Audiencias 1984




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Enero de 1984

Miércoles 4 de enero de 1984



1. Después de haber centrado la mirada en Jesús durante la fiesta de Navidad, la Iglesia ha querido fijarla, en el primer día del año, en María, para celebrar su maternidad divina. Efectivamente, en la contemplación del misterio de la Encarnación, no se puede separar al Hijo de Dios de la Madre. Por esto, en la formulación de su fe, la Iglesia proclama que el Hijo "por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre".

Cuando en el Concilio de Efeso se aplicó a María el título de "Theotokos", Madre de Dios, la intención de los padres del Concilio era garantizar la verdad del misterio de la Encarnación. Querían afirmar la unidad personal de Cristo, Dios y hombre, unidad tal, que la maternidad de María en relación con Jesús, era, por eso mismo, maternidad en relación con el Hijo de Dios. María es "Madre de Dios" porque su Hijo es Dios; es madre sólo en el orden de la generación humana, pero, dado que el Niño que Ella concibió y dio al mundo, es Dios, debe ser llamada "Madre de Dios".

La afirmación de la maternidad divina nos ilumina sobre el sentido de la Encarnación. Demuestra que el Verbo, persona divina, se ha hecho hombre: se ha hecho hombre gracias al concurso de una mujer en la obra del Espíritu Santo. Una mujer ha sido asociada de manera singular al misterio de la venida del Salvador al mundo. Por mediación de esta mujer, Jesús se une a las generaciones humanas que precedieron a su nacimiento. Gracias a María, Él tiene un verdadero nacimiento y su vida en la tierra comienza de manera semejante a la de todos los demás hombres. Con su maternidad, María permite al Hijo de Dios tener -después de la concepción extraordinaria por obra del Espíritu Santo- un desarrollo humano y una inserción normal en la sociedad de los hombres.

2. El título de "Madre de Dios", a la vez que pone de relieve la humanidad de Jesús en la Encarnación, llama también la atención sobre la dignidad suprema otorgada a una criatura. Es comprensible que en la historia de tal doctrina haya habido un momento en que esta dignidad encontrara alguna contestación: efectivamente, podía parecer difícil admitirla, a causa de los abismos vertiginosos sobre los que se abría. Pero cuando se puso en discusión el título de "Theotokos", la Iglesia reaccionó inmediatamente confirmando que debía atribuírsele a María como verdad de fe. Los que creen en Jesús, que es Dios, no pueden menos de creer también que María es Madre de Dios.

La dignidad conferida a María muestra desde dónde ha querido Dios impulsar la reconciliación. En efecto, se debe recordar que inmediatamente después del pecado original, Dios anunció su intención de hacer una alianza con la mujer, de manera que asegurara la victoria sobre el enemigo del género humano: "Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le acecharás el calcañal" (Gn 3,15). Según este oráculo, la mujer estaba destinada a convertirse en la aliada de Dios para la lucha contra el demonio. Debía ser la madre del que aplastaría la cabeza del enemigo. Sin embargo, en la perspectiva profética del Antiguo Testamento, este descendiente de la mujer, que tenía que triunfar sobre el espíritu del mal, parecía que no era sino un hombre.

Aquí interviene la realidad maravillosa de la Encarnación. El descendiente de la mujer, que realiza el oráculo profético, no es en absoluto un simple hombre. Es plenamente hombre, gracias a la mujer de la que es hijo, pero es también, a la vez, verdadero Dios. La alianza hecha en los comienzos entre Dios y la mujer adquiere una nueva dimensión. María entra en esta alianza como la Madre del Hijo de Dios. Para responder a la imagen de la mujer que había cometido el pecado, Dios hace surgir una imagen perfecta de mujer, que recibe una maternidad divina. La nueva alianza supera con mucho las exigencias de una simple reconciliación; eleva a la mujer a una altura que nadie hubiera podido imaginar.

