseguir realizando su providencial misión de servicio a la auténtica educación católica y a vuestra patria, a pesar de los graves obstáculos actuales" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española. 28 de septiembre de 1975, pág. 2).

9. En todo esto, nuestro servicio ministerial a la palabra depende de la efusión del Espíritu Santo. A Él invocamos hoy, venerables y queridos hermanos, y le pedimos nos ayude en nuestras empresas pastorales y haga fructificar los esfuerzos de tantos abnegados sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos de las Iglesias locales que representáis. Sólo Él puede capacitarnos realmente para comunicar a Cristo, pues "nadie puede decir 'Jesús es el Señor' sino en el Espíritu Santo" (1Co 12,3). Sólo gracias a su acción llega a conseguirse la madurez cristiana y, por tanto, a alcanzarse el objetivo de toda educación católica. A la vez que proclamamos la soberanía de la acción santificadora del Espíritu Santo, pidámosle que nuestro ministerio se someta totalmente a su querer. Y solicitemos esta gracia de la docilidad por intercesión de María, pues debajo de su corazón se hizo carne el Verbo de Dios y se comunicó por vez primera al mundo.

Veni Sancte Spiritus!










A LA ASAMBLEA GENERAL DE LA ASOCIACIÓN MÉDICA MUNDIAL


Sábado 29 de octubre de 1983



Señoras, Señores:

1. Tras celebrar en Venecia la 35 asamblea general de la Asociación Médica mundial, ustedes han querido venir a Roma para este encuentro. Les doy mi más cordial bienvenida a esta casa, tanto más cuanto que hay una particular convergencia entre sus preocupaciones y las de la Iglesia. La medicina es una forma eminente, esencial, de servicio al hombre. Ante todo, es preciso ayudar al hombre a vivir y a superar los obstáculos que entorpezcan el funcionamiento normal de todas sus funciones orgánicas, en su unidad psico-física. El hombre constituye también el centro de las preocupaciones de la Iglesia, cuya misión es, con la gracia de Cristo, salvar al hombre, restituirlo a su integridad espiritual y moral, conducirlo a su desarrollo integral en el que el cuerpo tiene su parte. Esta es la razón por la que el ministerio de la Iglesia y el testimonio de los cristianos van a la par de su preocupación por los enfermos.

94 Formulo con ustedes mis mejores deseos para que progresen aún más la ciencia médica y el arte de curar. Ha crecido en eficacia la lucha contra las enfermedades contraídas, agudas o crónicas. La lucha contra las enfermedades hereditarias está también progresando. ¿Cómo no desear que encuentren en la sociedad contemporánea —que tanto confort ofrece a los sanos— la atención y la ayuda suficiente para ofrecer a los enfermos de hoy y de mañana los cuidados requeridos?

2. El tema de vuestra reunión de Venecia, "El médico y los derechos del hombre", ha sido otro motivo que ha suscitado el interés de la Santa Sede. ¡Cuántas veces he tenido ocasión de hablar de los derechos fundamentales inalienables del hombre, incluso ante la Asamblea de las Naciones Unidas (2 de octubre, 1979, n. 13)!, el conjunto de estos derechos corresponde a la esencia de la dignidad del ser humano. Al médico le concierne especialmente el respeto de esos derechos. El derecho del hombre a la vida —desde el momento de su concepción hasta la muerte—, es el derecho primero y fundamental, raíz y fuente de todos los demás derechos. En el mismo sentido se habla del "derecho a la salud", es decir, a las mejores condiciones para una buena salud. Pensemos también en el respeto a la integridad física, al secreto médico, a la libertad de ser atendido y de escoger el propio médico, en la medida de lo posible.

Estos derechos no son tales porque son reconocidos por legislaciones cambiantes de la sociedad civil, sino porque están vinculados a los principios fundamentales, a la ley moral, que constituye el fondo mismo del ser humano y que es inmutable. El campo de la deontología puede aparecer, sobre todo hoy, como el más vulnerable de la medicina; pero es esencial, y la moral médica debe ser siempre considerada por los médicos como la norma de su ejercicio profesional que exige la máxima atención y, sobre todo, los mejores esfuerzos para protegerla.

3. Es evidente que los progresos inauditos y rápidos de la ciencia médica comportan frecuentes revisiones de la deontología. Tienen ustedes que afrontar necesariamente nuevos problemas, apasionantes, pero muy delicados. La Iglesia comprende esta situación, y acompaña de buen grado sus reflexiones, respetando sus responsabilidades.