3. Siempre sentimos el asombro de que una mujer haya podido dar al mundo al que es Dios, que haya recibido la misión de amamantarlo como cada madre amamanta a su hijo, que haya preparado al Salvador, con la educación materna, para su futura actividad. María ha sido plenamente madre y, por esto, ha sido también una admirable educadora. El hecho, confirmado por el Evangelio, de que Jesús, en su infancia, les estaba sujeto (cf. Lc 2,51), indica que su presencia materna influyó profundamente en el desarrollo humano del Hijo de Dios. Es uno de los aspectos más impresionantes del misterio de la Encarnación.

En la dignidad conferida de modo singularísimo a María, se manifiesta la dignidad que el misterio del Verbo hecho carne quiere conferir a toda la humanidad. Cuando el Hijo de Dios se abajó para hacerse hombre, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, elevó la humanidad al nivel de Dios. En la reconciliación. realizada entre Dios y la humanidad, Él no quería restablecer simplemente la integridad y la pureza de la vida humana, herida por el pecado. Quería comunicar al hombre la vida divina y abrirle el pleno acceso a la familiaridad con Dios.

De este modo María nos hace comprender la grandeza del amor divino, no sólo para con Ella, sino para con nosotros. Ella nos introduce en la obra grandiosa, con la que Dios no se ha limitado a curar a la humanidad de las llagas del pecado, sino que le ha asignado un destino superior de íntima unión con Él. Cuando veneramos a María como Madre de Dios, reconocemos además la maravillosa transformación que el Señor ha otorgado a su criatura. Por esto, cada vez que pronunciamos las palabras: "Santa María, Madre de Dios", debemos tener ante los ojos de la mente la perspectiva luminosa del rostro de la humanidad, cambiado en el rostro de Cristo.

Saludos

2 Amadísimos hermanos y hermanas:

Antes de terminar quiero saludar con afecto a los peregrinos de lengua española, venidos de España y de América Latina, deseándoles un feliz Año Nuevo, lleno de paz y auténtica reconciliación. De modo particular saludo a los Misioneros del Espíritu Santo residentes en Roma. Que vuestra permanencia en la Ciudad Eterna os ayude a profundizar en los compromisos de la vida consagrada y a prepararos para vuestra misión, dando testimonio de la universalidad de la Iglesia, que podéis descubrir junto a la Tumba de Pedro.

A todos imparto de corazón mi bendición apostólica.



Miércoles 11 de enero de 1984



1. La fiesta litúrgica del Bautismo de Jesús, que hemos celebrado hace poco, nos recuerda el acontecimiento que inauguró la vida pública del Redentor, y comenzó así a manifestarse el misterio ante el pueblo.

El relato evangélico pone de relieve la conexión que hay, desde el comienzo, entre la predicación de Juan Bautista y la de Jesús. Al recibir aquel bautismo de penitencia, Jesús manifiesta la voluntad de establecer una continuidad entre su misión y el anuncio que el Precursor había hecho de la proximidad de la venida mesiánica. Considera a Juan Bautista como el último de la estirpe de los Profetas y "más que un profeta" (Mt 11,9), ya que fue encargado de abrir el camino al Mesías.

En este acto del bautismo aparece la humildad de Jesús: Él, el Hijo de Dios, aunque es consciente de que su misión transformará profundamente la historia del mundo, no comienza su ministerio con propósitos de ruptura con el pasado, sino que se sitúa en el cauce de la tradición judaica, representada por el Precursor. Esta humildad queda subrayada especialmente en el Evangelio de San Mateo, que refiere las palabras de Juan Bautista: "Soy yo quien debe ser por Ti bautizado, ¿y vienes Tú a mí?" (3, 14). Jesús responde, dejando entender que en ese gesto se refleja su misión de establecer un régimen de justicia, o sea, de santidad divina, en el mundo: "Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia" (3, 15).

2. La intención de realizar a través de su humanidad una obra de santificación, anima el gesto del bautismo y hace comprender su significado profundo. El bautismo que administraba Juan Bautista era un bautismo de penitencia con miras a la remisión de los pecados. Era conveniente para los que, reconociendo sus culpas, querían convertirse y retornar a Dios. Jesús, absolutamente santo e inocente, se halla en una situación diversa. No puede hacerse bautizar para la remisión de sus pecados; si recibe un bautismo de penitencia y de conversión, es para la remisión de los pecados de la humanidad. Ya en el bautismo comienza a realizarse todo lo que se había anunciado sobre el siervo doliente en el oráculo del libro de Isaías: allí el siervo es representado como un justo que llevaba el peso de los pecados de la humanidad y se ofrecía en sacrificio para obtener a los pecadores el perdón divino (53, 4-12).

El Bautismo de Jesús es, pues, un gesto simbólico que significa el compromiso en el sacrificio para la purificación de la humanidad. El hecho de que en ese momento se haya abierto el cielo, nos hace comprender que comienza a realizarse la reconciliación entre Dios y los hombres. El pecado había hecho que el cielo se cerrase; Jesús restablece la comunicación entre el cielo y la tierra. El Espíritu Santo desciende sobre Jesús para guiar toda su misión, que consistirá en instaurar la alianza entre Dios y los hombres.

3. Como nos relatan los Evangelios, el bautismo pone de relieve la filiación divina de Jesús: el Padre lo proclama su Hijo predilecto, en el que se ha complacido. Es clara la invitación a creer en el misterio de la Encarnación y, sobre todo, en el misterio de la Encarnación redentora, porque está orientada hacia el sacrificio que logrará la remisión de los pecados y ofrecerá la reconciliación al mundo. Efectivamente, no podemos olvidar que Jesús presentará más tarde este sacrificio como un bautismo, cuando pregunte a dos de sus discípulos: "¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que yo he de ser bautizado?" (Mc 10,38). Su bautismo en el Jordán es sólo una figura; en la cruz recibirá el bautismo que va a purificar al mundo.

Mediante este bautismo, que primero tuvo expresión en las aguas del Jordán y que luego fue realizado en el Calvario, el Salvador puso el fundamento del bautismo cristiano. El bautismo que se practica en la Iglesia se deriva del sacrificio de Cristo.

3 Es el sacramento con el cual, a quien se hace cristiano y entra en la Iglesia, se le aplica el fruto de este sacrificio: la comunicación de la vida divina con la liberación del estado de pecado.

El rito del bautismo, rito de purificación con el agua, evoca en nosotros el bautismo de Jesús en el Jordán. En cierto modo reproduce ese primer bautismo, el del Hijo de Dios, para conferir la dignidad de la filiación divina a los nuevos bautizados. Sin embargo, no se debe olvidar que el rito bautismal produce actualmente su efecto en virtud del sacrificio ofrecido en la cruz. A los que reciben el bautismo se les aplica la reconciliación obtenida en el Calvario.

He aquí, pues, la gran verdad: el bautismo, al hacernos partícipes de la muerte y resurrección del Salvador, nos llena de una vida nueva. En consecuencia, debemos evitar el pecado o, según la expresión del Apóstol Pablo, "estar muertos al pecado", y "vivir para Dios en Cristo Jesús" (
Rm 6,11).

En toda nuestra existencia cristiana el bautismo es fuente de una vida superior, que se otorga a los que, en calidad de hijos del Padre en Cristo, deben llevar en sí mismos la semejanza divina.

Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Mi saludo y bendición a todas las personas y grupos de lengua española, especialmente a los venidos de Colombia y de Chile, y a los dos procedentes de Buenos Aires



Miércoles 18 de enero de 1984



1. Hoy empieza la semana anual de oración por la unión de los cristianos. En cualquier rincón de la tierra los cristianos, pertenecientes a diversas Iglesias o Comunidades eclesiales, consagran a la plegaria este tiempo especial. Nosotros, hijos e hijas de la Iglesia católica, debemos entrar plenamente, con todo nuestro ser, en esta oración. Efectivamente, un período de tiempo consagrado a la oración está lleno de gracia: Dios, el Padre amoroso, rico en misericordia (cf. Ep 2,4), que nunca dará una piedra a quien le pide pan (cf. Mt 7,9), escuchará con toda seguridad la oración fervorosa de sus hijos, oración que prolonga la de su Hijo, el Señor Jesús, y finalmente nos concederá la perfecta unidad. Realizará todo esto del modo y en el tiempo que sólo Él conoce.