Pero la búsqueda de una posición satisfactoria en el plano ético depende fundamentalmente de la concepción que se tiene de la medicina. Se trata de saber, en definitiva, si la medicina está al servicio de la persona humana, de su dignidad, en aquello que tiene de único y trascendente, o si el médico se considera ante todo como un agente de la colectividad, al servicio de los intereses de los sanos, a los que habría que subordinar el cuidado de los enfermos. Ahora bien, la moral médica se ha definido siempre, desde Hipócrates, por el respeto y protección de la persona humana. Y lo que está en juego es algo más que la preservación de una deontología tradicional; es el respeto a una concepción de la medicina que vela por el hombre de todos los tiempos, que salvaguarda al hombre del mañana, gracias al valor reconocido de la persona humana, sujeto de derechos y deberes, y nunca objeto utilizable para otros fines que quieren presentarse como bien social.

4. Permítanme que trate algunos puntos que me parecen importantes. Las convicciones de las que doy testimonio ante ustedes son las convicciones de la Iglesia católica, de la que he sido constituido Pastor universal. Para nosotros el hombre es un ser creado a imagen de Dios, redimido por Cristo y llamado a un destino inmortal. Estas convicciones son compartidas, así lo espero, por los creyentes que acogen la Biblia como Palabra de Dios. Pero, puesto que ellas nos conducen al mayor respeto del ser humano, estoy seguro de que son compartidas también por todos los hombres de buena voluntad que reflexionan sobre la condición del hombre y que quieren salvarlo a toda costa de lo que amenaza su vida, su dignidad y su libertad.

Ante todo, el respeto a la vida. No hay hombres creyentes o no creyentes que puedan negarse a respetar la vida humana, a asumir el deber de defenderla, de salvarla, particularmente cuando esta vida no puede tener aún la voz necesaria para proclamar sus derechos. ¡Ojalá todos los médicos sean fieles al juramento de Hipócrates, que hacen cuando adquieren su doctorado! En la misma línea, la asamblea general de la Asociación Médica mundial había adoptado en 1948, en Ginebra, la fórmula de juramento que precisaba: "Mantendré un respeto absoluto por la vida humana desde su concepción; aunque sea amenazado, no aceptaré hacer uso de mis conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad". Espero que, de todos modos, este compromiso solemne continúe siendo la línea de conducta de los médicos. Es para ellos una cuestión de honor. Está en juego la confianza que merecen. Se trata de su propia conciencia, sean cuales fueren las concesiones que la ley civil haga en materia, por ejemplo, de aborto o eutanasia. Lo que se espera de ustedes es que combatan el mal, todo lo que es contrario a la vida, pero sin sacrificar la vida misma que es el mayor bien y que no nos pertenece. Sólo Dios es el dueño de la vida humana y de su integridad.

5. Un segundo punto que quisiera subrayar es el de la unidad del ser humano. Es preciso no aislar el problema técnico planteado por el tratamiento de cualquier tipo de enfermedad, de la atención que hay que dar a la persona del enfermo en todas sus dimensiones. Es bueno recordarlo ahora que la ciencia médica tiende a la especialización de cada disciplina. El médico de ayer se dedicaba sobre todo a la medicina general. Su atención se centraba a la vez en el conjunto de los órganos y funciones corporales. Y, por otra parte, conocía más fácilmente a la familia del paciente, su ambiente, el conjunto de su historia. La evolución es inevitable; tiende a la especialización de los estudios y a la complicación de la vida en sociedad. Al médico, ustedes deben hacer un esfuerzo constante para tener presente la unidad profunda del ser humano, en la interacción evidente de todas sus funciones corporales, y también en la unidad de sus dimensiones corporal, afectiva, intelectual y espiritual. El año pasado, el 3 de octubre, invité a los médicos católicos, reunidos en Roma, a mantenerse constantemente en la perspectiva de la persona humana y de las exigencias que derivan de su dignidad.

La perspectiva global en la que es preciso colocar siempre el problema médico concreto podría entenderse también referida no sólo a cada individuo, sino, en sentido análogo, a la sociedad, en la que la complementariedad permite encontrar una cierta solución a problemas sin arreglo en el plan individual. Baste pensar en el handicap de la esterilidad física definitiva, que ciertas familias llegan a superar con la adopción o con la dedicación a los niños de otros.

6. El tercer punto me lo ha sugerido un tema muy importante abordado en su asamblea general de Venecia: los derechos del ser humano ante ciertas posibilidades nuevas de la medicina, particularmente en materia de "manipulación genética", que plantea a la conciencia moral de cada hombre graves interrogantes. ¿Cómo conciliar, en efecto, semejante manipulación con la concepción que reconoce al hombre una dignidad innata y una autonomía intangible?

En principio, se puede considerar como deseable una intervención estrictamente terapéutica que se fije cual objetivo la curación de diferentes enfermedades, como las que provienen de deficiencias cromosómicas, siempre que esa intervención tienda a la verdadera promoción del bienestar personal del hombre, sin atentar a su integridad o deteriorar sus condiciones de vida. Tal intervención se sitúa, efectivamente, en la lógica de la tradición moral cristiana, como ya dije ante la Pontificia Academia de las Ciencias, el 23 de octubre de 1982 (cf. AAS 75, 1983, Parte I, págs. 37-38).

95 Pero, aquí surge de nuevo la cuestión. En efecto, es de gran interés saber si una intervención sobre el patrimonio genético, que sobrepase los límites de la terapéutica en sentido estricto, se debe considerar también como moralmente aceptable. Para que esto se verifique es preciso que se respeten varias condiciones y que se acepten ciertas premisas. Permítanme recordar algunas.

La naturaleza biológica de todo hombre es intangible en el sentido de que es constitutiva de la identidad personal del individuo durante todo el curso de su historia. Cada persona humana, en su singularidad absolutamente única, está constituida no sólo por su espíritu, sino también por su cuerpo. Así, en el cuerpo y por el cuerpo, se llega a la persona misma en su realidad concreta. Respetar la dignidad del hombre supone, en consecuencia, salvaguardar esta identidad del hombre "corpore et anima unus", como dice el Concilio Vaticano II (Constitución Gaudium et spes
GS 14, par. I). Sobre la base de esta visión antropológica se deben encontrar los criterios fundamentales para las decisiones que han de tomarse cuando se trata de intervenciones no estrictamente terapéuticas, por ejemplo intervenciones que miran a la mejora de la condición biológica humana.

En particular, este género de intervención no debe constituir un atentado al origen de la vida humana, a saber, la procreación ligada a la unión no sólo biológica, sino espiritual, de los padres, unidos por el lazo del matrimonio; debe, por consiguiente, respetar la dignidad fundamental de los hombres y la naturaleza biológica común, que constituye la base de la libertad, evitando manipulaciones que tiendan a modificar el patrimonio genético y a crear grupos de hombres diferentes, con el riesgo de provocar nuevas marginaciones en la sociedad.

Por lo demás, las actitudes fundamentales que inspiren las intervenciones de las que estamos hablando no deben derivar de una mentalidad racial y materialista, con miras a un bienestar humano en realidad reductor. La dignidad del hombre transciende su condición biológica.

La manipulación genética se hace arbitraria e injusta cuando reduce la vida a un objeto, cuando olvida que se ocupa de un sujeto humano, capaz de inteligencia y de libertad, respetable a pesar de sus limitaciones; o cuando la trata en función de criterios no basados en la realidad integral de la persona humana, con el riesgo de atentar contra su dignidad. En este caso expone al hombre al capricho ajeno, privándole de su autonomía.

El progreso científico y técnico sea cual fuere, debe, pues, mantener el mayor respeto por los valores morales que constituyen una salvaguarda de la dignidad de la persona humana. Y, puesto que, en la jerarquía de los valores médicos, la vida es el bien supremo y el más radical del hombre, vale un principio fundamental: ante todo, impedir cualquier daño, después buscar e intentar el bien.

A decir verdad, la expresión "manipulación genética" resulta ambigua y debe ser objeto de un verdadero discernimiento moral, pues encubre, por una parte, ensayos aventurados que tienden a conseguir no se qué superhombre y, por otra parte se trata de intervenciones deseables y saludables que intentan la corrección de anomalías, tales como ciertas enfermedades hereditarias, sin hablar de las aplicaciones benéficas en el campo de la biología animal y vegetal, útiles a la producción de alimentos. Respecto a estos últimos casos, algunos comienzan a hablar de "cirugía genética", como para mostrar mejor que el médico interviene no para modificar la naturaleza, sino para ayudarla a desarrollarse en su línea, la de la creación, la querida por Dios. Trabajando en este campo, sin duda delicado, el investigador se adhiere al designio de Dios. Dios ha querido que el hombre sea el rey de la creación. A ustedes, cirujanos, especialistas de trabajos de laboratorios y médicos de medicina general, les toca cooperar con toda la fuerza de su inteligencia a la obra de la creación comenzada el primer día del mundo. No podemos sino rendir homenaje al gran progreso realizado en este campo por la medicina de los siglos XIX y XX. Pero, como ustedes mismos lo ven, es más necesario que nunca superar la separación entre ciencia y ética, encontrando su unidad profunda. Ustedes tratan al hombre, al hombre cuya dignidad es salvaguardada precisamente por la ética.