El hecho mismo de que los cristianos oren juntos por este don tan grande es ya un don de Dios: es la primera aurora de la unidad. El tema de este año: "Llamados a la unidad en la cruz de Nuestro Señor" es central en el misterio de la salvación; evoca el fundamento de nuestra fe. Sí, es una gracia, y grande, el que los cristianos sean llamados a estar juntos a la sombra y al amparo de la cruz, de esa cruz que es, a la vez, para nosotros motivo de dolor y de alegría, y es símbolo de ese "escándalo" que para los creyentes es verdadera gloria.

Además, este tema resulta particularmente apropiado para nosotros los católicos, que celebramos este año el Jubileo de la Redención: el Jubileo del misterio de la muerte y resurrección del Salvador. En la semana de oraciones por la unión, al contemplar juntamente con nuestros hermanos cristianos el misterio de la cruz —esto es, el misterio de la Vida que se ofrece en don hasta el sacrificio de la muerte—, tendremos la posibilidad de fijar el corazón y la mente en ese acontecimiento a cuya memoria hemos consagrado un año entero, y lo haremos con dolor por las heridas y desgarramientos del pasado, pero también con gran esperanza, fundada en la potencia de Dios.

4 2. Queridos hermanos y hermanas: Os invito insistentemente a los que estáis aquí presentes y, a través de vosotros, a todos los fieles católicos a hacer de esta semana un tiempo de oración constante y perseverante por el don de la unidad. ¡Jamás debemos olvidar que la oración es poderosa!O mejor: Nunca debemos infravalorar la amorosa generosidad con que Dios responde siempre a nuestras plegarias, aún cuando se parezcan a un frágil e inarticulado balbuceo, porque se las ofrecemos en el Hijo: con Él y por Él. Hemos escuchado en la lectura de hoy cómo oraba Jesús en sus días terrenos: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y suplicas con poderosos clamores y lágrimas... fue escuchado por su reverencial temor" (He 5,7). Y sabemos también que Él vive siempre para interceder por nosotros (cf. He 7,25).

En virtud de la cruz y de la resurrección Jesús reina por siempre a la derecha del Padre. Pero continúa viviendo también en nosotros, ya que: Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo... todos sois uno en Cristo Jesús (Ga 3,27-28). Sabéis bien que la Iglesia católica reconoce como hermanos y hermanas en Cristo a todos los que han sido "justificados en el bautismo por la fe" y sólo así "incorporados a Cristo crucificado y glorificado", y son llamados, precisamente por esto, cristianos (cf. Unitatis redintegratio UR 3 y UR 22). El bautismo, que nos asemeja a la muerte de Cristo (cf. Rm 6,4), es el fundamento de toda unidad, de la que tenemos y de la que anhelamos. Nuestra oración por la unión tiene su fundamento en el bautismo, es la fuente de nuestra esperanza. Este Año Jubilar, cada miércoles, en la audiencia general, renovamos nuestras promesas bautismales, nuestra fe bautismal; al hacer esto, volvemos a afirmar precisamente el fundamento de nuestra unidad, tal como tuve oportunidad de hacer en la catedral de Canterbury durante una común celebración de fe, hace dos años. El recuerdo del bautismo es siempre recuerdo de nuestra vocación a la unión.

3. En la lectura de hoy hemos escuchado que Cristo, "aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia" (He 5,8). En cuanto que somos hijos de Dios debemos ser fuertes ante la cruz; efectivamente, la cruz, la de la vida de cada uno de nosotros, es la que nos confirma que estamos en el sendero justo. Los pecados y los errores de los hombres han intentado desgarrar el Cuerpo de Cristo. Ciertamente, a ningún hombre de hoy se le pueden imputar las culpas del pasado. Pero también nosotros, si con nuestras actitudes, actos u omisiones perpetuamos las divisiones o ponemos obstáculos en el camino de la reconciliación, nos hacemos cómplices de algún modo de prolongar las rupturas en el cristianismo. Cristo, el Hijo obediente, nos llama a la obediencia y a la conversión, nos llama a llevar la cruz con Él. Dirijámonos a Él y pidámosle humildemente que nos convierta, que cure nuestras divisiones y nos haga instrumentos dóciles de reconciliación.

Pero nuestro arrepentimiento debe estar lleno de esperanza, y esto por una profunda razón: hemos escuchado que el Hijo "al ser consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna" (He 5,9).

Estamos llamados a ser una sola cosa por medio de la cruz: pero la cruz no fue sólo signo de sufrimiento; es, ante todo, signo de victoria y de esperanza, esperanza para los cristianos y para todo el mundo. El alma de nuestra oración, pues, debe ser la esperanza. "La esperanza es nuestra guía, la oración es nuestra fuerza, la caridad nuestro método" (Pablo VI, Alocución a los Observadores delegados en el Concilio Vaticano II, 17 de octubre, 1963: Insegnamenti di Paolo VI, 1, 1963. pág. 231). Sí, nuestra fuerza es la oración.

Al reunirnos esta semana en torno a la cruz de Jesús juntamente con todos los cristianos, no podemos menos de recordar que junto a la cruz estaba su Madre (cf. Jn 19,25), unida al Hijo en el acto supremo de obediencia a la voluntad salvífica de Dios. Precisamente allí, en la cruz, se la dio como Madre al discípulo predilecto, y en él a la Iglesia. Por esta razón la causa de la unidad de los cristianos "pertenece específicamente a la función de la maternidad espiritual de María. De hecho, a los que son de Cristo, María no los engendró y no podía engendrarlos sino en una fe única y en un único amor" (León XIII, Encíclica Adiutricem populi: ASS 28, 1895-6, 135; cit. en Pablo VI, Marialis cultus, n. 33).

Que pueda Ella aparecer una vez más "ante el peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo" (Lumen gentium LG 68), mientras nosotros rezamos con todo el corazón a fin de que todos los creyentes puedan sentirse de verdad "llamados a la unión a través de la cruz de Nuestro Señor".



Miércoles 25 de enero de 1984



1. "...Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Cristo, Hijo de Dios, al encarnarse, asume la humanidad de todo hombre, comenzando por el más pobre y abandonado. Se hace solidario con cada persona hasta el punto de que sale garante de su misma dignidad. Efectivamente, en su muerte, expresión máxima de esa "humillación" humanamente inconcebible de Dios, de la que habla la Carta a los Filipenses (cf. Flp Ph 2,6-11), Cristo redime la dignidad de cada hombre y establece sus derechos de modo insuperable.

En Cristo, el más desgraciado entre los hombres puede decir como Pablo: "Me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20). Verdaderamente se debe reconocer que, en un continuo crescendo desde el Antiguo al Nuevo Testamento, se manifiesta en el cristianismo la concepción auténtica del hombre como persona y ya no sólo como individuo. Si perece un individuo, la especie queda inalterada: en cambio, dentro de la lógica inaugurada por el cristianismo, cuando desaparece una persona, se pierde algo único e irrepetible.

2. El fundamento de la dignidad humana, que cada hombre puede captar reflexionando sobre su naturaleza de ser dotado de libertad, esto es, de inteligencia, voluntad y energía afectiva, encuentra en la redención de Cristo su plena inteligibilidad. En la Carta Encíclica Redemptor hominis he escrito que: "...ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama cristianismo (Redemptor hominis, RH 10).

5 Esto no esteriliza el esfuerzo que el hombre ha hecho desde siempre y continúa realizando para fundamentar en la propia naturaleza su dignidad de persona y establecer los derechos fundamentales que deben garantizarse a cada uno por parte de sus semejantes y de todas las instituciones. Más aún, se puede decir que este esfuerzo queda exaltado, según la lógica por la que el "cristianismo" hace descubrir lo "humano" y la gracia en la naturaleza.

El arraigo de la dignidad del hombre en ese nivel último, realizado por Cristo en la cruz, no destruye, pues, sino que concluye y corona la búsqueda racional con la que el hombre de todo tiempo, y especialmente el moderno, tiende hacia la definición cada vez más clara de los valores insertos en la propia realidad compuesta de alma y cuerpo.