Agradeciéndoles su visita y su confianza, y consciente de las graves responsabilidades que pesan sobre ustedes, formulo mis mejores deseos para su acción y testimonio en el ámbito de la Asociación Médica mundial y entre todos sus compañeros médicos, invocando la bendición de Dios, autor de la vida, sobre cada uno de ustedes, sobre sus trabajos, sobre sus hogares y amigos.










DURANTE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA


EN LA BASÍLICA VATICANA


Lunes 31 de octubre de 1983



Queridos adoradores nocturnos españoles:

1. Hace exactamente un año nos encontrábamos reunidos en la parroquia de Guadalupe de Madrid, para un momento de adoración eucarística. Era la primera noche tras mi llegada para la inolvidable visita apostólica a España.

96 Es para mí una gran alegría poder compartir con vosotros, en esta basílica de San Pedro, unos instantes de adoración a Jesús sacramentado. Durante este año vosotros habéis seguido orando por las intenciones del Papa y de la Iglesia. El se une también a vuestra plegaria, para confirmaros en la fe y pedir al Señor que ratifique vuestro propósito de seguir siendo una porción viva y perseverante de la Iglesia que ora.

Os dije en España que la Eucaristía es la fuente de toda vuestra vitalidad espiritual y apostólica; porque con vuestra actitud de adoración, profundizáis en la fe, la esperanza y la caridad. De esta manera, orientáis toda vuestra vida hacia Dios y, por tanto, hacia el misterio del hombre y de la historia humana concreta.

¡Cuánto me gustaría saber que, durante este año, habéis adelantado en el camino de la contemplación y del compromiso cristiano, según las pautas que os indiqué en la oración que recité con vosotros en aquella noche madrileña!

2. La adoración es un quehacer ineludible de la Iglesia. Vosotros, adorando a Jesús Sacramentado, cumplís en las Iglesias locales el encargo que el Apóstol nos hizo de orar sin interrupción, imitando al Maestro que frecuentemente pasaba la noche en oración.

Ese silencio contemplativo os comunicará una gran capacidad de amar a Dios y a los hermanos. En efecto, en medio del silencio de la noche, cuando parece que se aminoran las prisas y la creación enmudece como esperando la palabra del Señor, oiréis en el corazón la voz del Padre que os dice: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadle”.

Y al sintonizar cada vez más con los sentimientos de Cristo Redentor, que ha venido a “dar su vida en rescate por todos”, iréis descubriendo los intereses salvíficos del Señor sobre los individuos, la familia, la juventud, la comunidad eclesial a la que pertenecéis, la propia nación y la humanidad entera. Así presentaréis ante el Señor todo lo que ha sido vuestra vida cotidiana, en sincronía con los problemas de los hermanos redimidos por Cristo.

La Iglesia necesita de hombres y mujeres como vosotros, convencidos del valor insustituible de la oración y consecuentes con la obligación de todo hombre de dar gloria a Dios, como premisa indispensable de cualquier acción que quiera ser beneficiosa para los demás.

Pero no podéis limitaros a la actitud contemplativa de adoración y plegaria, porque no sería auténtica vuestra oración, si no fuera acompañada de un compromiso de vida cristiana y de acción apostólica. Solo así responderéis a la llamada de Cristo que os invita a colaborar con El en la aplicación de los frutos de su obra redentora a toda la humanidad. Considerad pues como parte importante del empeño apostólico de vuestra Asociación la promoción del culto a Jesús Sacramentado y de cuanto pueda contribuir a una mayor vivencia de las celebraciones eucarísticas y de la comunión sacramental por parte de todos.

De ese modo seréis testigos vivientes de que vuestra ocupación de adoradores no sólo no es algo estéril o inútil para la comunidad eclesial, sino que es fuente de dinamismo cristiano. Por ello, sed fieles a vuestro carisma, testimoniando la primacía de la dimensión vertical en la vida religiosa del hombre. Así, uniendo a este testimonio el doble compromiso de vivir cristianamente y de ayudar espiritualmente a los hermanos, seréis fieles a vuestra identidad de adoradores.

3. Estamos celebrando el Año Santo de la Redención que debe ser, de modo especial para vosotros, un tiempo de gracia y de renovación espiritual. En la adoración eucarística encontraréis las líneas fuertes de esta renovación. En efecto, “la Eucaristía en particular hace presente toda la obra de la Redención, que se perpetúa a lo largo del año en la celebración de los divinos misterios”.

En vuestro caso concreto, deseo que, a través de la adoración eucarística, os hagáis portadores de las directrices dadas para el Año Santo: “Que los cristianos sepan descubrir de nuevo, en su experiencia existencial, todas las riquezas inherentes a la salvación que les ha sido comunicada desde el bautismo y se sientan impulsados por el amor de Cristo”.

97 En esta experiencia vuestra de vida espiritual y apostólica, descubriréis mejor la inmensa perspectiva del dogma de la comunión de los santos, puesto que “cada nueva experiencia del amor misericordioso de Dios y cada respuesta individual del amor penitente por parte del hombre, es siempre un acontecimiento eclesial”. Efectivamente, “la gracia específica del Año de la Redención es un renovado descubrimiento del amor de Dios que se da, y es una profundización de las riquezas inescrutables del misterio pascual de Cristo”. Por ello, el Año Santo es una llamada a agradecer a Dios el don recibido, a aprovechar los frutos de la Redención y a incorporarnos individualmente a la misión salvadora de la Iglesia. Todo lo cual se vive en la Eucaristía.

En efecto, ella es siempre el cauce apropiado para nuestra obligada acción de gracias y debe serlo para nuestro agradecimiento por el beneficio de la Redención. Por Cristo, con El y en El nuestras acciones de gracias adquieren un valor que de por sí nunca hubieran tenido.

Recibiendo a Jesús Sacramentado con las debidas disposiciones hacemos nuestros los frutos de la Redención que nos llegan a través de los sacramentos. Y, finalmente, como la Iglesia hace la Eucaristía, así la Eucaristía hace la Iglesia. Por esto la Eucaristía, al transformarnos en Cristo, nos incorpora a la misión salvadora que la Iglesia realiza a través de los siglos. Precisamente por ello vuestra oración, sin dejar de ser trato confidencial y personal con el Divino Amigo: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”, ha de abrirse a la dimensión comunitaria y misionera del cristianismo auténtico, acogiendo como propias las preocupaciones de toda la Iglesia y de sus miembros y comunidades.

Así se hará realidad ese anhelado: “Abrir las puertas al Redentor”, que ha de significar para vosotros una apertura del corazón, que no tiene prisas al estar con el Señor y que, precisamente por ello, se entrega generosamente a los compromisos de la vida cotidiana personal, familiar y social. Así, entrar en el misterio de la Redención será sintonizar con el “ sí ” de Jesús al Padre. Y vuestro “ sí ” contemplativo y comprometido se unirá al de Cristo, y hará que luego toda la humanidad pueda pronunciar el “ sí ” de un “ Padre nuestro ” universal.

4. La Virgen Santísima, Madre de Jesús y Madre nuestra, que con José su Esposo adoró al Hijo de Dios hecho hombre la misma noche de su nacimiento, y que tantas otras noches, en Belén y Nazaret, veló su sueño, sea el modelo de todos los adoradores y adoradoras nocturnos de Jesús Sacramentado.

Que su presencia como Madre Dolorosa junto a la Cruz de Cristo Salvador, nos enseñe a descubrir en la Eucaristía el mismo sacrificio que nos redimió, nos estimule a aprovechar personalmente los frutos de esa Redención y nos haga sentir la responsabilidad de incorporarnos efectivamente a la función salvadora de la Iglesia, encargada de aplicar la Redención de Cristo a todos los hombres.

Que Ella nos enseñe los caminos del amor profundo a Dios y al hombre y nos haga preparar el nuevo adviento de su Hijo para la humanidad. Que nos enseñe a ser verdadera Iglesia. “ La Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, (y que) debe ser la Iglesia de la eucaristía y de la penitencia ”.

Queridos adoradores y adoradoras de España, Alemania, Bélgica, Chile, Estados Unidos, Francia y México: Os reitero mis sentimientos de alegría y de gratitud por vuestra visita, mientras de corazón bendigo a vosotros y a todos los miembros de vuestra asociación, a vuestras familias y a vuestros Países. “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.







                                                                                   Noviembre de 1983


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