3. El hombre debe inclinarse siempre, y de nuevo, sobre sí para descubrir la evidencia de la propia dignidad en la capacidad de trascenderse como persona, es decir, de decidir acerca de la propia vida con toda libertad y verdad. Es imposible captar esta dignidad al margen del nexo de la persona con la verdad. La verdad del hombre está en su relación íntima con Dios, ante todo por el sello que Él, al crearlo, imprimió en su estructura natural. "Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó..." (
Gn 1,27).

La gran Tradición patrística y escolástica, desde Agustín a Juan Damasceno y a Tomás, ha indagado a fondo la doctrina de la "imagen de Dios", llegando a dos conclusiones importantes.

Ante todo, el hombre, hecho a imagen de Dios, está colocado estructuralmente en relación con la verdad por medio de su "mens" (espíritu), sede singular de su facultad intelectiva y volitiva. La energía intelectiva con la que escruta la verdad, y la volitiva con la que tiende a ella, son la expresión elemental y universal de su dignidad. En segundo lugar, en su existencia cotidiana el hombre experimenta su contingencia que se deriva de sus límites y de su pecado. Entonces se da cuenta de ser a imagen de Dios y no ser ya imagen de Dios. Imagen de Dios es sólo el Verbo, el Hijo en quien el Padre tiene todas sus complacencias. El hombre es solamente una imagen muy imperfecta de Dios (cf. Tomás de Aquino, Scriptum super Sententiis. I, d. 3, q. 3 a 1 resp. ad 5um).

La expresión a imagen indica para el hombre una tensión hacia la plena transparencia en la verdad, le traza un camino ético y ascético, hecho de virtud y de ley, de deberes y derechos. En este camino no puede menos de encontrarse, pronto o tarde, con Aquel que es imagen plena de Dios, Cristo que ha "asociado a Sí" a cada uno de nosotros.

4. Sin embargo, el hombre no posee la Verdad última en la que se fundamenta su dignidad. Desde siempre aspira a ella, pero ella lo supera continuamente. Los griegos a través de la filosofía, los judíos por medio de la ley trataban de acercarse a la Verdad, que el hombre percibe como fundamento real, pero trascendente de su mismo ser.

Cristo nos señala en el amor este Camino de acceso a la Verdad última, que es Él mismo. La realización plena de la dignidad del hombre sólo se tiene en el dinamismo del amor que lleva a cada uno al encuentro con el otro y así lo abre a la experiencia de la trascendente presencia de Aquel que, al encarnarse, "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (Gaudium et spes GS 22).

"Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis". Que la palabra solemne con la que el Juez divino concluirá la historia, ilumine nuestros pasos en el tiempo, haciéndonos descubrir en el amor el camino que lleva al reconocimiento del valor irrepetible de cada uno de nuestros semejantes, y de este modo a la plena realización de nuestra misma humanidad.

Saludos

Ahora mi saludo individual a cada persona de lengua española aquí presente, en particular a las religiosas Franciscanas de la Madre del Divino Pastor. Queridas hermanas: con motivo de vuestros cuarenta años de profesión, estáis siguiendo un curso de renovación. rejuveneced siempre vuestro espíritu en el contacto con Cristo, que os eligió y que sigue esperando vuestra fidelidad y vuestra generosa entra a Él y a la Iglesia. Os aliente en todo momento mi cordial bendición.



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Febrero de 1984

Miércoles 1 de febrero de 1984



1. "Todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común" (Ac 2,44). En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado y en otros análogos (cf. Ac 4,32-36 Ac 5,12-16), se expresa visiblemente una realidad fundamental de nuestra fe. La novedad cristiana impregna la totalidad de la persona e implica recíprocamente a los hombres que la encuentran, sugiriéndoles un nuevo modo de plantear la propia existencia cotidiana.

De este modo, la comunidad cristiana se convierte, desde los primeros tiempos, en un hecho público bien identificable dentro de la sociedad: "Estaban todos reunidos en el pórtico de Salomón" (Ac 5,12), nos dice el libro de los Hechos. Los aspectos más comunes de la existencia humana se afrontan de acuerdo con una nueva lógica, la de la comunión, y cada uno, con libertad, es llamado a socorrer la necesidad, incluso material, de todos.

El libro de los Hechos más de una vez se preocupa de poner de relieve cómo la conversión implica la pertenencia de manera pública a la comunidad de los creyentes: "Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvados" (Ac 2,48). Esta dimensión social es la consecuencia inevitable de la presencia de los cristianos en el mundo como hombres nuevos, que engendran una sociedad renovada. Efectivamente, el encuentro con Cristo toca al hombre en la raíz y determina en él una nueva identidad religiosa, que no puede dejar de influir también en la Esfera cultural y social.

2. La Iglesia, en su estructura de comunión, se sitúa así como signo eficaz de la redención de Cristo que se realiza en el mundo. Ella "es para todo el género humano —según las palabras del Concilio Vaticano II— un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación" (Lumen gentium LG 9). Este germen es el conjunto del Pueblo de Dios que, como comunión sensiblemente manifestada, afronta la existencia. La obra de la Iglesia en el mundo es, pues, obra de salvación inaugurada por Cristo y que de Él espera la plenitud. Se realiza a través de la difusión del reino al que está unida indisolublemente la tarea de perfeccionamiento y de animación de la realidad del mundo mediante el espíritu del Evangelio.

Por esto, la participación en la vida de la sociedad, mirando a la edificación del bien común, encuentra en el cristiano, consciente del significado profundo de su pertenencia eclesial, un actor lúcido e infatigable. Al sentirse profundamente transformado por la novedad de la redención, dará testimonio, con todas las energías de que dispone, de que Cristo fermenta la historia y da a los creyentes la capacidad de construir la civilización de la verdad y del amor. El cristiano, que es verdaderamente tal, jamás se sustrae a la fascinante misión de demostrar al hombre de hoy la posibilidad de una convivencia humana más verdadera, más justa, más impregnada por el espíritu de paz.

3. El vehículo normal con el que la Iglesia, fiel a su naturaleza sacramental de signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium LG 1) da testimonio de la redención que actúa en la sociedad, es la misión del cristiano en el mundo. Corresponde al cristiano, y en particular al laico protagonista del compromiso eclesial, gracias a la índole secular de su vocación, hacer presente en todos los ambientes el acontecimiento salvífico de Cristo. Tarea esencial de la misión, aparece, pues, el deber de manifestar de modo sensible la unidad de los cristianos en las diversas situaciones existenciales, presentando la experiencia de hombres nuevos capaces de colaborar en la construcción de sectores de sociedad más verdadera y más justa.

El Concilio destaca con vigor este gran deber en el cristiano: "El divorcio entre la fe y la vida cotidiana de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época... Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios" (Gaudium et spes GS 43). La invitación a convertirse en constructores de la civilización de la verdad y del amor no puede menos de extenderse a todos los hombres sinceramente comprometidos con el propio destino. Este es el sentido de la llamada incesante a la necesidad de la paz, tan amenazada hoy, llamada que la Iglesia no se cansa de repetir y por la que no deja de trabajar todo lo que puede.

Pero para que venza la paz es necesario un cambio de lógica dentro de nuestra civilización. Es preciso que se imponga la verdad sobre la mentira. Esto únicamente podrá suceder si prevalece el amor en el corazón de cada hombre, en los pequeños y en los grandes. Entonces la sociedad podrá tener como apoyo la dignidad de la persona, despuntará en su horizonte la perspectiva de días mejores.

Saludos

7 Ahora mi cordial saludo a cada persona de lengua española; en especial a los jóvenes y profesores del Colegio Internacional de Caracas y la grupo venido de Paraguay en la víspera de san Blas, patrono del país, tan venerado en él junto con el beato Roque González de Santa Cruz. A todos os aliento en vuestra vida cristiana y os bendigo de corazón.



Miércoles 8 de febrero de 1984

(Lectura: Carta de San Pablo a los Colosenses capítulo 2, versículos 1-5)

1. En la Carta a los Colosenses (Col 2,1-5) que acabamos de escuchar, San Pablo desea a todos los cristianos que "alcancen todas las riquezas de la plena inteligencia y conozcan el misterio de Dios, esto es, a Cristo, en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia". Por tanto, San Pablo presenta el cristianismo no como mera sabiduría humana, sino como un hecho que debe renovar continuamente, a la luz del Evangelio, la vida y cultura del hombre caído (cf. Gaudium et spes GS 58). El encuentro con Cristo que se hace realidad en la Iglesia, implica una concepción nueva de la existencia y de la realidad. La presencia redentora del Hijo de Dios hecho hombre constituye una clave de bóveda, un punto de vista último y global sobre el modo de vivir y pensar la existencia del hombre y del mundo. Por ello, quien cree en Cristo no pierde el sentido de la vida ni cae en la desesperación ni siquiera en los momentos más fatigosos, cuando todo puede parecer escándalo o locura.

Dije en la alocución a la UNESCO: "Las sociedades con civilización técnica más avanzada se encuentran ante la crisis específica del hombre que consiste en una creciente falta de confianza en su propia humanidad, en la significación del hecho de ser hombre, y de la afirmación y de la alegría que de ello se siguen y que son fuente de creatividad. La civilización contemporánea intenta imponer al hombre una serie de imperativos aparentes... En lugar de la primacía de la verdad en las acciones, la "primacía" del comportamiento de moda, de lo subjetivo y del éxito inmediato" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1980, 6, I b, pág. 849, n. 13; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de junio de 1980, pág. 12.

Pero el hombre necesita conocer el sentido total de su vida. Con todas las manifestaciones de su ser da a entender que tiende a un principio unificante de sí y de la realidad, o sea, a la verdad. Sólo en virtud de ésta el hombre puede alcanzar su madurez no obstante las contradicciones y el pecado, y con la madurez, la capacidad de actuar responsablemente en la historia.

2. Cristo revelación del Padre, es el principio originario de la realidad que da orden a todo y, por tanto, permite al hombre juzgar en último análisis lo que vale la pena de ser conocido, alcanzado y vivido. Por esta razón la fe en Cristo exige una conversión profunda y definitiva de mentalidad, la cual da origen a una sensibilidad y enjuiciamiento nuevos. Este enjuiciamiento, relacionado íntimamente con la fe de cada cristiano incluso del más sencillo, produce un conocimiento de la vida profundo y cargado de gusto, capaz de justificar lo que dije en la Carta Encíclica Redemptor hominis: "El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparente—, debe acercarse a Cristo" (RH 10).

Cuando el juicio de fe se hace sistemático y crítico, da origen a una nueva hermenéutica capaz de redimir a la cultura entendida como "manifestación del hombre como persona, comunidad, pueblo y nación" (Discurso a los hombres de la cultura, 15 de diciembre de 1983, n. 3; L'Osservatore Romano, edición en Lengua Española, 25 de diciembre de 1983, pág. 6).

Cuando el Evangelista afirma que "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1,14), quiere enseñarnos también que en Cristo la verdad se ha hecho presente sin trabas, no como término de estéril nostalgia, sino como realidad concreta a la que es posible acercarse personalmente. La verdad vino y colmó la mente y el corazón. En consecuencia, el pensamiento del hombre adquiere todo su valor sólo si se adecua a ella y la adopta por medida suprema de juicio y criterio decisivo de acción.

Por consiguiente existe, y no hay que temer afirmarlo, una cualificación cristiana de la cultura, porque la fe en Cristo no es un mero y simple valor entre los valores que las varias culturas describen; sino que para el cristiano es el juicio último que juzga a todos los demás siempre con pleno respeto de su consistencia peculiar.

3. De modo que la cultura engendrada por la fe es una tarea a realizar y una tradición a conservar y transmitir. Sólo así la evangelización, aún siendo en su esencia autónoma de la cultura, encuentra la manera de incidir plenamente en la vida del hombre y de las naciones.


Audiencias 1984